La Palabra de Dios


lunes, 21 de junio de 2010
Marc Ouellet
 



 

Relación general antes de la discusión del cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec (Canadá), relator general del Sínodo de Obispos sobre la Palabra de Dios (Roma, 7 de octubre de 2008).

Sumario

Introducción.- I. Convocatio: Identidad de la Palabra de Dios: A. Dios habla; B. El Verbo de la Alianza Nueva y eterna, Jesucristo; C. La esposa del Verbo Encarnado: 1. La Hija de Sión y la Ecclesia; 2. Tradición, Escritura y Magisterio.- II. Communio: La Palabra de Dios en la vida de la Iglesia.- A. El diálogo de la Iglesia con Dios que habla: 1. La Santa Liturgia: a) Palabra y Eucaristía; b) La homilía; c) El Oficio divino.- 2. Lectio divina.- B. La interpretación eclesial de la Palabra de Dios: 1. Elementos problemáticos; 2. El sentido espiritual de la Escritura.

Introducción

«Al Ángel de la Iglesia de Esmirna escribe: "Esto dice el Primero y el Último, el que estuvo muerto y revivió, ... Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap. 2, 8.10-11). Estamos reunidos en la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos para escuchar lo que el Espíritu dice en nuestros días a las Iglesias sobre «la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia». Nosotros compartimos la idea de los Padres de la Iglesia, expresada por San Césareo de Arlés que dice «la luz del alma y su sustento eterno no son sino la palabra de Dios, sin la cual el alma no puede disfrutar de la vista, ni tampoco de la vida: nuestro cuerpo muere, si le faltan los alimentos; de la misma manera, nuestra alma perece, si no recibe la Palabra de Dios [1].

El objetivo del Sínodo es especialmente pastoral y misionero. Consiste en la escucha conjunta de la Palabra de Dios con el fin de distinguir cómo el Espíritu y la Iglesia aspiran a dar una respuesta al don del Verbo encarnado por el amor de las Sagradas Escrituras y el anuncio del Reino de Dios a la humanidad entera. Hagamos nuestra la oración de San Pablo que introduce nuestros corazones en el misterio de la Revelación:

«Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender bien con todos los santos cuás es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios. A aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén» (Ef 3,14-21).

El Sínodo propondrá las orientaciones pastorales para «reforzar la práctica del reencuentro con la Palabra de Dios como fuente de vida» [2], analizando lo recibido del Concilio Vaticano II sobre la Palabra de Dios en relación a la renovación eclesiológica, al ecumenismo y al diálogo con las naciones y las religiones.

Más allá de las discusiones teóricas, estamos invitados a adoptar la posición del Concilio: «El santo Concilio, escuchando religiosamente la Palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace suya la frase de San Juan, cuando dice: 'Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra, sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo' (1 Jn. 1, 2-3)» (DV 1).

Gracias a la visión trinitaria y cristocéntrica del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha renovado la conciencia de su propio misterio y de su misión. La Constitución dogmática Lumen Gentium y la Constitución pastoral Gaudium et Spes desarrollan una eclesiología de comunión que se apoya en una concepción innovadora de la Revelación. En efecto, la Constitución dogmática Dei Verbum ha supuesto un auténtico cambio en el modo de tratar la Revelación divina. En vez de haber dado mayor importancia, como antes, a la dimensión noética de las verdades del credo, los Padres conciliares subrayaron la dimensión dinámica y dialogal [3] de la Revelación como comunicación personal con Dios. Ellos también han sentado las bases para el reencuentro y un diálogo más vivo entre Dios que llama y su pueblo que responde.

Este cambio fue entendido como un hecho decisivo por los teólogos, los exégetas y los pastores [4]. Mientras tanto, se afirma generalmente que la Constitución Dei Verbum no ha sido plenamente recibida ya que el cambio que ésta inauguró, todavía no ha dado todos los frutos deseados y esperados en la vida y en la misión de la Iglesia.[5]. Teniendo en cuenta los progresos alcanzados, habría que preguntarse por qué el modelo de comunicación personal [6] no ha podido penetrar más en la consciencia de la Iglesia, su oración, y sus prácticas pastorales de la misma manera que en los métodos teológicos y exegéticos. El Sínodo debe proponer soluciones concretas para colmar las lagunas y poner remedio a la ignorancia de las Escrituras que se añade a las dificultades actuales de la evangelización.

En efecto, reconocemos que la vida de fe y el ímpetu misionario de los cristianos se han visto profundamente afectados por diferentes fenómenos socioculturales como son la secularización, el pluralismo religioso, la globalización y la expansión de los medios de comunicación, fenómenos de innumerables consecuencias, como las diferencias cada vez mayores entre ricos y pobres, el aumento de sectas esotéricas, las amenazas a la paz, sin olvidar los ataques actuales contra la vida humana y la familia [7].

A estos fenómenos socioculturales deben añadirse las dificultades internas de la Iglesia concernientes a la transmisión de la fe dentro de la familia, las deficiencias de la formación catequística, las tensiones entre el Magisterio eclesial y la teología universitaria, la crisis interna de la exégesis y su relación con la teología y, de manera más general, «una cierta separación de los estudiosos con respecto a los Pastores y a la gente simple de las comunidades cristianas » (IL 7ª).

