LA EUCARISTÍA HACE LA IGLESIA
 

 

       I.-LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO PERFECTÍSIMO DE LA NUEVA LEY

 

       La Eucaristía no es uno más de los sacramentos, sino el más perfecto de todos. La razón es obvia: en él está presente el mismo Autor de los Sacramentos. Pero no se agota ahí su riqueza de contenido, ya que -como dice la Carta encíclica “Redemptoris hominis”- “es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia".

       "La divina Eucaristía -escribe Pablo VI en la “Mysterium fidei” -confiere al pueblo cristiano una incomparable dignidad, ya que no sólo mientras se ofrece el sacrificio y se realiza el sacramento, sino también después, mientras es conservada, en iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, el Dios con nosotros".

       La Eucaristía, en efecto, a diferencia de los demás Sacramentos, que existen sólo cuando se usan -(" in aplicationes materiae ad hominem santificandum") existe aunque no se reciba, porque "perficitur in ipsa consecratione materiae"; y es, por eso, sacramento absoluto y permanente: "continet aliquid sacrum absolute, sc. ipsum Christum"; mientras que los otros seis contienen "aliquid sacrum in ordine ad aliud, sc. virtutem ad sanctificandum" [1]. Esta presencia sacramental de Cristo con su cuerpo, con su sangre, con su alma, con su divinidad -comenzada en la transustanciación, y que no cesa mientras no se corrompen las especies-, tiene una doble referencia: a Dios y a los hombres. La primera es de ofrenda sacrificial a Dios, y la segunda sacramental, de santificación de los hombres. Está "viviendo por el Padre" en favor nuestro, para que nosotros "vivamos por El" [2], según la doble dirección de la mediación de Cristo, ascendente y descendente, sacrificial y sacramental.

 

       La referencia sacramental no se agota en el "uso" del Sacramento como "manjar de vida". Su presencia permanente en el tabernáculo es centro y raíz de toda la vida de la Iglesia, "raíz y cumbre de la vida cristiana y de toda acción de la Iglesia. Es nuestro mayor tesoro, que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia"[3]. "Cuius ratio est quia continetur in ipso ipsa causa universalis omnium sacramentorum" [4].

 

A veces no se advierte que la presencia permanente de Jesucristo en el sagrario tiene también una referencia sacrificial, de mediación ascendente, que mira a Dios. También en el Sagrario se conserva lo que se hizo en el altar, de modo tal que puede afirmarse que además de estar como sacramento que nos vivifica, está como Hostia ofrecida al Padre, en unión de su Cuerpo místico, rindiendo culto de adoración, agradecimiento y compensación propiciatoria. Es el "iuge sacrificium" o sacrificio permanente del Cristo total, Cabeza y miembros, como hostia pura y agradable al Padre. Cristo Nuestro Señor continua pidiendo, en el Sagrario y con un incesante clamor de compensación propiciatoria, que se apliquen sus satisfacciones y méritos infinitos pasados a tales o cuales almas. "Interpellat pro nobis primo repreasentando humanitatem suam quam pro nobis assumpsit". Pero no sólo lo hace así presentando sus llagas como credenciales de los méritos pasados. También lo hace "exprimendo desiderium quae de salute nostra habet"[5]. De este deseo participan los bienaventurados, según el grado de su caridad [6].

 

 

 

       II. LA PRESENCIA EUCARÍSTICA COMO GARANTÍA DE LA PRESENCIA SALVÍFICA DE CRISTO EN LA IGLESIA, SACRAMENTO UNIVERSAL DE SALVACIÓN.

 

Se discute entre los teólogos si Cristo glorificado al realizar la aplicación del tesoro redentor, con la activa cooperación de la Iglesia, su esposa, único instrumento de redención universal (L G 9b), interviene siempre en tanto que sacramentado; es decir, en relación con el misterio eucarístico, cuya raíz es la renovación sacramental del Sacrificio de Cristo, en “la hora” de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12,13).

       Muchos responden negativamente. Toda la gracia deriva -dicen- de Cristo glorioso, fuente de la gracia, sacramentalmente presente en la Eucaristía. Pero no la dispensa en su totalidad "prout et quatenus adest sub speciebus. Probandum esset rem ita disposuisset ut gratiam nullam concederat nisi in conexione cum praesentia sacramentali"[7]. Sin embargo, parece imponerse, tras un examen atento de las fuentes teológicas, la respuesta afirmativa que es sostenida por Santo Tomás según la interpretación de Juan de Sto. Tomás y otros autores de la Escuela, muy especialmente por E. Sauras, que ha estudiado profunda y extensamente el tema en numerosos trabajos (Cf. p. ej. Com. a. t. XIII de la S. Th. BAC), De la Taille, Filagrassi, Dieckamp, De Lubac, Journet, etc... Este último autor p. ej. escribe "toda la gracia santificante del mundo depende de la gracia de la Iglesia, y toda la gracia de la Iglesia depende de la Eucaristía" (L’Eglise du Verbe Incarné, Madrid 1986, 145 ss, t. II, p. 670).

       Basten ahora unos breves apuntes para resumir la amplia argumentación sobre el tema de la tesis doctoral para la Laurea de Teología en la Universidad Lateranense (1958), que reviso ahora con vistas  a su pronta publicación (La Eucaristía y la unidad de la Iglesia).

