Peter Hans Kolvenbach, SJ

Locos por Cristo

«Decir… al "indecible"»

Colección Manresa, 20

 

La locura por Cristo, como categoría espiritual del seguimiento de Jesús y horizonte de deseo de quien quiere ser jesuita, está enraizada en la petición de la Tercera Manera de Humildad [167-168]. Inspirada en la locura de Dios, en su Hijo, por todos los hombres -locura de la cruz-, choca frontalmente con la «sabiduría» humana. Esencialmente es locura por la gloria de Dios, donación voluntaria de la propia vida, que sólo el amor divino puede justificar.

Se ilumina con la figura de los locos por Dios de la Iglesia del Oriente, como formas extremas de proclamación del Evangelio y de denuncia de lo anti-evangélico, y con referencia a movimientos occidentales equivalentes en la Edad Media, y se advierte el contraste con corrientes de pensamiento contemporáneos de Ignacio -Erasmo, por ejemplo- en cuyos planteamientos no queda espacio para este amor loco por Dios.

La originalidad de Ignacio reside en insertar esta locura en el corazón mismo del discernimiento, con el que no sólo es compatible, sino que lo requiere. Pobreza, humildad, menosprecios (Dos Banderas, Tres Maneras de Humildad)... son dimensiones del Reino, esenciales para edificarlo. La gloria de Dios estimula esta locura por Cristo como respuesta de amor agradecido a quien primero fue tenido por vano y loco [167].

La discreta caridad no es un equilibrio entre amor y prudencia, sino una luz desenmascaradora de lo que impide ese amor que es servicio «insensato» inspirado por el Espíritu para la mayor gloria de Dios. Tal servicio, por elección de Dios, es posible también en la vida ordinaria. Nada excluye Ignacio de esta Tercera Manera de Humildad. Más aún, sin esta locura, que lleva a muchos hombres y mujeres a transformar el mundo, día a día, silenciosamente, en el espíritu de las Bienaventuranzas con la fuerza del misterio pascual, la Vida Religiosa misma no sería fiel a su vocación y a su misión.

 

La cruel guerra sin cuartel entre Irak e Irán ha familiarizado al mundo con la expresión «locos por Dios». Fanático y suicidas en sus proezas, estos militantes integristas creen vivir incondicionalmente el Islam o cierto Islam. No son, en absoluto, los primeros «locos por Dios» que ha conocido el Próximo Oriente. Todavía hoy multitud de iglesias celebran allí los «locos por Cristo». En Egipto la iglesia de Alejandría honra a san Marcos el loco (s. VI); en Siria la ciudad de Homs venera a Simeón el loco (s. VI), e incluso la gran iglesia de Constantinopla celebra a su gran loco, san Andrés Salos (s.1X).

Al pasar de los siglos, esta contagiosa locura por Cristo sube hacia el norte y se convierte en una de las características de la santidad rusa. Esta loca manera de seguir a Cristo no parece tener más que una remotísima relación con la espiritualidad ignaciana, en la que parece dominar el equilibrio de la «discreta caridad», fruto de un largo discernimiento y de una disciplinada deliberación. Sin embargo, en el corazón mismo de los Ejercicios Espirituales se alza este grito: «quiero y elijo... desear más ser estimado por vano y loco por Cristo» [167].

I. Primeros pasos en la locura por Cristo

A primera vista parece que este amor loco por Dios no constituye más que un episodio pasajero en la maduración espiritual de san Ignacio. En efecto, todo es loco en el comportamiento del peregrino en su camino entre Venecia y Génova. Reparte todo el dinero «y así se acabó todo lo que traía». Después trata de seguir por el camino que sabía ser el más peligroso. Los soldados se lo desaconsejan, «más él no tomó su consejo». En consecuencia, le tomaron por un loco o por un espía. Llevado ante un capitán utiliza el «tú» resaltando desconsiderablemente una igualdad social, en vez de servirse de formas educadas y de cortesía. Inevitablemente en capitán le tuvo por loco: «Este hombre no tiene seso». Toda esta manera de comportarse está, en último término, inspirada por «devoción» a Cristo conducido preso y humillado.

Sin embargo, este comportamiento loco de Ignacio, que se inserta en la tradición espiritual de los «locos por Cristo», no es una locura pasajera. El «Relato del Peregrino» muestra ya cómo es una consecuencia inevitable de los Ejercicios Espirituales. Al volver de Flandes, Ignacio se dedica intensamente a conversar espiritualmente con los estudiantes. Rápidamente se extiende por París el rumor de que Ignacio, «seductor de estudiantes», había trastornado a un tal Amador. ¿En qué consiste esta locura, consecuencia de los Ejercicios Espirituales?

Amador da todo lo que tiene a los pobres, incluso sus libros, se pone a mendigar y se aloja en el hospital de Saint Jacques. Algunos estudiantes ponen fin «con mano armada» a esta loca estancia de Amador en el hospital entre los miserables de París.

¿Hay que extrañarse de que el deseo de Ignacio, tan intrínsecamente ligado a la experiencia de los Ejercicios Espirituales, de ser un loco por Cristo, no le abandonara nunca? Si la Autobiografía es una especie de testamento espiritual de Ignacio, la aventura de la cárcel de Salamanca debería traspasar toda la vida de la Compañía. el futuro Cardenal de Burgos, don Francisco de Mendoza, oyó de Ignacio encarcelado la respuesta que había dado a una dama que se compadecía de él: «En esto mostráis que no deseáis estar presa por Dios… Pues yo os digo que no hay tantos grillos y cadenas en Salamanca, que yo no desee más por amor de Dios». La locura por Cristo contenida en estas palabras se hace evidente cuando, aprovechando una oportunidad, los presos se escapan de esta cárcel, menos Ignacio y sus compañeros, que quedan allí: «con las puertas abiertas y ellos solos sin ninguno».

Una larga carta del P. Diego Laínez, escrita en Bolonia el 16 de junio de 1547 al P. Juan de Polanco, confirma dos veces el deseo de Ignacio de sufrir, por amor a Cristo: «Todas las cadenas y prisiones del mundo no bastarían para satisfacer el deseo que tenía de padecer por amor de Cristo»; y, en términos de locura, «si fuese según su apetito (…) lo mostraría no curando ser tenido por loco y andando, como decía, descalzo y con su pierna mala de fuera, y con cuernos al cuello; pero, por ganar almas, no muestra nada desto».

Este deseo no puede faltar en un compañero de Jesús, ni Ignacio puede faltar de exigirlo en el Examen General que abre las constituciones:

Donde a la su divina Majestad no le fuese ofensa alguna, ni al prójimo imputado a pecado, desean pasar injurias, falsos testimonios, afrentas, y ser tenidos y estimados por locos (no dando ellos ocasión alguna dello), por desear parecer e imitar en alguna manera a nuestro Criador y Señor Jesucristo».

Sin profesar este deseo, el candidato no puede ser admitido en la Compañía. Pero Ignacio sabe que este deseo no nos es, de ninguna manera, con-natural. Por eso, tal vez inspirado por su lectura asidua de la Imitación de Cristo («de gratia tua desiderii desiderium habeo»), exige del candidato, al menos, el deseo desear ser loco por Cristo.

II. Arraigado en los Ejercicios Espirituales

Este deseo de ser loco por Cristo lo presenta Ignacio en sus Ejercicios Espirituales en forma de petición. La redacción de esta consideración de la Tercera Manera de Humildad traiciona la dificultad de Ignacio de liberar un deseo, que se deja poseer por «el Señor, que desea dárseme» [234], de desencadenar un amor que se deja trasfigurar por «el amor que desciende de arriba» [184]. Intentemos despejar los rasgos de esta petición de ser loco por Cristo comparando el autógrafo de Ignacio con las otras traducciones del mismo.

Lo que llama la atención desde el principio es la fuerte personalización de esta locura. Mientras la versión Vulgata de 1548 debilita el carácter personal de la Tercera Manera de Humildad exhortando a abrazar el desprecio y la fama de loco, el autógrafo expresa claramente el deseo de ser loco como Cristo, «por Cristo, que primero fue tenido por tal» [167]. Los relatos evangélicos de la Pasión narran cómo Jesús fue objeto de burla; pero Marcos refiere también cómo los mismos parientes de Jesús están convencidos de que se ha trastornado y Juan relata que los que escuchan los discursos de Jesús creen que delira.

El escarnio, que acabará en la cruz, es la salida casi inevitable del ministerio itinerante de Jesús, cuyas palabras hacen estallar la imagen de Dios mayoritariamente compartida en ese momento, cuyos gestos chocan escandalosamente son la santa ley de Dios y cuyo evangelio mina las esperanzas milenarias de todo el pueblo de Dios. Este amor loco a la vida verdadera, sacudiendo toda la sabiduría y toda la seguridad que se tenían por el origen divino, es el que ha abierto el «camino» de Jesús, un camino tan loco y escandaloso que nadie se reencuentra en él. La conclusión que deduce de ello Pablo es que, para llegar a ser verdaderamente sabio, es imprescindible ser loco por causa de Cristo.

