Autor: Guadalupe
Magaña
Fuente: Escuela de la Fe
La ley Moral
La realización del bien moral concreto en cada acto es un camino de acercamiento al Bien Supremo.
El bien y el mal moral
El hombre es libre, pero no es autónomo. En sus
actuaciones, se ve impulsado a preguntarse “¿Qué puedo hacer?”, y sobre todo,
“¿Qué debo hacer?” Existe un orden de valores, de bienes, que él mismo no ha
establecido, ni sociedad humana alguna; un orden de cara al cual su vida se
define radicalmente como buena o mala según su aceptación o rechazo del mismo.
En efecto, aunque el hombre tiene conocimiento de
muchos valores que representan para él un bien, un camino hacia su
realización, sin embargo, sólo tienen valor auténtico si se subordinan a un
bien superior: el bien moral, el único bien que le hace esencialmente bueno al
hombre y que confiere autenticidad a los demás bienes que pueda poseer
(inteligencia, amistades, riquezas, etc.).
En el fondo, el hombre percibe en su conciencia la
orientación de su vida hacia el Bien Supremo, Dios. El ejercicio más profundo
y coherente de su libertad consiste en aproximarse cada vez más a esta meta,
siguiendo con fidelidad el orden establecido por su creador. La realización
del bien moral concreto en cada acto es un camino de acercamiento al Bien
Supremo.
La ley moral:
El hombre vive de cara a la exigencia de hacer el bien
en su vida, de cara, por tanto al imperativo de la ley moral.
En el obrar moral está en juego la realización de los
más altos valores: se trata del hombre mismo en cuanto obligado a llevar a
cumplimiento su vocación específica por medio de la entrega a Dios y a sus
semejantes. En la actividad moral propiamente cristiana, se trata de responder
a la llamada divina a participar en la vida misma de Dios, la vida de gracia.
Es precisamente la ley moral que explicita las exigencias de esta vocación y
orienta el obrar humano hacia su fin último, el Bien Supremo, Dios.
Naturalmente, una ley no entra en vigor si no ha sido
promulgada, como veremos, o por el te stimonio de nuestra conciencia, o por
revelación del contenido de estas leyes.
¿Cuáles son las leyes morales en general?
Podemos establecer una doble división (aunque existe
entre ambos grupos estrecha conexión):
A) Ley de Dios
B) Leyes de los hombres
Por parte de Dios, habremos de considerar
(1) La ley eterna
(2) La ley natural
(3) La ley revelada
Por parte del hombre, nos ocuparemos de las leyes
positivas.
A) Ley de Dios
(1) La ley eterna
Definición que nos da Santo Tomás:
“La ley eterna es el plan de la divina sabiduría en
cuanto señala una dirección a toda acción y movimiento” (I-II,93,1). Desde
toda la eternidad Dios ha determinado libremente el orden que debe regir todas
las realidades creadas. Más explícitamente, la ley eterna, cuya promulgación
comienza en la eternidad y cuyo conocimiento comienza para los hombres en el
tiempo, es l a ordenación de la razón divina, dirigida al bien común del
universo, promulgada por el mismo Dios, a quien compete el cuidado y gobierno
de todo el mundo.
Es una ley i n m u t a b l e porque procede del
entendimiento infalible de Dios y de su voluntad soberana (rechazamos la
arbitrariedad de la Voluntad divina propuesta por Occam). Como domina toda la
realidad creada, es, por eso mismo, el fundamento de todas las demás leyes
tanto físicas como las morales (ley natural, revelada, positiva). Ninguna ley
tiene el vigor sino en cuanto es manifestación de la ley eterna y sólo en ella
encuentra su sanción y su justificación. (La idea de una ética humana autónoma
simplemente no tiene sentido).
(2) La ley natural
Como hemos visto, Dios ordena desde toda la eternidad
lo que conviene a la naturaleza creada. Al crear al hombre, imprimió en su
naturaleza racional esta ordenación. Constituye precisamente esta
participación de la ley eterna por parte del hombre la ley natural. Como sus
preceptos se fundan en la naturaleza misma del ser humano, concierne a todos
los hombres por igual y de ella tienen todos un conocimiento connatural, al
menos en lo que se refiere a sus imperativos más generales.
