Las ciencias y nuestras imágenes de Dios

Ignacio NÚÑEZ DE CASTRO

 

De los conflictos al diálogo entre Ciencia y Teología

Cuando los dos términos, Ciencia y Teología, los enunciamos unidos mediante una conjunción copulativa, nos vienen enseguida a la memoria, por una parte, las imágenes de los conflictos que han tenido lugar en últimos siglos y, por otra parte, los intentos de diálogo entre la racionalidad científica y la convicción creyente. Conflictos que han tenido diferentes orígenes históricos y esfuerzos por un diálogo fecundo y comprensivo de algunos pensadores que han querido construir una síntesis personal.

Desde la famosa monografía de John Draper Historia de los conflictos entre la Ciencia y Religión (la edición española es de 1885) es imposible profundizar en la relación Ciencia y Religión sin referirse a los desencuentros tan conocidos de Galileo y Darwin en los campos de la Física y de la Biología modernas, así como a las dificultades de otros autores más cercanos a nosotros como puede ser el jesuita Pierre Teilhard de Chardin, un fiel hijo de la Iglesia Católica hasta el final de sus días, pero que no pudo ver publicadas en su vida sus obras de carácter filosófico o teológico, como El Fenómeno humano y El Medio Divino.

Sin embargo, no podemos olvidar que ni los conflictos ni los intentos, a veces no comprendidos de síntesis personal, no pertenecen a la esencia misma del problema, más bien son avatares de la que se conoce como la historia externa de la Ciencia y no de la historia interna de la misma. La historia de las ciencias modernas nos indica más bien el progreso natural de las mismas, a partir del nuevo método experimental, que se desarrolló en el Renacimiento tardío (Francis Bacon, Galileo y Descartes son coetáneos). Es interesante la observación de que los grandes hombres de ciencia, que constituyeron el núcleo de cristalización de la llamada ciencia clásica -los arriba citados, a los que podemos añadir Newton, Pascal, Leibniz y un largo etcétera- fueron hombres religiosos y fervientes practicantes. El mismo Charles Darwin no aceptó nunca para sí el calificativo de ateo, lo rechazó positivamente, para quedarse en la denominación preferida de agnóstico. El ateísmo científico, movimiento relativamente tardío, pertenece a la segunda mitad del siglo XIX. No obstante, debemos aceptar que ha dejado una amplia huella hasta nuestros días en nuestra cultura occidental, donde aún se puede se puede hablar de cierto cientificismo resistente, herencia del siglo XIX.

Antonio Fernández Rañada en su espléndida monografía, Los científicos y Dios, después de un amplio estudio de campo sobre la postura ante la transcendencia de los hombres de ciencia, llega a la siguiente conclusión: los científicos, ante la cuestión de Dios, “toman posturas muy diversas y personales, más positivas en general de las que admiten las opiniones culturales en boga”. Verdaderamente, desde la sociología de la ciencia no es posible argüir que una postura de conflicto o desencuentro sea el fundamento del llamado ateísmo científico. Tampoco se puede argüir que el talante de los científicos sea refractario al hecho religioso, más bien encontramos ante la religión respuestas muy variadas, al igual que en otros sectores de la actividad humana, como pueden ser las artes o la literatura. La última encuesta mayoritaria realizada en Estados Unidos en 1997 da resultados muy parecidos a la que en 1916 realizó J. Leuba: sobre un cuarenta por ciento de los científicos encuestados creen en un Dios que de alguna manera atiende a sus oraciones, es decir, de alguna manera creen en un Dios personal. Ciencia y Religión –o Ciencia y Teología- no tienen necesariamente que entrar en conflicto; es más, para algunos científicos, incluso científicos actuales, la ciencia constituye el camino para encontrar ese rostro de Dios que el ser humano ansía, como dicen los versos de Antonio Machado en su Profesión de fe:

 
Yo he de hacerte mi Dios,
cual tú me hiciste
y para darte el alma que me diste
en mí te he de crear.

