Marcelo Bravo Pereira
El autor es profesor de filosofía de la religión
Partimos de dos datos que no se pueden negar:
Primero, la existencia de Dios no es evidente. Al menos no es evidente
como lo es la presencia de los objetos materiales que me circundan.
Ha habido algunos filósofos que han afirmado lo contrario. Son los así
llamados “ontologistas”. Dios, según ellos, sería una idea originaria y
originante. Originaria: estaría presente en todo entendimiento humano como la
primera idea, como la imagen de Dios impresa en el alma de todo hombre. No
sólo. Sería además la idea originante: es decir, daría origen a todo otro
conocimiento.
Todo lo que sé lo conozco – según estos autores – sub specie
divinitatis, a la luz de la idea de Dios impresa en mi alma. Es curioso
ver, sin embargo, cómo estos filósofos, una vez que han dejado sentada esta
afirmación de la evidencia de Dios como dato irrefutable, pasan luego a
multiplicar las pruebas de la existencia de Dios ¿No que era evidente? Es
decir, afirman en la práctica que la idea de Dios, si se tiene que demostrar,
no es evidente.
Dios, por lo tanto, no es evidente. Cuantos han afirmado que han visto
a Dios – los místicos, por ejemplo –, no han visto realmente al mismo
Dios. Han visto, a lo sumo, “la orla de su manto”, sus espaldas, como en el
caso de Moisés cuando, escondido en el hueco de una roca, vio “pasar” a Dios.
Es decir, quienes han visto a Dios, han visto a lo sumo el influjo decisivo y
único que éste ha tenido en algún momento de su vida. “A Dios nadie lo ha visto
jamás” es la frase lapidaria de san Juan en su Evangelio.
El segundo dato que no se puede negar: la tendencia del hombre a
afirmar la existencia de Dios. Existe en el hombre una inclinación muy
“porfiada” sumamente difícil de extirpar, y que constantemente retorna: la
tendencia afirmar que Dios existe; pero no como existen las fábulas, las hadas
madrinas, los elfos, etc. El hombre, incluso el niño, sabe perfectamente –
aunque no siempre sepa explicarlo – cuál es la diferencia entre el “abominable
hombre de las nieves” y Dios.
Ha habido a lo largo de la historia pensadores – por llamarlos de
algún modo – que han negado la existencia de Dios. Si Dios no existe, la
persistencia de la afirmación de Dios en el hombre se debe a causas variadas
pero que nada tienen que ver con Dios, por cuanto que no existe. Dirán que la
religión es fruto del miedo, es una sobre-estructura social que oprime la lucha
de clases, es fruto de la represión-sublimación de los instintos sexuales,
alienación de la miseria humana y proyección en un universo metafísico de las
cualidades que corresponden al hombre mismo, manifestación histórica de
arquetipos presentes en el inconsciente colectivo, etc.
Y sin embargo, como ya vimos, “Dios” es porfiado. Vuelve a aparecer.
El hombre en esto es como la yegua vieja, basta soltar un poco las riendas que
siempre vuelve al establo. Echamos a Dios por la puerta y éste vuelve a entrar
por la ventana. Puedes dar al hombre todas las razones que quieras para
alejarle de la creencia en Dios, que constantemente sentirá la nostalgia de la
casa paterna.
¿Por qué retorna siempre esta nostalgia de Dios? Además de todas las
causas parciales del surgir de la religión, hay una causa que considero la
causa esencial. Ciertamente es una causa que será prontamente negada por
aquellos que, habiendo reducido el hombre a una sola dimensión, la
material, reducen también la religión a un mero fenómeno psico-biológico,
social o cultural.
Pero no. El hombre no es sólo psique e historia. Es también psique e
historia. El hombre es sobre todo un ser que respira a gusto en un ambiente
espiritual. La religión brota de esta dimensión. El hombre es religioso, el
hombre tiende a afirmar la existencia de la trascendencia porque es espiritual.