- Ley natural y Revelación:
Se habla de la ley natural en las Escrituras. El texto
que más suele citarse se afirma aquí que todos los hombres, hebreos y paganos
por igual, han pecado y por eso necesitan de la redención (Rom 3,23). Ni
siquiera a los paganos les ha faltado el conocimiento de las normas morales,
aunque no hayan tenido la revelación divina hecha al pueblo de Israel:
“En verdad, cuando los gentiles, que no tienen ley,
cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí
mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en
su corazón, atestiguándolo su conciencia y los juicios contrapuestos de
condenación o alabanza…” (2,14 ss).
Así , pues, el Apóstol afirma que, mientras los
hebreos tienen su maestro en la ley mosaica; los paganos lo tienen en sí
mismos, en el testimonio, de la realidad creada. Sobre la base de este texto,
la exégesis católica ha considerado siempre que le hombre, sin recurrir a la
Revelación explícita de Dios, puede deducir el mundo creado, y sobre todo de
su propia naturaleza pro medio de la conciencia moral, normas morales justas.
La ley natural que así se establece es una auténtica revelación del plan ley
natural que así se establece es una auténtica revelación del plan querido por
el creador (por incompleta que sea), que acusa o aprueba al hombre según el
carácter de sus acciones. Atañe a todo aquello que dice relación con el orden
natural establecido por Dios, conocido por la razón natural del hombre,
independientemente de toda ley positiva.
¿Cuáles son los preceptos de la ley natural?
En el fondo, todo se reduce al precepto primario que
ningún hombre puede desconoce r si ha llegado al uso de razón: “Haz el bien, y
evita hacer el mal”. Él puede a veces equivocarse sobre lo que ha de
considerarse como bueno o malo, pero no cabe ignorancia respecto al imperativo
mismo. Después, en torno a este precepto universalísimo se estructuran otros,
secundarios, que lo van explicitando. (Los Diez Mandamientos nos dan, de
hecho, una cierta explicitación). Aquí es posible que se dé una ignorancia
parcial. Por ejemplo, todos reconocen la obligatoriedad de: “no matarás”, pero
en la aplicación de esta ley puede haber discrepancias. Algunos dirán que es
justo quitarle la vida al niño no nacido para salvar a la madre; otros dirán
que no lo es. .Cuanto más nos alejemos de los grandes principios, tanto más
posibles se hacen las discrepancias. Las conclusiones remotas, que son fruto
de un razonamiento, son las más difíciles de establecer con absoluta
universalidad (Por ejemplo, ¿qué configuración precisa debe tener el
matrimonio?).
Las propiedades de la ley natural. Son tres:
- universalidad
- inmutabilidad
- indispensabilidad
Universalidad: La ley natural obliga a todos
los hombres sin excepción, aunque sean menores de edad o personas enajenadas.
(En este caso no habrá culpa formal, ciertamente, sino solo una transgresión
material, pero las exigencias de la ley siguen en pie).
Inmutabilidad: La ley no admite cambio por
concepto alguno. No se le puede quitar ningún precepto, ya que tiene como base
la misma naturaleza inmutable del hombre y el orden moral que entraña. Se
puede pensar sin duda en una explicitación más cabal de esta ley por medio de
una serie de deducciones lógicas, lo cual daría la impresión de un aumento de
la ley, pero en realidad no se saca de la ley mas que lo que ya contiene de
antemano implícitamente.