Los conocimientos científicos siguen siendo para muchos hombres y mujeres de ciencia semilleros de imágenes evocadoras de la transcendencia en ese trabajo incansable de búsqueda del rostro ansiado de Dios. Como afirma Urs von Balthasar, ciencia y religión, realidades que aparentemente no tendrían por qué encontrarse y así lo han pretendido muchos en un afán de huir de los conflictos, “están enlazadas por un campo intermedio, que visto desde la ciencia se presenta como concepción del mundo y visto desde el cristianismo como religión y en su centro como filosofía, pero que sigue siendo en esas perspectivas un campo unitario”. Ciertamente se han de encontrar en la protología y en la escatología como respuestas a las preguntas radicales de todo ser humano: “¿De dónde vengo?” y “¿A dónde voy?” (Hans Küng, El principio de Todas las cosas. Ciencia y Religión, Trotta, Madrid 2007)

 

Un Pacto de no agresión

Siguiendo el dicho anglosajón: “las buenas cercas hacen buenos vecinos” hemos de confesar que para algunos pensadores, quizá los menos, no es posible hablar de un campo común de encuentro; para ellos no hay posibilidad de un diálogo entre la ciencia y la religión (o la Teología). A lo más que se podría llegar sería a un pacto de no mutua agresión. Esta actitud intenta poner de manifiesto con toda crudeza, que puesto que Ciencia y Teología constituyen dos formas de pensamiento que tienen plena autonomía, y además utilizan métodos diferentes de pensamiento, no pueden llegar a encontrarse y dialogar. El método hipotético-deductivo, propio de las ciencias experimentales, según Karl Popper, es muy diferente del método propio de toda reflexión sobre el fenómeno religioso o sobre la fe en Dios transcendente. El hecho religioso debe estudiarse fundamentalmente con el método fenomenológico, y la Teología, en cuanto reflexión sobre Dios ( fides quaerens intellectum), se ayuda del método transcendental, y en cuanto ciencia histórica utiliza la metodología exegética y hermenéutica propia de las ciencias históricas. Los que soportan el pacto de no-agresión dirán: ”limítense los científicos a dar cuenta de los hechos, limítense los teólogos a dar cuenta del sentido”. Es decir, le correspondería a la Ciencia hablar del “cómo” de los procesos o fenómenos, solamente descriptivamente, y a la Teología buscar las causas últimas, o dicho en otras palabras, buscar el “por qué” y el “para qué”. Esta actitud supone, sin duda, un primer paso, puesto que de alguna manera supera los conflictos que han aparecido en la historia, pero mantenerse en el pacto de no-agresión es, más bien, es una actitud pobre y simple.

 

Esfuerzo de integración y diálogo

Es verdad, como el mismo Concilio Vaticano II reconoce (Gaudium et Spes 36) que la Ciencia es plenamente autónoma y que el conocimiento humano goza de la autonomía de la razón y que, por tanto, la Teología no es ni siquiera criterio negativo para las afirmaciones científicas. Pero supuesta la propia autonomía de cada conocimiento, en el momento presente se impone un esfuerzo de integración y de diálogo serio y fecundo. Juan Pablo II ha enunciado de manera clara, sin dar lugar a ningún tipo de confusión o mal entendido, cuál debe a ser el punto de partida para el diálogo o lo que Ian Barbour ha llamado integración entre ciencia y religión. Son palabras de Juan Pablo II en su Mensaje enviado al P. George Coyne sj, director del Observatorio Vaticano, con motivo de la celebración del tercer centenario de la publicación de los Principia Mathematica de Isaac Newton. Dice el Papa: “la ciencia puede purificar la religión de errores y supersticiones; la religión puede purificar la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos. Cada una conduce a la otra hacia ámbitos más amplios, en los que ambas partes puedan prosperar”. Esta nueva visión romana (así ha sido llamada en un libro escrito por una veintena de científicos, filósofos y teólogos de Estados Unidos que tiene por título: John Paul II on Science and Religión. Reflections on the. new view from Rome, 1991) está muy alejada del pacto de no-agresión para evitar los conflictos. No se trata de no entenderse y permanecer cada parte en soledad de manera autista; se trata de buscar ese campo común, que en definitiva es la realidad que se impone al ser humano, ese mundo fuera de nosotros lleno de interrogantes. Realidad que a la vez que nos demanda una explicación de su cómo, nos interroga a los seres humanos por su sentido, su por qué y su para qué como decíamos anteriormente.