No obstante algunas ligeras variantes, todas las versiones siguen al autógrafo en su preocupación por situar la locura por Cristo dentro de la misma gloria de Dios. Ignacio no quiere oponer la locura de la cruz a la gloria de Dios, como si se excluyesen o se limitasen mutuamente. San Juan cree que la hora de esta locura es la gloria de Dios. De la gloria de Dios proviene la locura de la cruz y para la gloria de Dios es asumida. Queda, pues, descartado glorificar ciertas locuras en sí mismas y por sí mismas.

San Ignacio intenta comunicarnos dos verdades aparentemente contradictorias a primera vista. De un lado, porque la locura de la cruz es la gloria de Dios, no es posible ser compañero de Jesús sin compartir su locura, renunciando a figurar como «sabio ni prudente en este mundo» [167]. Los cristianos de Corinto aprendieron de Pablo de Tarso esta verdad crucificada y crucificante.

Por otro lado, convencido de que todas las expresiones concretas de la locura de la cruz no son necesariamente, y en todos los casos, para gloria de Dios, Ignacio nos hace pedir, en una oración permanente de discernimiento, la manera efectiva de ser «vano y loco por Cristo» [167]. Por medio de esta oración continua el compañero de Jesús acoge lo inesperado e imprevisible de cuanto el don gratuito del amor de Dios y la libertad de la pasión de Cristo inspiren como formas concretas de locura por Cristo.

Al principio y al fin de su carta a los cristianos de Filipos, Pablo de Tarso muestra cómo plantear, con igual libertad, las eventualidades de la vida y de la muerte, con tal de que Cristo sea glorificado. En consecuencia, el autógrafo de Ignacio nos invita a pedir «que el Señor nuestro le quiera elegir en esta tercera, mayor y mejor humildad» [168]. La Vulgata de 1548 completa esta petición rogando a Dios que nos inspire esta opción. Llevado, pues, por una total disponibilidad orante, el deseo de ser loco por Cristo no supone automática y necesariamente copiar los sufrimientos del Señor durante su pasión, la imitación de lo que Ignacio practicó como peregrino o lo que Benito Labre vivió como vagabundo, como tampoco ciertas formas estereotipadas de los locos del Oriente cristiano.

III. Loco por Cristo y la gloria de Dios

Así pues, Ignacio no opone la locura de la cruz a la gloria de Dios, como si quisiéramos ser locos por Cristo cuando la gloria de Dios se opone a eso. No hay un evangelio de los locos por Cristo y otro de la cruz. No hay más que un único gran grito pascual: «por la muerte ha vencido a la muerte». En la contemplación del Reino [95] Ignacio considera la obra de Cristo, que se continúa en la entrada de la humanidad entera en la gloria del Padre siguiendo a Cristo en el camino de la cruz, «pasando todas injurias y todo vituperio, así actual como espiritual» [98]. Cumplir la misión de Cristo, que es anunciar el evangelio de la Gloria del Padre, en una humanidad que tiene un concepto bien diferente de lo que es la gloria, es asumir el evangelio de la cruz, que en principio no es sufrir y morir, sino primordialmente vivir perdiéndose a sí mismo, para entregarse a que la gloria del Padre resplandezca en la vida de nuestros hermanos. La Gloria del Padre es la que dará forma a nuestra misión de «llevar su cruz».

Es muy conocido que algunos comentaristas de los Ejercicios Espirituales se han extrañado de la colocación de la Tercera Manera de Humildad en medio de las meditaciones de la Segunda Semana. ¿No sería su lugar natural la Tercera Semana, en la que Cristo está «lleno de oprobios»? Hay que recordar aquí que en su Diario Espiritual, el 27 de febrero de 1544, Ignacio confiesa de Cristo «ser todo mi Dios». Siempre la luz del Verbo encarnado, que irradia en Cristo crucificado y resucitado, está presente en todos los «misterios de la vida de Cristo nuestro Señor» [261]. De esta forma la locura de Cristo no se identifica exclusivamente con las formas de sufrimiento y para ser loco por Cristo no es indispensable re-producir los hechos y los gestos de su pasión. Siempre Cristo en su gloria, el contemplado desde el pesebre a la cruz: «Este Hijo es el reflejo de la gloria de Dios, la impronta de su ser».

La respuesta del hombre a esta gloria de Dios en Cristo es presentada de una manera tradicional por Ignacio bajo la forma de una especie de jerarquía: las Tres Maneras de Humildad y, dentro de la tercera manera, tres grados: pobreza, oprobios y locura. En vez de construir una ascensión gloriosa, Ignacio, fiel al mensaje evangélico, se siente obligado a proponer un descenso, un sepultarse en la kenosis del Señor. En el fondo, pues, Ignacio nos hace descubrir la locura de la gloria de Dios, que sólo el amor divino puede salvar del absurdo.

Por consiguiente, no es extraño descubrir en el Tratado de la elección del doctor Pedro Ortiz, que había hecho los Ejercicios en Monte Casino, bajo la dirección de Ignacio, en 1538, estas Tres Maneras de Humildad como tres grados de amor de Dios. Se dan reunidos todos los elementos para confesar lo que Ignacio nos deja a nosotros mismos descubrir, pero prefiere no decirlo con el lenguaje fuerte del Oriente cristiano, a saber, que Dios atrae al alma, «trayéndola toda en amor de su divina majestad» [330], un amor que es manikós eros, amor loco de Dios por el hombre. El metropolita Filaretes de Moscú lo formulaba espléndidamente: «El Padre es el amor que crucifica; el Hijo, el amor crucificado; y el Espíritu Santo es la fuerza invencible de la cruz».

La gloria es, pues, la debilidad invencible de Dios en su amor. La gloria es la vida de Dios, que se da, se entrega, por amor. Esto es lo que nos atrevemos a pedir, por invitación de Ignacio, suplicando: «Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» [234]. «Que el amor que me mueve y me hace elegir, descienda de arriba, del amor [184]. Este amor, entonces, será transfigurado por la cruz y justamente crucificado, para que Dios pueda resplandecer en él [338]. Será también un poco de la locura amorosa de Dios.

¿Es exigente este amor que «se debe poner más en las obras que en las palabras» [230]? Ignacio nos exhorta a preguntarnos en serio sobre la autenticidad de este amor loco por Cristo. ¿Es una manera generosa de expresarse o hay que tomar esta palabra a la letra?

IV. Tradición cristiana oriental

El Oriente cristiano no duda en responder sí a la segunda alternativa. La Historia Eclesiástica de Evagrio describe así el modelo de un verdadero loco por Cristo, san Simeón de Emesis:

Se esfuerza por pasar por un mal cristiano, incluso por inmoral; monje como es, hace alarde de un menosprecio total de los preceptos eclesiásticos. No pisa la iglesia más que para perturbar las funciones litúrgicas; escoge el Jueves Santo para atiborrarse públicamente en la pastelería y come carne como un pagano.

Este modelo parece contradecir claramente la perspectiva ignaciana, que, en el caso de los oprobios, precisa la condición: «sólo que las pueda pasar sin pecado de ninguna persona ni displacer de su divina Majestad» [147].

La Iglesia, al celebrar a san Simeón Salós, afirma que su radicalidad en la locura por Cristo era auténticamente evangélica y que pastoralmente sacudía la hipocresía y el formalismo reinantes. San Andrés el Loco (Salós), que adopta la locura de san Simeón como prototipo, se da perfecta cuenta del escándalo que provoca y pide a Dios que perdone a los que él, a su vez, había provocado para que le maltratasen. Aun cuando simulan locura y demencia, Simeón y Andrés son personalidades fuertes, conscientes de ser llamadas a una misión apostólica. Cuando san Simeón grita: «Parto en la fuerza de Cristo a conquistar el mundo» y cuando el Señor llama a san Andrés a consagrarse a la salvación del prójimo «hasta llegar a ser loco por mi causa», parece resonar lo que Ignacio propondrá en los Ejercicios Espirituales.

Sin embargo, también el Oriente cristiano se cuida de buscar la locura por la locura. No todo loco es loco por Cristo. Por eso, en lugar de denominar al loco por Cristo con el término paulino «moros», lo llama simplemente «salos», es decir, algo así como «poseído». Por la misma razón, en ruso, el loco por Cristo no es un bouy, sino un iourodivi. San Agustín, especialista en la tensión entre «ser cristiano» y «parecer cristiano» en su comentario a la primera carta a los Corintios, exhorta a todo cristiano a ser loco por Cristo («dic te stultum et sapiens eris»), pero hay que hacerlo, ante todo, realidad del corazón («intus dic»).

