LOS DESCARRIADOS

Mons. Fulton J. Sheen

Radiomensaje del 13 de marzo de 1950

“Si uno de vosotros tuviese cien ovejas y se le perdiese una, ¿no dejaría las otras Noventa y nueve para ir a buscar la que se le había perdido hasta encontrarla?”

(Lucas, 15, 4.)

Amigos:

Hace algunos años me hallaba en la catedral de San Patricio, de Nueva York, recibiendo la abjuración de una conversa. Mientras ella hacía su profesión de fe proclamando creer en Jesucristo, Hijo de Dios y en la Iglesia, su Cuerpo Místico, alguien le quitó el paraguas. Tal vez supongan los que odian a la Iglesia que lo robaría el señor Obispo, o yo mismo. Supongamos que se lo llevase un católico. Si sucedió así, el caso no haría más que comprobar una verdad de todos conocida, esto es, que no todos los católicos irán al Paraíso Celestial.

Nuestro Señor ilustró este axioma, no con el ejemplo del paraguas, sino con la parábola del trigo y de la mala hierba. En su Cuerpo Místico viven juntos el bueno y el malo, el ladrón de paraguas y los robados: “Dejadlos crecer a ambos hasta el día de la siega”. (Mateo, 13, 30), es decir, hasta el día del juicio; entonces se distinguirán perfectamente los buenos de los malos.

Cuando pensamos en todos los privilegios concedidos a un miembro del Cuerpo Místico de Cristo, no nos extraña que éste pueda ser peor que los demás. A los que primeramente estuvieron unidos mediante la Caridad al Cuerpo Místico y luego se alejaron de él, los llamamos “descarriados”, término menos severo que el empleado para la “oveja perdida”. Los descarriados no están perdidos del todo y aunque privados de caridad, algunos de ellos se relacionan con el cuerpo místico a través de la Fe y de la Esperanza.

¿Y por qué se pierden algunos católicos? Antes de contestar, quiero citar dos de los motivos fundamentales por los que NO se alejan. Primero: nadie se separa del Cuerpo Místico para vivir una vida más santa. Segundo: nadie se aleja de la Iglesia por dudas sobre el Credo, sino por dificultades relativas a los Mandamientos.

Examinemos ahora por que se separan de la Iglesia. Acabo de decir que nadie se aleja de ella por una razón; quien se separa de ella, lo hace por alguna cosa. Nuestro Señor, en la parábola de la cena, nos recuerda tres de ellas: el egoísmo, el mundo y la carne.

Un hombre rechazó la invitación para el Banquete Celestial con la excusa de que había comprado un campo; otro, porque deseaba probar cinco yuntas de bueyes y un tercero, porque se acababa de casar. Nos hay nada de malo en comprar un campo, en probar cinco yuntas de bueyes ni en casarse. Entonces, ¿por qué, dijo Nuestro Señor: “Ninguno de los que han sido invitados tomará parte en mi banquete?” (Lucas, 14, 24). Es por la preferencia que dieron a los cuidados materiales y secundarios sobre el Reino de Dios y la salvación de sus almas.

La primera causa que puede inducir a las almas a alejarse de la Iglesia es el orgullo que conduce al “yo” a tal grado de soberbia, que ya ni siquiera Dios puede enseñarle cosa alguna. Con frecuencia el orgullo es un fenómeno de la adolescencia. Cuando a una inteligencia vacía llega un poco de saber, produce el mismo efecto que el vino bebido con el estómago vacío.

Segunda tentación: el mundo… En este caso, se deja el alma absorber tanto por las cosas terrenas, por los placeres, por las actividades humanas, por el bienestar temporal, que Dios termina siendo para ella como un “trasto piadoso”. Su vida se hace tan sumamente externa, que queda sofocada la intimidad del espíritu. A esta clase de personas pertenecen los individuos empeñados en crearse una posición social. Abandonan la iglesia con la excusa de que “nunca podrán llegar a ser nada con una cruz a cuestas.”

El tercer motivo es la carne, más precisamente, la vida sensual entendida como amor desenfrenado por los placeres del sentido. Los goces espirituales se sustituyen por una inmediata experimentación sensual. Los sacrificios resultan cada vez más pesados y el cuerpo se convierte en el ídolo al que deba servirse y adorar.

Los malos hábitos son los que crean las dudas religiosas y no éstas las que origina aquéllos.

Son de este grupo todos los que dejan la iglesia pretendiendo un segundo o tercer matrimonio, desafiando con esa conducta las palabras de Nuestro Señor: “No separe el hombre lo que Dios ha unido.”