En ausencia de esta consideración, la religión – y la consiguiente afirmación
de Dios – caen en el absurdo, como cae en el absurdo el hombre mismo cuando se
le reduce a una sola dimensión. La afirmación de Dios no surge de las
dimensiones inferiores del hombre, como una especie de invasión del mundo
subconsciente, subhumano en la esfera de la conciencia. No. La religión – y la
consiguiente afirmación de Dios – surge de la dimensión más noble del hombre:
su inteligencia y su voluntad. Ciertamente no sólo de su inteligencia y de su
voluntad, porque el hombre no es sólo eso. El hombre es también sentimiento,
pasión, dinamismo psíquico, costumbres atávicas, etc. Sin embargo, el
sentimiento, la pasión, el dinamismo psíquico son incapaces de formar la
convicción de la existencia y de la acción de Dios. El hombre tiende a afirmar
la existencia de Dios porque considera que esta afirmación va en acuerdo con su
entendimiento y con su tendencia al bien. En definitiva, porque la “hipótesis
Dios” es razonable. Y si es razonable es “afirmable” de hecho.
A la pregunta ¿por qué afirmas la existencia de Dios si no es
evidente? el hombre “normal” responde: porque no tengo motivos suficientes para
no afirmarlo y sí muchos para afirmarlo (la sensación de no estar solo, el
valor objetivo de la moral, la retribución de los buenos y el castigo de
los malos, la inteligibilidad del universo, el valor del principio de
finalidad..., y porque mi madre, que es buena y no me puede engañar, me dijo
que sí existía... etc.).
Por lo tanto, dos datos incontestables: Dios no es evidente y el
hombre afirma aquello que no es evidente. ¿Por qué?
***
Existe el cuento del ateo y el rabino. Dado que el ateo se encuentra
en minoría, es él quien tiene que tomarse la molestia de demostrar por qué
afirma aquello que casi nadie afirma, es decir que Dios no puede existir. Pues
bien, después de haber afinado todos sus argumentos, el ateo subió al monte
donde meditaba el rabino. Entró en su cueva sin tocar a la puerta – muy
probablemente porque no había puerta – y esperó la reacción del anciano rabino.
Éste ni se inmutó, continuó leyendo la Sagrada Escritura durante un rato. Al
final, el rabino, sin siquiera levantar la cabeza exclamó: “quizás es verdad”.
Aquí acaba el cuento. Y aquí acabó la vehemencia dialéctica del ateo.
Éste no pudo nada contra ese “quizás”. Quizás sí, quizás no. Quizás existe
Dios, quizás no existe. La falta de evidencia hiere tanto al ateo como al
creyente. Ninguno de los dos tiene la evidencia como para afirmar con absoluta
certeza su posición. “Dios” no es evidente porque, o no existe (lo que no
existe no se puede ver), o porque me he hecho incapaz de verlo. Y si soy
incapaz de verlo, tendría, por honestidad, que dar la razón a Wittgenstein: de
aquello que no se puede hablar es mejor callar.
Bien podríamos llegar a un compromiso entre el ateo y el creyente:
tablas, ni tú ni yo somos vencedores, no hay vencidos, mejor cada uno que se
reserve su juicio y no ataque al otro. Esto sería lo más fácil. Y sin embargo,
hay algo en mí que no me deja tranquilo. No obstante todo, no puedo callar.
Algo me impele y sé que este “algo” no se reduce a un puro mecanismo
psicológico. ¿Qué hay en mí? ¿Qué hay en la realidad que me circunda que me
empuja a la afirmación de lo que no puedo ver, de lo que no es evidente, de
aquello de lo que no puedo hablar?
***
El análisis de la conducta humana, del hombre normal, nos lleva
necesariamente a una conclusión: para el hombre no es absurdo creer en la
existencia de Dios. El niño acepta de buen grado entrar en contacto con este
ser misterioso e invisible que llamamos “el Buen Dios” o “Tata Dios” (fijémonos
que en nuestra cultura americana llamamos Tata, no a un ser malvado y opresivo,
sino al “abuelito”, que es un icono de la bondad y generosidad). Es verdad que
el acercamiento a Dios varía de cultura a cultura. No es lo mismo la visión que
tiene de Dios un cristiano o un musulmán, un hinduista o un melanesiano. Una
cosa es cierta: el ambiente no es determinante en el surgir, en la
conciencia, de la existencia de Dios– como tampoco son determinantes los
fenómenos psico-biológicos –, estos fenómenos determinarán, en todo caso, los
rasgos que caracterizarán su visión de Dios.
