La independencia de México no se entiende sin el cristianismo
Ochenta años del fin de la "guerra cristera"
 


 

La independencia de México no se entiende sin el cristianismo

Según el más grande historiador vivo del México colonial

QUERÉTARO, jueves, 15 de octubre de 2009 (ZENIT.org- El Observador).- No es posible entender el proceso de independencia de México sin el cristianismo, considera despejando muchos equívocos el historiador David A. Brading, británico, considerado como el más grande historiador vivo del México colonial.

El profesor de la Universidad de Cambridge, así como de la Universidad de Berkeley, ha sostenido una conferencia magistral en la ciudad de Querétaro, en el nuevo Areópago Juan Pablo II, sobre el papel de la Virgen de Guadalupe en el proceso de Independencia de México,cuyo segundo centenario se celebrará en el próximo año.

Su intervención llega a conclusiones que replantean algunos de los lugares comunes de la historiografía, en particular, redimensionan la influencia de los ideólogos de la revolución francesa en este proceso, que resulta ser menos importante de lo que parecía.

México, sede del Papa y de los reyes de España

El profesor Brading, tras una larga exposición sobre los orígenes del movimiento de Independencia, señaló que "en México las noticias de Europa, de la Revolución Francesa, sí causaron horror: se oían ataques contra la Iglesia.  Pero, también, había un sentido de expectación. Si Europa estaba desecha por las guerras y por la destrucción que provocaban, era entonces la oportunidad para el Nuevo Mundo, para América, de encontrar su propia perspectiva".

"En un tratado guadalupano --dijo Brading-- escrito en el siglo XVIII por un canónigo de Puebla, Francisco Javier Conde, tratado que no fue publicado sino hasta mediados del siglo XIX, se cita el capítulo 60 del profeta Miqueas que dice que una pequeña nación se volvió grande y reconstruyó Sión.  El propio canónigo dice que había escuchado a muchas personas en la Nueva España y varios sermones en los cuales los predicadores citaban la profecía del jesuita mexicano Francisco Javier Carranza sobre la posibilidad de la transmigración de la silla apostólica y residencia de los papas en este continente".

Ante la expectación del auditorio mexicano que apenas si conocía esta vertiente de la historia, el profesor Brading, autor de una obra enciclopédica sobre la imagen de la Virgen de Guadalupe, señaló que "Carranza, precisamente predicando aquel sermón en Querétaro, en 1748, fue aplicando el capítulo 12 del libro del Apocalipsis sobre la última época del mundo, en la que, presumiblemente, va a aparecer el anticristo. Fue desarrollando su tema diciendo que el anticristo fue destinado a dominar al Viejo Mundo, cerrando las Iglesia, e instalando en Europa misma los viejos dioses del paganismo".

"En aquel momento, la Virgen María, en su advocación de Guadalupe, ayudada por el arcángel san Miguel, para defender a la Iglesia, haría su aparición para defender a las dos Américas y tanto el Papa como el Rey de España iban a huir a México bajo la protección de ‘nuestra mexicana Reina, Madre y Señora'.  O sea que, para Carranza y para muchos otros, en los días del fin del mundo, México estaría compitiendo por ser la sede de la Iglesia universal y la de los reyes de España", agregó el también autor de Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810).

Esta visión de los últimos días fue aplicada, transformándola, a la situación de fines del siglo XVIII en México.  Los predicadores iban haciendo profecía de algo que estaba sucediendo, pues los dos papas de aquella época, Pío VI y Pío VII, tuvieron que salir de Roma ante el asedio de las tropas francesas.  Y eso era aplicado a México. 

Incluso, un ilustrado y muy patriota criollo, José Mariano de Beristain y Souza, escribió en su gran libro Biblioteca Hispanoamericana Septentrional, que fue publicada en tres tomos alrededor de 1817, sobre Carranza y su sermón: "Cuando escribo, a la vista de la persecución que hace al Pontífice Romano el tirano Napoleón, y a los reyes católicos, protectores de la Iglesia de Roma, contemplo que México puede ser el más seguro asilo del Papa y de los monarcas españoles contra la voracidad de aquel monstruo, me parece que no está muy lejos de verificarse la profecía del padre Carranza".

Y agregó: "Así pensaba yo en el año de 1809.  Entonces la insurrección de Miguel Hidalgo hizo empantanar estas esperanzas". 

