LA LITURGIA EUCARÍSTICA:

EXPRESIÓN Y FUENTE DE LA EXPERIENCIA DE IGLESIA

 

Marco Álvarez de Toledo

Misionero del Espíritu Santo

 

 

 http://www.cmfapostolado.org/recursos/areasapostol/laicos/EncFormLaic02/html/EucExpFuentExpIglesia.htm

 

  1. INTRODUCCIÓN:

 

< Este Encuentro se encuadra en el plan provincial de formación para los laicos que compartís el carisma y la misión de Antonio María Claret y que formáis la familia claretiana. Lo cual, a priori, os sitúa y me sitúa en la clave de refundación y fidelidad creativa de la que nos habla el Papa en la exhortación Vita Consecrata.

En efecto, los religiosos, los laicos y todos los que nos tomamos en serio nuestro ser Iglesia estamos viviendo no sólo una época de grandes cambios, sino un cambio de época. El recién estrenado siglo XXI nos lanza por derroteros nuevos y desconocidos, y exige de nosotros ser capaces de caminar a la intemperie, sin las seguridades de antaño, dispuestos a escribir con nuestras vidas y comunidades la historia de la Iglesia del futuro.

Esta es nuestra tarea y nuestro reto. No se trata de partir de cero, ni de borrar de un plumazo nuestro pasado histórico. Pero tampoco podemos contentarnos con ser meros repetidores de lo que otros hicieron y ya sabemos; ni pensar que nuestra principal lucha consiste en mantener nuestras plataformas actuales en parroquias y colegios. Todo esto, hoy, resulta insuficiente. El Espíritu, que todo lo recrea y hace nuevo, nos está empujando por caminos de renovación integral, personal y estructural, comunitaria y congregacional. El Espíritu nos está invitando a actualizar y hacer presente el tesoro de nuestros carismas.

Y en este desafío, vosotros los laicos tenéis mucho que hacer y que decir. Porque los laicos sois el futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro.

 

< Leyendo vuestras "Líneas provinciales para la formación de laicos" y el tríptico de este Encuentro, he sacado algunas impresiones:

 

< Me han pedido que os hable de la Eucaristía. Y quisiera comenzar delimitando el alcance y los contenidos de mi exposición. Para ello, os diré de lo que no voy a hablar: no voy a hablar de las normas litúrgicas, ni de la teología de la transustanciación, ni de la eucaristía en la Biblia o en los documentos del Magisterio.

Voy a hablar de la Eucaristía desde una perspectiva pastoral y eclesial, es decir del significado de la eucaristía en el seguimiento de Jesús y del lugar que ocupa en la vida de la Iglesia. Voy a hablar de qué es importante y qué es secundario en la vivencia de la eucaristía, de nuestros aciertos y deformaciones a la hora de celebrarla, de cómo debemos situarnos ante ella cada uno desde su vocación específica, de los principios que nos permiten ser fieles al mandato de Jesús de "hacer esto en memoria suya" y de la importancia que tiene la eucaristía para los que nos tomamos en serio la vida cristiana en comunidad.

 

  1. LA EUCARISTÍA EN NUESTRO CONTEXTO ACTUAL:

< La importancia del contexto:

Hoy más que nunca, en la Iglesia y fuera de ella, debemos tener cuidado con los discursos abstractos y atemporales. Estamos todos saturados de palabras, y cada vez somos más críticos y reticentes frente a todo aquello que nos suena a frase hecha o teoría vacía. Afirmaciones como "la eucaristía es el centro de la vida cristiana" o "la Eucaristía es la fuente de la comunidad cristiana", sin dejar de ser ciertas, nos dicen poco y nos dejan un tanto indiferentes. Además, ¿son realmente ciertas? ¿en todos los casos? ¿a cualquier precio?... Así, este tipo de frases, más que una premisa y un apriori, tiene que brotar en nosotros como una constatación y una certeza vivida.

Por eso, al hablar hoy de la eucaristía me parece importante empezar no por la teoría, sino por los contextos actuales en los que ésta se vive y celebra. Si la eucaristía es una reunión, ¿quiénes y cómo nos reunimos?. Si es una celebración ¿qué y cómo celebramos? Si es un misterio de fe ¿de qué fe se trata?...

 

< Contexto social:

Vivimos en una sociedad neoliberal en lo político, consumista en lo económico, secularizada en lo cultural y poscristiana en lo religioso. Hace más de 30 años que los pastoralistas vienen diciendo que España es un país de misión en el que si una generación -la nuestra por ejemplo- no fuese capaz de transmitir la fe a la siguiente, el cristianismo desaparecería. Ya no basta, como antaño, con dejarse llevar por la cultura ambiental para ser cristiano. En la actualidad, quien se deje llevar, precisamente por eso, dejará de ser cristiano. Al carecer la fe de los apoyos externos (estructuras de plausibilidad) que tuvo en otros tiempos, será imprescindible interiorizarla.

La Iglesia es cada vez más irrelevante en nuestra sociedad y ser cristiano se está convirtiendo en una manera atípica y contracultural de situarse ante la vida. Paralelamente, subsiste el llamado cristianismo sociológico y convencional que, sin incidencia en la vida, es mero residuo cultural de una sociedad poscristiana y tiende a convertirse cada vez más en un "ateísmo práctico". Son los mal llamados "creyentes no practicantes". Dicen los sociólogos que esta forma de ser cristiano tiene los días contados, eso sí, si en la Iglesia dejamos de seguirle el juego con nuestros "bautizos-para-que-no-se-disguste-la-abuela", nuestras "primeras-y-últimas-comuniones-con-lista-de-regalos" y nuestras "bodas-por-la-Iglesia-con-música-y-flores-que-luce-más".