No pasa lo mismo con la afirmación del ateísmo. El ateísmo es extraño
a la conciencia humana en su estado de “normalidad”. Es más bien fruto de una
elaboración conceptual. Esto es un hecho. El niño, y el hombre “normal”, suelen
creer en Dios sin cuestionarse seriamente el porqué de una convicción tan
paradójica como la existencia de Dios. Si preguntamos al hombre “de a pie” por
qué cree en Dios, no sabrá bien cómo responder. Por el contrario, nadie es ateo
“por casualidad” sino por diversos motivos – conceptuales, morales, políticos –
que no pretendo enumerar aquí. El ateo siempre tendrá motivos para ser ateo.
Lo “normal”, por lo tanto, es que el hombre sea religioso. Y esta
“normalidad” es independiente del grado de cultura, de la aptitud emotiva, de
la edad. Encontramos hombres religiosos tanto entre los campesinos como en las
facultades de ciencias. Es verdad que entre los científicos a veces se da un
índice mayor de ateos. En la Asociación científica americana el porcentaje de
ateos es más o menos de un 90 %, es decir, el porcentaje inverso de ateos en la
población americana (90 % de creyentes). Para algunos este índice de adhesión
muestra que si hay una profesión que no despierta sentimientos religiosos, ésta
es la de la ciencia.
A esto se puede responder de dos formas. La primera es analizar el
porcentaje que se nos propone. Es verdad que el 90 % de los científicos
americanos se declaran ateos. Pero si se analizan las áreas científicas por
separado se descubrirá que los científicos que más tienden a creer en Dios son
los astrónomos y los matemáticos, mientras que los que menos aceptan la
“hipótesis” Dios son los biólogos. Es decir, en todo caso no son los
científicos los ateos, sino sólo un grupo de ellos: los biólogos (se puede
consultar a este propósito Scientists and Religion in America, de Edward
J. Larson - Larry Witham, artículo que apareció en la revista Scientific
American, Septiembre de 1999, pp. 78-83). Y esto debido a los presupuestos
ideológicos darwinianos – que no son estrictamente hablando científicos – del
estudio de la biología más que a las conclusiones mismas de la ciencia.
Otra respuesta se refiere al hecho mismo que existan científicos
creyentes. Aquí la excepción no confirma, sino destruye la regla. En línea
teórica me bastaría un científico de primer nivel, reconocido mundialmente por
su saber, que fuese creyente, para mostrar cómo la ciencia no está
necesariamente en contraste con la creencia en Dios, porque si así fuera este
científico no podría ser de primer nivel, su creencia en Dios sería un
obstáculo insalvable para su investigación científica. El hecho es que no hay
uno, sino muchos científicos que afirman la existencia de Dios precisamente – y
esto es notable – a causa de sus estudios científicos. Por el estudio de los
fenómenos cósmicos llegan a la convicción de una inteligencia anterior que ha
dado forma “more geometrico” al universo.
***
Existe, por lo tanto, esta vieja convicción existencial en el hombre:
Dios existe y actúa en la vida de los hombres. Dios se deja ver, aunque sea
ocultándose a través de los fenómenos de la vida del cosmos y se hace presente
en el íntimo de la conciencia humana.
La pregunta no es por tanto si Dios existe. Al parecer, no obstante su
no evidencia, Dios existe en el consenso de todos los hombres, o de la mayor
parte de ellos. La pregunta es otra: tengo la convicción existencial de que
Dios existe, porque lo siento, porque me han hablado tantos de él, porque lo
“mamé” de los pechos de mi madre, ¿puedo afirmar la existencia de Dios también
con la razón? Con otras palabras, ¿es razonable que Dios exista? ¿Puedo
pasar de la “vivencia”, del envoltorio experiencial, emotivo, sentimental
que rodea a la “hipótesis” Dios para convencerme de que esta idea no es
irracional; más aún, que estoy obligado intelectualmente a afirmar que Dios
existe?
Aquí está el problema fundamental de lo que llamamos “teología
racional”. Dios no es evidente, es necesario demostrar su existencia. Pero la
finalidad de esta demostración no es, en primer lugar, suscitar la fe en Dios.
