Autor: P. Carlos Walker, V.E. | Fuente: www.iveargentina.org  

Los dones y la vocación son irrevocables


Homilía predicada por el P. Carlos Walker, Vicario General del I.V.E, en la primera Misa de los neo-sacerdotes en la parroquia Nuestra Señora de los Dolores en San Rafael

 

En estos días hemos podido asistir a una ceremonia de ordenación de 13 nuevos sacerdotes, junto con 31 diáconos.

Son momentos en los cuales nos viene a la mente una y otra vez el misterio de la llamada de Dios, y también de nuestra respuesta libre a esa llamada.

Durante las palabras de acción de gracias, luego de la Primera Misa en Lujan, uno de los sacerdotes en nombre de todos dio gracias por el don del sacerdocio, a Dios que había preparado de modo admirable todos los acontecimientos que llevaron al descubrimiento de la vocación. Nada es pura coincidencia en los planes de Dios. Dios llamo desde siempre, para un camino especifico, a cada uno de los neo sacerdotes. Todo había estado preparado desde toda la eternidad para que cada uno de ellos pudiese ver y responder a la llamada.

Dios llama y el hombre responde. Y nuestra respuesta a la vocación no es algo meramente estático, que se da una vez y se olvida. La vocación al sacerdocio implica una respuesta diaria, como una suerte de repetición de aquella respuesta original.

El presupuesto a esta respuesta diaria por parte nuestra es el siguiente: así como Dios había pensado desde siempre todos los acontecimientos y pasos que llevarían al descubrimiento y respuesta para nuestra vocación, así también de la misma manera Dios ha pensado todo lo que sobrevendrá en el futuro, en orden a nuestra respuesta a la vocación. Todo, absolutamente todo, ha sido pensado “con medida, numero y peso” (Sab 11:21), y no hay nada que escape a su control paternal.

Esta es una de las facetas mas entusiasmantes de nuestra llamada: descubrir, a diario, siempre de nuevo, nuestra vocación, según la misma ha sido establecida por el designio eterno de Dios. En eso estriba la fidelidad a nuestra vocación y la alegría en la misma. Las situaciones y circunstancias de la vida invitan incesantemente al sacerdote a ratificar su respuesta original, a responder siempre de nuevo a la llamada de Dios. Nuestra vida sacerdotal, como toda vida cristiana, es una sucesión de respuestas a Dios que siempre nos llama.

Dios encomendó a Moisés que construya el templo según el modelo que había visto en la montaña: “Mira –se le dijo- y hazlo todo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte” (Heb 8:5). De la misma manera, el sacerdote ha de edificar sobre la base, en el mismo sentido con el mismo espíritu y generosidad, de su primera respuesta a Dios. Del mismo modo que Moisés, el sacerdote ha de reproducir y plasmar en su vida aquello que ya ha sido diseñado para el en el cielo, desde siempre. Y este modelo ha de descubrirlo cada vez mas todos los días de su vida, hasta el final.

Dios nos ha llamado a participar del sacerdocio de Jesucristo. Para plasmar en nuestra vida el modelo sacerdotal querido por Dios para nosotros, hemos de mirar siempre a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

En el Sacerdocio de Cristo si hay algo que es central es precisamente el carácter sacrificial. El sacerdote se ordena principalmente para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa. Dios nos ha llamado a ofrecer, en la Santa Misa, la única ofrenda de Cristo, hecha de una vez para siempre. Decía al respecto Juan Pablo II: “El sacerdote es el hombre de la Eucaristía. En el arco de casi cincuenta años de sacerdocio, lo que para mi continua siendo el momento mas importante y mas sagrado es la celebración de la Eucaristía. Me domina la conciencia de celebrar en al altar ‘in persona Christi’. Nunca en el curso de estos años he dejado de celebrar el Santísimo Sacrificio.... La Santa misa es en modo absoluto el centro de mi vida y el centro del día para mi.” (27.10.95).

‘Imitad lo que tratáis’, dice el ritual de la ordenación sacerdotal. Jesucristo no solo es Sacerdote sino que es también Víctima. Así como Cristo es Sacerdote y Victima, nosotros también hemos de tender a imitar y reproducir en nosotros este aspecto sacrificial de Cristo. Es Cristo Sacerdote y Victima quien nos ha llamado, y a quien seguimos, no a otro. ‘Nadie puede acercarse con verdad al Dios Grande, a nuestro Pontífice y Hostia, decía San Gregorio Nacianceno, si el mismo no es hostia viva y santa, si no se ofrece a si mismo en sacrificio espiritual’. Todo sacerdote esta llamado a ser victima, para configurarse con Cristo, nuestro modelo. Este estado y disposiciones de victima son el cumplimiento de la vocación sacerdotal.

Vienen a la mente las palabras de Cardenal Kung. Luego de salir de su prisión en la que había permanecido por mas de 30 años, dijo que en su celda el no había hecho mas que cumplir con sus obligaciones como obispo de Shangai. Dijo además que estaría contentísimo de regresar a la cárcel si eso redundaría en dar mejor testimonio de Cristo. Asimismo las palabras del Cardenal Van Thuan, recientemente fallecido, quien al ser encarcelado por mas de diez años sufría por no poder atender a su diócesis, pero desde la c árcel dio testimonio de Jesucristo frente a los custodias. Mas cerca de nosotros, las palabras del cardenal O´Connor, obispo de NY, que al cumplir sus 80 años dijo con sentido del humor pero en forma certera: ‘mi vida ha sido como una montaña Rusa...’. Asi lo entendieron grandes almas sacerdotales, que fueron fieles sacerdotes de Cristo Sacerdote y Victima, tales como San Francisco Javier, San Jean Gabriel Perboyre, San Luis Maria, San Maximiliano Kolbe, y tantos otros.