Como en las guerras, nuestra sociedad se está instalando en un "cristianismo de baja intensidad" que conlleva sus "daños colaterales": el cursillo prematrimonial, la charla antes del bautizo, ¡2 años de preparación para la primera comunión en el cole! Pero es que el niño tiene inglés y judo...

Este catolicismo difuso y esta "fe a la carta" están fuertemente des-institucionalizados, y parecen no necesitar Iglesia ni comunidad de referencia alguna. En 1989, sólo 16 de cada 100 jóvenes consideraban que la Iglesia decía cosas importantes para sus vidas. Este porcentaje descendió 5 años después (1994) hasta quedarse en un insignificante 4%. Pasados otros 5 años, en 1999, ha habido un nuevo retroceso y ya no llegan ni siquiera al 3%. Y lo más sorprendente es que entre los jóvenes que se consideran católicos practicantes, sólo el 10% encuentran en la Iglesia orientaciones válidas para su vida.

Con respecto a la eucaristía, veamos cómo andan las cosas.

Si en 1989, el 21% de los jóvenes españoles decían ir a misa los domingos, en 1999 lo hace sólo el 12%. Esto no debe extrañarnos pues ya hemos visto que en la Iglesia no decimos cosas importantes para la vida de los jóvenes y además porque si en 1989 el 71% de los jóvenes decían creer en Dios, en 1999 sólo lo hace el 56% (de los cuales más de la mitad se definen como "creyentes no prácticantes").

Otro dato: en España un 60% de los adolescentes de 12 años iba a misa en 1988. En el 2002, cuando ya tienen 26 años, sólo sigue yendo a misa el 14%.

Madrid está, junto a Cataluña, a la cola de la práctica religiosa: el 29% de los adultos dice no comulgar con ninguna confesión religiosa. Cada 10 años ha disminuido 10 puntos la proporción de católicos que van a misa de manera regular: 53% en 1981, 43% en 1990 y 35% en el 2000.

Podríamos seguir dando más cifras y porcentajes. También podríamos hablar de la pésima calidad de las homilías de los curas, de la pobreza simbólica de nuestras celebraciones o de la deserción generalizada a la hora de comulgar...

Con lo dicho es suficiente para darnos cuenta de que con respecto al tema de la eucaristía, parece que en la Iglesia tenemos un problema de cobertura, o bien es que la gente y en especial los jóvenes han desconectado el móvil.

Por su parte, muchos en la Iglesia están padeciendo el llamado "síndrome de Telefónica": quieren mantener el monopolio de la cristiandad a toda costa y se quejan de que la gente no frecuente los templos. Y siguen pregonando –como si siguieramos en la España de los 50- que es obligatorio ir a misa los domingos y que es pecado no hacerlo. Parece que no entienden y no aceptan que ya no existe monopolio alguno, que éste hace tiempo se derrumbó y que ahora estamos inmersos en una nueva época dominada por el pluralismo, la indiferencia religiosa, el ocio consumista y el bienestar por encima de todo.

 

< Contexto eclesial:

Nuestro contexto eclesial en España es especialmente complejo y no pretendo analizarlo en su totalidad. Tan sólo daré algunas pinceladas que me parecen importantes.

Por si alguien no se ha enterado todavía, la Iglesia española está en crisis, y por desgracia no tenemos la patente. Ya lo hemos dicho, vivimos tiempos de grandes cambios, de profundas y veloces transformaciones sociales y eso ha generado miedo, inseguridad y desconcierto en muchos de los que formamos la Iglesia.

La constatación más evidente es que no está habiendo capacidad de reacción, ni a nivel personal y comunitario ni a nivel jerárquico e institucional. Ante una situación radicalmente nueva se siguen manteniendo las ofertas pastorales de siempre; unas ofertas que por desgracia siguen demasiado centradas en lo sacramental, convirtiendo a muchas parroquias en verdaderas "estaciones de servicios religiosos", cuando no en "supermercados de sacramentos", con sus rebajas y todo.

Unos hablan de crisis profunda, otros de etapa de transición y otros de proceso de conversión. Sea como sea, lo que nos importa ahora es constatar cómo ante esta compleja realidad que nos está tocando vivir, se están dando diferentes posturas y reacciones, algunas de ellas radicalmente opuestas:

 

 

Dicen los sabios que no se puede entender un texto sin un pre-texto y un con-texto. Esto mismo se puede aplicar a la eucaristía: no podemos hablar de ella sin tener en cuenta la realidad social y eclesial en la que estamos inmersos. Porque ambos contextos van a marcar el talante de nuestras búsquedas e inquietudes, y van a condicionar el alcance de nuestras respuestas. Por nuestra parte, queremos en este Encuentro ponernos del lado de los que saben mirar y dialogar con la realidad, de los que no tienen miedo a dejarse cuestionar y cambiar, de los que están dispuestos a vivir la fidelidad con creatividad y audacia, para desde ahí re-conocer (conocer de manera nueva) la eucaristía como expresión y fuente de la vida de la Iglesia.