En tiempo de san Ignacio, los locos por Cristo, que, estando perfectamente sanos de espíritu, fingen estar locos para decir proféticamente la verdad, son especialmente numerosos en Rusia. El Beato Basilio, cuyo nombre ostenta la catedral de la Plaza Roja, contemporáneo de san Ignacio, «se hace el loco» para denunciar en nombre de Cristo la crueldad inhumana de la autocracia zarista, frente a la cual la Iglesia oficial, cada vez más esclerotizada en un conformismo oficial y ritual, guarda silencio.

Como la locura de la cruz es forzosamente escandalosa, los iourodivi provocan el escándalo, que humilla finalmente no al loco por Cristo, sino al sabio que se cree cristiano. No fue ésta la única forma de locura por Cristo conocida en tiempos de Ignacio. Ella inspira a san Juan de Dios a vivir con y por los enfermos mentales, los enajenados, y suscita las extravagancias y originalidades apostólicas de san Felipe Neri.

Basta dejarse guiar por el Relato del peregrino (Autobiografía) para descubrir las corrientes espirituales que condujeron a Ignacio hasta este deseo de ser tenido por loco. Hay que mencionar, ante todo, a aquél que, persiguiendo con sus publicaciones al universitario Ignacio de Alcalá a París, fue francamente alérgico a la locura de la cruz: Erasmo de Rotterdam. Su doctrina moral, centrada sobre un ideal humano difícil de realizar en su equilibrio moral perfecto, rechaza en la práctica toda superación y así elimina todo el dinamismo espiritual, que sólo la locura de la cruz puede suscitar. El elogio, que Erasmo hace, de la locura (Moriae encomium) es una obra maestra de ironía que denuncia toda la necedad humana; pero esta «laus stultitiae» no integra en absoluto el amor loco de Dios. ¿Habrá que asombrarse de que Ignacio, al dar una ojeada al libro de Erasmo, sintiera enfriarse en él el Espíritu de Dios y apagarse el ardor de su devoción?

En sus lecturas Ignacio prefiere la Imitación de Cristo, en la que se deja sentir la influencia de la «devotio moderna» de manera bien diferente a como en los escritos de Erasmo. El autor de la Imitación no duda en afirmar que «te es preciso hacerte loco por Cristo, si quieres llevar una vida religiosa». Esta convicción penetra toda la historia de la vida religiosa bajo las formas más diversas.

En la Leyenda áurea o Vidas de los Santos leía Ignacio las «santas locuras» de los monjes del desierto. Dos veces menciona en su Autobiografía el hecho de no comer más que hierbas, a ejemplo, probablemente, de san Onofre (s. IV), que servía al Señor «simplemente», para que se cumpliera lo del salmo: «Estúpido de mí, no comprendía, como una bestia era ante Ti». También la renovación franciscana, siguiendo un camino «considerado como una locura », impresiona al peregrino Ignacio: «¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco?». No fue sólo el pueblo cristiano el que gritaba ¡el loco! al encontrarse con San Francisco, sino que el mismo santo de Asís veía en esta locura su vocación. Por eso en el Capítulo de Nattes gritó a algunos hermanos prudentes:

No quiero que me habléis de otra Regia, ya sea la de san Agustín, la de San Bernardo o la de San Benito. El Señor me ha revelado que quería que fuese un nuevo loco en el mundo. Él, el Señor, no ha querido conducirme por otro camino, más que por éste.

V. Originalidad de la locura de Ignacio por Cristo

Claramente inserto del todo en una tradición espiritual, que la Autobiografía testimonia sin ambages, el deseo de ser loco por Cristo tiene, sin embargo, un carácter original en la espiritualidad ignaciana. Esta locura, siempre amorosamente orientada a la gloria de Dios, se convierte, al menos en deseo, en una cualidad necesaria para ser compañero de Jesús. Con todo, si se le compara con Onofre y Francisco, para no hablar de los santos locos de Rusia, Ignacio no parece, en absoluto, un loco por Cristo. Es el hombre del discernimiento. ¿No tiene su correspondencia, como objetivo principal, prohibir las «santas locuras» de sus compañeros?

Su mística no es ni la pacífica contemplación de la eterna verdad, ni la embriaguez del amor de Dios. La suya es una mística de servicio, que no conoce desbordamientos, ni éxtasis, sino que funciona como «el fiel de una balanza en perfecto equilibrio» [15]. ¿Es éste Ignacio y su deseo de ser compañero loco de quien fue el primero en ser tenido como loco?

Indagando la originalidad de la locura por Cristo según San Ignacio, tropezamos con un problema de interpretación de los Ejercicios Espirituales. Cuando Ignacio nos habla de pobreza -la locura de Francisco de Asís-, se está haciendo, casi naturalmente, una actualización de los Ejercicios, a pesar de una situación socio-económica bien diferente. Todavía hoy nos Parece sencillamente locura el no querer aprovechar la sociedad de desarrollo técnico y de consumo. Pero Ignacio expresa el deseo de ser loco también en el lenguaje del honor, muy de acuerdo con el sentido de una cierta clase social en España, celosa de su honor hasta la locura.

Al comienzo de su Autobiografía, cuenta Ignacio cómo cuidaba su aspecto personal -Para poder calzar unas botas bien ceñidas sufre un verdadero suplicio-, y cómo imaginaba lo que haría en servicio de una dama, que «no era de vulgar nobleza y no condesa ni duquesa». Esta cultura cortesana resuena en la vergüenza y confusión del caballero que ha ofendido mucho a su rey [74] y en la conducta indigna del caballero que no responde a la petición de tal rey [94]. En este contexto de honor, Ignacio da por supuesto que no es solamente la realidad socioeconómica la que nos hace «honrar», o «despreciar» a una persona. Sin duda que riqueza y pobreza contribuyen, y mucho, a establecer la escala de valores que una sociedad humana se da, pero Ignacio sabe por su cultura que el «valer» no depende exclusivamente del «tener».

Él mismo ha hecho la experiencia de que el ser humano es plenamente capaz de renunciar al tener para hacerse valer aún más. «Y luego creció la fama (en Manresa) a decir más de lo que era; que había dejado tanta renta, etc. ». La escala de valoración social en materia de honor y de menosprecio cambia como la moda -el loco de un día se convierte en sabio de un siglo-, pero honor y menosprecio permanecen como los polos solidarios de esta gran ilusión que se hace loca sociedad humana, para juzgar a la persona según normas y baremos que apenas corresponden a la verdad de Dios sobre el hombre y que casi obligan a éste a transformar su verdadero ser en parecer, su persona en personaje de teatro.

La meditación de Dos Banderas [136-ss] revela cómo Dios, por su Hijo, en su Espíritu, suscita el «conocimiento de la vida verdadera» [139] por una «civilización del amor» fundada sobre la pobreza y la humildad [146]. Ignacio añade el menosprecio, porque esta «civilización del amor» (o de la comunión, como dicen nuestros hermanos ortodoxos), lejos de sernos connatural, choca con tal resistencia dentro y fuera de nosotros mismos que se presenta como una contra-cultura, que es juzgada como anti-cultura y considerada despreciativamente como una locura.

Cuando Ignacio intenta en Alcalá vivir esta civilización del amor por medio de la gratuidad -«empezó a mendigar y vivir de limosna»-, «se empezaron a reír de él y a decirle algunas injurias». La gente acepta como una fatalidad que un pobre hombre se ponga a mendigar, pero que lo haga una persona «con buena salud», porque considera la gratuidad un valor social, es una locura. No obstante, sólo vistiendo la vestidura y librea de Cristo, que la vistió primero, es como se edifica el reino del amor para la mayor gloria de Dios.

Esta es la razón por la que la gloria de Dios, lejos de desanimar o debilitar la locura por Cristo, no cesa, al contrario, de suscitarla bajo las formas más diversas y garantizando su autenticidad apostólica. Porque, en línea con la visión de san Juan, la gloria de Dios no significa sólo el ser divino en el resplandor supremo de su manifestación, sino también la irradiación de gracia y de verdad, emanando de la persona del Verbo encarnado, que continúa su obra de salvación de la sociedad humana, en la que estamos llamados a cooperar. «En esto se ha manifestado la gloria de mi Padre, en que hayáis comenzado a producir mucho fruto».

La mayor gloria de Dios -que se convierte en la gran pasión de Ignacio- consiste en «ser puesto con el Hijo» en su misión de fructificar, es decir, de llevar hombres a su Padre y nuestro Padre. No hay nada que sirva a la gloria de Dios si no se inserta en el acontecimiento de su reino de amor entre nosotros. Por esta razón utiliza Ignacio frecuentemente en sus escritos la expresión «hacer fruto» porque todo trabajo, todo modo de vida, debe ser permanentemente elegido, orientado y desarrollado en función del fruto que produce, a fin de que la gloria de Dios sea servida y pueda ser reconocida en esta fecundidad.

