Autor: Zenit.org | Fuente: Zenit.org
Monseñor Luigi Giussani: «La fe se nos da para transmitirla»
Palabras de Mons. Luigi Giussani, fundador del movimiento eclesial Comunión y Liberación en el que habla del nuevo rostro que deben comunicar las parroquias.
¿Puede el hombre salvarse por sí mismo? A esta
pregunta Cristo responde: no, no puede salvarse por sí mismo, sino por la
compañía de lo Divino, del Misterio que se ha puesto al lado del hombre
asumiendo su humanidad; Cristo responde de esta manera a la exigencia suprema
del hombre, que es la de su propia salvación. Una respuesta inconcebible e
imprevisible para la necesidad humana de salvación. Por eso, cuanto más
consciente es el hombre de su propio límite (fragilidad, error, incapacidad)
más puede estar dispuesto a acoger esta respuesta. Me parece muy significativa
la frase de Reinhold Niebhur: «No hay nada más increíble que la respuesta a un
problema que no se plantea». El obstáculo más grave para reconocer a Cristo es
no reconocer la propia necesidad humana, no atender a la pregunta que
constituye nuestra humanidad.
¿Cómo se hace presente aquí y ahora lo que sucedió hace dos mil años? Cada uno
de nosotros lo sabe más o menos bien; se hace presente a través de la Iglesia,
cuerpo de Cristo, como escribe san Pablo en la Carta a los Efesios: la Iglesia
«plenitud de Cristo» (Cf. Ef 1, 22-23).
Cristo está presente en la Iglesia. El Santo Padre lo recuerda en un discurso
memorable para mí: «El nacimiento del cuerpo eclesial como institución, su
fuerza persuasiva y su capacidad de congregar tienen su raíz en el dinamismo
de la gracia sacramental» (Juan Pablo II a los sacerdotes que participaban en
los Ejercicios espirituales promovidos por Comunión y Liberación, Castel
Gandolfo,12 de septiembre de 1985). Es decir, el nacimiento del cuerpo
eclesial, que es la forma con la que Cristo está presente aquí y ahora, es
obra del Espíritu, Dominum et vivificantem.
Pero, ¿cómo se relaciona la Iglesia conmigo, cómo alcanza a cada persona?
¿Cómo se produce esta influencia, este vínculo? El Papa contesta así: el
nacimiento del cuerpo eclesial como institución y fuerza persuasiva con
capacidad de congre gar tiene su raíz en el dinamismo de la gracia
sacramental, a partir del Bautismo, «pero encuentra su forma expresiva, su
modalidad operativa, su incidencia histórica concreta en los diferentes
carismas que caracterizan un temperamento y una historia personal» (ibídem).
El Papa llama carisma a la modalidad con la que la Iglesia asume una forma
expresiva en una circunstancia histórica concreta. La forma expresiva implica
una determinada circunstancia histórica concreta; de lo contrario,
permanecería abstracto. Su incidencia histórica concreta se realiza mediante
los diferentes carismas que caracterizan un temperamento y una historia
particular. Recordemos que la palabra carisma tiene la misma raíz que la
palabra gracia, karis, y significa la energía con la que el Espíritu, al
intervenir, recrea al discípulo de Cristo. Si no fuese algo concreto, adecuado
a mi temperamento y a mi historia, la Iglesia sería algo abstracto.
Continuaba el Papa en el citado discurso: « Los carismas del Espíritu siempre
crean afinidades destinadas a dar a cada persona apoyo para realizar su tarea
objetiva en la Iglesia» (ibídem). Mediante estas afinidades se crea una
comunión: «La creación de esta comunión es una ley universal. Vivirla forma
parte de la obediencia al gran misterio del Espíritu» (ibídem).
¿En qué consiste la obediencia al gran misterio del Espíritu? En una sola
cosa: «En creer en Jesucristo». Cristo se hace presente aquí y ahora mediante
un carisma que, al valorar un temperamento, una personalidad y una
sensibilidad, una historia personal, crea una afinidad y establece una
comunión; obedecer a esta comunión es obedecer al gran misterio del Espíritu.
¡Es ir hacia Cristo!
Imaginemos una parroquia de tres mil habitantes con un solo sacerdote. Todos
los domingos predica desde el púlpito y, sin embargo, deja indiferentes a los
fieles. En ese pueblo la fe languidece, siguen yendo a la iglesia por ciertos
recuerdos que perduran; los qu e tienen una cierta vivacidad es simplemente
por una costumbre piadosa; la personalidad de ese sacerdote no es incidente.
En un determinado momento le trasladan a un destino con más prestigio. Llega
otro sacerdote que han enviado allí por tener problemas con la curia.
Habla el primer domingo en la iglesia y enseguida cinco personas de las
quinientas que están presentes quedan impresionadas y empiezan de nuevo a
interesarse por la Iglesia y por la fe. Si esas cinco personas van al párroco
y le dicen de diferentes maneras: «Oiga, me conmovió su predicación del
domingo, comprendí que la fe tiene que ver con mi vida y quiero que mi vida
tenga que ver con la fe»; entonces el párroco, como en ese pueblo no hay nada,
dice: «Vamos a reunirnos y formamos un pequeño consejo pastoral». En el
consejo pastoral recién creado tratará sobre todo de cuidar a esos cinco y con
ellos intentará afrontar los problemas de la parroquia; como dos de ellos son
marido y mujer y están bien situados p orque él es médico y ella profesora,
crean enseguida algo en el pueblo, tal vez un ambulatorio gratuito para los
pobres o un centro de refuerzo escolar para los niños. Después se unen a ellos
otras familias. Unos meses después la parroquia es irreconocible: hay una
intensa participación en la vida de la Iglesia, una familiaridad entre los
fieles y su pastor, esa gente tiene una esperanza y un deseo de conocer la fe
y la doctrina que antes no tenía; porque el sacerdote que llegó tenía una
personalidad, una sensibilidad, un temperamento y una historia personal que
los ha movido, ha creado movimiento. Lo que ha nacido se llama “movimiento”.