Será en las estepas Rusas, en la selva del amazonas, de Sudan, de Guyana o de Papua Nueva Guinea. Será entre los musulmanes, o en la China milenaria, o entre los rascacielos de una ciudad moderna. Será en el cumplimiento de un oficio oculto y silencioso, o será a través de los medios de comunicación, será en la enseñanza o en una parroquia... Por cierto, una cosa será común a todos: mas allá de los oficios y tareas que nos sean encomendados, mas allá del lugar que nos asignen como destino, mas allá de quien es compartan nuestro puesto, mas allá de las circunstancias, interesa lo que somos: seremos, para siempre, Sacerdotes de Jesucristo. Como tales, allí adonde Dios nos plante, hemos de dar frutos de santidad y hemos de propagar la fragancia de Cristo.

Si nos tocase en suerte un destino particularmente difícil, si tuviésemos que dar testimonio de Jesucristo frente a los musulmanes, o en medio de los paganos, incluso sin lograr ver frutos en esta vida, hemos siempre de tener presente que una sola Misa celebrada con devoción en ese lugar justificaría con creces nuestra oblación, y mucho mas. El menor grado de gracia es mas valioso que el mundo entero. Un solo niño bautizado por nuestro ministerio justificaría, por la fe, nuestra presencia y testimonio. En definitiva no hay nada en el sacerdocio que se comprenda al margen de la fe, pero a los ojos de la fe, nada hay en el mismo que sea pequeño e insignificante.

Si nos tocase conocer mas de cerca los sufrimientos inte rnos de Cristo, si tuviésemos que experimentar la lejanía de los nuestros y el aislamiento fisico por la distancia; o si nos tocase experimentar la incomprensión e ingratitud de aquellos a quienes misionamos, hemos de ver en esto una ocasión para una identificación mas plena con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote y Victima, que murió por quienes lo estaban crucificando. Las horas de la cruz son las horas sacerdotales por excelencia, en las que el corazón del sacerdote se configura con el de Cristo, nuestro modelo.


¿Como seremos fieles a esta llamada?

Nos envuelve el sentimiento de nuestra indignidad e total indigencia. Llevamos un tesoro en vasos de barro. Vuelve a la mente el momento litúrgico tan sugestivo de la postración en el suelo durante la ceremonia de nuestra ordenación sacerdotal. Ese gesto de profunda humildad y de sumisa apertura es tan oportuno para predisponer nuestro ánimo a la imposición de manos, por medio de la cual el Espíritu Santo entró en nosotros para llevar a cabo su obra. Después de habernos incorporado, nos arrodillamos delante del Obispo para ser ordenados presbíteros y después recibimos de él la unción de las manos para la celebración del Santo Sacrificio.

Como puede un sacerdote realizar a pleno su vocación? Se pregunta el Papa. “El secreto... es confiar en el auxilio divino y en tender constantemente a la santidad” (27.10.95). Dios, que es fiel a sus palabras, nos da siempre su gracia, y esto nos basta. “El Hijo de Dios... no ha sido ‘Si y No’, antes ha sido “Si’ en El”, dice San Pablo (2 Cor 1:19).

Siempre hemos de repetirnos, con la Escritura, que tenemos un Sumo Pontífice “Misericordioso y fiel” (Heb 2:17). Dios, que no se arrepiente de sus dones, jamás, nos ofrece ahora y lo hará siempre en el futuro, su gracia, su auxilio y su luz.

Dios lo ha pensado todo, y todo lo ha hecho bien. Dios lo ha jurado y no se arrepentirá, El ha dicho su ‘si’ definitivo e irrevocable. Ahora nos toca a nosotros repetir, día a día, en el Santo Sacrificio de la Misa, nuestro ‘si’ a Dios, aquel que le dimos un día.

Cuando aceche la tentación y miremos nuestra pobres fuerzas humanas, será el momento de invocar con más ardor al Espíritu Santo para que venga en ayuda de nuestra debilidad y nos permita ser fuertes como Dios quiere.

La solemne invocación del Espíritu Santo y la postración, como gesto de humildad, realizada durante la ordenación sacerdotal, han hecho resonar en nuestra vida el fiat de la Anunciación. En el silencio de Nazaret, María se hace disponible para siempre a la voluntad de Dios y, por obra del Espíritu Santo, concibe a Cristo, salvador del mundo. Esta obediencia inicial de Maria Santísima recorre toda su vida y culmina al pie de la Cruz.

El sacerdote está llamado a confrontar constantemente su fiat con el de María, dejándose, como Ella, conducir por el Espíritu Santo. La Virgen lo sostendrá en su vida de pobreza y l o hará disponible a la escucha humilde y sincera del prójimo, para percibir en ellos los “gemidos del Espíritu” (cf. Rom 8,26); la Virgen le ayudará a acoger el don de la castidad como expresión de un amor más grande; Ella le conducirá por los caminos de la obediencia evangélica, para que se deje guiar por el Paráclito, más allá de los propios proyectos, hacia la total adhesión a los designios amorosos de Dios.

Es falso decir que los primeros tiempos de sacerdocio son los mas felices en la vida del sacerdote. La realidad es que no alcanza una vida para agradecer a Dios el don del sacerdocio. El paso del tiempo de suyo no corroe el amor a Dios, sino que lo aquilata. Acompañado por nuestra Madre del Cielo, el sacerdote sabrá renovar cada día su oblación y consagración. Que Maria Santísima nos ayude a hacer lo que la Madre Teresa de Calcuta solía repetir: hacer de nuestra vida algo hermoso para Dios.
(Octubre, 2002)



“Los dones y la vocación de Dio s son irrevocables” (Rm 11:29)