TEMA 56

LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA:

BAUTISMO - CONFIRMACIÓN - EUCARISTÍA   
 

3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

3.1. La iniciación cristiana, un proceso unitario

El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los tres sacramentos que configuran la iniciación cristiana, entendida como un proceso unitario. Los momentos más importantes de dicho proceso son el catecumenado, los ritos bautismales, la experiencia celebrativa y el encuentro con la comunidad.

Este proceso pretende conseguir tres objetivos:

* la conversión y la fe personal a través de la palabra catequética y del rito;

* la participación en el misterio de Dios a través de la iluminación bautismal;

* la incorporación plena a la vida nueva y a la comunidad eclesial.

En los primeros siglos la unidad del proceso estaba fuertemente subrayada por el hecho de que el único ministro era el obispo y todos los ritos quedaban enmarcados en la única celebración de la vigilia pascual. Los tres sacramentos de la iniciación formaban parte de una totalidad celebrativa y aparecían como momentos específicos dentro de un proceso único. Cada gesto y cada rito de un sacramento se entendía en referencia a los otros.

A partir del siglo V, se fue rompiendo la unidad de la iniciación y se fueron separando los sacramentos postbautismales: Confirmación y Eucaristía.

Esta situación de ruptura ha llegado hasta hoy, puesto que casi todos los cristianos han sido bautizados de niños, han recibido la Confirmación cuando el obispo visitaba la comunidad, y han participado en la Eucaristía al llegar a la edad del uso de razón.

Esta separación temporal de los tres sacramentos ha contribuido a desdibujar el sentido teológico y existencial de todos ellos.

3.2. El Bautismo y la existencia

El nacimiento de un nuevo ser

El nacimiento de un nuevo ser humano está cargado de misterio, de tensiones, de esperanzas y de temores.

De misterio, porque la vida del nuevo ser trasciende a los mismos que han sido los instrumentos, a veces ciegos, de su nacimiento. Y evoca en su trasfondo a Dios como fuente misteriosa de la vida, que comunica a los hombres la capacidad de dar vida.

De tensiones, porque el nuevo ser, desde su fragilidad, reclama dedicación, atenciones, un espacio físico y afectivo. Y eso implica una invitación constante a que los padres salgan de su comodidad y de su egoísmo. Es una ocasión de practicar la generosidad, la gratuidad, la ternura.

Y de esperanzas y temores, porque es inevitable que los padres y familiares se planteen una serie de interrogantes sobre el futuro: ¿Qué será de este pequeño ser humano? ¿Podremos realmente ayudarle a vivir? ¿Cómo lo tratará la vida? ¿Encontrará en su camino gente que lo quiera y le ayude a vivir?

Desde la percepción de la vida como misterio, desde la tensión del amor, desde los interrogantes de futuro, puede cobrar sentido el bautizar a un hijo. Dios, a través de su Iglesia, comunidad de amor y de esperanza, se hace cargo del nuevo ser humano. Los padres asumen su papel de primer sacramento del amor de Dios en manos de la Iglesia de Dios.

La existencia, con toda su carga de misterio y de tensiones, penetra en el rito.

El Bautismo: una nueva vida

En el caso del Bautismo de un adulto es todavía más claro que la existencia no puede quedar fuera del rito bautismal.

Antes del encuentro con Cristo y con la Iglesia, el catecúmeno tenía su vida ya hecha. ¿Sobre qué valores la había fundamentado? Ante la irrupción de Cristo y de los cristianos en su vida, ¿qué nuevos horizontes de futuro se le han abierto?

También en este caso serán inevitables las tensiones. Tensiones en el mismo bautizado: para vivir una vida nueva, hay que morir a muchas cosas, que no será fácil dejar atrás. Tensiones con la misma comunidad eclesial: no es fácil hacer sitio real a un recién llegado, cuando se ha ido cayendo en la rutina y en la comodidad. Y tensiones con el mundo y la sociedad: habrá que reestructurar la vida, es decir, las relaciones, quizás las amistades, los hábitos económicos y sociales, la dedicación del tiempo libre y tantas otras cosas.

Toda esta carga existencial penetra con el catecúmeno en el rito del Bautismo, en busca de sentido y de fuerza.