Él quería --y así lo dijo después-- que todos fuésemos llamados españoles, no americanos o indios o mestizos, sin distinción, pues todos eran súbditos de un mismo rey, el de España.

Esperanzas fundadas

Ciertamente, las "esperanzas" del padre Carranza no eran profecías locas.  Justamente, a fines de 1808, la Corte portuguesa transfirió su sede a Río de Janeiro, con todos sus archivos y todas las personas que la componían.  Y se quedaron en Brasil hasta 1822.  En esos años Portugal fue una "colonia" de su "ex colonia", Brasil, explicó el profesor Brading.

"Cuando Miguel Hidalgo entregó a sus seguidores una copia de la imagen guadalupana, al salir del pueblo de Dolores y la convirtió en su estandarte, no fue un accidente.  Utilizaba a la patrona ya aclamada 'principal y universal' de la Nueva España.  Así convirtió a la imagen ya no en un emblema de una nación criolla sino en un símbolo de una nación insurgente", afirmó el autor del texto fundamental sobre los tres siglos de presencia española en América llamado Orbe indiano

Más adelante, Brading explicó que al acercarse a la ciudad de Guanajuato, Hidalgo informó al intendente de la plaza que el propósito de su rebelión era recuperar los derechos de la nación mexicana, una nación que existía antes de la conquista española, y expulsar a los europeos, recuperando "derechos santos, concedidos por Dios a los mexicanos, usurpados por unos conquistadores crueles".  

"Aquí encontramos, exactamente, una de las principales afirmaciones del patriotismo criollo, ya transformado en forma política y aplicado a todos los habitantes de la Nueva España.  Hay una continuidad que pasan los criollos a los insurgentes de la existencia de una nación mexicana anterior a la llegada de los españoles.  Esta tesis fue aplicada y mejorada en la declaración de Independencia de 1821", dijo el historiador inglés.

Un nuevo principio

De otra parte, Hidalgo anunció la abolición de la esclavitud y, mucho más importante, la abolición del tributo.  Con ello decretaba la destrucción formal de la sociedad de castas que fue algo de muy lenta evolución durante los tres siglos de la Colonia, empezando con las dos comunidades de españoles e indios y transformado, en pleno siglo XVIII en todo un sistema de castas.  Hidalgo afirmó, entonces, un nuevo principio: el principio de la igualdad de todos los habitantes de la Nueva España, continuó explicando el profesor Brading

Frente a los temas fundamentales de la Independencia de México, Brading dijo que la línea del padre Hidalgo fue seguida por el padre José María Morelos quien declaró: "A excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos y otras castas, sino todos, generalmente, americanos.  Nadie pagará tributos ni habrán esclavos". 

"Obviamente --dijo Brading-- aquí no encontramos una declaración de derechos humanos universales.  Lo que sí encontramos es una afirmación concreta y cristiana sobre la igualdad de todos los mexicanos y la abolición del sistema de castas que fue mantenido por el tributo y también incluso por los párrocos en sus registros de nacimientos, matrimonios y entierros".

Morelos concluyó por afirmar que los americanos eran hermanos en Cristo y formaban una nueva Israel, luchando para librarse de sus opresores.  E insistió que esta igualdad, calidad de libertades, es consiguiente al poder divino y natural que ha de distinguir en la virtud al hombre y lo ha de hacer útil a la Iglesia. 

Cuando abrió el Congreso de Chilpancingo de 1813, Morelos leyó un discurso--preparado por Carlos María Bustamante y corregido por él mismo-- en el que empezó declarando que la soberanía reside, esencialmente, en los pueblos y no en los monarcas, "y después de tres siglos este pueblo oprimido, semejante por mucho al de Israel, trabajado por el faraón y cansado de sufrir, elevó sus manos al cielo y Dios mismo ya ha decretado que el Anáhuac fuese libre", explicó el profesor del University College de Londres

Después de elogiar las heroicas luchas de los caudillos insurgentes, Morelos insistió: "vamos a restablecer el Imperio mexicano, mejorando el gobierno", subrayó Brading.

Una nación con pasado

"En lo que sí tenemos que insistir es sobre la presencia de los primeros elementos del patriotismo criollo: que Anáhuac es el pasado mexicano y en la Independencia se encuentra una continuidad".