El Sínodo debe hacer frente al grande desafío de la transmisión de la fe en la Palabra de Dios en la actualidad. En un mundo pluralista, marcado por el relativismo y el esoterismo [8], la propia noción de Revelación es cuestionable [9] y tiene que ser aclarada.

Convocatio, communio, missio. Alrededor de estas tres palabras claves que traducen la triple dimensión, dinámica, personal y dialogal de la Revelación cristiana, expondremos la organización temática del Instrumentum Laboris. La Palabra de Dios nos convoca y nos acomuna en el designio de Dios por medio de la obediencia de la fe y envía al pueblo elegido hacia las naciones. Esta Palabra de la Alianza culmina en María que acoge en la fe al Verbo encarnado, al Deseo de las naciones. Retomaremos las tres dimensiones de la Palabra de la Alianza, como el Espíritu Santo las ha encarnado en la historia de la salvación, las Santas Escrituras y la Tradición eclesial.

Pedimos al Espíritu Santo que aumente este deseo de redescubrir la Palabra de Dios, siempre actual y jamás superado. Esta Palabra tiene el poder de «hacer renacer al mundo», de rejuvenecer a la Iglesia y de suscitar una renovada esperanza en el camino de la misión. Benedicto XVI nos ha recordado que esta grande esperanza se funda en la certeza de que «Dios es Amor» [10] y que, «en Cristo, Dios se manifestó» [11] por el bien de todos.

I. Convocatio: Identidad de la Palabra de Dios
 

A. Dios habla

«In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum» (Jn.1,1ss). Desde el principio, tenemos que partir del misterio de Dios tal como éste nos ha sido revelado a través de las Sagradas Escrituras. El Dios de la Revelación es un Dios que habla, un Dios que es Él mismo la Palabra y que se da a conocer a la humanidad de muchas maneras (Hch. 1,1). Gracias a la Biblia, la humanidad puede ser interpelada por Dios; el Espíritu le concede escuchar y acoger la Palabra de Dios, volviéndose de esta manera Ecclesia, la comunidad reunida por la Palabra. Esta comunidad de creyentes recibe su identidad y su misión de la Palabra de Dios que la funde, la alimenta y la compromete para el servicio del Reino de Dios [12].

Desde el principio deben aclararse las diferentes significaciones de la Palabra de Dios. El prólogo de Juan ofrece la perspectiva más elevada y completa para ofrecer estas clarificaciones. Con el término Logos, el evangelista designa una realidad trascendente que estaba con Dios y que también es Dios mismo. Este Logos «estaba con Dios y la Palabra era Dios» (... ) (Jn. 1,1) al principio, es decir, antes de todas las cosas, en Dios mismo ( ). El final de este prólogo precisa la divina naturaleza personal del Logos por medio de estas palabras: «A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18).

En las cartas a los Colosenses y a los Efesios, san Pablo expresa de manera relativamente similar el misterio de Cristo, Palabra de Dios: «Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, visibles e invisibles... Todo fue creado por él y para él» (Col 1,15-16). En el diseño de su proyecto de salvación, Dios ha querido «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. En él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza conforme a la decisión de su voluntad, para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo» (Ef 1,10-12).

B. El Verbo de la Alianza Nueva y eterna, Jesucristo

La Palabra de Dios significa antes que nada Dios mismo que habla, que expresa en sí mismo el Verbo divino que pertenece a su misterio íntimo. Esta Palabra divina es el principio generador de todas las cosas, ya que «sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Jn. 1,3). Habla múltiples lenguas, especialmente la de la creación material, la de la vida y el ser humano. «En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). También habla de una manera particular y al mismo tiempo dramática en la historia de los hombres, en especial de la elección de un pueblo, de la ley de Moisés y de los profetas.

Por último, después de haber hablado de muchas maneras (cf. Hch. 1,1), resume y corona todo de una manera única, perfecta y definitiva en Jesucristo. «Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis» (Jn 1,14). El misterio del Verbo divino encarnado ocupa el centro del prólogo y de todo el Nuevo Testamento. «Por tanto, Jesucristo —ver al cual es ver al Padre (cfr. Jn 14,9)— con toda su presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive Dios con nosotros...» (DV 4).

La Palabra de Dios de la que es testimonio la Escritura asume, por tanto, diversas formas y contiene diferentes niveles de significación. Esta Palabra designa a Dios mismo que habla, a su Verbo divino, a su Verbo creador y salvador y, finalmente, a su Verbo encarnado en Jesucristo, al mismo tiempo «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2). Para Lucas, la Palabra de Dios se identifica justo con la enseñanza oral de Jesús (Lc 5, 1-3), guiando el mensaje pascual, el kérygma, que a través de la predicación de los apóstoles «crecía y se multiplicaba» como un organismo viviente (Hch 12,24). Dicha Palabra de Dios, una y múltiple, dinámica y escatológica, personal y filial, habita y vivifica la Iglesia por medio de la fe; ella se entrega en las Sagradas Escrituras como un testigo histórico y literario, como un depósito sagrado destinado a la humanidad entera. De aquí surge esta nueva y decisiva modalidad de la Palabra de Dios, el texto sagrado, la forma escrita que consideró al pueblo de Israel como testigo de la primera Alianza. De aquí también surgen las Escrituras del Nuevo Testamento que la Iglesia ha recibido a su vez del Espíritu Santo y de la tradición apostólica, Escrituras que ella considera fuentes normativas y definitivas para su vida y su misión.