3.3. El Bautismo: comienzo de una vida nueva

Es Dios mismo el que comunica su propia vida a sus hijos de adopción. Y la comunica a través de una serie de mediaciones.

La fe y la conversión prebautismal

El candidato al Bautismo no llega al rito bautismal de improviso. Previamente siempre existe una prehistoria de fe, vivida con mayor o menor intensidad, o una prehistoria de conversión en el caso de los adultos.

Los padres, al pedir a la Iglesia el Bautismo para sus hijos, están movidos por la fe. El hecho de pedir el Bautismo les lleva a plantearse cómo viven su propia vida cristiana.

La fe de los padres, de los padrinos, de la Iglesia, constituye la prehistoria de la fe de los bautizados. Los niños son bautizados en la fe de los padres.

También en el caso de los adultos se da una historia previa al rito bautismal. Otros bautizados les han ido anunciando la vida nueva y ellos se han ido interesando y la han ido asimilando progresivamente hasta decidirse por el Bautismo.

Una comunidad que acoge y bautiza en nombre de Dios

La Iglesia es una porción de la humanidad que, por la acción del Espíritu, ha empezado ya a vivir la vida de Dios. Por eso es una comunidad acogedora: abre sus puertas a los pequeños y a los que buscan una vida nueva, los llama por su nombre propio, y les ofrece lo mejor que ella tiene: la vida de Dios como vida de comunión. "Es de desear que toda la comunidad cristiana, o alguna parte de ella compuesta por los amigos y familiares, por los catequistas y sacerdotes, tenga parte activa en la ceremonia" (De la acogida a los catecúmenos. Ritual de la iniciación de adultos, n. 70).

La actitud de acogida no debe reducirse al rito, sino que debe impregnar toda la existencia de la comunidad. La vida de Dios se encarna en la comunidad cristiana. Por eso el catecúmeno, sumergiéndose (= bautizándose) en la comunidad, se va impregnando ya de la vida de Dios.

Vivir, morir y resucitar con Cristo

La celebración del Bautismo por parte de la Iglesia es un acontecimiento salvífico, es un momento privilegiado en el que se expresa y se actualiza el amor gratuito de Dios para con una persona concreta.

La Iglesia, cuerpo de Cristo, comunica en el rito lo que ella misma lleva dentro: la vida de Jesús, su capacidad de autodonación hasta la muerte, y la fuerza de su resurrección.

Por eso se habla también de "bautizarse en el nombre de Jesús" (Hch 2,38), es decir, se trata de incorporarse a la experiencia vital de Jesús: sentirse amado por el Padre para amar a los hombres hasta dar la vida por ellos, lo cual conduce a la resurrección. Este es el camino de Jesús, su misterio pascual. Y es en este río de gracia donde se sumerge el bautizado para ir impregnando su existencia de este nuevo modo de vivir.

La Iglesia en el rito bautismal pone en juego sus mejores signos para expresar y comunicar la vida de Dios:

× la comunidad de los bautizados, que vive ya la vida nueva y acoge a nuevos miembros;

× el ministro, que preside y actúa en nombre de Cristo;

× la palabra, que invita a la fe;

× la oración, que invoca la gracia de la vida nueva;

× la inmersión en el agua, signo eficaz de la acción fecundante del Espíritu y de la inmersión en la vida de Dios;

× las unciones con aceite, que tonifican y fortalecen;

× la vestidura blanca, que simboliza la gracia;

× la luz, que permite ver caminos y posibilidades nuevas y que evoca el calor de la presencia del Resucitado.

A través de todos estos signos, que actúan como mediaciones eficaces, entran en contacto dos vidas: la vida frágil de un ser humano concreto, marcada por e pecado; y Dios con su vida, llena de comunión y de gracia. El resultado es que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20).

Participar del espíritu filial

Ser bautizados en el nombre de Jesús es lo mismo que ser bautizados en e Espíritu, pues el espíritu que se da en el Bautismo no es otro que el Espíritu de Cristo. Así lo expresa san Pablo: "Habéis sido lavados, habéis sido santificados habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor 6,11).