John Polkinghorne, Profesor de física de Cambridge, Presidente del Queen’s College, ordenado sacerdote en la Iglesia de Inglaterra, recientemente ha escrito una monografía titulada: Ciencia y teología (Sal Terrae, Santander 2000). El autor dedica un capítulo a estudiar el área de integración entre ciencia y teología. Quizá el primer punto a destacar son las preguntas ante las cuales la ciencia carece de respuestas y, si quiere ser honesta, ha de permanecer en silencio. Son fundamentalmente las mismas preguntas sobre la protología y la escatología, las cuales, en definitiva, son las últimas preguntas, siempre recurrentes a este ser humano, que parece tener como oficio andar continuamente por el camino de la pregunta. La ciencia y la teología (podríamos decir la religión) son en realidad compañeras en el gran esfuerzo de la humanidad por comprender la realidad; entonces ha de ser posible -concluye Polkinghorne- relacionarse entre sí. La no posibilidad de ese diálogo fecundo sería ciertamente frustrante para la conciencia humana, en la que la pregunta sobre el sentido último de la realidad y la explicación de su ser y de su posible manipulación técnica, no son cuestiones superpuestas, ni excluyentes, ni siquiera adyacentes, sino que nacen de la inteligencia sentiente humana, que desea conocer y sentir conjuntamente el cómo y el sentido de la realidad. Varios son los tipos de interacción entre la ciencia y la religión.

1.- En primer lugar, debe abandonarse todo conflicto propio de otras épocas: ni la moderna epistemología admite seguir manteniendo idolatrías como la del cientificismo, ni falsos absolutos como el llamado ateísmo científico, ni la moderna teología, consciente de su debilidad como ciencia histórica, desea seguir manteniendo posturas que puedan llevar al error o a la superstición. Estamos plenamente convencidos de que todas las visiones totalitarias, ya provengan de los científicos o de los creyentes religiosos, carecen de plausibilidad en el momento presente. La simple independencia, abundando en el pacto de no-agresión, tampoco es solución en la actualidad. Aunque es verdad que ciencia y teología representan ámbitos de investigación completamente separados por su propia metodología, como hemos indicado anteriormente, y que ambas cristalizan en discursos diferentes de tal modo que podemos hablar de diversos “juegos de lenguajes”, también es verdad que la ciencia puede servir a la teología para purificarla de concepciones de la realidad trasnochadas y no isomorfas con el lenguaje actual. Por ejemplo, es pertinente para lo que vamos diciendo el considerar que la doctrina sobre la creación no depende del momento científico; para afirmar que toda la realidad proviene y brota de la mano creadora de Dios, no nos hace falta ninguna teoría física o biológica, pero, qué duda cabe de que los descubrimientos científicos y el conocimiento que hoy día nos transmite la ciencia de la evolución del universo y de los organismos vivos han servido para modificar en profundidad el tono de las reflexiones teológicas. La simple toma de conciencia de que el universo no ha irrumpido en la existencia como un todo ya completo y terminado, y que la naturaleza es esencialmente inacabada, nos han hecho caer en la cuenta de lo que significa la acción de Dios creadora y a la vez sustentadora en el ser de toda realidad.

2.- Más allá del diálogo, que fundamentalmente significa una actitud y un talante, según Ian Barbour (El encuentro entre Ciencia y Religión, Sal Terrae, Santander 2004) debemos perseguir el objetivo más ambicioso de la integración intelectual y de la síntesis personal. La síntesis, como esfuerzo de romper toda esquizofrenia interior en el científico creyente, es laudatoria, siempre que provenga de una postura consciente, no se confundan los planos epistemológicos y no se contaminen los discursos. La contaminación de lenguajes es frecuente y suele ocurrir en los escritos de los que podríamos llamar apologetas de buena voluntad, pero faltos de sentido crítico, preocupados más de un concordismo ingenuo entre la ciencia y la teología, que de una integración auténtica; más de una vez hemos oído que la teoría del big-bang puede identificarse con el acto creador de Dios, con el “hágase la luz” del Génesis (Gn 1,3), o que la llamada muerte térmica del universo puede ser la manifestación del fin escatológico en una especie de apocalipsis material.