Sin embargo, para dar fruto a semejanza de Cristo, el grano de trigo tiene que caer en la tierra y desaparecer y morir, para resucitar. La mayor gloria de Dios se logra en la locura de la cruz de su Hijo. En una carta al duque Ascanio Colonna, Ignacio desea, al mismo tiempo, para la mayor gloria de Dios, la plena prosperidad del Duque, insertando este deseo en el deseo de «no desear otro que Cristo, y aquel crucifixo, porque en esta vida crucificado a la otra suba resucitado. Imposible separar u oponer la una a la otra: la gloria y la cruz, el honor de Dios y la locura.

 

 

 

VI. ¿Es la «discreta caridad» de Ignacio compatible con la «locura por Cristo»?

Sería poco justo proponer los Ejercicios Espirituales y las Constituciones exclusivamente en la única perspectiva de una fecundidad apostólica eficaz -«producir fruto»- para la mayor gloria de Dios, descartando la locura por Cristo y reservándola para algunas situaciones excepcionales. Sería también poco justo insistir de tal manera en las condiciones indispensables para ser loco auténtico por Cristo -como la exigencia de no dar ocasión alguna de ofensa de su Divina Majestad o de pecado al prójimo o la exigencia de que sea igual o mayor servicio y alabanza de su Divina Majestad [168]- que la locura resulte prácticamente eliminada, porque se la ha convertido en humanamente prudente y razonable.

Sin duda, el tono de Ignacio en su correspondencia es claramente de moderación; en algunas provincias los compañeros llaman la atención por un celo excesivo y un indiscreto fervor. En su carta del 7 de mayo de 1547 «a los hermanos estudiantes del Colegio de Coimbra», Ignacio se sirve de una palabra de san Bernardo para recordar a los compañeros que crucifican al hombre nuevo al crucificar excesivamente al hombre viejo, que «no tiene máchina ninguna el enemigo tan eficaz para quitar la verdadera caridad del corazón, cuanto el hacer que incautamente, y no según razón espiritual, en ella se proceda». Se corre siempre el riesgo de olvidar que aun esta «sabiduría espiritual» es una locura, desde que la gloria de Dios quiso revelarse un Viernes Santo.

En consecuencia, no hay que presentar la «discreta caridad», ignaciana como una especie de perfecto equilibrio entre amor y prudencia, ni identificarla con actuar según cálculo y medida. El reverso del amor bien ordenado no es la locura, sino -en la terminología de Ignacio- «el desorden de mis operaciones», que, originado por el pecado [63], por «el amor carnal» [97] y por «el apetito natural» [216], se aleja tanto de la gloria de Dios como de la locura de la cruz. En una palabra, una afección es desordenada por todo motivo que no es inspirado por el único amor que se hace locamente servicio a mayor gloria de Dios.

Es posible que la Autobiografía de Ignacio falsee nuestras perspectivas. La locura por Cristo parece pertenecer únicamente a la aventura del peregrino, quien, una vez superado su aprendizaje, se convierte en modelo de circunspección, de habilidad y de cautela, sobre todo en lo referente al gobierno. Ya el P. Juan de Polanco tuvo que defender a san Ignacio contra la acusación de «doblar la rodilla ante Baal» en el empleo hábil (demasiado hábil) de los medios humanos. Apoyado en todo un dossier bíblico y patrístico, Polanco afirma que Dios quiere ser servido como autor de la gracia y como autor de la naturaleza. Todas las cosas deben, entonces, ser ordenadas a la gloria de Dios.

Una convicción de Ignacio contenida en las Constituciones elimina toda interpretación equívoca, cuando afirma que esta «prudencia» en el uso de los medios no debe inspirarse más que en Dios («sola la unción del Espíritu Santo puede enseñarlo y la prudencia que Dios nuestro Señor comunica a los que en su divina majestad confían»). La locura por el Señor, que lleva su cruz, tiene su origen en Dios, antes de reconocerse en nuestro entusiasmo por seguir a Cristo.

Precisamente porque esta locura la inspira y guía el Espíritu del Señor, el compañero de Jesús evita que esta locura derive, en el fondo, en una perversión de la cruz de Cristo, en una idolatría de la propia voluntad o en un amor propio que destruye la propia persona y el bien del otro, amigo o enemigo. «Queriéndome vuestra sanctísima Majestad elegir y recibir» [98]: condición que resuena, como un eco, en el coloquio de las Tres Maneras de Humildad [168].

Lo que a primera vista parece como una restricción que hace extremamente excepcional toda locura por Cristo, más aún, imposible, es, a fin de cuentas, una mayor disponibilidad para todas las formas concretas, antiguas y actuales, que expresan este deseo de ser loco por el Señor. Es un deseo de ser elegido, no a partir de condiciones humanas por generosas que sean, sino exclusivamente por elección, incluso inesperada, de Dios, para el advenimiento de su Reino entre los hombres. En sí mismo es ya una locura el que el ser humano pierda radicalmente su deseo en el deseo de Dios para su gloria. Es el sentido ignaciano de una fórmula lapidaria, que repetía gustosamente la Edad Media, atribuyéndosela a san Agustín: «La medida es amar sin medida».

Para ser auténtica, la locura por Cristo, que supone el conocimiento de su vida verdadera hoy entre los hombres, requiere, por lo tanto, un discernimiento permanente a la luz, precisamente, de quien primero fue tenido por loco [167]. Este discernimiento, como en el caso de los santos locos del Oriente cristiano, puede conducir a resultados desconcertantes y siempre corremos el riesgo de identificar la locura por el Señor con ese tipo de hazañas espectaculares. San Basilio el Beato, contemporáneo de Ignacio, realiza toda clase de locuras: se pasea desnudo por las calles de Moscú, pasa la noche en la casa de una viuda, rompe un icono de la Virgen; pero los testigos de estas rarezas escandalosas saben muy bien que debajo de estos gestos locos se oculta un significado «muy prudente»: el desenmascarar así, sobre todo en la conducta de los «virtuosos», el influjo de Lucifer en todas partes donde él se carnufla.

No es la hybris, ni sus imprudencias, lo que asusta a Ignacio. Si hemos de creer a Ribadeneira, Ignacio dijo claramente que los que quieren ser prudentes (demasiado prudentes) en las cosas de Dios raras veces realizan acciones grandes y heroicas. La razón es que -como escribió Ignacio al Duque de Alba- «lo que no parece conforme a la prudencia humana puede muy bien serlo a la prudencia divina, que no está vinculada a las leyes de la razón humana».

Esta actitud espiritual de Ignacio tiene como consecuencia que, en relación con las formas concretas de la locura por Cristo, la gloria de Dios es siempre mayor. Y porque esta gloria resplandece en el Hijo del Padre, todo discernimiento del espíritu y toda elección resplandece en la Tercera Manera de Humildad, en la que la obediencia a la gloria es un amor a Cristo hasta la locura. Algunos comentaristas han subrayado que por la Tercera Manera de Humildad todo el proceso de elección y de discernimiento pierde el carácter de racionalidad fría y lógica, para -en una locura de amor- hacerse irracional.

VII. La locura por Cristo en la concreta vida ordinaria

Esta perspectiva ignaciana, como se lee en las cartas de san Isaac Yogues del 5 y del 30 de agosto de 1643, puede ser vivida en lo concreto. Su deseo de anunciar al Señor crucificado y resucitado entre los indios es tan fuerte que suplica al Señor que frustre los planes de quienes quieren liberarle para enviarle a Europa, «si ello no es para su gloria» (5-8-1643). Se le presenta inesperadamente una ocasión para huir. Isaac suplica al Señor «que no me permita decidir por mi cuenta, que me dé luz para conocer su santísima voluntad, que yo quiero seguir en todo y por encima de todo, hasta ser quemado a fuego lento». Considerando su amor a los indios, «habiendo ponderado delante de Dios, con todo el desprendimiento que me era posible, las razones que me movían a permanecer entre los indígenas o a dejarles, he creído que agradaría más a Dios el que aproveche la ocasión de ponerme a salvo» (30-8-1643).

Isaac no se precipita hacia el martirio como si fuera obvio y casi automáticamente la única expresión de la locura de la cruz. La salvación de los indios y su experiencia de misión entre ellos -también locura por Cristo- invadirá su espíritu: «Todos estos conocimientos morirán conmigo, si yo no me salvo». Subrayando sus preferencias por «ser quemado a fuego lento», Isaac no excluye en modo alguno la posibilidad de salvarse, para volver a tomar, a pesar de todo, la tarea misionera de anunciar a Cristo a los indios.

Al someter únicamente a la gloria de Dios dos expresiones de una misma locura por Cristo, «ser quemado a fuego lento» y «salvarse» para volver a tomar la cruz de la misión entre los indios, Isaac extiende la participación en el amor loco por Dios a todas las condiciones de la existencia humana, a fin de buscar a Dios en todas las cosas. No sólo son locos por Cristo los mártires o los estilitas, sino -originalidad ignaciana- también los crucificados de la vida ordinaria, de las tareas y sufrimientos de todos los días, que irradian sin saberlo demasiado, a través de las palabras, los gestos, los silencios, los síes y los noes de la vulgaridad, el amor al Crucificado, y que son considerados, por su sola presencia y por su modo de comprometerse, locos por Cristo en una sociedad abrumadoramente hostil, indiferente o cínica respecto a todos los que viven por un reino que no es de este mundo.