       Desde las célebres afirmaciones de S. Pablo a los Corintios. 1 Cor 10, 17, Cf. 11, 25), hasta las recientes declaraciones del último concilio, pasando por los grandes desarrollos patrísticos, medievales y modernos, la Iglesia ha visto su propia unidad en íntima relación con el misterio eucarístico. Es un asunto muy tratado "en las muchas y bien escritas publicaciones destinadas a investigar más profundamente... la doctrina en torno a la Santísima Eucaristía... en su conexión con el misterio de la Iglesia” (Pablo VI, Mysterium fidei, AAS 67 (1965), 754).

       Los textos escriturísticos son perentorios: sin la participación eucarística en el cuerpo y en la sangre del Señor "no tendréis vida [8] (con clara alusión a su victimación sacrificial), como tampoco "resurrección de vida en el último día" [9]. Por eso la unidad vital de la Iglesia, de los miembros con la Cabeza y entre sí, está causada por esa participación: "unum corpus multi sumus, omnes quae de uno pane participamus" [10]. (Pueden verse comentados los textos principales en F. Puzo, la unidad de la Iglesia en función de la Eucaristía, en "Gregoriarum", 34 1953, 145-186, y E. Sauras, Lo general y lo específico en la gracia de la Eucaristía, en "Teología espiritual", 1957 p. 189 ss).

       Si añadimos razones de tradición y de sólida argumentación teológica, parece imponerse la doctrina de Santo Tomás recogida en el Catecismo de S. Pío V: todos los efectos salvíficos de los sacramentos derivan de la Eucaristía ("Eucharistia fons, coetera sacramenta rivuli"), porque es “fons omnium gratiarum, a quo tamquam a fonte ad alia sacramenta, quidquid boni et perfectionis habet, derivatur" (Catec. C. Trento II, 4, 40 y 47) y a fortiori los del resto de los medios de santificación, que o bien anticipan la gracia sacramental o bien diponen a ella.

       En la Encíclica "Mystici corporis" se atribuyen expresamente los mismos efectos universales a la Hostia clarificada en el cielo y a la Hostia presente en la Eucaristía. "Tum eucharistica hostia in terris, quam clarificata in coelis, ostensione vulnerum precumque effusione  a Patre Aeterno efflagitat (divinae bonitatis thesauros); Christus... quos olim a cruce pendens inchoavit, id perpetuo continenterque in coelisti beatitate peragere non desinit" [11].

       El Concilio Vaticano II se hace eco de esta doctrina tradicional y la propone con su autoridad[12], enseñando que la Eucaristía es el sacramento que "apte significatur et mirabiliter efficitur" la unidad del pueblo de Dios que constituye en Cristo un solo cuerpo. "Signo y causa de la unidad del Cuerpo místico" (Pablo VI, Myst. fidei).

       El magisterio de Juan Pablo II, desde su primera encíclica -pragmática de todo su pontificado, tanto de su magisterio y predicación, como de su acción pastoral[13]- hasta la reciente carta a los sacerdotes, firmada en el Cenáculo de Jerusalén durante su peregrinación jubilar del 2000, propone de manera recurrente la misma tradición teológica[14].

       La unidad eclesiástica -el "Corpus mysticum"- sería la "res tantum", o efecto salvífico último del misterio eucarístico, "significata el non contenta" por su signo externo, que son las especies consagradas ("sacramentun tantum"). Pero esta unidad está hecha posible sólo en virtud de la presencia sustancial del cuerpo y de la sangre del Señor, Sumo y Eterno Sacerdote ("res et sacramentum"), "significata et contenta" en las especies consagradas, que constituyen su signo sacramental externo.

       Es, efectivamente, la presencia sacramental real-sustancial de Cristo redentor (y de su sacrificio hecho presente sacramentalmente en nuestros altares) la razón última de la fuerza unitiva de la Eucaristía, que así entendida y sólo así, significa y causa la unidad de la Iglesia. H. de Lubac ha visto una prueba muy significativa de esa mutua inmanencia entre Iglesia y Eucaristía, en el cambio de terminología para designar ambas magnitudes operada en la tradición, y acuñó una frase para designarla que ha hecho fortuna: "La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia"[15]. Se designaba, en efecto, hasta la crisis de Berengario, con la expresión "Corpus Mysticum" al Cuerpo eucarístico del Señor, que "hace" la Iglesia, comunicándola la gracia de la redención "qua Ecclesia copulatur" et "fabricatur"; y a la Iglesia el "Corpus verum" de Cristo cabeza, formado por la fuerza unitiva de la Eucaristía[16].

       Fué precisamente para salvaguardar el realismo de la presencia eucarística, puesto en entredicho por Berengario, por lo que se evitó el adjetivo "místico" para designar al cuerpo del Señor presente en el Sacramento, y se cambió la terminología: "Corpus verum", comenzó a designar al Cuerpo del Señor presente en la Eucaristía "por transustanciación"; y por una metonimia o deslizamiento significativo de la causa al efecto, se llamó a la Iglesia "Cuerpo Místico" en cuanto causada por aquélla.