3.- Para Polkinghorne debe existir personalmente una consonancia y una asimilación. Cuando haya un campo de solapamiento entre las afirmaciones científicas y las de la teología debe darse una reconciliación de tal manera que las preguntas sobre el cómo, el por qué y el para qué encajen entre sí, sin ninguna tirantez, fluyendo continua y naturalmente, lo que sin duda supone una purificación del discurso teológico y de las manifestaciones religiosas, lejos de todo dogmatismo y, a la vez, exige al discurso científico el abandono de toda afirmación absoluta, para quedarse en esa búsqueda sin término que constituye el ser auténtico del científico.

Siguiendo el consejo de Juan Pablo II podemos profundizar en aquellos puntos en los que la ciencia puede ayudar a purificar la reflexión teológica de error y superstición y que, a mi juicio, serían principalmente:

La búsqueda del rostro de Dios

Una nueva búsqueda del rostro del ser humano

Un nueva imagen del mundo que nos rodea.

 

Igualmente podemos ver cómo la religión (teología) puede ayudar a la ciencia a purificarse de sus puntos de idolatría y falsos absolutos, como pueden ser:

El falso absoluto de cientificismo.

El reduccionismo biologicista en la imagen del ser humano

Desenmascarar el imperativo tecnológico ayudando a la construcción de una Ética de la Tecnociencia.

 

1.- Búsqueda del rostro de Dios

La búsqueda del rostro de Dios es el quehacer religioso más primario, pues supone buscar con toda honestidad, como diría Xavier Zubiri, nuestro principio de religación. La ciencia, esa especulación sistemática sobre la realidad, nos proporciona un conocimiento de la misma que además permite manejarla. En la actualidad nos encontramos inmersos en la que se ha llamado cultura cientifico-técnica, en el tecno-cosmos, el cual se impone por sí mismo, semejantemente al poder respirar y respirar, diría el filósofo Hans Jonas. Si la cultura es ese marco referencial de valores y de símbolos y signos en los que se expresan esos valores, la cual en una época determinada de la historia presta imágenes y palabras a la conciencia colectiva, nuestra cultura científico-técnica nos proveerá de imágenes y palabras para todo discurso, incluso para el discurso religioso, para el discurso sobre el ser humano y para el discurso sobre Dios.

Nuestra condición humana es tal que todas nuestras elaboraciones mentales van acompañadas de imágenes y en el fondo de palabras. El lenguaje es el vehículo del pensamiento, diría acertadamente Wittgestein. Cuando hablamos de la búsqueda del rostro de Dios, nos referimos a los modelos imaginativos que son aceptados o compartidos tanto por quienes afirman a Dios, como por los que no rechazan o lo niegan. Nuestras imágenes las sacamos de la realidad del mundo que nos rodea. Ciertamente podemos afirmar que el rastrear el rostro de Dios en nuestro tecno-cosmos, potente, concluso y consistente en sí mismo, se hace cada vez más difícil a la conciencia humana. “No podemos sentir la presencia de Dios en nuestro mundo secularizado con tanta ingenuidad como lo hicieron épocas anteriores”, afirma K. Rahner, y en otro lugar “hoy tenemos evidencia de que no puede hacerse de Dios imagen alguna tallada en madera mundana”.