Indispensabilidad: Nadie puede obtener dispensa
alguna de esta ley, por estar fundada en la ley eterna de Dios. Tampoco puede
un hombre eximir a otro de su cumplimiento. Como esta ley está en consonancia
con la naturaleza misma de Dios, podemos decir que Dios mismo no dispensaría
de ella. Por lo tanto, no puede haber aquí “epiqueya” alguna (i.e., una
interpretación benigna de la mente del legislador en los casos no previstos
por la ley). “La ley natural, como dada por el supremo y sapientísimo
legislador, no falla nunca ni deja ningún cabo por atar. Nunca puede ser
nocivo lo que manda, ni bueno lo que prohíbe. De donde la ‘epiqueya’ es en
ella del todo imposible y absurda” (Rollo Marín, op. Cit. I, 109)
Naturaleza humana y ley natural: Hemos visto
que la inmutabilidad de la ley natural se basa en la naturaleza humana, creada
por Dios, y que se considera inmutable. Pero ¿es así?
El problema surge a raíz de los cambios evidentes en
la vida del hombre a través de su historia. No sólo cambian las formas de vida
humana, según parece, sino hasta incluso las normas de vida humana .Por
ejemplo, la acti tud ante la esclavitud, la usura, la libertad religiosa. En
nuestros días ha cambiado la actitud ante ciertos sistemas políticos. La
posición del trabajador no se considera como hace algún tiempo, ni la posición
de la mujer en la familia o en la vida pública. Se valora ahora de manera
distinta el amor en las relaciones conyugales, etc. Ahora bien, ¿qué
profundidad tienen estas mutaciones? ¿Qué es lo que debe considerarse
inmutable en el hombre? ¿Será sólo un pequeño núcleo esencial, mientras todo
lo demás no será más que sobreestructuras, sometidas a cambio? De la respuesta
que se dé a esta pregunta dependerá la extensión reconocida a la ley natural.
Hay que reconocer, en primer lugar, la evolución
innegable que afecta al hombre. A diferencia de los animales, sumergidos en el
campo esteriotipado de los instintos, el hombre se perfecciona y planifica su
propia transformación. Ni su pasado, ni los factores hereditarios, ni su
estructura biológica, sicológica o social son cap aces de impedirle al hombre
transformar su ambiente y a sí mismo. El Concilio Vaticano II juzga este
proceso como absolutamente positivo:
“El género human se halla hoy en un período nuevo
de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que
progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su
inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre
sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y
sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes
convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis
social y cultural, que redunda también en la vida religiosa”. (GS n.4).
Pero, entonces, ¿cuáles son los límites de esta ola de
transformaciones? ¿Qué profundidad alcanzan? El mismo documento conciliar
considera que “bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas
permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, qu ien existe ayer,
hoy y para siempre” (GS n.10). De hecho, si no hubiese una base humana,
simplemente no se podría hablar de historia humana. El factor histórico tiene
sus límites. Un proceso histórico resulta posible sólo cuando permanece un
sujeto idéntico a sí mismo, dotado de un núcleo estable alrededor del cual
gira todo lo demás. Si no fuera así, no habría más que una sucesión de
instantes inconexos, rotos. Con esto no hemos dicho en qué consiste el
elemento permanente, pero sí hemos señalado la necesidad de presuponer en el
hombre de todos los tiempos elementos típicamente humanos que se conservan a
través de todo cambio. Podemos sacar ya una consecuencia: el cambio en sí
nunca podrá constituir para el hombre el criterio o norma para un auténtico
desarrollo histórico. Deberá consistir en el crecimiento de lo valores
esenciales del ser humano.
Después de estas puntualizaciones, nos preguntamos
ahora ¿cómo podemos distinguir en lo concreto entre lo mudable y lo perdura
ble en la naturaleza humana?
Habrá que tomar en cuenta los factores siguientes:
A veces, lo que puede parecer un cambio de norma puede
no ser más que un cambio en el conocimiento de la norma. Es decir, si bien el
hombre es capaz de conocer la ley natural con la razón, no llega a tener de
ella, sin embargo, un conocimiento pleno desde el inicio. Por ejemplo, ha
habido una larga evolución en la configuración de las exigencias de la
dignidad humana. (Esto no significa, desde luego, que la ley natural es sólo
que una época dada reconoce en ella; la norma se deriva de la naturaleza y no
del conocimiento). Es posible, también, que una época tome como norma algo que
está en contraste con la verdad objetiva. Es posible que la ignorancia y el
error (invencibles) afecten a una norma no en toda su extensión, sino
parcialmente. En todos estos casos el conocimiento sucesivo más cabal no
representa una mutación de la norma anterior, sino sólo su corrección o
perfeccionamiento (considere, por ejemplo el caso de la libertad religiosa).