El segundo elemento del patriotismo criollo, dijo, es la "independencia o que los españoles tengan que ser expulsados".

Y en tercer lugar, "el guadalupanismo.  Morelos, en sus Sentimientos de la Nación daba a la Virgen de Guadalupe el patronazgo de la nueva realidad histórica que surgía de su propio pasado y se independizaba de sus conquistadores", afirmó.

En resumen, señaló que en el proceso de Independencia de México hay dos cosas distintas y nuevas.

La primera es la existencia de una nación mexicana, de una nación soberana; una nación similar a la de Israel, un pueblo elegido, pero en este caso por la Virgen de Guadalupe, o sea que no debe tanto a la Revolución francesa, como los liberales, después, estuvieron insistiendo.

La segunda es la igualdad que no está dada en términos universales, sino en términos de hermandad, con los mismos derechos (destruyendo la vieja sociedad de castas).

Hay otro aspecto interesante, dijo Brading, aunque Morelos fue designado "generalísimo" por el Congreso insurgente, él mismo tomo para sí el nombre de "siervo de la nación".  "¿De dónde viene ese título, tan extraño para un caudillo insurgente?  Obviamente, del texto del Evangelio de San Marcos, capítulo nueve, donde Jesús oye a sus discípulos que disputan el liderazgo del grupo y le dice: si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos, que sea el siervo de todos". 

"También el decir 'siervo de Dios' era designar a los santos en aquella época.  También emana del Viejo Testamento.  Ahí encontramos una figura famosa que es designada siervo de Dios": Moisés", señaló Brading.

Si los insurgentes mexicanos se compararon con el pueblo israelita saliendo de la esclavitud de Egipto, entonces su caudillo, sea Hidalgo, sea Morelos, era tomado como un "Moisés mexicano". 

Donde se encuentra la mayor aplicación a Moisés del título  de "siervo de Dios" en el Antiguo Testamento es en el libro de Josué, dedicado a la conquista de la tierra prometida.  Y en su conclusión, Josué mismo está descrito, igualmente, como siervo de Dios, explicó.

Esta es una hipótesis que parecería extravagante, pero hay que recordar que en la Monarquía Indiana de Juan de Torquemada, el gran historiador franciscano, exaltó a Hernán Cortés como un "nuevo Moisés", encargado por Dios de llevar a los pueblos indígenas de Anáhuac del Egipto del paganismo a la tierra prometida de la religión católica. 

Y por otra parte, la tradición republicana en el siglo XIX sacó en sus textos elogios a Moisés como legislador  y padre fundador de su nación y podemos decir que el culto de Miguel Hidalgo como padre de la Patria fue la traducción de un culto a un Moisés legislador y fundador de la nación mexicana, continuó diciendo el historiador, autor entre otros títulos de El ocaso novohispano.

El centro del Tepeyac

El 22 de mayo de 1822, Agustín de Iturbide se proclamó como Emperador constitucional del Imperio Mexicano.  Posteriormente, en una circular emitida por el Ministro de Justicia, Iturbide fue identificado como Primer Emperador Constitucional y Gran Maestro de la Orden Imperial de Guadalupe, Agustín por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación, explicó el historiador y mexicanista David Brading.

En diciembre de 1822, el arcediano de la Catedral de Valladolid (Morelia), predicó la primera función solemne de aquel orden imperial.  Tras lamentar el triste estado de paganismo en México-Tenochtitlan, celebró la aparición en el Tepeyac como una nueva aurora que anunciaba la conversión de Anáhuac a la fe católica, conversión que compensaba a la Iglesia "por la herejía de Lutero y Calvino", dijo Brading. 

"Ahora, enfatizo, si el país de Anáhuac respira libertad todo se lo debemos a la Virgen de Guadalupe, ahora somos nación soberana, de modo que el águila mexicana se apareció de nuevo triunfante en su nopal". 

Aunque ambos partidos, insurgentes y realistas, durante la guerra civil de la Independencia habían invocado a la guadalupana, ella ahora aparece como "madre de la unión; especialmente porque México es el país más católico del mundo, un baluarte en una época en Europa donde la religión ha sido afligida por la impiedad y el ateísmo".  Concluyó: "la santa religión católica es el alma de este Imperio.  Si la fe de Jesucristo es inseparable de la nación de Anáhuac, no ser cristiano es no ser mexicano".