El es un Espíritu creador. Así como hizo brotar la vida a partir de las aguas primordiales (cfr. Gen 1,2), del mismo modo hace brotar la vida nueva en el hombre a partir de las aguas bautismales.

Y esa vida nueva es básicamente vida filial. Ya que "los que se dejan llevar por e Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios" (Rm 8,14). En el Bautismo hemos recibid un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar "¡Abba! (Padre)" (Rm 8,15).

El hecho de entrar en la gran familia de Dios como hijos adoptivos implica que los bautizados tienen que hacer un largo aprendizaje existencial hasta que aprenden a comportarse como hijos. En el Hijo Primogénito tienen el modelo que habrán de ir imitando.

Esta será la gozosa tarea de los bautizados a lo largo de su vida: aprender a ser hijos de Dios como el Hijo Mayor y aprender a ser hermanos del resto de los hijos adoptivos de Dios. En la medida en que vivan su existencia bautismal se convertirán en signo del amor de Dios, en medio de un mundo marcado por otros espíritus.

3.4. La Confirmación del Bautismo

Si se quiere recuperar el sentido y la riqueza del sacramento de la Confirmación, hay que situarlo en relación con el Bautismo, tal como invita a hacer la Iglesia en el Vaticano II (SC 71 y LG 11) y en el Ritual de la Confirmación. Desde esta perspectiva habría que subrayar tres aspectos:

Bautismo - Confirmación

La Confirmación no ha de ser vista como un sacramento autónomo ni independiente del Bautismo, sino como un desdoblamiento de éste, para subrayar que se trata de un Bautismo, inmersión, en el mismo Espíritu con el que fue ungido Jesús.

La unción de Jesús, en continuidad con la unción de los reyes en el Antiguo Testamento, capacita al cristiano para ser el defensor y el salvador de los pobres (cfr. Sal 72,1-75). Así lo reconocerá el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres" (Is. 60.1; Lc 4,18).

Jesús comunica su mismo Espíritu a los Apóstoles en Pentecostés (Hch 2,4). Y es en ese Espíritu en el que son bautizados los cristianos.

La Iglesia expresa y celebra este hecho por medio de la unción postbautismal que constituye la esencia del sacramento de la Confirmación. En él los cristianos "reciben la efusión del Espíritu Santo, que fue enviado por el Señor en el día de Pentecostés" (Ritual, 4.1).

Participación en la vida eclesial

La Confirmación capacita para la participación activa en la dinámica comunitaria y misionera de la Iglesia.

Esto implica que la comunidad cristiana sea capaz de hacerle un lugar al bautizado-confirmado, acogiendo la riqueza de su fe y contando realmente con él para el anuncio del Reino de Dios en el mundo.

Praxis nueva, en favor de la justicia

El Espíritu de Jesús, comunicado en la Confirmación, impulsa a una praxis nueva, en favor de la justicia. Es el Espíritu que impulsó a Jesús a anunciar el Evangelio a los pobres y a liberar a los cautivos. Por eso no se puede reducir la acción de este Espíritu a un ámbito intimista e individual. Su ámbito de acción es la realización en la historia del Reino que Jesús anunció. Todo lo que hay de justo y de bueno en el mundo procede de la acción de ese Espíritu.

El bautizado-confirmado sabe que su compromiso activo por la justicia y el amor es una colaboración activa con el Espíritu. Los signos que confirman la presencia nueva de Dios en el mundo son las obras de la justicia al servicio del amor. Ese es el signo de que el Espíritu de Jesús ha sido acogido de verdad en la existencia de los bautizados-confirmados.

LA EUCARISTÍA

3. Elementos de reflexión

Memorial del Señor

"Nuestro Salvador, en la Ultima Cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual [...] iba a confiar a su Iglesia el Memorial de su Muerte y Resurrección" (SC 47).

La Eucaristía ha sido siempre el centro de la vida de la Iglesia. Con razón el presidente se dirige a la asamblea eucarística proclamando: "Este es el sacramento de nuestra fe". Y es que en la Eucaristía convergen, de un modo o de otro, todas las verdades que un cristiano tiene que creer y todo lo que tiene que vivir.

La Eucaristía es la "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11).