El cambio puede afectar no a la norma, sino sólo a la
aplicación. Las circunstancias a las que se aplicaba una norma de la ley
natural pueden cambiar profundamente, dando así la impresión de que se trata
de una mutación de la ley misma. Por ejemplo, la usura era una injusticia; en
las circunstancias económicas actuales, sin embargo, las tasas de interés
pueden justificarse en muchas instancias como fruto de una inversión
productiva para la economía nacional.
¿La ley natural consta de pocas normas genéricas e
indeterminadas, y, por eso mismo, aplicables a todos los tiempos? O, por el
contrario, ¿consta de normas detalladas perennes?
Los pareceres se dividen sobre este punto:
Sto. Tomás de Aquino, por ejemplo, la reduce a veces a
pocas normas fundamentales; otras veces incluye también algunas de las
consecuencias más inmediatas.
El Magisterio de los Papas no tiende cierta mente a
reducir la ley natural a pocas normas genéricas. Pensemos en lo que dice el
Concilio sobre el aborto, la eutanasia, el suicidio (GS n. 27), sobre la
poligamia, el divorcio (GS n. 47) o sobre el derecho a la propiedad (GS 69 y
71).
(3) La ley revelada:
El hombre destinado, y finalmente elevado, al orden
sobrenatural necesita de la ayuda de Dios para alcanzar este fin. Es decir,
requiere un cuerpo de preceptos que esclarezcan y completen los de la simple
ley natural. De aquí la ley revelada de Dios: “aquella ley que procede de
la libre e inmediata determinación de Dios, comunicada y promulgada al hombre
por la divina revelación en orden al fin sobrenatural” (Rollo Marín, I,
110).
Su necesidad se aprecia por la facilidad con que la
ley natural se oscurece entre los hombres y porque el género humano está
destinado a un fin sobrenatural. Se articula en dos fases:
- La ley antigua y
- La ley nueva promulgada por Cris to y más perfecta
que la primera por su espiritualidad, el culto interno que pide y su mandato
supremo: LA CARIDAD.
Las leyes humanas positivas
Las leyes promulgadas por los hombres, que pueden ser
eclesiásticas o civiles, en cuanto entrañan un aspecto moral, están
íntimamente relacionadas con la ley divina, aunque existe entre ellas una
profunda diferencia.
La ley de Dios se dirige al hombre entero: le llama a
empeñarse con toda la profundidad de su ser. Exige no sólo las buenas acciones
sino también las buenas intenciones. Las autoridades humanas, sin embargo, no
pueden tener exigencias tan absolutas. Además, las leyes humanas se refieren
preponderantemente a la dimensión social del hombre, (la ley civil sobre
todo), mientras la ley divina se dirige también al hombre en su vertiente
estrictamente personal. (La ley eclesiástica ocupa, en realidad, un puesto
intermedio, ya que propone enseñar a los hombres lo que Cristo ha mandado
hacer).
La ley humana debe siempre subordinarse a la de
Dios. Un legislador humano no puede nunca empeñar al hombre más que en el
cuadro fijado por el Creador. Por eso, una “ley” humana contraria a la de Dios
no tiene, en realidad, fuerza de ley. Si un Estado conculca en su legislación
los mandatos de Dios, quizá incluso con sanciones contra los que desobedecen,
la personal individual debe sentirse antes que nada llamada a obedecer a Dios.
(Ejemplo de Tomás Moro: “Soy fiel servidor del rey, pero ante todo soy
cumplido servidor de mi Dios”).