En resumen, la Palabra de Dios escrita o transmitida es una palabra dialogal además de trinitaria. Se le ofrece al hombre a través de Jesucristo para introducirlo en la comunión trinitaria y hacerlo encontrar su identidad plena. Según el prólogo de san Juan, esa Palabra personal de Dios interpela a la humanidad y plantea inmediatamente la cuestión de su acogida: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron», pero «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,12).

Dios habla y, por este hecho, el hombre se configura como un ser interpelado. Esta dimensión antropológica de la Revelación se expresa lacónicamente en la constitución del Dei Verbum 2: «Por medio de Cristo, Verbo encarnado, los hombres tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina». Sobre este tema antropológico, los Padres de la Iglesia han explicado la doctrina Tradicional del Imago Dei. San Irineo de Lyon, por ejemplo, comentando a san Pablo, habla del Hijo y del Espíritu como de las «manos del Padre» que dan forma al hombre a «imagen y semejanza de Dios» [13].

Hay que tener presente esta dimensión antropológica de la Revelación, ya que ésta juega un papel muy importante hoy en día en la hermenéutica de los textos bíblicos. El Concilio Vaticano II ha redefinido la identidad dialogal del hombre a partir de la Palabra de Dios en Cristo. «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación » (GS 22 § 1). De esta manera resulta, bajo la luz cristológica, que al recibir esta vocación sublime por la fe y el amor, el hombre accede a su plena identidad personal dentro de la Iglesia, misterio de comunión, «pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [14].

A nivel pastoral, ¿no habría que comprobar si esta teo-antropología dialogal y filial, fundada en Cristo, ocupa el lugar que merece en la Liturgia, en la catequesis y en la formación teológica? «Porque en los sagrados libros el Padre, recuerda la DV, que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21).

La vocación divina de la humanidad, como hemos visto, se ilumina en el misterio del Verbo encarnado, el nuevo Adán. Dicha vocación le confiere su dinamismo trascendental bajo la forma de un deseo profundo de Dios, inscrito en su mismo ser. El hombre es un ser de deseo que aspira al inf! inito, pero es también un ser de servicio que obedece a la Palabra de Dios: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38). Toda la antropología interviene en este pasaje del deseo por el servicio que hace del hombre un ser eclesial, un anima ecclesiastica.

C. La esposa del Verbo Encarnado

1. La Hija de Sión y la Ecclesia.- «En la comunión de toda la Iglesia, quisiéramos mencionar, en primer lugar, a la bienaventurada María siempre Virgen, Madre de nuestro Dios y Señor, Jesucristo» (Canon romano).

Una mujer, María, cumple perfectamente la vocación divina de la humanidad a través de su «sí» a la Palabra de la Alianza y a su misión. Con su maternidad divina y su maternidad espiritual, María se presenta como el modelo y la forma permanente de la Iglesia, como la prime! ra Iglesia. Nos detenemos frente a la figura enlace de María entre la antigua y la nueva Alianza que acompaña el pasaje de la fe de Israel a la fe de la Iglesia. Contemplemos el pasaje de la Anunciación que es el origen y el modelo insuperable de la auto-comunicación de Dios y de la experiencia de fe de la Iglesia. Éste nos servirá como paradigma para comprender la identidad dialogal de la Palabra de Dios en la Iglesia.

Junto a Dios que habla aparece con toda claridad la dimensión trinitaria de la Revelación. El ángel de la Anunciación habla en nombre de Dios Padre que toma la iniciativa de dirigirse a su criatura para manifestarle su vocación y su misión. Se trata de un evento de la gracia cuyo contenido es comunicado a pesar del temor y del asombro de su criatura: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». En el vivaz diálogo que sigue, María pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).

Además de esta dimensión trinitaria del relato del evento, el diálogo de María con el ángel nos instruye al mismo tiempo sobre la reacción vital de quien es interpelada, de su temor, de su perplejidad y de su necesidad de una explicación. Dios respeta la libertad de su criatura, por esto añade el símbolo de la fecundidad de Isabel que le permite a María donar su aprobación de una manera que es, a la vez, sobrenatural y plenamente humana. «He aquí la esclava del Señor; Hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38). Esposa del Dios vivo, María se convierte en madre del Hijo por la gracia del Espíritu.