Tras la Independencia se renueva la profecía de fin del siglo XIX  del surgimiento de México como baluarte en el mundo de la fe católica, dijo Brading.

Baluarte del catolicismo

"Para entender mejor el fondo político e ideológico del movimiento imperial de México, explicó el historiador, podemos recurrir al sermón predicado por el doctor Julio García de Torres en el santuario del Tepeyac en octubre de 1821, función a la que asistió Agustín de Iturbide para dar gracias a la patrona de México por la Independencia de la América Septentrional". 

Más adelante subrayó que en el sermón se decía que la Independencia había sido necesaria "pues España ya fue corrompida por las pestilentes miasmas del contagio francés, es decir, mediante las execrables obras de Voltaire y de Rousseau" ya traducidos y publicados en España.  Y que las nuevas Cortes, establecidas en 1820,  "dedicaron sus esfuerzos a destruir a todos los pueblos y los privilegios de la Iglesia", aboliendo la Inquisición, expulsando a la Compañía de Jesús, etcétera.

Finalmente terminó diciendo que "con esa visión, la creación del Imperio de Iturbide revivía, una vez más, la noción de que México podía ser el baluarte de la Iglesia católica en un mundo en el que el liberalismo llegaba al poder en España y en otros países y quería destruir a la religión". 

Por Jaime Septién


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Ochenta años del fin de la "guerra cristera"

Habla el sacerdote Juan González Morfín

QUERÉTARO, martes 13 de octubre de 2009.  (ZENIT.org-El Observador).  Al cumplirse 80 años del final oficial de la llamada "guerra cristera" en México (1926-1929), el padre Juan González Morfín, graduado de la Universidad de la Santa Cruz en Roma y profesor en México de la Universidad Panamericana, ha escrito un vibrante ensayo sobre la licitud moral del levantamiento cristero.

Ensayo pionero en su género, La guerra cristera y su licitud moral (Porrúa, 2009), está camino a convertirse en referencia obligatoria para todo aquel que quiera adentrarse en esta época difícil de México, en esta guerra motivada por la intransigencia del gobierno del general Plutarco Elías Calles (1924-1928) y de sus sucesor, Emilio Portes Gil (1928-1930) con respecto a la libertad religiosa y a la libertad del pueblo fiel. 

Esta es la entrevista que el padre González Morfín concedió a ZENIT-El Observador.

--¿Qué dicen el Magisterio, la Doctrina y la tradición del pensamiento cristiano sobre una acción armada como lo fue la guerra cristera en México, de la cual se cumplen 80 años de haber concluido?

P. Juan González Morfín.  En el momento en que algunos católicos mexicanos optaron por la defensa armada para recuperar derechos que les habían sido arrebatados, el Magisterio de la Iglesia era unánime en condenar cualquier insurrección armada en contra del poder constituido por los males mayores que se seguirían en contra del bien común. No había todavía lo que se podría llamar una «doctrina católica sobre la resistencia armada». Sin embargo, en algunos libros de moral de autores probados, se comenzaba a proponer que, si se cumplían las condiciones que hacían considerar justa la defensa armada de un país contra un injusto agresor, se podría considerar justo el levantamiento de un pueblo contra un gobierno que se hubiera convertido en su injusto agresor.

Esto era sobre todo una solución teórica y las condiciones señaladas habían ido evolucionando a lo largo de varios siglos, pero presentaba muchos problemas en la práctica: ¿cómo se podría garantizar que los medios pacíficos habían sido agotados? ¿Qué tipo de agresión, o qué tipo de derechos debían ser conculcados para que se considerara necesario el recurso a las armas? ¿Quién o quiénes estarían facultados para llamar al levantamiento? Como se ve, la respuesta no era tan sencilla. En La guerra cristera y su licitud moral, presento un amplio estudio sobre este asunto que, sin embargo, ni es exhaustivo ni pretende dar la última palabra.

--¿Cuál fue la base social del movimiento cristero?