       Hay sólidas razones teológicas además de las positivas fundadas en las fuentes de la Revelación -Escritura y Tradición bajo la guía del Magisterio-, para concluir en lo mismo. Sólo así se asegura la intervención de la Esposa de Cristo, a la que ha querido asociar como corredentora en el orden de la Redención subjetiva, en la dispensación del tesoro Redentor. “La Cruz lo hace todo, la Misa lo aplica todo”[17]. La primera es sacrificio de Cristo solo. La segunda es sacrificio de Cristo y de su esposa, la Iglesia, que debe aportar como corredentora, en el orden de la redención subjetiva, lo que falta a la Pasión de Cristo, “para que se realice la obra de la redención”, aplicando sus frutos a través del tiempo y del espacio. Como María, su tipo y figura perfecta, fue asociada en la redención objetiva a todos los dolores del nuevo Adán -que ofreció heroicamente en unión de su Hijo con amor obediente, como nueva Eva- también la Iglesia debe intervenir en la aplicación del tesoro redentor, de modo tal que Cristo nos comunique -por su Espíritu, fruto de la Cruz- su vida y sus otros dones a ella ordenados (carácter, carismas, etc), con la cooperación de su Esposa que lo hace presente entre nosotros en el misterio eucarístico: es decir, precisamente en cuanto sacramentado [18].

       "Cristo vive en su Iglesia... en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad. De modo especial Cristo sigue presente en nosotros, en su entrega diaria de la Sagrada Eucaristía... La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo" [19]. Precisamente porque es raíz de toda la vida sobrenatural o su fuente ("Eucharistia fons, cetera sacramenta rivuli", había escrito en Catecismo del C. de Trento) no existe otra garantía de la presencia salvífica de Cristo salvador en el mundo, por cualquiera medios de santificación, que su presencia eucarística, pues de ella derivan eficientemente y a ella se ordenan como fin y culmen de la vida de la Iglesia, tanto de origen sacramental como extrasacramental.

       Quizá por eso el Señor ponga en relación el enfriarse de la caridad y la apostasía de los últimos tiempos "¿acaso encontrará fe sobre la tierra?", que da lugar a la tribulación suprema “cual no la ha habido ni la habrá”, -cuyo tiempo será abreviado en gracia a la oración de los elegidos -con la abominación de la desolación en el lugar sagrado" [20], predicha por Daniel. Esta no es otra que "la desaparición de la Hostia y el sacrificio perpetuo": del sacrificio eucarístico, según la exégesis patrística a Dan. 9,27 [21]. Ya en la prefiguración de la antigua. alianza como enseñó Ezequiel con tanta fuerza, Dios no permite "retirarse" del templo, de su presencia salvífica en él (la "schekinah"), sino como castigo por la infidelidad de su pueblo, y muy especialmente por la degradación del sacerdocio, con vistas a su purificación [22]. En la nueva y definitiva alianza en su sangre el Señor nos ha garantizado su presencia entre nosotros hasta el fin de los siglos por el "anuncio" [23] de su Muerte en el Sacrificio eucarístico. Por eso la amenaza de desaparición del mismo por la "abominación de la desolación en el lugar sagrado", le "obliga" a intervenir en el curso de la historia, para evitar que la abundancia del mal enfríe la vida teologal de caridad y de fe sin la que se pondría en grave peligro la "necesaria" presencia salvífica en la Eucaristía y  -con ella- la misma Iglesia: pues "la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia" [24].

 

 

III. EL EFECTO GENERAL DE LA EUCARISTÍA -SACRIFICIO Y SACRAMENTO PERMANENTE- POR EL QUE CAUSA "TODA" LA VIDA DE LA IGLESIA, Y LA UNIDAD, NO SOLO CONSUMATIVA, DE LA MISMA.

 

Según aquellos autores que niegan la tesis que hemos expuesto -que coincide con el pensamiento de Sto Tomás y el magisterio de Juan Pablo II, desde su encíclica pragmática de su pontificado “Redemptor hominis”- al decir que la Eucaristía "hace" o edifica la Iglesia no se ha de atribuir ese efecto al solo sacrificio de la Misa y al sacramento de la presencia permanente que implica, toda vez que, “obviamente, se celebra y adviene en una Iglesia que existe con anterioridad a ella": sin la Iglesia jerárquicamente estructurada no hay Eucaristía [25]. ¿Cómo responder a esta objeción?

       Es cierto que la Iglesia que celebra la Eucaristía, como señala justamente P. Rodríguez, no es una masa amorfa, sino una Iglesia ya una y unida: es una Iglesia que tiene "unus Dominus, una fides, unum baptisma" [26]. El Bautismo, por el que Cristo pasa a ser nuestro Señor, y la unidad y profesión de fe objetiva (que significa exteriormente la fe subjetiva que se tiene en el corazón) constituyen la base eclesial primera e indispensable para participar rectamente del Augusto Sacramento. Por eso dice Sto. Tomás: "el pecado contra la fe, al separar radicalmente de la unidad de la Iglesia, es rigurosamente hablando, el que hace al hombre más inepto para la recepción de este sacramento, que es precisamente el sacramento de la unidad eclesiástica, que se da principalmente por la unidad de fe, pues es precisamente la congregación de los fieles [27]. Lo que el Credo proclama en palabras, la acción litúrgica, cuyo centro nuclear son los sacramentos ("protestationes fidei", S. Th. III, 61,4) lo pone en acto. Especialmente la Eucaristía que "anuda en sí todos los misterios del cristianismo" (Cfr. CEC 1325) y "nos sitúa entre los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia". Más aún: en virtud del "nexus mysteriorum", "es toda nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús en su presencia real bajo los accidentes de pan y vino" [28]. Por eso no tiene sentido hospitalidad eucarística a quien no profesa, -al menos implícitamente, como parece suponer la reciente disciplina, propiciada por el actual ambiente ecuménico [29]- la integridad de la fe católica [30].