 

  1. EXCESOS Y DEFORMACIONES EN TORNO A LA EUCARISTÍA:

     

    Para que la eucaristía sea realmente expresión y fuente de nuestra experiencia de Iglesia, tenemos que ser capaces de superar una larga lista de excesos y deformaciones que cometemos en relación con la eucaristía. Sin este primer paso, que supone una toma de conciencia y un reconocimiento de la responsabilidad que todos tenemos en el asunto, corremos el peligro de creer que aquello que habitualmente vivimos y celebramos es "lo normal y natural". Veamos algunos de estos excesos y deformaciones:

     

    < Consumismo sacramental: echamos mano de los sacramentos para casi todo y muchas de nuestras acciones pastorales giran en torno a los sacramentos, olvidando que la principal tarea de la Iglesia es la evangelización. Hemos descuidado el antes y el después de los sacramentos, es decir la vida que avala la autenticidad de su celebración. La centralidad del seguimiento de Jesús, entendido como una forma de estar en la vida, ha sido desplazada por el cumplimiento de una serie de ritos. Para saber cuántos cristianos hay, hacemos encuestas en las que se responde si voy a misa o no los domingos. Paralelamente, cada vez son más los que llaman a nuestras puertas para solicitar un sacramento sin tener la más mínima referencia de fe en sus vidas y sin tener ningún tipo de vinculación con la vida de la Iglesia. Y claro, una vez "acabada la consumición", abandonan el "local" porque nada ni nadie les ata a él. Y la próxima misa, cuando muera la abuelita, que ya le queda poco.

     

    < Ritualismo ahistórico: Muchas de nuestras celebraciones cristianas, y en especial la eucaristía, se han ido desconectando progresivamente de los anhelos, búsquedas y preocupaciones que acompañan las vidas de los creyentes. El divorcio entre fe y vida, tan común en nuestra sociedad e incluso en nuestras comunidades, hacen que muchas de nuestras celebraciones y ritos empiecen y terminen en sí mismos, quedando totalmente al margen la vida y sus derroteros. Con ello, la historia –la mía, la de mi sociedad y la del mundo- no tiene cabida, no encaja en medio de tantas fórmulas precocinadas; y los ritos con todos sus signos, gestos e invocaciones, se vacían de contenido. Son muchos los que al celebrar su fe se olvidan la vida en casa, y al celebrar la vida se olvidan totalmente de la fe.

     

    < Rigorismo oficial: A pesar de las diferentes reformas litúrgicas que ha habido a raíz del Vaticano II, sigue predominando un apego excesivo a las normas y rúbricas, limitando enormemente las posibilidades que ofrece la riqueza de la liturgia en su conjunto. Parece como si lo importante, lo que da hondura y autenticidad a nuestras celebraciones no es la capacidad de integrar fe y vida, sino el escrupuloso cumplimiento de las normas litúrgicas. Y así, nuestras celebraciones parecen siempre como encorsetadas, repetitivas y monótonas, sin lugar para la creatividad, irremediablemente encasilladas en unas formas de las que les resulta difícil salirse (sin cometer una grave infracción).

     

    < Desfase linguístico: En las fórmulas, en las peticiones, en las homilías... recurrimos a palabras y expresiones que nos suenan raras, bien porque no las usamos nunca, bien porque reflejan una teología trasnochada. Parece como si el lenguaje de la calle, que es el de la vida, haya sido desterrado de nuestras iglesias, como si para dialogar con Dios hiciera falta recurrir a expresiones revestidas de un pietismo sacralizante con olor a incienso. Así, también en el lenguaje se da un divorcio litúrgico entre culto y vida.

     

    < Individualismo pasivo: Con demasiada frecuencia nuestras eucaristías son un asunto entre Dios y yo, un acto de piedad que se desarrolla en el fuero interno de cada persona. Hemos olvidado que la eucaristía es ante todo una reunión, un encuentro de hermanos movidos por una misma fe. La identidad de la comunidad celebrante se ha diluido mucho y está en vías de extinción. El saludo inicial, la reconciliación, el ofertorio, la paz, la comunión... todos estos momentos cargados de sentido comunitario y fraterno se han quedado en nada, o a lo mucho en algo espiritualizado. Por otra parte, son pocos los que celebran la eucaristía, porque la mayoría se contenta con oír pasivamente la misa: llegan, se incan, escuchan, miran, abren la boca, sacan la lengua, comen y a casa.

     

    < Monopolio clerical: A pesar de las reformas realizadas, la eucaristía sigue siendo patrimonio de los curas. Todo gira en torno a ellos y al altar, que es un lugar de acceso restringido: ellos, y sólo ellos, son los que dirigen la ceremonia, hablan, oran, consagran, dan la comunión, bendicen, saludan y despiden. ¡Si al menos todo esto lo hicieran bien! Parece como si la estructura de la eucaristía, central en la vida de toda comunidad cristiana, se hallase organizada de tal manera que refleja la organización clerical de la Iglesia y alimentase unas relaciones en las que los laicos son meros receptores pasivos (y mudos) de unas acciones sagradas cuyo actor principal y único es el sacerdote.