Desde que María ofrece su aprobación incondicional al anuncio del ángel, la vida trinitaria entra en su alma, su corazón y su seno, inaugurando el misterio de la Iglesia. Pues la Iglesia del Nuevo Testamento comienza a existir allá donde la Palabra encarnada es acogida, querida y ofrecida con toda la disponibilidad al Espíritu Santo. Este camino de comunión hacia la Palabra en el Espíritu empieza con la anunciación del ángel y se extiende a toda la existencia de María. Esta vía incluye todas las etapas del crecimiento y de la misión del Verbo encarnado, en particular, la escena escatológica de la cruz! donde María recibe del mismo Jesús el anuncio de la plenitud de su maternidad espiritual: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). En todas estas etapas, a través de «su sí inicial y permanente» [15], María se une a la vida de Dios porque se ofrece y colabora enteramente en el plan de salvación de la humanidad entera. Ella es la nueva Eva cantada por san Irineo, ya que participa como la esposa del Cordero en la fecundidad universal del Verbo encarnado.

La escena de la Anunciación y la vida de María ilustran y resumen la estructura de la Alianza de la Palabra de Dios y la actitud responsorial de la fe. Éstas hacen resaltar la naturaleza personal y trinitaria de la fe que consiste en un don de la persona hacia Dios que se da a través de su revelación [16]. «Dicha actitud es la actitud de los santos. Ella es como la misma Iglesia que no cesa de convertirse a su Señor como respuesta a la voz que él le dirige» [17]. Por eso el interés por la figura de María como modelo, así como de arquetipo [18] de la fe de la Iglesia, nos parece central para efectuar de manera concreta un cambio de paradigma en relación con la Palabra de Dios. Este cambio de paradigma no obedece a un modo de pensar actual, sino al redescubrimiento del lugar original de la Palabra, el diálogo vital de Dios —Uno y Trino— con la Iglesia su Esposa, que se lleva a cabo en la celebración de la Liturgia. «Efectivamente, para la realización de esta grande obra a través de la cual Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo se asocia siempre a la Iglesia, su Esposa bien amada, que lo invoca como su Señor y que pasa por medio de él para ofrecerle su culto al Padre eterno» [19].

2. Tradición, Escritura y Magisterio.- Hablar de la Liturgia como diálogo vital de la Iglesia con Dios, es hablar de la tradición en su acepción primera, es decir, de la transmisión viva del misterio de la nueva Alianza. La Tradición se configura a través de la predicación apostólica, ella precede a las Escrituras, las elabora y las acompaña siempre. La Palabra de Dios predicada genera la fe que se expresa a su más alto nivel por medio del bautismo y de la Eucaristía. En efecto, es allí donde Dios en Cristo ofrece su vida a los hombres «para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). Es allí también donde la Iglesia, en nombre de toda la humanidad responde al Dios de la Alianza ofreciéndose a sí misma junto a Cristo para su gloria y para la salvación del mundo.

En la Tradición! viva de la Iglesia, la Palabra de Dios ocupa el primer lugar: es el Cristo viviente. La Palabra escrita es testimonio de ello. La Escritura, en efecto, es una prueba histórica y una referencia canónica indispensable para la oración, la vida y la doctrina de la Iglesia. No obstante, la Escritura no es toda la Palabra, no se identifica totalmente con ella, debido a la importancia de la distinción entre la Palabra y el Libro, así como entre la letra y el Espíritu. San Pablo afirma con énfasis que nosotros somos los ministros «de un nuevo Pacto, no de la letra, sino del Espíritu. Porque la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). Es evidente que la letra de la Escritura juega un papel primordial y normativo dentro de la Iglesia, no obstante, «el cristianismo no es propiamente una ‹religión del libro›: es la religión de la Palabra pero no única ni principalmente de la Palabra en su forma escrita. Es la religión del Verbo y no 'no de un verbo escrito y mudo, sino más bien de un Verbo encarnado y viviente'» [20]. En cualquier caso, esta religión de la Palabra no puede separarse del Verbo escrito, manteniendo con él una relación compleja pero esencial.

La unidad de la Tradición viva y de las Sagradas Escrituras se basa en la asistencia del Santo Espíritu a los que ejercen el ministerio pastoral. «Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, en cuanto que, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios que se ha de creer» (DV 10).

La asistencia que el Santo Espíritu ofrece al Magisterio (cf. 2 Tim 1,14) completa la acción que éste ejerce en la creación y en la historia de la salvación. En efecto, el Espíritu Santo actúa en la historia, suscitando «acciones» y «palabras» que han interpretado los eventos y que han sido entregados por escritos a través de los Libros sagrados (DV I, 2). La exégesis histórico-crítica nos ha vuelto más conscientes de las complejas mediaciones humanas que intervinieron en la elaboración de los textos sagrados, sin embargo sigue siendo el Espíritu Santo el que guía toda la historia de la salvación, él ha inspirado su interpretación verbal y escrita y él ha trazado su culminación en Cristo y en la Iglesia. San Pablo describe poéticamente «la Palabra de Dios» como «la espada del Espíritu» (Ef 6,17). Insiste en enfatizar el papel del Espíritu en el designio de Dios, en particular, en la síntesis magistral de la Epístola a los Efesios (cf. 1,13; 2,22; 3,5). En cualquier caso, observamos que la acción del Espíritu Santo no se opone ni a la dimensión dialogal, ni a la dimensión doctrinal, como el Magisterio de la Iglesia se esfuerza por recordarnos, si bien en la DV se subraya la dimensión personal-dialogal, a partir de la auto-comunicación de Dios en Cristo.

«Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin los otros, y que juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (DV 10). A pesar de este equilibrio delicado que posee muchas implicaciones ecuménicas, las tensiones persisten y hay que insistir en la reflexión sobre estos asuntos fundamentales que determinan el modo de leer las Escrituras, de interpretarlas y de hacer un uso fructuoso para la vida y la misión de la Iglesia.

Convocatio: Dios invita a sus criaturas a la existencia a través de su Palabra. Invita al hombre al diálogo en su Hijo e invita a la Iglesia a compartir su vida divina en el Espíritu. Hemos deseado concluir esta parte sobre la identidad de la Palabra de Dios con una parte sobre la Iglesia, Esposa del Verbo encarnado. A pesar de la complejidad de las relaciones entre Escritura, Tradición y Magisterio, el Espíritu Santo garantiza sin embargo la unidad del conjunto, sobre todo si se considera la dinámica responsorial e incluso nupcial de la Alianza. Al situar las funciones eclesiásticas de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio dentro de una eclesiología mariana, estamos invitando a cambiar de paradigma, un paradigma en el que el acento pase de la dimensión ética a la dimensión personal de la Revelación. La figura arquetípica de María permite destacar la dimensión dinámica de la Palabra y de la naturaleza personal de la fe como un don de sí misma, invitando también a la Iglesia a permanecer bajo la Palabra y a estar disponible a la acción del Espíritu Santo.

II. Communio: La Palabra de Dios en la vida de la Iglesia

En esta segunda parte trataremos sobre la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, emp! ezando por el diálogo de la Iglesia con Dios en la santa Liturgia que es la cuna de la Palabra, su asiento en la vida (sitz im leben) [21]. A continuación trataremos de la Lectio divina y de la interpretación eclesial de la Santa Escritura, subrayando la búsqueda del sentido espiritual, invitándoles a reanudar la exégesis de los Padres de la Iglesia.

A. El diálogo de la Iglesia con Dios que habla

1. La Santa Liturgia.- La Liturgia es considerada como un ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, un ejercicio en el cual el culto público integral es ejercitado por el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, por la Cabeza y sus miembros (cf. SC 7). Por este motivo la Constitución Sacrosanctum concilium insiste en las diferentes modalidades de la presencia de Dios en la Liturgia. «Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas». El Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» (SC 7).

«Es él quien habla mientras se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura». No se puede insistir demasiado en las implicaciones pastorales de esta solemne afirmación conciliar. Ésta nos recuerda que el protagonista de la santa Liturgia es Cristo mismo que se dirige a su pueblo y se ofrece a su Padre por un sacrificio de amor para la salvación del mundo. Aunque parezca que la Iglesia tiene un papel preponderante en la observancia de los ritos litúrgicos, en realidad cumple una función subordinada al servicio de la Palabra y de Él que es quien habla. El eclesio-centrismo es ajeno a la reforma del Concilio. Cuando la Palabra es proclamada, es Cristo quien habla en nombre de su Padre, y el Espíritu Santo nos hace acoger su Palabra en comunión con su vida. La asamblea litúrgica existe en cuanto se centra en la Palabra y no en sí misma. De otra manera, ésta degenera en un grupo social de cualquier tipo.

Insistiendo de esta forma la Iglesia nos enseña que la Palabra de Dios es, ante todo, Dios que habla. Ya en la Primer Alianza, Dios habla a su pueblo a través de Moisés quien le refiere luego la respuesta del Pueblo a las palabras de Yahvé: «haremos todo lo que el Señor ha dicho» (Ex. 19, 8) [22]. Dios habla no tanto para instruirnos, sino más bien para comunicarse él mismo e «introducirnos en su comunión» (DV 2). El Espíritu Santo realiza esta comunión reuniendo a la comunidad en torno a la Palabra, así como actualizando el misterio pascual de Cristo donde él mismo se entrega en la comunión. De este modo, según las Escrituras, la misión del Verbo encarnado culmina en la comunicación del Espíritu divino [23]. Bajo esta luz trinitaria y pneumatológica aparece más claramente que la santa Liturgia es el diálogo vivo entre Dios que habla y la comunidad que le escucha y le responde mediante las alabanzas, la acción de gracias y el compromiso por la vida y la misión. ¿Cómo se debería cultivar entre los fieles la consciencia de que la Liturgia es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo a la cual la Iglesia se une como una Esposa bien amada? ¿Cuáles consecuencias deberían tener el redescubrimiento de este lugar original de la Palabra sobre la hermenéutica bíblica, sobre la celebración eucarística y, especialmente, sobre el lugar y la función de la Liturgia de la Palabra, incluyendo la homilía?

a) Palabra y Eucaristía.- La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. (DV 21)

Comparando la Liturgia de la Palabra y la Eucaristía de las dos «tablas», la DV quería subrayar precisamente la importancia de la Palabra. Dicha expresión retoma un dato tradicional que se encuentra expresado enfáticamente en Orígenes, por ejemplo, cuando exhorta al respeto de la Palabra y del cuerpo de Cristo: «que, en el caso se tratara de su cuerpo, sea hecho con las suficientes precauciones, ¿por qué, entonces, queréis que la negligencia d! e la Palabra de Dios merezca un menor castigo que el de su cuerpo?» [24].