Quienes siguen el recorrido de la teología racional no ponen entre paréntesis
su creencia en Dios para ver si pueden llegar a él por vía puramente racional.
Santo Tomás, por citar al más representativo, no se convirtió en un ateo que
llega a la fe y al conocimiento de Dios a través de las cinco vías. Él es un
creyente que busca analizar desde el punto de vista de la razón las “razones” de
su creencia en Dios. Aquí radica uno de los grandes errores de la reflexión
sobre Dios. Muchos, Pascal entre ellos, rechazaron las pruebas de la existencia
de Dios por su incapacidad para convencer a cualquier ateo de que Dios existe y
de que él se reveló en Jesucristo. Obvio, porque esperaban de las “cinco vías
de santo Tomás” lo que éstas no pretendían ofrecer. La conversión va más allá
de un mero juego conceptual. Está implicada toda la vida. Está implicada, sobre
todo, la gracia divina.
Aristóteles nos dijo que un pequeño error en el inicio llegaba a
ser grande, incolmable, al final. Si se mira con atención, hay una diferencia
notable entre decir que el punto de partida es ver si Dios existe y considerar,
por el contrario, como punto de partida la posibilidad de demostrar
racionalmente la existencia de Dios. Claro, los neopositivistas dirán que “Dios
existe” es una proposición carente de sentido por cuanto que no es
empíricamente verificable. Efectivamente, “Dios” no es empíricamente
verificable, pero se puede llegar a Dios a través de aquello que sí es
empíricamente verificable.
Aquí está el nudo de la argumentación tomista. Aquí está toda la
fuerza argumentativa de las cinco vías tomistas, en la posibilidad – que nadie
puede negar razonablemente – de que haya verdades evidentes y otras menos
evidentes y que las primeras (las verdades evidentes) me sirvan de gancho para
llegar a las segundas (las verdades no evidentes).
Pongamos un ejemplo muy sencillo: no es evidente que quien lee este
escrito es mortal. No es evidente porque, si lee este escrito, está tan vivo
como el que lo escribió, al menos durante el tiempo que empleó para escribirlo.
No es evidente que sea mortal. Es evidente más bien lo contrario: quien lee
este artículo está vivo y por la situación presente, actual, no se ve con
evidencia que esté destinado a la muerte. Sin embargo, yo puedo afirmar con
verdad que quien lee este escrito – Francisco, por poner un nombre – es mortal
porque, dado que es evidente que Francisco es un hombre, Francisco es un
individuo que pertenece a la naturaleza humana, y el hecho de que haya tantos
muertos en el cementerio indica evidentemente que quien pertenece a la
naturaleza humana es mortal, por lo tanto, puedo decir con certeza que
Francisco es mortal. Y decir lo contrario sería ir contra la evidencia, no la
evidencia inmediata sino contra la evidencia mediata. Es decir, he pasado de
una verdad evidente a otra no evidente y este paso es de tal modo argumentado
que no puedo dudar del valor de verdad de la proposición no evidente.
¿Es posible llegar a la existencia de Dios de este modo? Parece
sencillo: ¿es posible pasar a lo no evidente a partir algo que sea evidente y
que me sirva de término de unión entre lo evidente y lo no evidente? Pero,
¿cuál sería ese término de unión en el caso de la demostración de la existencia
de Dios?
***
Imaginémonos que caminamos por un bosque. De pronto encontramos un
árbol con una rama cascada, colgando del tronco del árbol. ¿Qué pensamientos
suscita en nosotros este fenómeno? Si la rama está rota y colgando del tronco,
lo primero que me pregunto es ¿qué pasó aquí? Generalmente las ramas de los
árboles no crecen de este modo. Si veo por el contrario un árbol con todas sus
ramas íntegras, no me hago más preguntas. Que un árbol tenga sus ramas rectas
es lo normal. Pero si encuentro una rama desgarrada y colgando, lo normal es
que me pregunte qué pasó. Ahora bien, ¿puedo saber, a partir de la rama
cortada, quién rompió la rama? ¿Puedo saber si fue un animal o un hombre o el
peso de la nieve o el viento? ¿Puedo saber el motivo por el cual un hombre
– si es que fue un hombre – rompió la rama? ¿Puedo saber si lo hizo por
pura maldad o porque quería dar una señal a otra persona con la que había
convenido? ¿Puedo saber el color de los ojos de esta persona, su edad, su
estatura, su porte moral o espiritual? La respuesta a estas preguntas es obvia:
no. No puedo saber todo esto porque existe una desproporción real entre el
efecto (la rama cortada) y la causa (hombre, animal o fenómeno natural).