     

    < Efectismo litúrgico: Con el afán de hacer más cercana la eucaristía, muchos caen en la dinámica circense del "más difícil todavía". Y llega el despliegue de signos innovadores, con efectos especiales incluidos, para mantener a la gente entretenida, para llamar la atención, para no caer en la monotonía. Y nos pasamos de largo, adulterando el misterio, rompiendo el sabio ritmo de la liturgia, invadiéndolo todo de signos que en vez de iluminar lo que se celebra lo oscurecen y enturbian. Cuando las cosas están bien preparadas y pensadas, a veces salen bien. Pero ¡cómo abusamos de la improvisación, del "a ver qué se me ocurre esta vez"!

     

  2. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES PARA CELEBRAR "LA CENA DEL SEÑOR":

 

Ante estos excesos, deformaciones y adulteraciones, podríamos concluir que la mayoría de las veces entendemos, vivimos y celebramos deficientemente la eucaristía, y que muchas de nuestras celebraciones se han alejado del mandato de Jesús: "haced lo mismo que yo en memoria mía".

¿De verdad hacemos lo mismo que Jesús? ¿Qué tendremos que hacer para celebrar de veras "la cena del Señor"? ¿Qué le sobra y qué le falta a nuestras celebraciones? ¿Qué principios y criterios deben regir nuestras eucaristías para que Pablo no pueda decirnos como a los cristianos de Corinto: "vuestras reuniones causan más daño que provecho" (1Cor 11,17)?...

Para poder responder a estas preguntas nos parece fundamental el recurso a la Palabra de Dios y a la Historia de la Iglesia, que son puntos de referencia ineludibles. En ellas vamos a encontrar dos principios que nos parecen indispensables para poder celebrar "la Cena del Señor".

 

< Retomar unas sospechas olvidadas (principio de integración fe-vida):

Casi todos los profetas del AT manifiestan serias reservas y sospechas, cuando no abierto rechazo, al culto del pueblo de Israel. Al condenar la infelidad del pueblo, el olvido de la justicia y el derecho, siempre asocian estos temas con el culto. Y es que para los profetas no sólo es incomprensible e inaceptable un culto que se desentienda del amor, la justicia y el derecho, sino que éste es definido como un insulto, una burla y una ofensa al mismo Dios. Así la estrecha relación entre culto y vida es una constante en el pensamiento profético, y siempre el culto es subordinado a la vivencia de la justicia y la rectitud.

 

"Detesto y rehúso vuestras fiestas, no me aplacan vuestras reuniones litúrgicas; por muchos holocaustos y ofrendas que me traigáis, no lo aceptaré, ni miraré vuestras víctimas cebadas. Retirad de mi presencia el barullo de vuestros cantos, no quiero oír el ruido de vuestras cítaras" (Am 5,18-24)

"Estoy harto de holocaustos de carneros... No me traigáis más dones vacíos... ¿Por qué entráis a visitarme?... Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, dice el Señor." (Is 1,11-18)

Otros textos: Miq (6,6-8), Os (2,13-15; 4,11-19; 10,8; 13,2), Mal (3,4-5), Eclo (34,18-22).

 

La postura que Jesús adopta con respecto al culto se sitúa en la misma línea del pensamiento profético, pero radicalizado.

En labios de Jesús, la defensa de los derechos del débil y la vivencia del amor misericordioso se asocia a la crítica severa de la praxis cultual existente en su tiempo. Una praxis que llevaba a una escrupulosa fidelidad en la observancia de la Ley, los ritos y las normas, en contraste con el descuido y hasta el atropello de los derechos de los desamparados, dejando de lado las exigencias del amor. Esto se puede comprobar en la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37), donde sacerdotes y levitas salen mal parados.

Para Jesús, es imposible amar a Dios y rendirle culto si nos desentendemos de nuestros hermanos más necesitados (Mt 23,23-24; 25,31-46) o si hemos roto las relaciones que nos unen a los demás (Mt 5,23-24).

Por otra parte, Jesús adopta una actitud recelosa y crítica ante las tres grandes determinaciones de lo sagrado: el espacio sagrado (el Templo), el tiempo sagrado (el Sábado) y las personas sagradas (los sacerdotes). Son constantes las sospechas que Jesús manifiesta ante una concepción de lo "sagrado" y del "culto" al margen de la vida personal y social. Para Jesús, el culto a Dios y todo aquello que deba ser considerado "sagrado" no está limitado a un lugar, a un tiempo o una persona determinada, sino al conjunto de la vida y a la práctica del amor fiel a Dios y a los hombres. Por eso, y a modo de síntesis, Mateo pone dos veces en boca de Jesús la afirmación anticultual del profeta Oseas: "misericordia quiero, y no sacrificios" (Mt 9,12; 12,7; Os 6,6).

< Asumir un protagonismo perdido (principio de participación comunitaria):

En la Iglesia de los primeros siglos estaba claro que en la comunidad cristiana todos eran iguales en dignidad y que las diferencias existentes se debían a la diversidad de carismas y ministerios (servicios). En esos siglos no existía el binomio clérigos/laicos, sino una comunidad de hermanos reunida en torno a un único Señor, Jesucristo.

A partir del siglo IV, con el Edicto de Milán (313), el cristianismo deja de ser una religión ilícita y perseguida, y se convierte en religión oficial del Imperio. En esta nueva situación de cristiandad se da un proceso de institucionalización, sacralización y segregación del clero que se manifiesta sobre todo en la vivencia de la liturgia, y en concreto de la Eucaristía. Como es lógico, a medida que el clero va monopolizando el poder, el saber y el hacer, los laicos son desposeídos de funciones y tareas que antes le correspondían, pasando así de ser los protagonistas de la vida de la comunidad a quedar relegados a meros "cristianos de segunda clase".