Si queremos conservar la metáfora de las dos tablas, ¿deberíamos matizar el modo de venerarlas? [25] ¿Del mismo modo deberíamos destacar su unidad ya que sirven al mismo «Pan de vida» (Jn 6,35-58) para los fieles? Que sea bajo forma de la Palabra que hay que creer o de la Carne que hay que comer, la Palabra proclamada y la Palabra pronunciada sobre las hostias participan en un mismo evento sacramental. La Liturgia de la Palabra lleva en sí misma una fuerza espiritual que, sin embargo, se multiplica por su vínculo intrínseco con la actualización del misterio pascual: la Palabra de Dios que se hace Carne sacramental a través del poder del Espíritu. Este misterio sacramental se cumple por medio de las palabras, como lo recuerda el Concilio de Trento [26], y también por medio de la acci&oacute! ;n del Espíritu Santo a través del ministro ordenado y que es explícitamente invocado en la epiclesis.

El Espíritu confiere a la Palabra proclamada en la Liturgia una virtud performativa, es decir, «viva y eficaz» (Hb 4,12). Esto significa que la Palabra litúrgica, así como el Evangelio «no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida» [27]. Dicha virtud performativa de la Palabra litúrgica depende del hecho de que Aquél que habla no quiere, en primer término, instruir por medio de su Palabra, sino comunicarse a sí mismo. Aquél que escucha y responde no adhiere solamente a las verdades abstractas; se compromete personalmente con toda su vida, manifestando así su identidad de miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo es la clave de esta comunicación vital. Es él quien da forma al Cuerpo sacramental y eclesial de Cristo, como ha dado forma en María a su Cuerpo de carne y, según la palabra de Orígenes, el «Cuerpo de la Escritura» [28]. Así, con el Hijo y el Espíritu, «el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos » (DV 21). ¿Cómo se deberían formar discípulos y ministros capaces de valorizar la dimensión trinitaria y responsorial de la Liturgia? Estas dificultades pastorales no comportan sólo una reforma de los estudios, sino también una revalorización de la contemplación de las Escrituras.

b) La homilía.- A pesar de la renovación de que fue objeto la homilía en el Concilio, sentimos aún la insatisfacción de numerosos fieles con respecto al ministerio de la predicación. Esta insatisfacción explica en parte la salida de muchos católicos hacia otros grupos religiosos. Para poner remedio a algunas lagunas de la predicación, sabemos que no es suficiente dar prioridad a la Palabra de Dios, puesto que es necesario que se interprete correctamente en el contexto mistagógico de la Liturgia. No basta recurrir a la exégesis ni utilizar nuevos medios pedagógicos o tecnológicos; ni siquiera sirve que la vida personal del ministro esté en profunda armonía con la Palabra anunciada. Todo esto es muy importante, pero puede seguir siendo extrínseco a la realización del misterio pascual de Cristo. ¿Cómo ayudar a los homilistas a poner la vida y la Palabra al servicio de este acontecimiento escatológico que hace irrupción en el corazón de la asamblea? La homilía debe llegar a la profundidad espiritual, es decir, cristol&oac! ute;gica de la Sagrada Escritura. [29] ¿Cómo evitar la tendencia al moralismo y cultivar la llamada a la fe?

El Instrumentum laboris ha puesto de relieve el pasaje de Lucas 4, 21, que habla de la «primera homilía» de Jesús en la sinagoga de Nazaret: «Comenzó, pues, a decirles: "Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy"». El Evangelio de Lucas introduce esta secuencia de modo solemne, haciendo como un resumen de la predicación y del destino de Jesús. En cierto sentido, la escena en la sinagoga de Nazaret fue un símbolo de su vida. La gente estaba admirada del mensaje de gracia que salía de su boca, pero al final estaba dispuesta a arrojarlo al precipicio. El comienzo de su predicación fue el prólogo al misterio pascual.

«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). Entre! el hoy del Resucitado y el hoy de la asamblea, está la mediación de la Escritura puesta por el Espíritu en los labios del homilista. «Todos estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22). Iluminado por el Espíritu Santo, el texto explicado de manera sencilla y familiar sirve como meditación para el encuentro entre Cristo y la comunidad. Así, el cumplimiento de la Escritura se lleva a cabo en la fe de la comunidad que acoge a Cristo como Palabra de Dios. El hoy que interesa al predicador es el hoy de la fe, la decisión de creer y abandonarse a Cristo y obedecerle incluso en las exigencias morales del Evangelio.