Con el párroco anterior no había sucedido, no por su culpa, sino porque los
tiempos del Espíritu son los tiempos del Espíritu. Por tanto, en el caso del
segundo párroco ha actuado un carisma y el carisma se identifica precisamente
por tener una incidencia histórica.
Sin el movimiento que he tratado de describir una parroquia es árida, qued a
como una simple institución. He contado muchas veces a mis amigos la historia
de mi madre y del sacerdote de Desio, don Amedeo. Desde el confesionario, más
que desde el oratorio femenino [las actividades de la parroquia; ndt.], este
sacerdote creó una realidad de un centenar de mujeres, todas de familias
cristianas y pertenecientes a la parroquia, todas hijas de María; respondían a
las necesidades de la parroquia, iban a misa a las cinco todas las mañanas y
acudían cuando había alguna necesidad. Eran conocidas en el pueblo. Ese
sacerdote desde el confesionario creó en la parroquia y en el pueblo un
movimiento. Si en vez de cien hubieran sido cien mil ¡habrían hablado de ellas
en el Corriere della Sera! Hace sesenta años, don Amedeo, coadjutor de mi
parroquia, había guiado desde el confesionario a muchos jóvenes hacia una
madurez cristiana que permitió que después formaran muchas familias muy
cristianas y que estaban siempre disponibles para ayudar al párroco en las
diferentes neces idades de la parroquia.
Con esto he querido subrayar la naturaleza absolutamente personal de la
modalidad con la que Cristo, presente aquí y ahora en la realidad de la
Iglesia, se hace expresivo, persuasivo, pedagógicamente eficaz y edificador,
construye un pueblo.
Creo que el Papa ha introducido con el término “movimiento” una categoría
eclesial fundamental en la descripción del dinamismo pastoral.
La palabra movimiento no describe un fenómeno especial que tiene que ver
conmigo porque nosotros constituimos un movimiento reconocido por la Iglesia,
sino que es algo que, ante todo, indica una modalidad permanente en la
historia de la Iglesia para que la fe sea persuasiva, pedagógicamente eficaz y
constructiva y cambie la vida. Esto se ve muy claro al leer la alusión a
Áquila y Priscila en las cartas de san Pablo. El Espíritu descendió al corazón
de las personas que fueron a casa de unos o de otros mediante un temperamento
y una historia personal. Y si n osotros no entendemos bien este origen de un
movimiento, no podemos conocer la modalidad con la que la institución que
tenemos entre manos –parroquia, asociación, grupo– puede cobrar vida y, por
tanto, podemos tener pretensiones y volvernos cínicos, perder la esperanza.
Por ejemplo, si como párroco veo llegar a personas que me dicen: «Queremos
colaborar» y me doy cuenta de que son entusiastas y de que están vivas por
algo que las ha movido (puede ser el encuentro con un movimiento), lo primero
que debo desear es que profundicen con fidelidad en lo que las ha despertado,
en la experiencia que les ha movido. Porque sólo así pueden ser útiles para la
comunidad parroquial.
La finalidad de todo lo que sucede en la Iglesia es la adhesión a Cristo para
hacer presente su victoria en el mundo y, por tanto, para anticipar el final
del mundo.
En la siguiente frase se subraya, desde el punto de vista existencial, el
contenido doctrinal, el objeto vivo de la fe, la adhesión de la vida: «Ya
comáis, ya bebáis; ya veléis, ya durmáis, en la vida y en la muerte» (Cf. 1Ts
5,10), es decir, en todo, para que el mundo esté cada vez más impregnado del
milagro de un testimonio, para que el mundo Le reconozca cada vez más: esto es
la misión. Cristo mismo definió la finalidad por la que vino al mundo en el
XVII capítulo de San Juan: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo» (Cf. Jn 17,3-4).
La finalidad de la fe que hemos recibido es la misión: la misión no para el
más allá, sino en este mundo. Esta es la categoría propia de nuestra relación
con el mundo, cuyo primer aspecto se da en nosotros mismos: la misión arranca
del asombro por vernos creados de nuevo y vivificados. La parroquia estará
viva en la medida en que tenga párrocos y fieles para los cuales la sorpresa
del acontecimiento de Cristo encontrado y reconocido sea el horizonte
totalizador de su pensamiento y de su acción, la conciencia de s í mismos y el
amor apasionado por el misterio y el destino de los hombres hermanos.
Por tanto, la palabra “movimiento” describe la modalidad existencial histórica
con la que la Iglesia está viva. Y, a mi entender, un sacerdote responsable de
una parroquia o de la comunidad de un movimiento, si no reza al Espíritu y no
tiende a suscitar una realidad “en movimiento” deja a la Iglesia como una
tumba, su parroquia como la gestión de unos locales y su comunidad como un
grupo con un mero valor psicológico o sociológico.
Si una parroquia está viva, es movimiento –en el sentido en el que lo afirmaba
Juan Pablo II: «La Iglesia misma es “un movimiento”» (A los participantes en
el Congreso “Los movimientos en la Iglesia”, Castel Gandolfo, 27 de septiembre
de 1981). Por eso el movimiento no es alternativo en ningún sentido a la
institución, sino que indica la modalidad con la que la institución cobra
vida, es misionera; porque la fe no se nos ha dado para conservarla, sino para
comunicarla; no se puede conservar si no se tiene pasión por comunicarla.
[Original difundido por «Comunión y Liberación»]