La ley humana está llamada a prestar servicio a la
divina, a colaborar armoniosamente con ella , promoviéndola, y, si es
necesario, confiriéndole una serie de sanciones adecuadas. (Por ejemplo,
en la cuestión del aborto, la Iglesia confirma que es una práctica perversa y
la sanción es la excomunión: (Derecho canónico, c 1398) Algunos estados
también prohíben esta práctica y prevén castigos en su código penal). Además,
una ley huma na precisa la ley moral divina a tenor de las circunstancias
concretas del momento. (Por ejemplo, el reglamento del tráfico precisa la
responsabilidad del individuo en lo que se refiere al respeto a la vida humana
en el sector del transporte. La autoridad eclesiástica establece normas
análogas; por ejemplo, determina como se ha de honrar a Dios en la coyuntura
histórica actual: Misa el sábado en la tarde o el domingo, etc.).
Esto hace ver que la ley humana se ve sometida
necesariamente a unos cambios considerables porque tiene que seguir de cerca
los condicionamientos del momento. Parte del deber del legislador humano es
precisamente la actualización de la ley. Sin embargo, este carácter un tanto
contingente de la ley humana no invalida su necesidad para el hombre. El
egoísmo y la fragilidad humana pronto harían imposible la convivencia social
sin este correctivo imprescindible. Evidentemente, no hay que llegar al
extremo opuesto: un legalismo superfluo y sofocante.
< br />Una palabra acerca del pluralismo que
caracteriza la mayor parte de las sociedades actuales. Cuando un estado
moderno, a pesar de la divergencia de opiniones entre sus ciudadanos, mantiene
su legislación dentro del campo de la ley natural, enfocada hacia el bien
común, no hay problema para el cristiano. Pero muchos Estados han llegado a
promulgar leyes contrarias a los postulados básicos de la ley natural y, por
eso mismo, contrarias al auténtico bien común. Por ejemplo, el Estado no
inculca a veces ciertas normas o no castiga cosas que lo merecerían:
drogadicción, pornografía, etc., etc., permite acciones contrarias a la ley
natural (aborto, divorcio…); impone incluso cosas inmorales (esterilización
obligatoria, ‘liquidación’ de los enfermos terminales, discapacitados, etc.)
Para los cristianos esto puede dar lugar a un caso de conciencia muy grave.
¿Qué hacer?
En primer lugar, hay que reconocer que en un Estado
pluralista, donde existe gran variedad de evaluaciones morales, el Estado se
ve obligado a tomar una actitud tolerante en bien de la paz civil. Podrá
considerarlo necesario, además, como mal menor y para evitar el mal mayor, el
permitir ciertas prácticas malas (ejemplo de “casas públicas”, para controlar
la prostitución). Naturalmente en estos casos habría que ver si realmente se
evita el mal mayor.
En segundo lugar, los cristianos tienen el deber de
adoptar todos los medios legítimos a su alcance para impedir la promulgación o
para conseguir la abrogación de una ley contraria a la ley natural. (Es el
caso típico del aborto o del divorcio, eutanasia…). Si a pesar de todo, la ley
es promulgada, entonces sigue en pie para cada cristiano la obligación de no
conformar su acción con ella. Asimismo, si un Estado adopta una ley inmoral y
la impone, está claro que tal disposición no debe acatarse ni aplicarse. El
cristiano está llamado en este caso a dar testimonio de sus principios por
encima de todo.
Una última considerac ión acerca de la ley humana.
¿Cabe alguna exención de obedecer a ella? Estamos hablando de las leyes
positivas humanas y no de la ley natural, porque esto implicaría que el hombre
pudiera eximirse de realizar su propia naturaleza. Tampoco estamos hablando de
la posibilidad de eximirse de ser cristiano auténtico, lo cual no puede
concebirse.
La imposibilidad física exime de la ley (por ejemplo,
un enfermo de gravedad no tiene que trabajar). La imposibilidad moral (por
ejemplo, cuando la observancia sigue siendo posible, pero pediría un esfuerzo
excesivamente oneroso) puede eximir de la ley humana. El legislador humano no
puede sobrecargar a los súbditos: esto iría en contra del bien común. Sólo en
caso de grave necesidad puede pedir grandes sacrificios (en tiempo de guerra,
por ejemplo).