A esta luz de la mayor gloria de Dios hace Ignacio desfilar todas las actividades por las que el ser humano trata de colocarse en la sociedad humana, desde las más insignificantes e intrascendentes, hasta las más llamativas y extraordinarias. Nada excluye Ignacio de esta tercera manera de humildad en la que el amor loco por Dios se encarna a imagen de Aquél que primero fue tenido por loco. Porque en cada una de estas actividades tienta y echa sus redes y cadenas Lucifer, el «mal caudillo» [139, 141], y en cada una de sus actividades «el summo y verdadero capitán» [139] suscita la capacidad de construir con nosotros la ciudad de Dios por medio de la cruz pascual, que permanece como la ley de la vida verdadera.

Insertarse en esta tarea de Dios por Cristo en su Espíritu de amor [236] es ya en sí mismo una locura. «Elegir el aceptar, en el entramado de la vida más ordinaria, todas las humillaciones, injusticias, rechazos mal disimulados, impopularidad, con tal de que no se siga ningún otro inconveniente y sólo esté en juego mi amor propio, es el cúlmen de los Ejercicios».

Viviendo de su fe en Jesús, el ser humano se encuentra en una situación que le capacita para pasar por encima de sus propios intereses y, a imitación de Cristo, preferir, por la vida de sus hermanos, lo que es locura e insensatez. «La sabiduría de Dios derramada sobre el ser humano hace brotar en él, como en Cristo, la locura del amor y la salvación universal».

El sentido de lo universal, que marca constantemente la experiencia espiritual de Ignacio, abre la locura por Cristo a la vida cotidiana de la mayoría silenciosa del pueblo de Dios y, al mismo tiempo, impulsa la urgencia amorosa de denunciar una injusticia social mediante una huelga de hambre, de transgredir lo que parece una costumbre establecida, para dar lo mejor a los pobres, de hacer gestos proféticos como los santos locos del Oriente cristiano, para desenmascarar los compromisos anti-evangélicos del pueblo de Dios, de identificarse con los marginados a ejemplo de tantos santos, de aceptar, incluso en silencio, un destierro como resultado de una falsa denuncia o de una total incomprensión, de encajar el ser ridiculizado, de ser «fichado» por haber hecho lo que él cree que debe hacer en nombre de su Señor, de asumir torturas y cárcel... Situaciones no raras en nuestros mismos días.

Algunos las interpretarán como aberraciones y como una lectura casi sacrílega de la palabra del texto paulino: «Nosotros, locos por Cristo». Para otros, estos comportamientos testimonian la fuerza del Espíritu, que construye, afrontando la oposición de tantos hombres, la civilización del amor en Cristo para la gloria del Padre.

VIII. Conclusión

El ser humano se pierde en esta locura; sólo gana la mayor gloria de Dios. Si Cristo no hubiera sido el primero en ser tenido por loco de amor, el camino de esta locura nos estaría prohibido. ¿Puede extrañar que Ignacio y sus compañeros desconfiasen con razón de sus compromisos si el trabajo apostólico no suscitaba contradicciones, extrañeza e incluso persecuciones? «Maestro Francisco se queja de que no haya persecución (en Portugal), pero se consuela pensando que las tendrá en la India, porque vivir mucho tiempo sin ellas no es militar fielmente».

¿Hay que extrañarse también de que, de manera particular, en la vida religiosa no puedan faltar tensiones y conflictos dolorosos? Y no porque sean buscados por sí mismos, sino más bien porque ¿cómo testimoniar, según lo sugiere el Concilio Vaticano II, «que el mundo no puede ser transformado y ofrecido a Dios sin el espíritu de las Bienaventuranzas», sin entrar en conflicto con las culturas y las civilizaciones actuales que se creen la sabiduría de nuestro tiempo?

Si por esta prudencia de humana sabiduría la vida religiosa deja de denunciar «locamente» en nombre de quien primero fue tenido por loco, lo desfigurado del mundo de nuestro tiempo, y de comprometerse existencia1mente en transfigurarlo por el misterio pascual con fuerza y con ardor, sin duda la vida religiosa no es fiel a su vocación y a su misión de ser locura e insensatez por Cristo. Así la vida religiosa privaría al pueblo de Dios de la visibilidad de un amor a Dios y al prójimo que tantos cristianos viven como verdaderos locos por Cristo en la oscuridad de la vida cotidiana.

Así pues, en una gran diversidad de vocaciones y misiones, locas y locos por Cristo participan en la manifestación del amor loco de Dios, del que la tradición oriental ha dicho que «tal vez, sólo este anonadamiento incomprensible de una persona divina en la cruz puede convencer al hombre del amor loco que Dios le tiene».

 

 

No ocultéis la vida oculta de Cristo

Peter Hans Kolvenbach, SJ

«Decir… al "indecible"»

Colección Manresa, 20

Las contemplaciones de la infancia, en la experiencia de los Ejercicios Espirituales, son consideradas por Ignacio indispensables para adquirir el «conocimiento de la vida verdadera», que es Cristo [139]. El ejercitante ha de ir haciendo suyas, con vistas a la elección, las opciones de Cristo, que se revelan ya en estos misterios cuidadosamente seleccionados por Ignacio.

De la categoría evangélica del «Niño», analizada en los títulos que utiliza Ignacio, en los misterios que selecciona y en el tratamiento que hace de los mismos, brota un dinamismo interno, un camino -el del Enviado, en misión, del Padre-, al que ha de incorporarse el ejercitante. Camino que va del Logos («la segunda persona» [102]), el «Cristo nuestro Señor», a su humanidad crucificada, nacida «en suma pobreza» [116]. El escándalo de la cruz está ya en el escándalo del pesebre, como programa para todo seguidor.

Los misterios de la infancia son una ilustración viva del «llamamiento»: «quien quisiere venir conmigo...» [95], y de la respuesta: «quiero y deseo y es mi determinación deliberada de imitaros» [198]. Revelan que el misterio de la salvación por la cruz constituye la esencia del ser de Cristo, desde la Encarnación hasta la Pascua, y disponen a la respuesta del seguimiento, que va más allá de la pura disponibilidad a servir al Señor en su misión. Se trata no sólo de servir, sino de hacerlo voluntariamente, uniéndonos a su poder, que se revela en la debilidad voluntaria, «en las condiciones de un pequeño sin fuerza ni poder». Ignacio propone estos misterios «para conducirnos a una elección, en la que, con la limitada posibilidad de un niño generoso y gratuito, asumimos la limitación necesaria que implica todo servicio concreto y real, que, para ser fecundo, ha de pasar por la "pena" de la cruz, que marca ya la infancia del Niño Jesús».

Es sabido que las grandes visiones de Ignacio contenidas en los Ejercicios Espirituales para ser oradas en la Segunda Semana van acompañadas por escenas de lo que llamamos evangelio de la infancia de Jesús. Efectivamente, para el primer día, Ignacio prevé una contemplación sobre la Encarnación [101], que incluye en su desarrollo completo la anunciación hecha a María [102]. Ese mismo día Ignacio propone la historia del Nacimiento [110], partiendo del viaje de Nazaret a Belén [111] hasta lo que sucede en «el lugar o espelunca del nacimiento» [112]. Dos misterios del evangelio de la infancia prolongan en el segundo día la contemplación del nacimiento: la presentación en el templo y la huida «como en destierro» a Egipto [132]. La vida oculta del Señor es también objeto de la oración del tercer día, «cómo el niño Jesús era obediente a sus padres en Nazareth y cómo después le hallaron en el templo» [134].

En el preámbulo que introduce el cuarto día con la meditación de dos Banderas [135-136], resulta claro que Ignacio propone una orientación, una línea, en la materia que ha de ser contemplada. El Señor ha vivido al servicio de su Padre en la obediencia de un hogar, una familia -es el primer estado- y, «por vacar en puro servicio de su Padre eternal» [135], ha renunciado a ese hogar, esa familia -es el segundo estado-. Se trata ahora de continuar decididamente el proyecto de «servir a Dios, que es el fin» [169] y de discernir seguidamente en qué estado de vida, en qué condición concreta.

«Para abrazar el mejor» [149], Ignacio propone el cuarto día la meditación de dos Banderas [136] y tres Binarios [149]. No obstante, la oración continúa en el ambiente del evangelio de la infancia. Solamente el quinto día se propone la «contemplación sobre la partida de Cristo nuestro Señor desde Nazareth al río Jordán y cómo fué bautizado», [158]. Ignacio precisa que la materia de las elecciones comenzará a ser considerada «desde la contemplación de Nazareth a Jordán, tomando inclusive, que es el quinto día», [163] y enumera una serie de escenas del evangelio de la infancia -Visitación de nuestra Señora a santa Elisabeth, los pastores, la circuncisión del niño Jesús y los tres reyes, y así de otros- para quien desee «alongar» esta oración [162].