El sacerdote, en su condición de ministro de la Palabra, completa lo que falta a la predicación de Jesús a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Comparte los sufrimientos de la preparación, las dificultades de la comunión, pero, sobre todo, la alegría de ser instrumento del Espíritu Santo al servicio de un acontecimiento más que radical: «la acogida del hombre a la ofrenda de amor de Dios que se le presenta en Cristo». [30]

c) El Oficio divino.- Dios sigue hablando a su pueblo mediante su Hijo, en el Espíritu, «no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino» (SC 83). Cristo Jesús «introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia consigo al canto de este divino himno de alabanza». «Así -escribe san Agustín-, nuestro Señor Jesucristo, único Salvador de su Cuerpo místico, ruega por nosotros, ruega en nosotros, y recibe nuestras oracio! nes. Ruega por nosotros como nuestro sacerdote, ruega en nosotros como nuestro jefe, recibe nuestras oraciones como nuestro Dios. Reconocemos, pues, que nosotros hablamos en él y él habla en nosotros». [31]

El Oficio divino forma parte del ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, a la que la Iglesia está asociada íntimamente como Esposa del Verbo encarnado. La renovación del Oficio divino, realizada por el Concilio, ha producido grandes frutos en la Iglesia gracias al desarrollo de una práctica muy difundida en formas simplificadas que permiten un contacto frecuente y orante con la Palabra de Dios. Esta práctica monástica y conventual, enriquecida con lecturas patrísticas, sigue siendo un elemento constitutivo de la tradición eclesiástica y, por tanto, es una referencia importante para la interpretación de la Escritura en la Iglesia.

Esta práctica eclesial encarna la finalidad espiritual de las Sagradas Escrituras y valoriza la oración insuperable de los salmos. «Ciertamente, toda la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, está inspirada por Dios y es útil para la enseñanza, tal como está escrita; sin embargo, el libro de los Salmos -escribe san Atanasio-, como un paraíso que contiene todos los frutos de los demás libros, propone sus cantos y añade sus propios frutos a los demás en la salmodia». [32] El que canta los salmos está como ante un «espejo», donde puede reencontrar sus propios sentimientos, como Agustín, que confiesa que de tal manera «la verdad se introducía en mi corazón que el fervor transportaba, mis lágrimas fluían y esto me hacía bien». [33]

El Sínodo debería subrayar que en la práctica ferviente del Oficio divino, según la regla propia de cada comunidad, se encuentra un valioso fermento de vida comunitaria y de alegría. [34] Encarna la sequela Christi, la unión de la Esposa con el Esposo en la alabanza de amor y de intercesión para la gloria de Dios y la salvación del mundo.

2. Lectio divina.- La tradición de la Iglesia transmite también la práctica de la lectio divina como una contemplación deleitosa de la Sagrada Escritura, a la manera de María, que meditaba en su corazón todos los misterios de Jesús. «María buscaba el sentido espiritual de las Escrituras y lo encontraba relacionándolo (symballousa) con las palabras, con la vida de Jesús y con los acontecimientos que ella iba descubriendo en la historia personal». En esto, «María se transforma en un símbolo para nosotros, para la fe de las per! sonas simples y la de los doctores de la Iglesia, que buscan, sopesan y definen cómo profesar el Evangelio». [35]

«Quisiera, sobre todo, evocar y recomendar la antigua tradición de la lectio divina», escribe el Papa Benedicto XVI. «La lectura asidua de la sagrada Escritura acompañada por la oración realiza el coloquio íntimo en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla y, orando, se le responde con confiada apertura del corazón (cfr. DV, 25). Estoy convencido de que, si esta práctica se promueve eficazmente, producirá en la Iglesia una nueva primavera espiritual». [36]

Para que las prácticas de la lectio divina se vivan con más provecho, el texto de la DV 23 nos sitúa en la justa perspectiva, evocando a la Iglesia, Esposa del Verbo encarnado, que está animada e instruida por el Espíritu Santo. Esta eclesiología nupcial introduce por sí misma el clima de amor y de reciprocidad que favorece la contemplación de la Escritura. Esta valiosa indicación nos ayuda a tomar conciencia de los presupuestos eclesiológicos, que desempeñan un papel más importante de lo que parece en el diálogo con Dios en el mismo texto sagrado. Puesto que la Iglesia, en sus miembros, se percibe como una esposa amada, objeto de un amor de elección, también será natural dirigirse amorosamente a la Sagrada Escritura como a la fuente que brota sin cesar del amor divino. [37]

«En esta perspectiva han de ser consideradas, rectamente comprendidas y recuperadas la extraordinaria exégesis de los Padres y la gran intuición medieval de los "cuatro sentidos de la Escritura", puesto que no han perdido interés». [38] La práctica de la lectio divina producirá frutos en la medida en que esté sumergida en una atmósfera de confianza con respecto a la Escritura, lo que supone una exégesis del texto «con el mismo Espíritu con que se escribió» (DV 12). En este contexto, no se fomentará nunca demasiado «el estudio de los Santos Padres, así del Oriente como del Occidente, y de la Sagradas Liturgias» (DV 23).

En síntesis, la lectio divina puede dar una gran aportación al diálogo de la Iglesia con Dios, a la formación de los discípulos y las comunidades cristianas y también al acercamiento de las Iglesias y comunidades eclesiales mediante la «lectura espiritual común de la Palabra de Dios». [39]

Es de desear que el Sínodo aliente la búsqueda de estrategias nuevas, sencillas y atractivas, adaptadas al conjunto del pueblo cristiano o a grupos particulares de fieles, para desarrollar el gusto y ! la práctica de una lectura continua, tanto comunitaria como personal, de la Palabra de Dios.