Otra modalidad de exención de la ley humana es la así
llamada “epiqueya”. Implica un apartarse de la letra de la ley, por motivos
justificados. Aquí se supone que el legislador, de tener conocimiento de la
situación concreta del súbdito, no desearía obligarlo a cumplir la norma con
todo rigor. Un legislador humano no puede tener conocimiento cabal de todas
las posibles circunstancias de un acto. Por lo tanto, ninguna formulación e la
ley positiva puede tener en cuenta la diversidad real de las cosas. La
“epiqueya” es una excepción que tiene que ver, obviamente, con el individuo y
no con la comunidad.
Bibliografía sugerida:
J. M. Aubert: “Ley de Dios, leyes de los hombres”. Ed.
Herder, Barcelona.
Ejercicios:
1. Leer detenidamente: Mt 19, 16-22.
2. Estudiar: CAT IC n. 1749
3. Leer y resumir los números de la Encíclica
Vertiatis Splendor anotados a continuación:
El Acto Moral
Teología y teologismo
n. 71. La relación entre la libertad del hombre y la
ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral,
se manifiesta y realiza en lo s actos humanos. Es precisamente mediante sus
actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a
buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su
adhesión a El, la perfección feliz y plena (Cfr Gaudium et Spes, n.17).
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y
deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos (Cfr. Sto
Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.1 – 3). Estos no producen solo un
cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto
decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los
realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve de
modo sugestivo, san Gregorio Niseno: “Todos los seres sujetos al devenir no
permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a
otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal… Así pues, ser
sujeto sometido a cambio es nacer continuamente… Pero aquí el nacimiento no se
produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos…
sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en
cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con
nuestra elección, dándonos la forma que queremos”.
72. La moralidad de los actos está definida por la
relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es
establecido, como ley eterna, por la Sabiduría de dios que ordena todo a su
fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del
hombre (y, de esta manera, es “ley natural”), cuanto –de modo integral y
perfecto- por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es
llamada “ley divina”). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de
la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la
ordenación voluntaria de la perronas hacia su fin último, es decir, Dios
mismo: el bien supremo en el cual el hombre en cuentra su plena y perfecta
felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: “Qué he de
hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (Mt 19,16).evidencia
inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin
último del hombre. Jesús en su respuesta, confirma la convicción de su
interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por Aquél que “solo es
Bueno”, constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad
eterna: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19,17). La
respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el
camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que
tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que
conduce a la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien
en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la
razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no pued e ser
valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel
fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. (Cf
S. Tomás de Aquino, Suma Theologiae, II-II, q. 148). El obrar es moralmente
bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al
fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y
como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción
concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección
de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y,
por consiguiente, nos pone en contradicición con nuestro fin último, el bien
supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la Revelación de Dios y a
la fe, conoce la “novedad” que marca la moralidad de sus actos; éstos están
llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que
le han sido dadas pro la gracia: en Jesucristo y en s u Espíritu, el cristiano
es “criatura nueva”, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su
conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre
muchos hermanos (cf Rom 8,29), vive su fidelidad o infidelidad al don del
Espíritu y se abre o se cierra al a vida eterna, a la comunión de visión, e
amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. * Cristo “nos forma
según su imagen –dice san Cirilo de Alejandría-, de modo que los rasgos de su
naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la
justicia y la vida buena y virtuosa… La belleza de esta imagen resplandece en
nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como
hombres buenos”. (Tractgatus ad Tiberium Diaconum sociosque, II. Responsiones
ad Tiberiu Diaconum sociosque).
En este sentido, la vida moral posee un carácter
“teleológico” esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los
actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia
una vez más, la pregunta del joven a Jesús: “¿Qué he de hacer de bueno para
conseguir la vida eterna?”. Pero esta ordenación al fin último no es una
dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que
tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes
al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es loa
que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: “Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos” (Mt 19,17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y
libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable
de sus actos y de la cual el hombre es responsable de sus actos y está
sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el
mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: “Es necesario que todos nosotros
seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual
reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal” (2 Cor
5,10).