En ella los cristianos anunciamos la Muerte de Cristo y confesamos su Resurrección hasta que vuelva glorioso al fin de los tiempos. La asamblea, aclamando: "Anunciamos tu Muerte. Proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor Jesús", confiesa gozosa que realiza el Memorial del Señor, obedeciendo al mandato de Jesús en la Ultima Cena: "Haced esto en conmemoración mía" (Lc 22,19).

Lo que manda repetir Jesús en conmemoración suya es, en primer lugar, lo que ya desde el principio se llamó la Cena del Señor (1 Cor 11,20).

Sobre la institución de dicha Cena por parte de Cristo se nos habla en cuatro textos: Mc 14,22 25; Mt 26,25-29; Lc 22,15-20; 1 Cor 11,23-25.

Una mentalidad excesivamente intelectual o espiritualista podría sorprenderse de que Jesús mandara hacer Memoria de él a través de algo tan material como cenar juntos.

Pero hay que recordar el sentido profundo que daba Jesús al hecho de comer juntos, participando así de la mejor tradición de su pueblo. Comer juntos en la mesa común significaba participar en la bendición de Dios y entrar en comunión con él y con los comensales.

La comida ritual por excelencia era la Cena Pascual. En el curso de ella se evocaban las maravillas del Éxodo y de la Alianza y se invitaba a los presentes a participar en ellas.

Las múltiples comidas de Jesús, de las que nos habla el Nuevo Testamento, hay que entenderlas en este contexto. Se nos presenta a Jesús comiendo con sus discípulos, con publicanos y pecadores (Mc 2, 13-17) y con las multitudes (Mc 6,41 -44).

Muchos se escandalizaron de que compartiera la mesa con los descreídos y marginados (cfr. Lc 15,1-2). Pero él manifestó la intención salvífica de sus comidas, afirmando: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a invitar a los justos, sino a los pecadores" (Mc 2,17).

Al comer y beber con los hombres, Jesús les trae la cercanía misericordiosa de Dios y el perdón de sus pecados.

La carga simbólica de sus comidas se hizo todavía más densa en el momento de su despedida, cuando Jesús supo que había llegado su hora. "Se puso a la mesa y les dijo: <<¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de mi pasión! Porque os digo que nunca más la comeré hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios>>" (Lc 22,14-16).

Esta fue la última vez que cenaron juntos antes de la muerte de Jesús. Las palabras aclaratorias que, según costumbre, acompañaban los gestos de la cena, Jesús no las pronuncia sobre el cordero, los ácimos o las hierbas amargas, como se hacía en la Cena Pascual, sino sobre el pan y el vino. "Mientras comían Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a ellos diciendo: <<Tomad, esto es mi cuerpo>>. Y tomando una copa, pronunció la acción de gracias, se la pasó y todos bebieron. Y él les dijo: <<Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos>> (Mc 14,22-24).

Era la síntesis sacramental de lo que había sido su vida y de lo que sería su muerte: autodonación total hasta la muerte para dar vida a todos.

Y, al comer el pan partido y beber la copa, los discípulos participan, comulgan, de la entrega que Jesús hace por los demás. Entran en comunión con su destino y participan de la fuerza reconciliadora de su Muerte.

Hacer el Memorial del Señor es algo más que un puro recuerdo del pasado. Cuando Jesús dice a sus discípulos: "Haced esto en Memoria mía" (Lc 22,19), no les está invitando simplemente a repetir un gesto ritual con el pan y con el vino. Les está invitando a revivir existencialmente todo el significado de su vida de autodonación, a dar vida con la propia vida, como hizo él.

3.2 "La Eucaristía, fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11)

Si el Memorial del Señor sintetiza y condensa toda la vida de Jesús, es evidente que sintetiza también toda la vida cristiana. Todo comportamiento cristiano se relaciona con la misa, de ella procede y a ella se ordena.

Participar en la Eucaristía es tener la oportunidad de entrar activamente en la dinámica existencial de Jesús: de su vida de su Muerte y de su Resurrección.

La celebración eucarística, con su enorme riqueza de elementos simbólicos, educa en los participantes las actitudes cristianas fundamentales y, con la fuerza del Espíritu, comunica una vida nueva, una manera nueva de vivir: la vida de Dios.