¿No ocurre lo mismo con Dios? Lo evidente para nosotros es el mundo
natural, sensible, material, pero ¿no existe una desproporción tal entre el
Creador y la creatura que hace ilegítimo este paso? La creación es material,
Dios – si existe – es espiritual. Entre el mundo material y el ámbito
espiritual hay una diferencia cualitativa, no solamente cuantitativa. ¿Sería
lícito pasar del mundo material, sensible, a una realidad espiritual,
inmaterial? Al parecer no.
Volvamos al ejemplo de la rama rota que cuelga del árbol. El hecho de
que se dé este fenómeno no me dice gran qué de su causa. Pero me dice una cosa:
debe existir una causa. No sé lo que pasó con esta rama, tal vez nunca lo
sabré. Pero sé al menos que “algo pasó”. Y esto lo sé con certeza. El árbol no
pudo herirse a sí mismo, ni hasta ahora se puede hablar de árboles que
naturalmente hacen brotar ramas rotas. No se considera aquí las circunstancias
del hecho (si el desgarrón es grande o pequeño, si está hecho en la parte
gruesa o delgada del árbol, etc.). Lo que se considera aquí es el hecho mismo
de estar roto. Es decir, la existencia misma del efecto me lleva a su causa.
Claro, se podría rebatir también diciendo que la rama se quebró a causa de un
defecto mismo del árbol y por lo tanto no por causa de algo externo. Es verdad,
y el ejemplo que he utilizado no es perfecto. Sin embargo, también aquí tenemos
que decir que hubo una causa. Ésta fue la deficiencia misma del árbol y la
fuerza de gravedad. Es decir, hubo una causa.
Con Dios pasa lo mismo. Partimos de lo que es evidente, es decir, de
la realidad natural. La primera consideración, la más general que nos sugiere
es que de hecho existe. Hay algo en vez de la nada. Este algo es variado,
multiforme, colorido, pero también contingente, precario, cambiante,
inestable... y por lo mismo, descubro que yo mismo y lo que me rodea pudo haber
sido diversamente de como es actualmente. Si mis padres no se hubieran
encontrado, yo no hubiera existido; y esto vale para todas las realidades
naturales. Todo nos dice que todo pudo haber sido diversamente de como es. Es
decir, no existe necesariamente, es contingente. No encuentra en sí mismo la
razón de ser de su existencia actual.
Ahora bien, la pura contingencia es irracional. Es como decir que la
rama se rompió a sí misma sin ninguna causa. Nada la rompió. Pero si nada la
rompió, entonces tendría que estar derecha como las demás. Insisto. La
imposibilidad de deducir las características de esta causa no afecta en lo más
mínimo a la necesidad de que exista una causa. Referido a la existencia del
mundo, de la realidad contingente, se da la misma afirmación: no sé cómo es
esta causa, pero sé al menos dos cosas, en primer lugar que existe una causa, y
en segundo lugar, que tiene el poder, la capacidad, de influir sobre aquello
que causa, es decir sobre el efecto. Al ver la rama rota afirmo con necesidad
que 1º hay una causa de esa rotura y 2º esa causa tiene la fuerza suficiente
como para romper la rama.
Así ocurre con el universo contingente en su conjunto. La existencia
misma del mundo exige una causa, y esta causa debe tener tanta fuerza, tanta
capacidad, al menos para estar en el origen del existir mismo del mundo.
De este modo podemos responder satisfactoriamente al problema
fundamental: ¿es posible pasar de lo evidente a lo no evidente en la
argumentación sobre la existencia de Dios? Sí, es posible. Lo evidente es el
ser mismo de las cosas y su insuficiencia, su incapacidad para
autojustificarse. Ese ser contingente evidente exige la afirmación de una causa
proporcionada no evidente, es decir, una causa capaz de crear, de dar el ser
que las creaturas no pueden darse a sí mismos. A esta causa primera
omnes
Deum apellant, todos llaman Dios.■