Una vez que las pasiones han completado su obra disgregadora, se llega al segundo paso que dan quienes se separan de la Iglesia y es el de justificar su decisión. Un “descarriado” puede decir, por ejemplo: “No creo en la Confesión”. Con eso tiende a manifestar: “Vivo en pecado y como quiera que no pienso renunciar a él, quiero justificar mi conducta con una apariencia de orden intelectual que me sirva como de remedio de mi mal.” Otro dirá: “Juzgo necio el creer en el infierno.” Pero lo que realmente quiere significar es: “Sé que recoge lo que se siembra, y al vivir mal, merezco el infierno. ¡Pero ese pensamiento es tan feo! Para tranquilizarme, debo negar que exista el infierno.” Las personas que no saben enfrentarse con la verdad, siempre tratan de esquivarla y de justificarse. La única diferencia que se encuentra, en esto, entre un catedrático de Universidad y un pobre diablo es que el primero hallará más razones, más estúpidas, que los otros para justificarse.

Sin embargo, importa menos saber por qué se alejan algunos católicos de la Iglesia que conocer la manera de traerlos otra vez a los brazos de Cristo. La primera norma es ésta: Nunca, nunca, discutan con un individuo que se haya marchado, “pues como quiera que nadie se va por razón alguna, nadie vuelve por una razón”. Así será completamente inútil, por ejemplo, desplegar los argumentos sobre la Santísima Trinidad ante un individuo liado en una escabrosa situación matrimonial; ello sería como gastar municiones disparando en la oscuridad. Si se fueron por orgullo, no volverán por un silogismo, sino que tendrán necesidad de humildad; si vuelven, será inclinando la cabeza. Si la causa de su desorientación fue el excesivo amor al mundo, su retorno no se conseguirá con argumentos, sino con una retractación personal y espontánea. Los “descarriados” por motivos sensuales obtendrán la paz alejándose de las ocasiones de pecar. En este mundo, a los que viven en pecado, nada es tan difícil hacerl es comprender como la verdad de Cristo viviente en Su Cuerpo Místico. Pero tan pronto se vuelven las espaldas al pecado, esa verdad reaparece con toda su claridad. Un ladrón no quiere la luz cuando se dispone a robar: el hombre que arrastra una vida pecaminosa odia a Cristo, que es la luz del mundo.

En segundo lugar, hay que comprender la angustia, la miseria, la infelicidad que agita el alma de todos los que se dan cuenta de su separación. Quien tuvo fe y la ha perdido, es un caso muy diferente del que no ha podido perderla porque nunca la poseyó. Es la misma diferencia que existe entre dos hombres que entran en una habitación oscura, uno de los cuales la conozca por haber estado en ella a plena luz y el otro no por ser ésta la primera vez que pone los pies en ella. El primero, al entrar, tiene la sensación de querer ver la estancia iluminada de nuevo, como para poder encontrar algo que se le haya perdido en ella. El otro no conoce nada de aquel sitio y no puede ni siquiera imaginar por dónde ni cómo ha de entrar; esta desilusionado y busca un peligro. También cabe imaginar que entre estos dos individuos hay una diferencia como la existente entre dos hombres casados con viejas refunfuñonas, uno de los cuales hubiese estado casado anteriormente con una mujer joven, guapa y bonda dosa, que murió; mientras que el segundo no había conocido ninguna otra esposa. El primero sufriría evidentemente mucho más que el segundo, porque aquél conoció las alegrías del matrimonio y éste otro no. De igual manera el que amó apasionadamente a Cristo y luego se alejó de Él, sufre mucho más que quien está separado sin haberlo conocido ni amado jamás.

Los que se alejan por orgullo sufren poco, porque el orgullo es un pecado tan pulido, que el hombre orgulloso confunde frecuentemente sus heridas con gloriosas cicatrices. Los que se alejan por la avaricia o por exagerado apego a las cosas de aquí abajo, destruyen el espíritu y se hacen parecidos al objeto de sus afanes: materialistas y superficiales. Los que se alejan por causa de la carne, se ven arrastrados por una fuerza irresistible y ello se debe a la estrecha unión del espíritu y del cuerpo en la sensualidad. Cuando nos castigan los hombres, nos quitan algo, pero cuando nos castiga Dios, nos deja solos y nada hay en el mundo tan terrible como el vivir a solas con nosotros mismos: es el “ego” que se quema en el infierno. Los que están fuera de la Iglesia por causa de un mal casamiento, sufren una ansiedad y un temor que sólo conocen los que nunca han recibido la Sagrada Comunión. Están desilusionados de lo que tienen, y, como Judas, se dan cuenta de que han vendido estúpidament e a Jesús por nada. Ven disminuir sensiblemente su placer, pasan los años y el cuerpo pierde su hermosura y sus encantos. Tienen éstos lo que podría llamarse la “gracia oscura”, la sensación de soledad propia del que está separado de Dios. La “gracia blanca” es la presencia de Dios en el alma. La “gracia negra” es la sensación de su ausencia, la impresión de estar “sin Dios”. Cada vez que cae un hombre y se aleja de Dios, cae en sí mismo. Esto ocurre cuando su “ego” resulta insoportable. El francés Carlos de Foucauld, que perdió la fe y la recobró luego y se hizo un ermitaño del desierto, describe así su íntimo disgusto de criatura alejada de Dios: “Tú, oh Señor, me hiciste experimentar un triste vacío, una tremenda depresión que se apoderaba de mí todas las noches cuando me quedaba solo en mi habitación; durante las orgías que organizaba, permanecía mudo y deprimido en el preciso momento de gozarlas y me asaltaban un disgusto y un sentimiento de fastidio infinitos. Tú me proporciona ste el vago malestar de una conciencia totalmente adormecida, aunque no muerta todavía.” Bajo todas las cenizas de esta vida hay aún brasas encendidas y seremos siempre unos necios si no las reavivamos con el espíritu del amor de Dios. Hay una cosa muy cierta: nuestra fe no impide pecar a la persona que la tiene, no la hace impecable, pero le quita al pecado las amargas alegrías que pudiera dar a quien lo comete. Una conciencia inquieta es como el dolor de muelas que parece decirnos: “¡Vete al dentista!”, pues de manera análoga susurran, al sentirse molestos, el remordimiento y la inquietud: “¡Vuelve, vuelve a Dios!”