 

El culto y la liturgia en general son los primeros ámbitos en los que los laicos van a ser progresivamente relegados a un segundo plano. En los primeros siglos la liturgia es claramente comunitaria y se mantiene una clara conciencia de que todos los fieles celebran la eucaristía.

Cuando a partir de los s.IV y V la liturgia deja de ser doméstica, fraterna y popular para convertirse en acto público, jerárquico y masivo, se pierde la noción de banquete y se manifiesta exclusivamente la de sacrificio ritual.

La identidad de los clérigos ya no se fundamenta en su referencia a la comunidad, sino en el poder recibido para celebrar la Eucaristía. Si antes el ministerio se entendía para presidir la comunidad, ahora sirve para presidir la Liturgia. El clero, cargado de elementos mistéricos y sacralizantes, empieza a llevar distintivos externos que le diferencia del resto de los cristianos: el traje clerical en el s.V, la tonsura y las vestiduras litúrgicas en el s.VI.

 

Las oraciones públicas, que siempre emplean el plural para expresar que es toda la comunidad la que celebra, se van modificando: ahora es el ministro quien las recita, en voz baja y en primera persona. Los numerosos gestos que expresaban el papel activo de los fieles en las celebraciones (presentación de las ofrendas, procesiones, preces con oraciones intercaladas del pueblo, etc.) se van reduciendo. Como en el AT, el altar cobra cada vez más importancia, tanto en el desarrollo de la liturgia como en la arquitectura. El concilio de Laodicea (365) prohíbe que los laicos accedan a la parte de la Iglesia donde son consagradas las especies eucarísticas. Se extiende la costumbre de poner barandillas para separar el presbiterio del resto de la Iglesia. La distribución de la comunión, que era tarea también de los laicos en los primeros siglos, se empieza a restringir a partir del s.IV y llega a prohibirse en el 687.

En estos siglos también aumentan las limitaciones al bautismo impartido por un laico en favor del monopolio del clero.

 

A medida que se va unificando un texto litúrgico fijo desde el s.IV y se pierde la posibilidad de improvisar, la participación de los laicos tiene cada vez menos cabida en las celebraciones cristianas. De la espontaneidad y flexibilidad en las oraciones litúrgicas se pasa a "leer" la misa: el ministro lee y el pueblo escucha (más bien oye, pues no entiende el latín). Esta imposición de fórmulas fijas -que se universaliza en el s.XI con la reforma gregoriana- reduce la creatividad de las celebraciones y limita la participación de los laicos en la misa. Esta reglamentación hace del clero el protagonista casi exclusivo de la acción litúrgica a costa de la participación activa de la comunidad de fieles.

 

A partir del segundo milenio lo poco que queda del sentido comunitario de la liturgia cristiana se pierde por completo. El ámbito del culto, al ser plenamente absorbido por el clero, se convierte en algo ajeno y distante para el conjunto del pueblo creyente, hasta el punto de dejar de ser una expresión fundamental de su experiencia religiosa.

La reacción a todo este proceso no tarda en llegar: la piedad de la gente sencilla -coloreada por la gran fantasía que domina toda la Edad Media- dirige su atención a nuevas expresiones religiosas como peregrinaciones, veneración de reliquias, devoción a los santos, procesiones, representaciones de la pasión y todo tipo de ritos paralitúrgicos, muchos de ellos llenos de supersticiones, fetichismos y desviaciones.

Así es como la comunidad de los fieles fue perdiendo todo protagonismo y participación en la liturgia eucarística, rompiendo con ello la relación entre eucaristía y comunidad. Ante la "acción sagrada", los laicos no pueden más que arrodillarse y contemplar pasivamente tan gran misterio protagonizado por los "especialistas del altar".

 

< Conclusión:

Tras este breve recorrido bíblico e histórico, podemos llegar a algunas conclusiones:

 

  1. LA EUCARISTÍA: EXPRESIÓN Y FUENTE DE LA COMUNIDAD CRISTIANA:

 

Los cristianos del siglo XXI tenemos el gran reto de mantenernos fieles en el seguimiento de Jesús en una sociedad secularizada que es cada vez más indiferente -cuando no contraria- al Evangelio. Dicen los especialistas que avanzamos hacia una Iglesia de minorías en la que la fe sociológica tenderá a diluirse y sólo perdurará una fe asumida, personalizada y vivida en profundidad. Por eso el cristianismo del futuro será necesariamente un cristianismo comunitario, lleno de espíritu fraterno. De hecho ya estamos pasando de una Iglesia de masas a una Iglesia de pequeñas comunidades.

Se acercan tiempos (ya estamos en ellos) de sequía eclesial y espiritual. Y en tiempos de sequía es fundamental tener bien localizadas las fuentes y los manantiales en los que mana el agua sin la cual no se puede vivir.

Afirmar que la Eucaristía es fuente de la comunidad cristiana no puede quedarse en una frase bonita, menos en tiempos de sequía como los que vivimos. Tenemos que pasar de la afirmación a la vida, de las palabras a los hechos, conscientes de que son necesarios una serie de "requisitos" para que "nuestra fuente" no se quede en un mero planteamiento teórico o en un ideal bienintencionado.