El esfuerzo de integración, pues, debe ir acompañado siempre por la conciencia de una continua purificación del error en la concepción de la realidad y de la superstición en el manejo responsable de esa realidad que se le ha entregado al ser humano, que se encuentra arrojado en el mundo, -recordemos las palabras de Juan Pablo II-. Ésta es la gran tarea de la ciencia en el diálogo con la religión, en general, y con la teología, en particular. El libro de la Sabiduría del Primer Testamento nos da una pauta de lo que debe ser esa continua purificación a la hora de intentar un diálogo entre la racionalidad científica y la convicción creyente. Dice la Sabiduría: “de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega por analogía a contemplar a su Autor” (Sb 13, 5). La analogía es como un fino escalpelo mental que servirá para disecar y separar en toda afirmación sobre Dios todo lo que sean añadidos atribuibles a nuestra manera de conocer como seres humanos finitos y nos servirá para construir un discurso libre de errores y de supersticiones, cuando intentemos hablar sobre Dios. La superstición es definida en el Diccionario como “creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”. Le cabe, pues, a la ciencia y, en concreto, a la ciencia actual en sus grandes ramas, la Física y la Biología, ayudar a la teología, como conductores hermenéuticos, a la búsqueda del rostro de Dios y a la comprensión de la acción de Dios en el mundo, de manera que en sus afirmaciones y discursos la teología se vaya purificando de toda contaminación de falsedad e irracionalidad.

Es verdad que en todos los esfuerzos para la búsqueda del rostro de Dios debemos estar precavidos y ser cautos para no encontrarnos con nuestras propias imaginaciones, como nos avisa San Efrén. Todos los esfuerzos que a lo largo de la historia de las religiones ha llevado a cabo la humanidad para encontrar el rostro de Dios, aunque preñado de atisbos positivos, están tocados de la relatividad y apofatismo del “no es así”, que niega cualquier identidad en las afirmaciones, cuando nos referimos a Dios, lo que se ha llamado teología negativa. Pero el ser humano siente la necesidad urgente de recrear continuamente la imagen de Dios, y para ello no tiene otro punto de partida que el mundo en el que vivimos y la interpretación del mismo que con sus diferentes modelos heurísticos nos da la ciencia.

Bajo el paradigma del orden, de un universo concebido como cosmos, se talló una imagen de Dios garante y principio del orden del universo. La imagen de Dios a la que se refieren todos los esfuerzos de las llamadas vías cosmológicas termina siempre en un primer principio, primera causa, primer motor. La imagen de Dios en la que han creído muchos creyentes, así como la que han negado muchos ateos, ha sido fundamentalmente la del Dios cosmológico aristotélico. La ciencia clásica se construyó bajo el paradigma mecanicista. Como afirma atinadamente Ilya Prigogine en La nueva alianza, el reloj barroco, del cual existen magníficos ejemplares en Centroeuropa, se ha convertido en el símbolo de ese universo concebido como un inmenso mecanismo de relojería. En esta concepción cósmica Dios aparece como el Dios relojero, el gran mecánico que ha creado y puesto en marcha este mecanismo, suficiente por sí mismo, una vez iniciado su movimiento. Esta imagen de Dios fundamentó el deísmo en el que no es posible concebir una acción providente de Dios en la historia. Si bien es verdad que la concepción de un universo completamente autónomo, puede ayudar a purificar la imagen del Dios tapagujeros de generaciones anteriores, también es verdad que, a su vez, puede llevarnos a una imagen de un Dios en soledad radical, transcendente de tal manera al mundo, que no se introduce en la vida de los seres humanos; es el Dios frío y lejano de los fisico-teólogos.

Después de la crisis del mecanicismo a finales del siglo XIX y principios del siglo XX las ciencias nos abrieron a una nueva concepción del universo, visión del mundo que condicionó también la imagen de Dios. Del Dios cosmológico aristotélico, del Dios arquitecto del universo, del Dios relojero se ha pasado a una imagen de Dios mente del universo o principio de inteligibilidad. Es frecuente hoy hablar del Dios de los físicos, Dios que se revela en la armonía de lo existente, no de un Dios que se cuide de la suerte de los seres humanos en la historia. Es el Dios de la religión cósmica (Einstein). Religión cósmica en la que hay un doble movimiento: por una parte se da una desmitificación del cosmos por la Ciencia y, por otra parte, hay una mayor conceptualización de la imagen de Dios. El rostro de Dios queda reducido a la mente del universo, “causa final de las entrañas del universo” dirá Paul Davies en su libro La mente de Dios.