       Además de la fe y el Bautismo, la Eucaristía supone también, obviamente, el ministerio sacerdotal jerárquicamente estructurado. El Cuerpo de Cristo está en el altar no como consecuencia de una iniciativa espontánea y privada de hombres que quieren ser una sola cosa, sino de una acción de naturaleza jerárquica: es el efecto del ejercicio de poderes ministeriales conferidos por Cristo, poderes que no tiene cualquiera, sino sólo los Apóstoles y sus sucesores, que son los obispos y subordinadamente, los presbíteros. Aparece así, como momento esencial y constituyente de la celebración eucarística, la estructura fundamental de la Iglesia, jerárquicamente ordenada. Es una acción de la "Comunidad sacerdotal jerárquicamente estructurada" [31]. No es la unidad de la Iglesia, efectivamente, el mágico resultado de unificar un caos precedente, sino la consumación de una unidad eclesial previa. Para que pueda darse la "res tantum" del sacramento eucarístico, que es la unidad del Cuerpo místico, es necesaria  la "res et sacramentum": el cuerpo y la sangre verdaderos de Cristo, hecho presente en la consagración del pan y del vino, al renovar el sacrificio del Calvario. Pero la consagración supone el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente y no sólo en grado[32] del sacerdocio común de los fieles, propio del carácter del bautismo y de la confirmación; y por consiguiente, una comunidad estructurada orgánicamente por los caracteres sacramentales, reunida en torno al altar [33], con el celebrante actuando "in persona Christi Capitis"[34] por virtud del sacramento del Orden, que lo sitúa en al ámbito del poder ministerial, unido a la sucesión apostólica. Supone, pues, una unidad fundamental de bautismo y de fe, estructurada jerárquicamente por el sacerdocio ministerial, bajo la jurisdicción del Supremo Pastor, el sucedor de Pedro.

       Todo eso es muy cierto. Pero ¿se concluye de ahí que la Iglesia, existe como unidad fundamental de Bautismo y de fe, y como unidad estructurada por el sacerdocio jerárquico, previamente y con independencia de la Eucaristía, cuya función se limitaría a conducir a "unidad consumada" una "unidad incoada" previa e independiente de la misma? De ninguna manera, las fuentes teológicas parecen atribuir al minsterio eucarístico, según veíamos, una función universal de aplicación de todo el tesoro redentor [35].

       La confusión procede, a mi parecer, de no distinguir el efecto específico del general del ministerio eucarístico. Hay una gracia sacramental específica, propia de la comunión eucarística, que forma parte del número septenario, como mesa del convite. Pero tiene también, considerado como ara del sacrificio y como tabernáculo de la presencia permanente sustancial de Cristo en estado de víctima, un efecto general: su "res significata et non contenta" es el "Corpus Mysticum" en su integridad, por ser fuente de toda gracia y de todos los dones espirituales que a ella se ordenan.

       La comunión del banquete sagrado “eucarístico” confiere como gracia sacramental especial, la gracia cibativa (como suele ser tradicionalmente llamada, después de Juan de Santo Tomás), de aumento y consumación de la vida espiritual, que conduce a la unidad consumada "in via" de la Iglesia. Así considerada, es la Eucaristía culminación y fin de los demás sacramentos. Pero Cristo sacramentado está presente en ellos como el fin en los medios y la caridad en las virtudes, por el "votum" implícito objetivo de comunión vital con Cristo "prout sacramentatum” que les hace participar del efecto vivificante (cfr. Jn 6, 53) que le es propio (a modo de "comunión espiritual objetiva" con el misterio eucarístico, distinto de la comunión espiritual subjetiva que anticipa la comunión sacramental, a la cual se ordena toda la vida cristiana como consumación “in via” de la alianza nupcial de Dios con el hombre y prenda de la glorificación escatológica en un universo transfigurado). La eucaristía no es sólo -recuérdese- mesa del convite sacrificial, "uso" del "sacramentum perfectum dominicae passionis, continens ipsum Christum passum", por la comunión sacramental de la víctima del sacrificio presente como fruto del mismo, que tiene como efecto sacramental específico conducir a la unión transformante con Cristo (“auget, reparat, sustentat, delectat”). Es también, en cuanto "ara del sacrificio" y "tabernáculo de la presencia permanente” de Cristo glorioso en estado de víctima, fuente de todas las gracias"[36].

       Así considerada, la Eucaristía es "causa de todo el bien espiritual de la Iglesia" [37]: tanto del organismo sobrenatural de la gracia de las virtudes y dones, con las gracias actuales que lo activan, como de las gracias no formalmente santificadoras, pero que disponen a la justificación, tales como la fe informe. Todas estas gracias, formal o dispositivamente santificantes, son participación  o redundancia de la gracia capital de Cristo sacramentado. Es más: también hace participar del mismo principio activo radical de la gracia capital de Cristo, que es la unción del Espíritu, que obra la Unión hipostática de la humanidad santísima de Jesús con el Verbo, en cuya virtud queda "constituido en poder" de sacerdote, profeta y rey, mediante los sacramentos de consagración permanente e indeleble, por los caracteres sacramentales. Ellos son otras tantas participaciones de la "res et sacramentum" de la Eucaristía, que es la presencia de “Cristo mediador” entre Dios y los hombres en el ejercicio de su poder mediador; pues si nos hace partícipes de su triple poder, es para capacitarnos a tener parte activa -como mediadores en Cristo Jesús; con “alma sacerdotal” (en la sugerente expresión del Beato Josemaría Escrivá)- en su misión redentora, que fue consumada en el sacrificio de la Cruz, y sólo es aplicada con nuestra cooperación en el de la Misa, raíz y centro de nuestra misión corredentora. Son, pues, gracias de mediación