Cada momento del rito presupone una actitud cristiana determinada. Y, al mismo tiempo, la celebración educa y enriquece esas actitudes para que puedan ser vividas en la existencia de cada día. Se celebra lo que ya se ha empezado a vivir, para vivir más intensamente lo que se celebra. Veamos cómo.

Ritos de entrada y actitud de éxodo

La finalidad de estos ritos es que los fieles reunidos constituyan una comunidad y se dispongan a oír la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía.

Pero, para entrar en la celebración, hay que salir antes de otros lugares o actitudes.

¿De dónde viene cada uno de los participantes? ¿De dónde ha salido (=éxodo) para llegar a la celebración?

La respuesta más inmediata sería decir: "De su casa". Pero ese pequeño éxodo doméstico: "Sal de tu casa" (Gen 12,1), no es más que una muestra de la larga cadena de éxodos en que se va habituando a vivir el bautizado. Salir del egoísmo, salir de sus intereses, de su pecado, de sus miedos, salir de sí mismo: una larga historia de salidas, estimuladas por su encuentro con Cristo.

Y ¿adónde entra? "La tierra que yo te mostraré" (Gen 12,1 ) es, en este caso, la comunidad celebrativa. Es decir, el lugar en que es posible el encuentro con el Padre por la mediación de Cristo y la fuerza del Espíritu, y el encuentro con los hermanos .

La Tierra Prometida se anticipa en la celebración, a la espera de su plenitud definitiva.

Liturgia de la Palabra y actitud de escucha

En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo. Y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de sus fieles.

Tras entrar en la celebración, lo primero que se le pide al creyente es que escuche.

"La fe comienza con la escucha del mensaje" (Rm 10,7). Sin capacidad de escucha, no hay fe ni celebración.

La auténtica escucha supone la asimilación y la interiorización de la palabra. Una escucha que no acabe en obediencia no es escucha real, sino fingida.

A escuchar de este modo no se aprende sólo en los breves minutos que dura la liturgia de la Palabra. El verdadero creyente ya está habituado a escuchar. La capacidad de escucha es lo que define a un creyente, y no sólo en la celebración, sino en la vida.

Oración universal y actitud de intercesión

Sin capacidad de salir de sí mismo, sin capacidad de escuchar las voces que vienen de afuera, la oración correría el riesgo de ser más egoísta que universal. En cambio, después de haber escuchado a Dios, el creyente está más preparado para hacer suyos los intereses de Dios y las necesidades de sus hijos. Por eso está dispuesto a interceder activamente por las necesidades de todos, ejercitando su oficio sacerdotal.

Y esta actitud de interceder activamente por las necesidades de los demás quedará reducida al rito, sino que, si es auténtica, seguirá dándose también

vida.

Preparación de los dones y actitud de "ofertorio"

Terminada la liturgia de la palabra, empieza la liturgia eucarística. Al comienzo de ella, se llevan al altar los dones que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

La preparación de los dones, aunque a veces tenga el aspecto de un momento de transición, no puede pasar inadvertida, y exige la participación activa parte de la comunidad. Esta no puede limitarse a ser espectadora pasiva de la ofrenda del sacerdote. Tiene que llegar a la Eucaristía con algo que ofrecer. Y las ofrendas no se improvisan. El pan no se improvisa. Para tener algo que ofrecer en el rito, hay que haber vivido con actitud de ofertorio toda la semana. Para que el ofertorio no sea un gesto vacío, tiene que recoger los pequeños o grandes ofertorios de cada día y unirlos al autoofrecimiento de Cristo al Padre por la salvación de los hombres.

El creyente aprende a vivir la vida como un ofertorio permanente, prepara su vida para que sea un don de calidad. Aprende de su Maestro "a servir y a dar la vida" (Mt 20,29).

Gran plegaria eucarística.

Actitud de Memoria agradecida y de invocación confiada

Según la introducción al Misal Romano, "ahora es cuando empieza el centro y culmen de toda la celebración, a saber, la plegaria eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y de consagración".

El presidente de la asamblea invita a "dar gracias al Señor nuestro Dios", y el pueblo reconoce que "es justo y necesario".