 

Por eso, y a modo de conclusión, quisiera enumerar una serie de actitudes imprescindibles para que en nuestras comunidades y en la Iglesia la Eucaristía sea de verdad una fuente que nos llene de vida, de la vida de Jesús.

Veamos qué siete "verbos" es necesario conjugar para vivir la "Cena del Señor" y cumplir así el mandato de Jesús: "Haced esto en memoria mía".

 

< Tener hambre y sed:

A fuerza de estilizar los símbolos, de respetar los ritos y de cuidar la liturgia, corremos el peligro de olvidar que en el origen de lo que celebramos hubo una cena de despedida, y que a lo que estamos invitados es, no a una representación, ni a una conferencia, sino a una comida fraterna.

Y, para comer y beber, lo primero que uno necesita es tener hambre y sed. Esta realidad, estremecedora en dos tercios de nuestro mundo y que tendría que quitarnos el sueño al tercio restante, tiene mucho que ver con un cierto Aestado de vigilia@ que mantiene despierto el deseo.

Para que la Eucaristía exprese realmente la vida y la fe de la comunidad cristiana, es necesario desear a Jesús, tener hambre y sed de Él.

Al Deseo con mayúscula lo debilitan y lo adormecen los pequeños deseos parásitos que se encarga de inocularnos una sociedad especialista en generarlos. Y así andamos, ingenuos y desprevenidos, dejándonos invadir en zonas de nuestro ser que sólo el Absoluto debería saciar. Esto lo ha expresado muy bien el simbolismo del AT:

 

AOh Dios, tu eres mi Dios, por ti madrugo.

Mi alma tiene sed de ti,

mi carne tiene ansia de ti

como tierra reseca, agostada, sin agua".

(Sal 62, 1-3).

 

AEscucha, pueblo mío, por lo que más quieras,

Israel, a ver si me escuchas:

abre toda tu boca, que yo la llenaré...

Ojalá me escuchara mi pueblo

y caminara Israel por mi camino:

te alimentaría con flor de harina,

te saciaría de miel silvestre@ (Sal 81,9.16).

 

A(Cuánto he deseado cenar con vosotros esta pascua antes de padecer...!@ (Lc 22,14), decía Jesús; pero nosotros andamos desganados o aparentemente satisfechos, y el deseo hondo del Señor y su Reino se nos ha ido borrando del alma.

Sí, es difícil Atener hambre y sed@ en una sociedad del "bienestar" como la nuestra, tan saturada de bienes de consumo.

ASin Eucaristía no podríamos vivir@, dicen que decían los primeros cristianos, ballesteros especialistas en dar en el blanco, convencidos de necesitar un alimento de vida que viniera de fuera de ellos mismos, y revelando una actitud que está en las antípodas de la autosuficiencia y de la dispersión.

Y nosotros )nos atreveríamos a decir con sinceridad que no podríamos vivir sin Eucaristía, o ésta es para nosotros una especie de "plus piadoso", un complemento alimenticio que no nos dejaría hambrientos si prescindiéramos de él ... ?

 

< Participar:

En gramática, los verbos son los que expresan y definen una acción, poniendo en movimiento al sujeto. Es significativo analizar los verbos que la gente utiliza en relación con la Eucaristía: el sacerdote "dice" la misa, los fieles "van" a misa, "asisten" a misa y "oyen" misa. Parece como si la misa fuera un ente con viva propia, que se realiza al margen de uno mismo, a la que uno acude como quien va al cine: ¡a ver qué echan hoy!

¿Pero quién es el sujeto de la Eucaristía? ¿Quién se hace carga de ella y la asume como algo propio?...

Ya hemos visto que frente al monopolio clerical en todas las acciones de la Iglesia (entre ellas la acción litúrgica) debemos devolver a la comunidad el protagonismo perdido, haciendo que los laicos abandonen el estado de minoría de edad al que han sido relegados. Frente al actual dualismo clérigos-laicos, debemos recuperar el binomio comunidad-ministerios.

Nos hemos acostumbrado a una celebración eucarística organizada de tal manera que refleja la organización clerical de la Iglesia y alimenta unas relaciones en las que los laicos son el objeto de los curas. Por eso, frente a los fieles que "asisten" a una misa que el sacerdote "dice" o "celebra", debemos empezar a conjugar el verbo "participar".

En efecto, no hay verdadera celebración de la Eucaristía si no hay verdadera participación en ella por parte de la comunidad. No basta con ir a misa, tenemos que vivirla, sentirla, asumirla, siempre en primera persona. Lo que acontece en la Eucaristía no es cosa del sacerdote, es cosa de toda la Iglesia que se reúne en torno a Jesús para celebrar su vida, muerte y resurrección.

Participar en la Cena del Señor significa tomar parte, tomar partido por ella. Es participar de Jesús y su causa, es hacer de las partes un todo, un único pueblo todo él sacerdotal, una sola comunidad. La participación nos lleva a la comunión, con Jesús y con los hermanos. ¡Qué contrasentido es pretender celebrar la Eucaristía sin participar de la comunión!

Las fórmulas, oraciones y gestos de la liturgia eucarística no pueden ser patrimonio exclusivo de unos pocos; todos participamos en ellas.