 

Los carismas, comunes y extraordinarios, también proceden de la Eucaristía; porque no tienen otra función que la de concretar, en cada situación eclesial, el peculiar modo de participación en la misión de la Iglesia, de culto, y de santificación activa y pasiva, propia de cada uno de sus miembros, a la que destina genéricamente el carácter sacramental.

 

 Los caracteres sacramentales no son, en efecto, sino "poderes" derivados e instrumentales de la "exousia" o potestad del Señor que el Padre entregó a Cristo, que por la unión hipostática quedó constituido en poder cultual santificador como sacerdote, profeta y rey, mediador entre Dios y los hombres, en cuya virtud nos redime con el sacrificio de su vida que culmina en el misterio de la Pascua. Pero así como siendo el carácter una potencia de orden espiritual, precisa de los "hábitos operativos" (virtudes y dones), para vencer la indeterminación de su dinamismo, orientándolo hacia su recto ejercicio, así también para que se determine en si mismo como "poder" habilitándolo para funciones al margen de la infalibilidad del "opus operatum" propia del ministerio de los sacramentos, singularmente para propagar la Palabra salvífica, Dios concede muy convenientemente los carismas, que habilitan para desempeñar una misión específica. Son como "antenas receptivas" o "transmisores" del mensaje salvífico, que facilitan la evangelización, convirtiendo al carácter sacramental en un canal transmisor, del que puede hacerse buen o mal uso “in eorum perniciem”, a diferencia de los hábitos virtuosos, buenas cialidades de la mente, de los que "nemo male utitur" (S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, II, 18). Sólo si se usan bien contribuyen indirectamente, por vía de mérito, a la santificación de su beneficiario. Son, en efecto, gracias "gratis datae" ordenadas a la santificación de los demás, pero no directamente del mismo sujeto que recibe el don, como ocurre en la gracia "gratum faciens" de las virtudes y dones[38].

 

       Las dos manos del Padre, el Verbo y el Espíritu –según la conocida metáfora de S. Ireneo-, que Él envía en laeconomía histórica de la salvación[39] no sólo dan origen a la Iglesia, sino que la mantienen de contínuo en su ser originario como institución visible, cuasi sacramento al servicio de la comunión invisible con Cristo en el Espíritu. La institución orgánicamente estructurada por los sacramentos, carismas y ministerios cuya raíz fontal es el misterio Eucarístico, que "hace la Iglesia", es constantemente recreada por aquella corriente vital Trinitaria de la doble misión del Verbo y del Espíritu, siempre conjunta e inseparable; ante todo en su movimiento descendente de oferta del salvación a través de gracias de mediación sacerdotal, profética y regal. El Espíritu asocia sacramentalmente en Cristo a personas concretas por la Palabra y los sacramentos, otorgándoles dones jerárquicos y carismáticos (LG 5)  -que aquí llamamos gracias de mediación- para que tenga parte cada una de ellas en la obra de la salvación. En ellas toma cuerpo la institución (cambian las personas, pero ella permanece) como comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada por los caracteres sacramentales y los carismas que los modalizan y orientan al cumplimiento de la vocación particular de cada miembro a lo largo de la historia, según la manera propia de participar en la misión salvífica de la Iglesia, para común utilidad; y siempre al servicio de la comunión salvífica con Dios y de los hombres entre sí que la caridad opera.

       Las gracias de mediación –los dones jerárquicos y carismáticos (LG 4 a)– por las que recibe de continuo el Pueblo de Dios, en su fase histórica, una estructura orgánica institucional como sacramento de salvación –pertenecen a la figura de este mundo que pasa. Son meros medios instrumentales, a manera de andamios (San Agustín)[40] –obviamente provisionales–, que se usan sólo mientras dura la construcción, al servicio de la edificación de la Iglesia –germen e instrumento del Reino de Dios–, según el “ordo Charitatis”. Están, pues, al servicio de la comunión salvífica con Dios, que la caridad opera, por el libre “fiat” del hombre a la voluntad salvífica de Dios en un movimiento ascendente hacia la plenitud consumada de comunión. Es decir, de las gracias de santificación, que se actúan por la libre cooperación del hombre con el don del Esposo –ofrecido a través de aquélla mediación institucional de la Iglesia (sacramento de la doble misión descendente del Verbo y del Espíritu)–, que reclama y posibilita el libre don de la esposa, con el que contribuye así a la dilatación del Reino de Dios, cada uno según su vocación particular. Tal es el "rostro mariano" de la Igle­sia, que refleja su más íntima esencia, a cuyo servicio ha provisto su divino Fundador la dimen­sión jerárquica-petrina.