A continuación se hace Memoria agradecida de los dones de Dios. Es imposible enumerarlos todos en una sola celebración. La variedad de prefacios va enumerando los beneficios de Dios, según las fiestas y según los momentos del año litúrgico. Por los prefacios va desfilando toda la panorámica de la historia de la salvación.

Y el núcleo de la plegaria lo constituye la Memoria agradecida del Misterio Pascual de Cristo. Se evoca su ofrecimiento al Padre por la salvación de los hombres. Se invoca al Espíritu para que transforme los dones del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo. Y para que ese mismo Espíritu transforme a la comunidad en Cuerpo de Cristo, es decir, en mediadora eficaz, para que el amor del Padre llegue en forma humana a los hombres.

La narración de la institución de la Eucaristía por parte de Jesús y la consagración ocupan el centro y condensan su significado: "Tomad y comed: ésta es mi vida".

La comunidad recibe en este momento un mandato explícito: "Haced esto". La introducción al Misal ofrece esta explicación: "La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos y que, de día en día, perfeccionen la unidad con Dios y entre sí".

Situada en la Memoria viva de tantas acciones salvíficas de Dios, la comunidad lo invoca confiadamente para que siga obrando salvación en favor de todos.

Pero, para vivir con sentido este momento de la celebración, se requieren algunas actitudes que tampoco se improvisan.

En primer lugar, habrá que tener capacidad de memoria. Si uno no tiene ojos para ver la cantidad de pasado que gravita en su presente, no podrá entrar en una celebración, que consiste, sobre todo, en hacer memoria. Hay personas que viven como si la historia hubiera empezado con ellos, ignorando que lo que son no es más que un desarrollo de los dones recibidos de otros. ¿Cómo puede hacer memoria de los dones de Dios uno que no tiene el hábito de recordar los dones de los hombres?

Habrá que tener también capacidad de agradecimiento. Hay personas que sí recuerdan lo que otras han hecho por ellas. Pero, como se creían con derecho a todo, no son capaces de agradecer nada. No han descubierto aún que todo es gracia. Cuando se va por la vida con una constante actitud de acción de gracias, se puede penetrar en el corazón de la Eucaristía. En ella se agradece lo que se vive y se vive lo que se agradece.

Rito de la comunión y actitud de comunión

Dice la introducción al Misal que "la fracción del pan y los demás ritos preparatorios tienen la finalidad de ir llevando a los fieles hasta el momento de la comunión". Llevar a los fieles hasta la comunión no es fácil ni en el rito ni en la vida. Hace falta un proceso de preparación ya que no es fácil superar las barreras del miedo, del egoísmo o de la rutina, que tan a menudo nos impiden entrar en comunión con el otro.

La pedagogía litúrgica nos va conduciendo hacia la comunión a través de algunos ritos específicos:

× La oración del Padre nuestro: en ella se pide al Padre común el pan de cada día y la liberación del pecado, que es el obstáculo más serio para la comunión con Dios y con los hombres.

× El rito de la paz, "con el que los fieles imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad, antes de participar en un mismo pan".

× El gesto de la fracción del pan. "Este rito no tiene sólo una finalidad práctica, sino que significa además que nosotros, que somos muchos, en la comunión de un solo pan de vida, que es Cristo, nos hacemos un solo cuerpo".

Si el creyente se deja conducir por la dinámica de estos ritos, se va acercando, y no sólo materialmente, al momento de la comunión. La capacidad de vivir en comunión, en el rito y en la vida, es el signo de la presencia de Dios en la vida humana. Porque Dios es comunión.  
 

Enviados a repartir los dones recibidos

La conclusión de la Eucaristía consta de un saludo, la bendición del presidente y la despedida con que se disuelve la asamblea. Podría dar la impresión de que todo se acaba aquí. Pero no es así. En torno a la asamblea que celebra están las multitudes hambrientas que caminan como ovejas sin pastor. Y a la asamblea que se dispersa Jesús le dice: "Dadles vosotros de comer" (Mt 14,16)". Podéis ir en paz, a repartir todo lo que aquí habéis recibido: paz, comunión, vida, perdón, esperanza. . . " .

No todos van a misa, pero la misa debe llegar a todos.