Esta vinculación entre las grandes meditaciones ignacianas de la Segunda Semana y el Evangelio de la infancia parece enteramente normal y hasta inevitable. Karl Rahner subraya la feliz asociación de la contemplación de la encarnación con la de la anunciación. Desgajar del relato de la anunciación la verdad de la encarnación del Verbo de Dios significa caer fatalmente en el peligro de debilitar esta verdad, que es esencialmente comunicación, para convertirla en una especulación abstracta puramente metafísica. Gracias a esta estrecha asociación, la contemplación de la encarnación de Dios conserva su carácter existencial y nos impulsa a avanzar realmente en un conocimiento concreto de este misterio.

Dos razones para omitir las contemplaciones de la infancia

No todos los que hacen los Ejercicios Espirituales comparten esta insistencia en los misterios del evangelio de la infancia. No es difícil encontrar comentarios de la obra de Ignacio en los que los relatos de la infancia de Jesús se reducen al mínimo o ni siquiera son mencionados. Dos razones, sobre todo, explican este fenómeno.

(i) Por de pronto, el apóstol Pedro sitúa el comienzo del misterio de Cristo después de ser bautizado por Juan. Los que están con el Señor «desde el principio» no son sus compañeros de infancia, sino los apóstoles que participan en la misión de Cristo. Lucas, en los prólogos al Evangelio y a los Hechos, adopta la misma posición. Por consiguiente, en fidelidad a la Escritura, tales comentaristas pasan en silencio los años ocultos del Señor para comenzar directamente por su vida pública, es decir, asocian la encarnación al bautismo y las dos Banderas a las tentaciones del desierto.

(ii) Pero, sobre todo -ésta es la segunda razón-, porque no es posible tratar el evangelio de la infancia como historia de la misma manera que el relato de la pasión y de la resurrección del Señor. De todas formas, la prioridad cronológica, que mantiene Ignacio, no tendría fundamento, dado el carácter tardío de los relatos de la infancia, añadidos posteriormente al núcleo primitivo de la enseñanza de los apóstoles.

Después de todo lo que la exégesis moderna nos dice sobre la visita de los magos, ¿es aún razonable proponerla a la contemplación como, por ejemplo, el relato de la última cena? No hay duda de que la piedad popular de creyentes y no creyentes conoce mejor el pesebre de Belén que el pozo de Sicar; pero para obtener, conforme al deseo de Ignacio, «conocimiento interno de Cristo nuestro Señor que por mí se ha hecho hombre» [104], ¿no es mejor dejar de lado los comienzos de los evangelios de Lucas y de Mateo para orar el prólogo del evangelio de Juan?

Dado que Ignacio se atiene rigurosamente a la historia evangélica -admitiendo apenas «una asna» y «una ancilla» [111], que provienen de otras fuentes (el Flos Sanctorum de Jacques de Voragine)-, ¿no sería conforme a su espíritu eliminar del relato bíblico lo que ahora sabemos imaginado e imaginario?

Resumiendo, no hay que atribuir a los relatos de la infancia de Jesús el mismo valor que a todas las otras partes del evangelio. Para el autor de los Ejercicios Espirituales, como para los hombres de su tiempo, el evangelio de la infancia es de la misma hechura que la continuación de estos evangelios. Si nuestro tiempo no puede sostener ya o defender este pre-supuesto, necesitaríamos relegar estos textos a los reductos apócrifos y sustituirlos por la historia de los misterios de la vida pública del Señor, lo que significa sencillamente volver al kerigma original de los apóstoles: «Jesús ( ... ) hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros a quien vosotros matasteis a éste Dios lo ha resucitado»

Para tener «conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán» [139], es necesario escuchar el testimonio de quienes conocieron al Señor «durante todo el tiempo que el Señor vivió entre nosotros, a partir del bautismo de Juan, hasta el día en que nos fue llevado».

En todo caso, las informaciones sobre los treinta «años oscuros» son escasas y, ya desde muy al principio, incoherentes. Es clara la fisura entre el Jesús de los orígenes y el Jesús de la misión. Dejemos en la sombra, con Marcos y Juan, los años ocultos del Señor y afirmemos la Segunda Semana, según la expresión del mismo Ignacio, sobre «el fundamento verdadero de la historia» para hallar en ella «más gusto y fruto espiritual» [2].

Para concluir este «status quaestionis», dejemos hablar a un autor moderno respecto a la utilización del Evangelio en los Ejercicios Espirituales:

La investigación moderna de la historia de la tradición y de la redacción del evangelio sugiere que sigamos uno solo de los cuatro evangelios... El tercero, por ejemplo, parece adaptarse mejor a una primera aproximación a la Segunda Semana ignaciana, porque Lucas es el evangelio del camino de Jesús y de la manera de seguir a Jesús. Una lectura continua del evangelio, desde el comienzo (Lc 1,1ss o, mejor, 3,1ss, sin el relato del nacimiento) parece mucho más eficaz que una previa selección de textos y de temas fijados de antemano por el director del retiro».

La dificultad de esta orientación no consiste en la supresión de casi la mitad de los «misterios» que Ignacio ha escogido para la Segunda Semana. El problema no es ya propiamente una cierta libertad respecto a la letra de los Ejercicios. Sobre todo, porque ya el mismo Ignacio prevé la necesidad de acortar o de alargar [4]. La cuestión es, principalmente, saber si es posible adquirir «el conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán» [139] sin meditar la historia de la infancia de Jesús.

Un vacío en el conocimiento de Cristo sin la contemplación de la infancia

El autor de los Ejercicios no planteaba el problema en estos términos. Para él, como también para nosotros, ninguna vida comienza a los treinta años. Ignacio sigue sencillamente la serie íntegra de los misterios de Cristo a lo largo de los 181 capítulos compuestos por Ludolfo el Cartujano (1350) para su Vita lesu Christi, que Ignacio recibió de manos de su cuñada cuando convalecía en Loyola y cuya lectura determinará su conversión. La originalidad del autor de los Ejercicios reside en la selección que hace en el abundante material que le propone el Cartujano.

Efectivamente, Ignacio hace pasar al que emprende el camino de los Ejercicios de la contemplación de los misterios a la decisión de hacer suyas, aquí y ahora, las opciones de Cristo que nos revelan esos misterios. Por eso Ignacio escoge cuidadosamente los misterios que pueden contribuir a hacer madurar la elección.

Hay que reconocer que, si la Tercera y Cuarta Semanas conservan obligatoriamente para la contemplación el conjunto del misterio pascual, porque ya no hay elección que hacer -la elección necesita sencillamente ser confirmada ante el Cristo crucificado y resucitado-, la selección de los misterios en la Segunda Semana entraña una cierta libertad y es realizada en función de la elección.

Ignacio distingue claramente dos categorías de personas cuya elección no es idéntica, en absoluto. Hay los «embarazados en cosas públicas y negocios convenientes» [19], que pueden aprender de algunos misterios de la vida de Cristo cómo «enmendar y reformar la propia vida y estado» [198]. Pero hay también quienes pueden comprometerse todavía en una verdadera elección de un estado de vida [20]. Para éstos el mismo Ignacio se toma la libertad de invertir el orden del evangelio, para hacerles contemplar primero a Jesús obediente en familia y después a Jesús obediente en exclusiva a su Padre en el templo [134] y así prepara las consideraciones del cuarto día sobre los estados de vida [135]. No es más que un ejemplo de la libertad que Ignacio desea en la selección de los misterios de la vida de Cristo, «como más le parecerá que aprovecharse podrá» [209].

No obstante, esta libertad de selección sólo tiene lugar dentro de los misterios de la infancia [132], dentro de los de la vida pública [162], y dentro del misterio pascual [209]. Nada en los Ejercicios Espirituales parece favorecer la contemplación únicamente de los misterios de la vida pública del Señor con miras a la elección o a la renovación de una vida apostólica, religiosa o laica. Al contrario, Ignacio elabora tan personalmente la presentación de los misterios de la infancia de Jesús, que algo faltaría al conocimiento de Cristo sin estas contemplaciones que ocupan los días que preceden a la elección. ¿Qué es lo que faltaría?

La infancia y la vida oculta de Cristo en los Ejercicios Espirituales. El Niño en la historia de la espiritualidad

Faltaría, ante todo, el niño Jesús, «el Niño». Desde los orígenes del cristianismo, el Niño en la cuna ha conmovido a todos y, hasta en nuestro siglo de secularización y desmitificación, Navidad conserva todavía su encanto. Del misterio de la Encarnación se puede olvidar todo, excepto el ingenuo recuerdo del pequeño Jesús entre el buey y el asno. Poco importa que esta historia sea verdadera; habría que inventarla.