B. La interpretación eclesial de la Palabra de Dios

1. Elementos problemáticos.- La interpretación de las Escrituras en la Iglesia dio lugar, desde los orígenes apostólicos, a conflictos y tensiones recurrentes. A los cismas y separaciones se añadieron otros obstáculos. Paralelamente a estos acontecimientos desdichados, la exégesis y la teología no sólo se separaron la una de la otra, sino también de la interpretación espiritual de la Escritura, que era común en la época patrística. [40] El modelo contemplativo de la teología monástica y patrística cedió su lugar a un modelo especulativo y a menudo polémico, bajo la influencia de errores que había que combatir y de descubrimientos históricos, filosóficos y científicos. Añadamos también el giro antropocéntrico del pensamiento moderno, que separó la metafísica del ser en beneficio de una epistemología inmanentista. Prisionero del recinto encantado del cogito (Ricoeur), el hombre se siente fascinado por sus propias proezas especulativas (Hegel), pero pierde la capacidad de admirarse ante el misterio del ser y de la Revelación. [41]

En este contexto de separación y de conflicto entre la fe y la razón, se asiste al planteamiento de la unidad de la Escritura y a una fragmentación excesiva de las interpretaciones. Desde este momento, la relación interna de la exégesis con la fe ya no es unánime y las tensiones aumentan entre los exégetas, pastores y teólogos. [42] Ciertamente, la exégesis histórico-crítica se completa cada vez más con otros métodos, a! lgunos de los cuales se reconcilian con la tradición y la historia de la exégesis. [43]. Pero, de modo general, después de muchos decenios de concentración en las mediaciones humanas de la Escritura, ¿no habría que reencontrar la profundidad divina del texto inspirado sin perder las valiosas adquisiciones de las nuevas metodologías?

Nunca se insistirá demasiado en este punto, puesto que la crisis de la exégesis y de la hermenéutica teológica afecta profundamente a la vida espiritual del pueblo de Dios y su confianza en las Escrituras. Afecta también a la comunión eclesial, a causa del clima de tensión, con frecuencia malsano, entre la teología universitaria y el Magisterio eclesial. Ante esta delicada situación, y sin entrar en los debates de las escuelas, el Sínodo debe dar una orientación para purificar las relaciones y favorecer la integraci&oa! cute;n de los conocimientos de las ciencias bíblicas y hermenéuticas en la interpretación eclesial de las Sagradas Escrituras.[44]

Los diálogos en este sentido, promovidos por la Congregación para la doctrina de la fe, deberían intensificarse con el fin de analizar en profundizar, de forma interdisciplinar y respetuosa de las competencias, los puntos en litigio y preparar así el juicio de la Iglesia, que debe cumplir «el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios» (DV 12). La Pontificia Comisión Bíblica y la Comisión teológica internacional desempeñan un papel importante y muy apreciado en este sentido. El Sínodo podría reconocer la valiosa contribución de estos organismos e incentivar sesiones conjuntas, [45] para intensificar el diálogo entre pastores, teólogos y exégetas. De igual modo, podría sugerir encuentros regionales del mismo tipo, que ayudarían a cultivar un sano clima de comunión y de servicio a la palabra de Dios. Además, el Sínodo podría proponer que fuera considerado como eje de integración de esta búsqueda de unidad el sentido espiritual de la Escritura. [46]

2. El sentido espiritual de la Escritura.- «El teólogo sagaz reconoce sin más -escribe el padre de Lubac- que la existencia de un doble sentido literal y espiritual es un dato inalienable de la tradición. Esto forma parte del patrimonio cristiano. [El sentido espiritual] es, repitámoslo con los Padres, el Nuevo Testamento mismo, con toda su fecundidad, "revelándosenos como cumplimiento y transfiguración del Antiguo"». [47] Según santo Tomás de Aquino, el sentido espiritual supone el sentido literal y se apoya en él. [48] No obstante, toda interpretación simbólica o espiritual debe conservar una homogeneidad con el sentido literal. Ya que «admitir sentidos heterogéneos equivaldría a cortar el mensaje bíblico de su raíz, que es la palabra de Dios comunicada históricamente, y abrir la puerta a un subjetivismo incontrolable». [49]

Este temor del subjetivismo y la falta de reflexión contemporánea sobre la inspiración de las escrituras explican la lentitud de la exégesis católica contemporánea a la hora de interesarse realmente por el sentido espiritual de la Escritura. [50] Con todo, una evolución significativa se perfila en este sentido: «Por regla general -escribe la PCB-, se puede definir el sentido espiritual, entendido según la fe cristiana, como el sentido expresado por los textos bíblicos cuando se leen bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del mi! sterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él deriva». [51] Esta definición entronca bien con la orientación de la DV 12, que exige interpretar los textos bíblicos con el mismo Espíritu con que fueron escritos.

En efecto, el Espíritu prepara los acontecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento según una progresión que va de la promesa al cumplimiento; por el Espíritu fueron interpretados esos acontecimientos mediante palabras proféticas y nuevas lecturas simbólicas o sapienciales, a fin de guiar al pueblo de Dios, a través de purificaciones y profundizaciones sucesivas, al encuentro con Jesucristo, plenitud de la Revelación de Dios.

Notas