       La Iglesia es, pues, en su esencia, el misterio de la Esposa. Los poderes apostólicos sitúan, ciertamente, a algunos de sus miembros, del lado del Esposo. Pero su función, aunque necesaria, es provisio­nal, está al servicio del buen ejercicio de su misión de Esposa, haciéndolo posible[41]. La dimensión petrina de la Iglesia tiene como razón formal hacer posible la actualización sacramental del don del Esposo, que capacita a la Esposa a aportar su propio don, libre y personal, asegurando la unidad de la fe y comunión del entero pueblo de Dios, mediante el ministerio de la palabra y los sacramentos. Éste tiene como raiz de su eficacia salvífica -y culmen de toda actividad eclesial (cfr. SC9)- la par­ticipación en el Cuerpo eucarístico de Cristo, con la que se forma su Cuerpo místico (cfr. 1 Cor 10,7). Se une así el don del Esposo -nuevo Adán- con la necesaria coope­ración del don de la Esposa -nueva Eva- para que "se reali­ce la obra de la redención" en la génesis y formación de  la estirpe espiritual de la Mujer, hasta que se complete el número de los elegidos[42].

 

       Por eso la institución de la Eucaristía fué entre todos, el acto fundacional por excelencia de la Iglesia nacida en el Calvario del costado abierto de Cristo, porque de una manera dinámica, misteriosa y sacramental, presencializa en el tiempo y en el espacio el sacrificio redentor de Cristo para que se realice la obra de la salvación contando con su libre cooperación [43]. "Esta es mi sangre de la alianza". "Díareje" es alianza y es testamento: el patrimonio de los bienes salvíficos que entrega a la Iglesia se concentra en la Eucaristía [44].

       La Iglesia se constituye así en nueva Arca de la alianza, cuando Cristo entrega ese poder (carácter sacerdotal del ministerio apostólico, participación de la potestad -exousia- que el Padre entregó a Cristo con la unión hipostática) [45] al darles la orden de renovar el rito de institución de la Eucaristía: "haced esto en memoria mía". Por eso la Iglesia, estructura orgánica institucional y visible que hace posible la renovación incruenta del sacrificio del Cristo, que vence para siempre al pecado y a la muerte, permanecerá inalterable a pesar de las asechanzas del enemigo. "Estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo", porque el Espíritu Santo garantiza ese "anunciar la muerte del Señor" del sacrificio eucarístico "hasta que venga". Pedro, la roca firme, asegura esa indefectibilidad al garantizar la recta celebración del Santo sacrificio de la Misa, como principio de unidad, en la fe y en la comunión, de la estructura ministerial del sacerdocio, capacitado por el caracter del orden, a renovar “in persona Christi Capitis”, el divino Sacrificio del Calvario [46].

       "La obra de nuestra Redención se cumple de continuo en el misterio del Sacrificio eucarístico, en el que los sacerdotes ejercen su principal ministerio" (P O 13). Santo Tomás ya había dicho claramente que "el sacerdote ejerce dos actos: uno principal, sobre el Cuerpo de Cristo verdadero; otro secundario, sobre el Cuerpo Místico de Cristo. El segundo acto o ministerio depende del primero, pero no al revés" (S. Th., Supl. 36,21). "Todo lo demás debe girar alrededor. Otras tareas: predicación, catequesis, etc... carecerían de base si no estuvieran dirigidas a encontrarse con El en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario en la Santa Misa, que si es el centro y la raíz de la vida del cristiano, lo debe ser de modo especial de la vida del sacerdote" [47].

       En el Sacrificio de la Misa la Iglesia se realiza a sí misma aportando el don de la esposa que coopera al don salvífico de Cristo su esposo. (Tal es el misterio de la Iglesia: la cooperación del hombre con el don salvífico de Cristo -en gracia y con la gracia- para que se realice la obra de la salvación). Todas sus otras actividades se ordenan de ella y de ella obtienen su eficacia salvífica. "La liturgia y en especial la Misa es la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (S C 10).

       Todo el ministerio sacerdotal, por consiguiente, está ordenado o fluye del sacrificio de la Misa, que sólo el sacerdote puede realizar. Si hay una idea claramente establecida y reiterada en el último concilio es este. Resulta tragicómica la generalizada concepción sobre el ministerio y vida de los sacerdotes al margen del altar, propio de un "metaconcilio" que refleja una profunda crisis de fe y de identidad sacerdotal. La eficacia del ministerio sacerdotal está en el altar, depende de él, como la de Cristo dependió de la Cruz. "Todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados en la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan. Así son ellos (los presbíteros) invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos, todas sus obras, en unión con el El mismo. Por lo mismo la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica" (PO 5).

       Por eso "en el ministerio del sacrificio eucarístico cumplen (los presbíteros) su principal ministerio" (PO 13), "enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre de la víctima divina en el sacrificio de la Misa, y hacer juntamente con ellos, la oblación de su propia vida" (PO 6).

       La Iglesia no se edifica sobre comités, juntas o asambleas. La palabra y la acción de sus miembros salvarán al mundo en la medida en que estén conectados con el sacrificio redentor de Cristo, actualizado en el misterio eucarístico, que aplica toda su fuerza salvífica. Toda palabra que se oye en la Iglesia, sea docente, exhortativa, autoritativa o sacramental, sólo tiene sentido salvífico, y edifica la Iglesia, en la medida en que es preparación, resonancia, aplicación o interpretación de la "protopalabra"[48]: la palabra de la “anamnesis” ("hoc est enim corpus meum...") que hace sacramentalmente presente al mismo Cristo y su acción redentora eternamente actual, al actualizar el sacrificio del Calvario para que se realice la obra de la salvación con la cooperación de la Iglesia, su esposa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 


     [1] S. Th. III, 73,1.