P. Juan González Morfín.  La guerra cristera fue un levantamiento popular, en todo el sentido de la palabra: abarcó a todos los estratos de la sociedad, lo que no quiere decir que en la misma proporción todos hayan entrado en el terreno de batalla. Los primeros levantamientos, en Zacatecas, fueron de campesinos que, acostumbrados a defenderse de las gavillas de maleantes que constantemente los asolaban en aquella época de gran anarquía, vieron la necesidad de defenderse del gobierno que les impedía practicar su religión. El móvil inmediato que precipitó el levantamiento del general Pedro Quintanar fue una agresión de los soldados contra una multitud de católicos. A los pocos días, estando ya «levantado», se le unió el general Aurelio Acevedo con unas decenas de personas que vieron la necesidad de levantarse cuanto antes, pues las tropas del gobierno estaban decomisando las armas que ellos tenían para su defensa habitual de las gavillas de ex revolucionarios, y se dieron cuenta de que, si los dejaban sin armas, habrían quedado indefensos ante cualquier arbitrariedad del gobierno, que «ya había cerrado sus iglesias», por lo que se decidieron a luchar en defensa su fe, sin tener un perspectiva clara de lo que podrían hacer tan pocas personas.

--¿Qué tan rápido se extendió la insurrección en aquel año de 1926?

P. Juan González Morfín.  Levantamientos parecidos en cuanto a los motivos se dieron en diversos puntos geográficos en aquellos meses que siguieron a la suspensión del culto, es decir, a partir de agosto de 1926. Al mismo tiempo, se iniciaron las acciones de persecución más repugnantes en contra del pueblo católico, por lo que los levantamientos se reprodujeron: en esos primeros momentos encontramos ya gente que no pertenecía al campesinado, como los hermanos Navarro Origel, de Pénjamo, Guanajuato; como Carlos Díez de Sollano, también en Guanajuato; como los Guízar, en la zona de Cotija, Michoacán, como una treintena de jóvenes de las familias pudientes de Piedras Negras, Coahuila, y podríamos enumerar un largo etcétera de personajes de clase media alta y clase alta, como también podríamos mencionar a otros muchos de clase media, que estuvieron presentes desde el inicio de la guerra cristera. Por razones simplemente matemáticas, el porcentaje mayor de levantados procedían de los campesinos.

--¿Que diferencia a los cristeros de otros movimientos así llamados "revolucionarios": el que no querían subvertir el orden social ni el poder, sino que les permitieran volver a sus prácticas de fe?

  

P. Juan González Morfín.  Los mismos cristeros muchas veces rechazaron, como ataque, el ser llamados «revolucionarios». No era cambiar el régimen político por medio de las armas lo que perseguían con su resistencia, sino que se les devolvieran los derechos que se les habían quitado; por eso, cuando pensaron que tenían garantizado que podrían volver a practicar su fe en libertad, entregaron las armas. En este sentido, es interesante el testimonio que dio el agregado militar de los Estados Unidos al término de la guerra cristera: «Se esperaba que, terminada la guerra religiosa, un gran número de cristeros se volverían bandidos. Esto no ocurrió».

--¿Qué papel jugaron los obispos y los sacerdotes en la guerra cristera y en los "arreglos" de 1929? 

P. Juan González Morfín.  Cuando habían comenzado a proliferar los levantamientos de católicos que intentaban defender su fe por medio de las armas, la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, asociación cívica laica que se había fundado hacía 1925, pretendió encabezar los diversos movimientos para darles una cierta organización. En ese momento solicitaron al episcopado su apoyo en varios sentidos, lo único que consiguieron fue una especie de compromiso de no condenar el movimiento armado.

Durante los casi tres años de lucha armada, la mayoría de los obispos permanecieron en el exilio y, efectivamente, nunca condenaron la defensa armada. Uno de ellos, el arzobispo de Durango, monseñor José Ma. González y Valencia, se vio en la necesidad de responder a la pregunta expresa de quienes se habían levantado en armas y el sentido de su respuesta fue que, no habiendo ellos provocado la agresión, habiendo después agotado todos los medios pacíficos y defendiendo derechos verdaderamente irrenunciables para ellos y para sus hijos, como el derecho de practicar su religión, quienes se habían levantado en armas podían estar tranquilos en su conciencia. Los sacerdotes durante esa época no tanto de guerra, sino de terrible persecución, se dedicaron a esconderse.

--Eran tiempos muy difíciles para el sacerdocio...

P. Juan González Morfín.  Con riesgo de perder su vida, como de hecho la perdieron muchos, los sacerdotes atendían clandestinamente las peticiones de sus fieles. Algunos de ellos, menos de cincuenta, ejercían su ministerio entre los levantados en calidad de capellanes castrenses. Unos pocos, menos de diez, incluso llegaron a empuñar las armas.