La revolución biológica a la que estamos asistiendo, junto con el cambio de paradigma de comprensión de un universo concebido como orden a un universo concebido como caos de donde emergen el orden y la vida, nos aboca a una nueva imagen de Dios concebido como principio de emergencia o libertad absoluta. También aquí la ciencia actual puede ayudarnos a purificar las imágenes de Dios que venimos espontáneamente arrastrando, para enfrentarnos a una imagen de Dios, quizá más cercana al ser humano de nuestro tiempo y por lo tanto más fácil de adorar y de dialogar con Él, es decir, a fundamentar lo que constituye la verdadera actitud religiosa. Esta imagen de Dios como principio de libertad y de emergencia de todo lo nuevo está más cercana a la imagen del “Dios vivo” de la tradición judeo-cristiana (así se llama a Dios más de treinta veces en la Biblia). La emergencia de novedad y la capacidad de reproducir y multiplicar estructuras altamente ordenadas y sumamente complejas son las que han permitido la exuberante manifestación de la vida. Esta concepción de un universo dinámico y evolutivo nos ayudará a tallar una imagen del Dios vivo “en el que vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28) que ha posibilitado el despliegue de la vida. Arthur Peacocke en su libro Teología para una era científica nos afirma: “Llegamos ahora a una etapa crucial de esta empresa, la de preguntarnos hasta qué punto estos conceptos, modelos e imágenes de Dios, que han sido cribados y refinados en la experiencia religiosa, en particular en la experiencia cristiana, y que han sido confirmados por la reflexión filosófica, tienen necesidad de ser modificados y enriquecidos por la impresionante visión del mundo que las ciencias naturales nos ofrecen”. Qué duda cabe de que si somos congruentes con lo que venimos diciendo, la ciencia actual, en sus grandes ramas la física y la biología, nos ofrecen una serie de soportes intelectuales para enriquecer la imagen de Dios, aunque en el diálogo e integración con la ciencia seamos conscientes de que ninguna madera mundana, por muy noble que sea, como es la ciencia, es apta para que en ella sea tallado ese nuevo rostro de Dios. Siempre recaerá sobre el ser humano el mandato bíblico de no construir imágenes definitivas de Dios (Dt 5,8). Pero la visión del mundo que las ciencias nos ofrecen nos ayudará a ir purificando nuestra imagen de Dios y su relación con el mundo, es decir, una nueva concepción de la acción creadora de Dios en un universo dinámico y evolutivo, aunque conscientes de que ninguna imagen o modelo será definitiva; ya Santo Tomás nos avisaba que un error acerca de las criaturas puede conducirnos a una falsa imagen de Dios (“nam error circa creaturas redundat in falsam de Deo sententiam”, Summa contra Gentiles, Liber 2, C 3, nº 6).

 

Conclusión

En esta perspectiva los términos ciencia y religión (teología) pueden enunciarse ya sin ningún temor a los conflictos, que afortunadamente han sido superados, con la perspectiva de estar llamados a integrarse, interactuando inevitablemente. Este interactuar no se logrará si los teólogos formulan sus paradigmas a espaldas de la cultura científico-técnica, y si los científicos prosiguen sus trabajos de espaldas a que puede dar sentido a su quehacer cotidiano, el ser humano y sus necesidades.

Quiero terminar estas líneas sobre la ciencia y nuestras imágenes de la transcendencia con palabras de Juan Pablo II en su referido mensaje al P. Coyne: “En este proceso debemos superar toda tendencia a un reduccionismo unilateral, al miedo y al aislamiento autoimpuesto. Lo críticamente importante es que cada disciplina continúe enriqueciendo, fortaleciendo y desafiando la otra, para que sea más plenamente lo que le toca ser“ (Juan Pablo II).

 

Ignacio Núñez de Castro
Málaga, España