     [2] Jn 6,58.

     [3] JUAN PABLO II, Alocución, Madrid, 31-X-1982.

     [4] STO TOMÁS. S. Th. III, 75, 3, 1. Esta doctrina tradicional está recogida en el Catecismo de 1982 (CEC, 1324-5 y 1396). Cf. Eucaristicum Mysterium, 6.

     [5] STO. TOMÁS, In Heb. 7,25.

     [6] S. Th. III, 83,1. Cfr. H. DE LUBAC, Catolicismo. Los aspectos sociales del dogma, Madrid 1988, 81 ss. Sobre este tema trato ampliamente en mi libro de próxima publicación, La doble dimensión petrina y mariana de la Iglesia. La oración siempre viva en Cristo glorioso, -participada por sus miembros bienaventurados, expectantes activamente de la consumación del Reino de Dios- es el alma del santo sacrificio de la Misa y continúa activamente eficaz en un incesante clamor en el tabernáculo, hasta que vuelva. Entonces, cuando se haya dicho la última Misa, continuará la oración de Cristo glorioso y sus miembros glorificados, en la Jerusalén celestial, en permanente alabanza a la Trinidad. Sólo cesará entonces la oración de petición, porque ya Dios será todo en todos, después de haber puesto sus enemigos debajo de sus pies. (Cor  15, 17-18. Cfr. E. SAURAS, Teología y espiritualidad del sacrificio de la Misa).

        En el tabernáculo "encontramos el modelo perfecto de nuestra entrega. Allí está Cristo vivo, palpitante de amor. En aparente inactividad, se ofrece constantemente al Padre, con todo su Cuerpo Místico, con las almas de los suyos, en adoración y acción de gracias, en reparación de nuestros pecados y en impetración de dones, en un holocausto perfecto e incesante. Jesús Sacramentado nos da un impulso permanente y gozoso a dedicar la entera existencia, con naturalidad, a la salvación de las almas". A. Del PORTILLO, Cartas de familia, IV-1986.

     [7] J. A. ALDAMA, De Eucharistía p. 398. La misma posición -por no distinguir entre la Eucaristía sacrificio y sacramento de la presencia permanente (ambos aspectos de efecto universal), de la comunión sacramental como uno de los siete sacramentos (de efecto específico), aparece reflejada en el libro del Comité para el jubileo del año 2000, La Eucaristía, sacramento de la vida nueva. “No podremos sacar la conclusión de que la Eucaristía es manatial de la gracia para los demás sacramentos, o manantial de toda la vida de la gracia. Sólo Cristo es la fuente, y no lo es únicamente a través de la Eucaristía. La Eucaristía no puede ser vista como el canal a través del cual pasan todas las corrientes de la gracia. Ella, sin embargo, da la presencia de Cristo, que, a su vez, es el dueño soberano de la efusión de la gracia. Aquél que quería nutrir a la humanidad con la propia vida ha elegido la Eucaristía como medio privilegiado para ahondar en toda la profundidad de la vida humana y transformarla en vida divina”.

     [8] Jo. 6,53.

     [9] Jo. 6,54.

     [10] 1 Cor. 10,17.

     [11] PÍO XII, Mystici Corporis, AAS, XXXV 1943, 217.

[12]  Véase textos en P. RODRÍGUEZ, Iglesia y ecumenismo, Madrid 1937, pp. 306 a 314

[13] Cfr. Redemptor hominis, n. 20.

[14] Dice en ella que “este misterio encierra toda la vida de la Iglesia”. La Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo conduce. Junto con ésta, ha nacido nuestro sacerdocio en el Cenáculo”. JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes en el Jueves Santo del 2000, 30-III-2000, nn. 9 y 10.

[15] DE LUBAC, Meditatión sur l`Eglise, París, 1968, p. 101.

[16] Corpus Mysticum: l`Eucharistie et l`Eglise au Moyen age, 1946, del mismo A.

[17] La Resurrección no merece la gracia que reconcilia con Dios, ni satisface por el pecado (mediación ascendente), sino que lleva a su plenitud (en el orden de la mediación descendente), el triunfo de Cristo sobre el pecado y el “principe de este mundo” en la Cruz gloriosa, en la “hora” de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12). Por eso dice el Apóstol: “murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” Rm 4, 25).

     [18] Cf. E. SPRINGER, De SS. Eucharistia virtute atque necessitate, en "Gregorianum" 1928. Lutero negó -contradiciendo a S. Agustín, su padre y fundador (“el que te creó sin ti no te salvará sin ti”) esta cooperación, con su doctrina de la justificación (“sola gratia, sola Fides, sola Scriptura). Esta es la raíz de su negación de la Eucaristía como sacramento de la presencia permanente. Es decir, del sacrificio sacramental propiciatorio de Cristo y de su Iglesia para aplicar los frutos de la oblación única del sacrificio expiatorio del Calvario. Cfr. J. FERRER ARELLANO, Lutero y la reforma protestante, Madrid, Palabra, 1996.

     [19] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER. Es Cristo que pasa, n.102.

     [20] Cf. Mt. 24 y lugares paralelos.

     [21] Cf. 8,12; 11,32.