--¿Y el papel de los obispos en los "arreglos"?

P. Juan González Morfín.  Sobre «los arreglos» la explicación no es tan sencilla, pues se suele dar por un hecho que los obispos intervinieron para pactar la paz con el gobierno sin tomar en cuenta a los levantados, y la situación no fue exactamente así. Es un tema complejo y difícil de explicar, sobre todo de una manera convincente, en pocas palabras. Algunos dirigentes cristeros, entre ellos el mismo general en jefe, Enrique Gorostieta, confesaba en su correspondencia privada la necesidad de llegar a un acuerdo de paz.

Los obispos lo que pactaron con el gobierno de Portes Gil fue, sobre todo, un marco de aplicación de las leyes que les permitiera ejercer su ministerio sin estar sujetos a la autoridad civil en cuestiones de disciplina externa, es decir, llegaron a un «arreglo» que les permitía reanudar el culto. Las bases del licenciamiento de los cristeros las negoció quien en ese momento era el general en jefe del ejército cristero, Jesús Degollado Guízar, quien previamente había consensuado con el comité de guerra de la Liga un documento que aceptó íntegramente el gobierno de Portes Gil. Esas bases en un primer momento sí fueron cumplidas, pero al poco tiempo comenzaría la matanza selectiva de todos los que habían ocupado algún cargo en el movimiento armado. Insisto que esto no es tan sencillo de explicar en pocas palabras.

--¿Y Roma?

P. Juan González Morfín.  Los obispos habían pedido autorización del Papa para suspender el culto; era lógico que también la pidieran para reanudarlo, sobre todo si las condiciones que los habían llevado a suspenderlo no sólo no habían mejorado, sino se habían agravado muchísimo. Por eso, para acordar su reanudación habían pedido autorización a la Santa Sede, quien les sugirió que cualquier arreglo al que se llegara cumpliera las siguiente condiciones: a) una solución pacífica y laica; b) amnistía completa para obispos, sacerdotes y fieles; c) devolución de propiedades como iglesias, seminarios, casas de los obispos y sacerdotes; y d) que la Sante Sede pudiera tener relaciones sin restricción con la Iglesia mexicana.

Se puede decir que los obispos, urgidos por el bien que traería la paz a sus hijos que llevaban casi tres años sin el auxilio de los sacramentos, se resignaron a aceptar mucho menos de lo que la Santa Sede había indicado. Para hacerse una idea más completa de la actuación de la Sede Apostólica en el conflicto, recomiendo la lectura de El conflicto religioso en México y Pío XI (Minos, 2009), un librito que publiqué hace unos meses.

--¿Qué enseñanzas para la historia deja la guerra cristera?

P. Juan González Morfín.  Conviene seguir estudiando este tema, pues hasta hace muy poco tiempo era un tema casi prohibido para la historiografía -oficial y no-, quizá por tantos dolores que ocasionó. Quisiera, más que responder qué enseñanzas, cambiar un poco la pregunta y responder, de una manera que quizá yo mismo tendría que corregir cuando haya estudiado más el tema, en lugar de «enseñanzas» hablar de «consecuencias» y, en ese sentido puedo decir que la guerra cristera ayudó enormemente a fortalecer la fe de los mexicanos. En los territorios de nuestro país en que se llevó a cabo, actualmente la práctica religiosa se encuentra más extendida y mejor consolidada. La sangre de mucha gente que murió a causa de la fe sigue ahora dando fruto.

 --En su opinión y en resumen: ¿fue lícito, moralmente hablando, el levantamiento cristero?

P. Juan González Morfín.  El Papa Pío XI, en una Encíclica escrita en 1937, es decir ocho años después de terminada la guerra cristera, dio la razón a los obispos que no condenaron esa insurrección, y dio la razón explicando que «no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender a la Nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarla a la ruina». Esto, de alguna manera es una confirmación a posteriori de que la defensa armada emprendida por algunos católicos mexicanos en defensa de la libertad religiosa no se puede condenar como una acción inmoral; sin embargo, con ello no se quiere decir que todas las acciones emprendidas por los cristeros hayan sido moralmente lícitas.

Por Jaime Septién