Sin embargo, esta atmósfera -tan salpicada de maravillas- oculta, más que descubre, la fe en la encarnación, y esta fe en «Dios hecho hombre» repele a los más instruidos. Ya Marción descarta los relatos de la infancia para negar la realidad desconcertante, más aún, escandalosa, de la carne de Cristo. Más tarde, algunos apócrifos privan al Niño Jesús de su infancia presentándole como un bebé que realiza milagros o que enseña ya como un maestro. Incluso una determinada escuela teológica insistía tan ingenuamente en la visión beatífica de que ya gozaba el Niño, que un autor lo definió como embrión omnisciente. La escuela francesa es la que ha sabido resaltar las «cuatro bajezas» de un niño: pequeñez de cuerpo, indigencia y dependencia de los demás, sumisión e inutilidad.

Resumiendo, la infancia es, según Berulle, «el estado más vil y abyecto de la naturaleza humana después del de la muerte». Berulle subraya tanto la vergonzosa impotencia del niño, la extrema miseria de su infancia, «cuando el Espíritu Santo guarda silencio», «cuando Jesús es oculto y cautivo en nosotros y Adam viviente reina» que nos invita a «alegramos con los ángeles y los santos en la presencia de Dios» cuando, por fin, llegando al uso de razón «Jesús y su espíritu sean liberados».

No es que Berulle se resista a sonreír ante el pesebre, sino que el sentido al que este misterio conduce es austero. Nos enseña el anonadamiento de nosotros mismos, a perder enteramente el uso de la propia inteligencia, a no ser ya propietarios de nosotros mismos. ¿No es el «desear más ser tenido y estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo» [167] lo que resuena como planteamiento de la escuela francesa?

¿Es así como Ignacio nos hace encontrar en la cuna al Niño? No es fácil adivinar la visión de Ignacio sobre la infancia de Jesús. Nada hay explicitado, como en un tratado; todo está sugerido mediante indicios que es necesario descubrir en el plano de las palabras y de las expresiones.

El Niño en la espiritualidad de los Ejercicios Espirituales

(i) Los títulos cristológicos. Partiendo de los títulos cristológicos, es fácil constatar que el título «Cristo nuestro Señor» domina el conjunto de los Ejercicios. De las 68 denominaciones de Cristo en el texto, 49 pertenecen al grupo «Cristo nuestro Señor», «Cristo» y «nuestro Señor». Pasa lo mismo en lo s «misterios de la vida de Cristo nuestro Señor» [261-ss], en los que Ignacio, por razón de las referencias bíblicas, no es tan libre en su selección de títulos de Cristo. De los 57 títulos, 41 pertenecen al grupo de <,Cristo nuestro Señor», «Cristo» y «nuestro Señor».

Nada extraño, por tanto, que en los misterios leamos: «del nacimiento de Cristo nuestro Señor» [264, 265], «la concepción de Cristo nuestro Señor» [262], «cómo Cristo nuestro Señor tornó de Egipto» [270], «vida de Cristo nuestro Señor desde los doce años hasta los treinta» [271], «de la venida de Cristo al templo cuando era de edad de doce años» [272].

Para Ignacio, Cristo es siempre «el Verbo eterno encarnado» [109. 130], «la segunda persona» [102]. Nunca disocia a Jesús de la plenitud de su ser trinitario, que le envía a nuestro mundo para nuestra salvación. Sin duda, el Jesús histórico es el que nos permite llegar a Cristo nuestro Señor; en los gestos y las palabras del Cristo histórico es siempre Cristo en su gloria el que es contemplado. Por eso el uso de la denominación Niño Jesús es restringido. En los misterios es «el Niño puesto en el pesebre» [265], «circuncidaron al Niño Jesús» [266], «tornan el Niño a su Madre» (266], «traen al Niño Jesús al templo» [268], «Herodes quería matar al Niño Jesús, [269], por lo que José «toma al Niño» para salvarle [269], y de nuevo «toma al Niño» para regresar a Israel [270]. En el texto, Ignacio invita a «ver (...) al niño Jesús después de ser nacido» [114] y a contemplar «cómo el niño Jesús era obediente a sus padres en Nazaret» [134]. En todos estos textos, que mencionan explícitamente al Niño Jesús, la presencia de Cristo es enteramente pasiva.

Todo cambia con la estancia del Señor en el templo de Jerusalén. En un primer momento -en el instante de la presentación-, el Niño Jesús es llevado al templo para ser presentado, como recién nacido, al Señor ]268]. En este segundo momento, a la edad de doce años «Cristo nuestro Señor ascendió de Nazaret a Jerusalem» y «Cristo nuestro Señor quedó en Jerusalem» [272]. Por medio de esta denominación cristológica señala Ignacio indirectamente el final de la infancia de Jesús.

Exactamente, como Nuestra Señora domina las escenas de la infancia permaneciendo «María» [262], «la sierva del Señor» [262], «esposa y mujer ya preñada» [264], «su madre» [266], así también el título «Cristo nuestro Señor» domina los relatos de la infancia, aun cuando se le designa «un hijo» [262], «el fruto de tu vientre» [263] «su Hijo primogénito» [264], «el Salvador del mundo» [265], «el niño» [265], «Niño Jesús» [266], «aquel carpintero» [271]. Así pues, «Jesús Niño» no representa para Ignacio un estado aislado.

Ignacio no está enfeudado en una u otra perspectiva evangélica, sino en la totalidad de la Majestad de quien es el Señor, Rey eterno [91]. La denominación y la realidad del Niño Jesús se refieren sólo a un aspecto particular de quien siempre es el Señor crucificado y resucitado.

(ii) La selección de los misterios. ¿Podemos aprender algo de la selección, que Ignacio hace, de once misterios de la infancia, ocho del evangelio de Lucas, tres del de Mateo? Por tratarse de misterios de la vida de Cristo [261], Ignacio elimina lo que se refiere, en primer lugar, a «la concepción de Sant Joan Baptista» [262]. Aun lo que es propio de la vida de Nuestra Señora, como el diálogo de María con Gabriel, o las predicciones de Simeón respecto de María, no figura en las propuestas del autor de los Ejercicios. No son señaladas ni las gestiones de los Magos en Jerusalén para encontrar la cuna, ni las deliberaciones de los pastores entre sí. Se deja de lado la turbación espiritual de José y lo que Nuestra Señora guarda en su corazón, para concentrar toda la atención en el Señor eternal «que por mí se hace hombre para que más le ame y le siga» [104].

Cristo nuestro Señor y las contemplaciones de la infancia

En la organización del material evangélico propuesto para la contemplación, Ignacio considera los misterios de la vida del Señor como un movimiento. El primer preámbulo de la contemplación del Reino invita a fijar los ojos en un Señor que predica recorriendo «sinagogas, villas y castillos» [91]. En el interior de este movimiento llega el llamamiento a «venir conmigo» [95] o «a seguir en alguna manera a Cristo» [275]. Este movimiento de Cristo intenta contrarrestar el movimiento de una humanidad en camino hacia una muerte inevitable: «ir al infierno» [108], «descienden al infierno» [106]. Ambos movimientos convergen en la Tercera Semana, en los misterios alineados con un «desde este Misterio (...) hasta tal otro misterio», como un único camino en el que los hombres «envían» [294] y «tornan a enviar» [295] a Cristo, cuya «ánima beata (finalmente) descendió al infierno» [219].

Es importante observar aquí que, al seleccionar sus misterios en los evangelios de la infancia, Ignacio llama explícitamente la atención sobre este movimiento, que asume al Niño Jesús ya antes del«Cristo nuestro Señor, de edad de doce años, ascendió de Nazaret a Jerusalem» [272]. Por eso «el camino de Nazaret a Jerusalem» [112] debe ser explorado imaginativamente con todo detalle. Precisamente el misterio del nacimiento tendrá lugar «en camino» [264]. Los ángeles «llegan» [264], los pastores vienen y se vuelven [265]. Lo mismo ocurre con los reyes magos [267]. «Traen al Niño Jesús al templo» y lo encuentran Simeón «veniendo al templo» y Ana «veniendo después» [268]. La huida a Egipto se presenta como un ir y volver fatídico [269. 270]. Finalmente, el mismo Cristo se pone en camino para ir al templo, para revelar a sus desconcertados padres que todo este movimiento se inscribe «en las cosas que son de mi Padre» [272].

Todo este movimiento encuentra su razón de ser y su dinamismo en una misión del Padre [102] y Cristo, enviado, «envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina...» [145] a «tantas personas, apóstoles, discípulos, etc.» [145]. Al incluir los misterios de la infancia en este movimiento del enviado del Padre, Ignacio querría subrayar que, antes de toda posibilidad de acción, el Niño está ya «en puro servicio de su Padre eternal» [135], enteramente entregado al cumplimiento de da santísima encarnación» [108]. Nada extraño, por tanto, que Ignacio intervenga de forma personal al proponer los misterios de la anunciación y del nacimiento para su contemplación.