Hay que hacer una tercera observación y de la que no hay que olvidarse, relativa a nosotros los que tenemos la dicha de permanecer como miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Nunca debemos tenernos por mejores que nuestros hermanos y hermanas caídos en pecado. Dios juzga los corazones y nosotros solamente vemos la cara de las personas. Si hubiéramos tenido que soportar las mismas tentaciones, tal vez habríamos caído más bajo que ellos. San Pablo no lo advierte: “El que se siente seguro de tenerse en pie, ¡procure no caer! (Cor. 10,12)

Ocurre con frecuencia que un pecado cometido por nuestro prójimo contra la castidad parece autorizarnos a cometer mil contra la caridad. A veces, el Señor retira Su gracia a quienes se muestran demasiado duros con los pobrecitos hermanos caídos y permite que ellos caigan en las mismas culpas. Un falso sentimiento de superioridad puede llevarnos muy lejos de Dios. ¡Qué asombrados debieron quedarse los que se consideraban buenos y justos el día que se vieran a Pablo convertido en Apóstol y a Agustín hecho un santo, y cuando supieron que la mujer que se había parado junto al pozo de Jacob había reconocido en Jesús al Salvador del mundo! Es muy difícil conocer lo que pasa dentro de los corazones para poder decir quiénes son los cerdos que desean revolcarse en sus pocilgas y quiénes las pobres ovejitas que luchan por salir de los zarzales.

Los que no quieren el perdón de los pecadores son con respecto a lo sobrenatural como un perro montado sobre un oso. La parábola del Hijo pródigo es la historia de dos chicos que no quisieron nada bien a su padre: el uno, porque era demasiado malo y el otro, por demasiado bueno. El malo volvió y el bueno no quiso que su hermano volviese a la casa de su padre y no participó del banquete en el día de la fiesta. Los que excluyen a sus hermanos, serán excluidos a su vez del cuerpo místico de Cristo.
¡Estamos en el Año Santo! ¡En el año del Gran Perdón!
Les suplico a todos los que han abandonado la Casa del Padre que vuelvan a ella. Nuestro amor les abre las puertas y se las tendrá abiertas a toda hora.
El Buen Pastor quiere que vuelvan, pues ha dicho que los Ángeles hacen más fiesta por el regreso de un “descarriado” que por noventa y nueve que permanezcan leales. Una madre se preocupa más del niño que se cae con mayor facilidad.

La Virgen quiere que vuelvan. Sabe lo que significa estar sin Jesús, que les espera en su Tabernáculo y desea volverles a dar el beso del día de su Primera Comunión.

Les espera el confesionario. Nunca podrían llamar a Jesús con el dulce nombre de Salvador si no hubieran pecado ni una sola vez.

También quieren ustedes volver, porque en sus tormentosas noches de insomnio, en sus inquietudes de miedo, en sus ansiedades y en sus desilusiones, sienten que necesitan del “Amor que les pareció ausente en todos sus amores”.

¡No se desesperen nunca, nunca! No deben desesperarse mientras no sean infinitamente malos y haya dejado el Señor de ser infinitamente Bueno.

No dejaremos de rogar hasta que veamos llegar su carta a la Casa del Padre. ¡Esa carta tiene puesta una dirección y ha de llegar! A veces, una reconciliación tiene dulcedumbres que desconoce una amistad no interrumpida.

Por otra parte, hay dos medios o caminos de conocer la bondad de Dios: primeramente, no perdiéndolo, y luego, hallarlo después de haberlo perdido. Sea por lo menos éste vuestro camino, el del regreso.

Ustedes tienen una cosa preciosa, que no tiene Dios en la inmensidad de su tesoro y que sólo ustedes pueden ofrecerle para hacerle feliz: sus pecados. ¡En el amor de Jesús!