Como los apóstoles y las primeras comunidades cristianas, estamos invitados a hacer nuestro el misterio de vida que se hace presencia y salvación en cada Eucaristía. Por eso, del mismo modo que en nuestras ciudades se han ido eliminando las barreras arquitectónicas para los inválidos, también en nuestras Eucaristía debemos eliminar las barreras que nos impiden ejercer nuestro sacerdocio bautismal.

 

< Compartir:

ANo serás amigo de tu amigo hasta que os hayáis comido juntos un celemín de sal@, dice un proverbio árabe. Y eso supone tiempo compartido, conversación prolongada, confidencias entre amigos... En todas las culturas del mundo. compartir la mesa es el gran símbolo de la fraternidad, de la reconciliación y la inclusión.

De hecho, la imagen que elige Jesús para hablarnos del Reino de Dios no es la visión extática de la vida eterna, sino un banquete, una comida festiva, un compartir la mesa con todos, especialmente con los marginados y excluidos.

La primera comunidad recordaba este gesto, profundamente subversivo, precisamente porque incluía a judíos y no judíos, a libres y esclavos, a mujeres y hombres, a pobres y ricos.

Compartir la mesa es crear fraternidad, recordar que ni estamos solos ni podemos prescindir de los que comparten nuestra misma fe. Porque la fe, la auténtica, sólo se puede ver en y desde una comunidad de hermanos (eso significa la palabra griega Ecclesía).

En la eucaristía, al compartir la mesa, se comparten otras muchas cosas: se comparten los afanes de la vida, con sus alegrías y sus tristezas, sus éxitos y sus fracasos; se comparte la palabra, la de Dios y la del hermano (no sólo la del sacerdote) cargadas ambas de mensajes que iluminan nuestro caminar; se comparte el alimento, y no sólo simbólicamente en el ofertorio, sino en el día a día de la vida (¿cómo compartir el pan y el vino si no se comparte el tiempo y el dinero y el trabajo?).

Si no se comparte todo esto, la Eucaristía se convierte en una farsa, en una gran parodia de lo que Jesús hizo y quiso celebrar en la Última Cena. Recordemos la palabras de los profetas ante este tipo de ritos vacíos de vida y de coherencia.

Por eso, para que nuestras Eucaristías sean fuente de la comunidad cristiana, debemos convertirlas en verdaderas escuelas del compartir. Y frente a la tendencia a hacer de la Eucaristía un acto de piedad individual, debemos recuperar su carácter comunitario, festivo y participativo. Quien no está dispuesto a compartir está incapacitado para celebrar una cena en la que el Señor compartió su vida con nosotros y nos dijo "haced esto en memoria mía".

 

 

 

< Recordar:

Muchas cosas pueden distraernos sutilmente de aquello esencial y fundamental que recordamos en la Eucaristía: una vida, una muerte, una entrega, una ofrenda, una presencia...

Porque Apartir el pan@ es mucho más que un gesto ritual: es una forma de comer que expresa una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él hizo: Apartirse la vida@, Avaciarse hasta la muerte@... De esa memoria nace la fe y renace la fraternidad.

Las formas son importantes: ayudan o obstaculizan. Pero nuestra vivencia de la Eucaristía, más allá de toda forma, debe consistir siempre en un Are-cordar@ (traer de nuevo al corazón), un Are-conocer@ (conocer de manera nueva) y un re-crear (crear de manera nueva) la vida, la muerte y la resurrección del Señor. Sin ese recuerdo que se hace presente, vivo y eficaz, la Eucaristía pierde su identidad más profunda. La Eucaristía es memorial (anamnesis), recuerdo y actualización de lo más esencial de nuestra fe, y en ella debe beber y alimentarse nuestra adhesión incondicional a Jesús como el Señor de la Vida.

Quien no valora la Eucaristía es que no siente necesidad de hacer memoria de Jesús. Quien no se acerca a la Eucaristía acaba perdiendo la memoria, y Jesús -antes o después- termina cayendo en el olvido. No olvidemos que recordar es revivir...

Por eso, todos los gestos, signos y palabras de la liturgia eucarística están al servicio de esta memoria. Y si en vez de sugerir y expresar ese recuerdo que se hace celebración lo ocultan o difuminan, deberemos buscar nuevas formas y nuevos lenguajes para devolverle a la Eucaristía su fuerza evocadora del amor de Dios manifestado en Jesús.

 

< Entregar:

Es éste un verbo que resulta extraño a nuestra cultura, en la que se conjugan precisamente los contrarios: acaparar, guardar, consumir, acumular, poseer... Acostumbrados a la lógica del cálculo, de la medida y la cautela, no nos es fácil entrar en la lógica de la Eucaristía, en la que celebramos el máximo derroche, el total despilfarro.

Pero precisamente eso es lo que se nos llama a celebrar y a vivir: AHaced esto en memoria mía@. Jesús no dijo Ameditad@, Aescribid@, Aoid@, Areflexionad@, Aobservad@, sino sencillamente Ahacedlo@. No como una ejecución mimética, sino como algo que nace de dentro, de ese rincón secreto de nuestra verdad última.