En efecto, a pesar de las traducciones corrientes de los Ejercicios, que gustan de acomodarse a las traducciones habituales del Evangelio, el autor de los Ejercicios no escribe que el ángel Gabriel «anunció» la concepción de Cristo nuestro Señor [262]. Ignacio hubiera podido utilizar el término «anunciar» como lo hace en [301]: «anunciar a los discípulos la resurrección del Señor». Para la anunciación prefiere el verbo significar, como lo hará en [271]: «como muestra significar Sant Marco». Así pues, el ángel san Gabriel informa a Nuestra Señora de la decisión eterna de la Santa Trinidad: «que la segunda persona se haga hombre» [102].

Como confirmación de esta decisión, el ángel informa a Nuestra Señora -de nuevo el verbo «significan»- de «la concepción de Sant Joan Baptista» [262]. Nuestra Señora no tiene opción; la decisión está tomada. Una decisión que la incluye a ella, a quien toca «no ser sorda a su llamamiento, mas presta y diligente a cumplir su santísima voluntad» [91].

Con sólo comparar este detalle con el modo de tratar la anunciación otras escuelas de espiritualidad, se puede medir esta mística de puro servicio con vistas a la misión que comporta la palabra del ángel. La historia de la espiritualidad no carece de formas de tratar este acontecimiento, que insistirán principalmente en el diálogo entre el ángel y Nuestra Señora, o en una opción real deliberada de Nuestra Señora, de la que dependerán la vida y la muerte de la humanidad. De todas formas, se trata más bien de matices que de diferencias sustanciales entre las diversas espiritualidades.

Ignacio interviene directamente en el texto del Evangelio para acentuar el hecho de que el nacimiento del Niño Jesús se realiza bajo el signo de una obediencia. Escribe: «ascendió Joseph de Galilea a Bethlem para conocer subyección a César, con María su esposa y mujer ya preñada» [264]. Esta referencia de la obediencia al César podría estar inspirada en la reflexión de Ludolfo el Cartujano:

La bienaventurada Virgen María, aunque ya había concebido al Rey del cielo y de la tierra, quiso, como su esposo José, obedecer el decreto imperial.

De todas formas, esta circunstancia poco gloriosa del nacimiento del «rey eterno y señor universal» [97] mueve a Ignacio a cambiar el orden del relato evangélico. El ejército celestial debería cantar el verdadero Gloria en el pasaje que relata el anuncio a los pastores [265], pero el autor de los Ejercicios sitúa la aclamación evangélica inmediatamente después del nacimiento en el pesebre [264]. El conjunto de los misterios de la infancia está atravesado por una especie de alternativa en el reconocimiento del Niño-Dios. Se trata, efectivamente, de la «segunda persona» [102], del Logos, que misteriosamente no habla («in-fans»), si no es por su propio ser.

No faltan pasajes en los que Ignacio refuerza el texto evangélico para poner de relieve esta realidad del Niño Jesús. Despojando la historia de los tres reyes magos [267] de toda la búsqueda en la ciudad santa, para centrarla en la adoración (cuatro veces mencionada en los dos primeros puntos), Ignacio da nuevamente a entender que su interés está en la práctica de la cristología más que en la contemplación de una teología cristológica. Pequeños detalles, como añadir «del mundo», al «Salvador» en el anuncio a los pastores [265] o el «sentir» de Juan ante la epifanía del «fruto» del seno de Nuestra Señora [263], confirman este interés ignaciano por conocer íntegramente a Cristo nuestro Señor», «que por mí se ha hecho hombre» [104].

Porque el otro aspecto de la alternativa es no sólo una humanidad, sino una humanidad «en suma pobreza» [116]. En este aspecto insiste Ignacio en la contemplación de la circuncisión [266], que muestra ya los rasgos de una pasividad con la cual el Niño Jesús debe someterse al rito en manos anónimas: en el nombre, que se le impone, está señalada ya su misión de salvar al mundo, y en la circuncisión esta solidaridad con el mundo exige ya su sangre inmaculada. Nuestra Señora, «la cual tenía compasión de la sangre que de su Hijo salía» [266], es testigo.

Ignacio se complace así en mostrar, desde el nacimiento, la condición crucificada de Cristo nuestro Señor. El tema del camino y del movimiento no se ha olvidado. Al contrario, el nacimiento significa el comienzo de un camino de cruz: «el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza y, a cabo de tantos trabajos de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz» [116]. Las dos contemplaciones dedicadas a «la huida como en destierro a Egipto» [132] y al precario regreso [269. 270] muestran cómo Ignacio despoja los relatos evangélicos de su amplitud profética -en este caso, de las citas de los profetas-, para conservar únicamente el puro hecho del plan criminal de Herodes y de su hijo y las consecuencias para el Niño Jesús. Así es como el conjunto de los misterios de la infancia se convierte en la ilustración propiamente tal del llamamiento del Rey eternal: «quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» [95].

Conclusión

Ahora es más claro en qué consiste lo específico del interés de Ignacio por los misterios de la infancia. Por de pronto, no se trata tanto de una devoción al Niño Jesús cuanto a Cristo nuestro Señor, que se manifiesta ya para siempre en los misterios de la infancia. Las bellas expresiones berullianas, como «una incapacidad capaz de la divinidad» o «una indigencia llena de vida sublime» no son las que caracterizan la adoración ignaciana al Niño-Dios. Este Jesús, «Señor nuestro, así nuevamente encarnado» [109], es la epifanía del Enviado del Padre, porque procede eternamente del Padre, y es al mismo tiempo enviado como hombre cerca de y en medio de los hombres.

Ignacio cree profundamente que la cruz es el lugar en el que, por decirlo as¡, convergen la eterna salida desde el seno del Padre y la misión encarnada de solidaridad con una humanidad en desgracia. Los misterios de la pasión y resurrección cantan la gloria de la cruz, los misterios de la vida pública la anuncian: pero los misterios de la infancia, en la visión ignaciana, revelan que el misterio de la salvación por la cruz constituye la esencia del ser de Cristo. En este Niño, que ni puede actuar ni hablar, y que -impotente- parece ser juguete de césares y herodes, muchas otras personas -pastores y magos, Isabel y Juan, Simeón y Ana, José y Nuestra Señora- reconocen y adoran al «Verbo eterno encarnado» [109].

Ignacio no se detiene en sus sentimientos ni en lo que pasa en sus corazones. Estas personas parecen estar allí sólo para realizar su papel en la misión de Cristo. No es, pues, casualidad que Ignacio no retenga de lo que dicen sino las palabras que se refieren directamente al Señor. Esta convergencia en el Logos-Niño explica que, en la contemplación del nacimiento, Ignacio pida una reacción al misterio, que va más allá de la simple disponibilidad de ser un servidor o un esclavo. Servir al Señor en su misión quiere decir asumir este servicio en las condiciones de un pequeño sin fuerza ni poder:

Haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno con todo acatamiento y reverencia posible [114].

Volvemos a encontrar los dos rasgos que marcan los misterios de la infancia: los rasgos del Cristo del Reino, majestuoso conquistador, plenamente decidido y responsable en su misión, y los rasgos del Cristo de las dos Banderas, misionero itinerante en la más absoluta pobreza y humildad de medios. Cada uno está invitado a unirse a este poder de Dios que se revela en la debilidad, sirviéndole como «un pobrecito y esclavito indigno» [114].

Es posible que Ignacio insista menos en el dicho de san Bernardo: Magnus Dominus et laudabilis nimis; parvus Dominus et amabilis nimis, precisamente porque el autor de los Ejercicios contempla menos al Niño, su encantadora pequeñez o su total sumisión, que el camino que este Niño Salvador ha comenzado ya a recorrer como parte integrante de su misión.

Ignacio diría, más bien, con la escuela francesa, que no sólo hay que adorar el escándalo de la cruz, sino también el escándalo del pesebre. Precisamente porque se trata ya del ser mismo de Cristo, no es extraño, en absoluto, que todo el acontecimiento evangélico contenga rasgos de esta infancia «insensata», vivida en «pobreza y oprobios» [167] y que el último grito sea el del abandono confiado en las manos del Padre [197].

Siguiéndole de cerca, sirviendo la misión de Cristo a través de su infancia, el llamamiento deberá suscitar en cada uno de nosotros nuestra respuesta personal y concreta que asume el movimiento del Niño-Dios. Sólo conoce a Cristo quien le sigue recorriendo, en su integridad y en la elección de los verdaderos valores, el camino que es el ser humano, creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor [23].

Ésta es la razón por que Ignacio propone los misterios de la infancia, como todos los otros misterios del evangelio: para conducirnos a una elección en la que, con la ilimitada posibilidad de un pequeño, generoso y gratuito, asumimos la limitación necesaria que implica todo servicio concreto y real. Para ser fecundo, ha de pasar por «la pena» de la cruz que marca la infancia del Niño Jesús. La grandeza de la misión asume así el espíritu del Niño Jesús, sin el cual la misión será vana.