Gracias al relato de la Cena, sabemos lo que había en el interior de Jesús ante su muerte. Sin la Eucaristía, sería posible pensar que murió por una especie de Alógica de la necesidad@, porque no podía ser de otro modo. Pero sabemos que no fue así: la noche en que iba a ser entregado, cuando su vida estaba en peligro, pero aún no había sido detenido y todavía estaba abierta la ocasión de escapar de una muerte que le pisaba los talones, Él hizo el gesto de ponerse por entero en el pan que repartió, e hizo pasar la copa con el vino de una vida que iba a derramarse hasta la última gota.

Y aquel gesto y aquellas palabras, nos permiten re-encontrarnos con nuestra vocación y misión más profundas, con la vocación y misión de la Iglesia: el servicio a los demás hasta la entrega de la vida. Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada. Una fe que no se expande, que no contagia; una comunidad que no grita el Evangelio y se desvive por el Reino... son como la sal que no sazona o la lámpara que no alumbra: resultan estériles e inútiles.

La Eucaristía nos mete de lleno en el misterio central de la vida cristiana, que no es otro que el cumplimiento del mandamiento principal que Jesús nos dejó: "amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12).

Así vivida y entendida, la liturgia eucarística no sólo es fuente de la vida de la Iglesia, sino su cúlmen, su expresión máxima y definitiva. La Eucaristía nos transforma en cuerpos entregados y sangre derramada, en comunión de entregas con Jesús. Porque "quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él" (Jn 6,56)

 

< Anticipar:

Si algo fue difícil de encajar para los apóstoles, fue el retraso de la llegada del Señor y del Reino. Por eso, como los primeros cristianos, necesitamos signos, gestos y palabras que evoquen aquello que esperamos y con lo que soñamos. A esa necesidad de Aanticipar@, de pre-gustar lo que es el AGran Sueño de Dios@ y nuestro gran sueño, responde la celebración de la Eucaristía.

En efecto, la Eucaristía nos revela cómo será el futuro: una humanidad reconciliada y fraterna; una mesa para todos en la que nadie pasará más hambre y el alimento llegará para todos; una comunidad reunida en torno al Resucitado y participando de su Vida. Al acercarnos a la Eucaristía desde la experiencia dolorosa de un mundo dividido y roto, de una sociedad alocada y deshumanizada, de una Iglesia controvertida y a menudo decepcionante... nuestra esperanza se rehace al celebrar anticipadamente la realización del sueño de Dios sobre su mundo.

Celebrar la Eucaristía es pues dar un respiro a las durezas y frustraciones del día a día, y volver a la Afuente de toda santidad@ y de toda esperanza que renueva y actualiza aquello que da sentido último a nuestras luchas cotidianas.

Por eso, para aquellos que se han dejado poseer por el hastío, el conformismo, el escepticismo o la desesperanza... para que ellos que han perdido la capacidad de soñar, la Eucaristía ni dice ni anticipa nada.

 

< ATragarse@ a Jesús:

Por más que lo he intentado, no he encontrado otro verbo menos áspero que éste, que al menos tiene la ventaja de ser familiar en nuestro lenguaje: Ano trago a tal persona@, Ano me trago lo que me ha contado@, A(qué mal trago!@.

Nos es fácil sacar la lengua o poner la mano para comulgar y tragarnos el Pan, y luego volver a nuestro sitio con recogimiento y dar gracias lo mejor que podemos. Pero de vez en cuando tendríamos que cambiar la expresión Acomulgar@ por la de Atragarnos a Jesús@, para caer un poco más en la cuenta de lo que significaría Atragarnos@ su mentalidad, sus opciones, sus actitudes, sus palabras, sus preferencias, su estilo de vida... su extraña manera de vivir, de pensar y de actuar.

ATragarnos@ a Jesús es creerle a Él y creer en Él; es querer de veras vivir como Él vivió; es ir poniéndonos de acuerdo con Él. Tragar, asumir, comulgar, creer, acoger... verbos que vienen a expresar lo mismo.

En el día a día nos toca tragarnos tantas cosas, tantas mentiras, tantas incoherencias, tantas mediocridades, con las que no comulgamos... Y sin embargo, con qué facilidad prescindimos de tragarnos a Jesús para comulgar con su vida. Con que facilidad descuidamos ese Atrago eucarístico@ que se supone alimenta nuestra vida y fundamenta nuestros compromisos.

Los discípulos fueron descubriendo que Jesús, en la Cena, celebró lo que había estado viviendo por el amor a Dios y a los hombres: su ser entregado por la vida del mundo: AEl pan que voy a dar es mi carne para que el mundo viva@ (Jn 6,51). Cayeron en la cuenta de que quien no entraba por la dinámica del servicio al hermano Ano tenía parte con El@ (Jn 13,8). Y, al fin, aprendieron que hacer lo mismo que El no consistía en repetir materialmente los gestos de la Cena, sino en asimilar su carne entregada, viviendo entregados a los demás.

AQuien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él@ (Jn 6,56). Así, comul-gar con Jesús es vivir Ael mandamiento principal: que os améis unos a otros como yo os he amado@ (Jn 15,12).

Por eso, no se puede comulgar y quedar ilesos. Porque comulgar -tragarse a Jesús- es identificarse con Él para transformarse en Él. Comulgar es llenarse de Vida para dar la vida, para jugársela por los demás, para construir un mundo más fraterno y humano, para apostarlo todo por el Reino de Dios. Sí... no se puede comulgar y quedar ileso.

(Ojalá llegase un día en que nos llenáramos de Jesús hasta el punto de atragantarnos!