     [22] Cf. L. BOUYER, La Biblia y el Evangelio, 1977, c.v. El problema cultual.

     [23] Actualización sacramental de la inmolación del Calvario para aplicar sus frutos "anamnesis".

     [24] La frase, acuñada por De LUBAC. (Ibid), ha sido asumida por la catequesis de Juan Pablo II, y por el mismo Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 (CEC 1396)..

     [25] Cf. p.ej, J. L. ILLANES, La Santa Misa centro de la actividad de la Iglesia, en "Scripta theológica", 1993 p. 743.

     [26] Eph. 4,5. F. RODRÍGUEZ, Iglesia y ecumenismo, ibid.

     [27]  Exp. I Decretalis II.

     [28]  J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit. n. 73; Conversaciones, n. 113.

     [29] Cf. C.I.C. de 1983, c. 844.

     [30] "Aquel a quien la gracia haya concedido una tal fe (en la transustanciación), ese ya no es protestante. Se ha vuelto la espalda a Lutero y a Calvino, escribió Ch. Journet (L´hospitalité eucharistique, en "Nova et vetera" 1975, 63).

        Han sido eficaces las certeras críticas (p. ej., P. RODRÍGUEZ, Ibid. 375) a los abusos de un falso ecumenismo, a que daba pie- por interpretación abusiva- la expresión del directorio ecuménico de 1967 (AAS 59, 574-592), -en el que concede el acceso de Eucaristía al hermano separado en peligro de muerte, o en caso de necesidad urgente, siempre que este "rite dispositus" y manifieste una fe "cosentaneam fidei Ecclesiae"-. De hecho el Código del 83 ha sustituído estas últimas palabras por una inequívoca declaración de confesar la misma fe en todos los dogmas referentes a la Eucaristía que profesa la Iglesia católica. En ese caso, que dudo pueda darse nunca, sin que sea facilísima su explícita conversión y consiguiente readmisión a la Iglesia católica, ese tal tiene el corazón católico ("corde creditur ad iustitiam") y se facilita grandemente la superación de posibles prejuicios contra otros dogmas, con lo cual se le abriría la puerta a recibir antes el sacramento de la penitencia; teniendo en cuenta, por una parte, el "nexus mysteriorum" y su recapitulación en el misterio eucarístico; y de otra que la confesión de fe o "exterior locutio ordinatur ad significandum id quod concipitur" (S. Th. II-II, 124, 5).

     [31] L G 11 a.

     [32] L G 10.

     [33] "Cuando celebro rodeado del pueblo, me encuentro muy a gusto sin necesidad de considerarme presidente de ninguna asamblea. Soy por un lado un fiel como los demás; pero soy sobre todo, ¡Cristo en el Altar!. Renuevo incruentamente el divino sacrifico del Calvario y consagro in persona Christi, representado realmente a Jesucristo, porque le presto mi cuerpo, y mi voz y mis manos, mi pobre corazón tantas veces manchado, que quiero que el purifique. (...) Cuando celebro la Misa con la sola participación del que ayuda, también allí hay pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presente todos las criaturas de Dios la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas, dando gloria al Señor la creación entera, (...) Y especialmente, diré con palabras del C. Vaticano II (L.G. 50), nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial, comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, de S. José, de los Santos Apóstoles y Mártires y de todos los santos" (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, 1986, p. 76).

     [34] LG 28 a.

     [35] "Quidquid est effectus dominicae Passionis, totum etiam est effectus Eucharistiae" Sto. TOMÁS In Jo. 1,6. Otros muchos textos del Doctor común aparecen recogidos en mi obra de próxima publicación antes citada.

     [36] "El uso del sacramento" no confiere todos los efectos contenidos en acto primero, virtualmente, en él, sino una de las gracias específicas sacramentales, del número septenario. "Eucharistia habet omnem suavitatem in quantum continet fontem omnis gratiae, quamvis non ordinetur eius usus ad omnes effectus sacramentalis gratiae" (IV Sent. d. 8, q. 1, a.3, sol. 1). Sin embargo en ese mismo texto, STO. TOMÁS dice de sacramento como tal que "omnium sacramentorum effectus possunt adscribi, inquantum perfectio est omnis sacramenti, habens quasi in capitulo, summa omnia quae alia sacramenta continent singillatim".

     [37] Cf. S. Th., III, 65, 3, 1.

     [38]  Cf. J. FERRER ARELLANO, La doble misión conjunta del Verbo y del Espíritu Santo en la historia de la salvación como “incarnatio in fieri”: consecuencias eclesiológicas y mariológicas, en “Ephemerides Mariologicae” 48 (1998) 405-478. "El espíritu Santo, no sólo santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios "(res et sacramentum) y le adorna con virtudes" (res tantum)", sino que también distribuye gracias especiales" (gratis datae=carismas)" entre los fieles "(sellados con el carácter)" de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere, (1 Cor, 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia" (Carismas que concretan, especializándola, la universal llamada a la santidad y a la dilatación del Reino de Dios mediante la personal participación en la misión de la Iglesia: la común destinación al culto y santificación propia y ajena a que facultan y obligan los carácter sacramentales): habilitando así a quienes los reciben "para poder desempeñar una misión específica" L G, 12 b).

[39] J. FERRER ARELLANO, Las dos manos del Padre, en “Annales Theologici” (1999), 13.

[40] S. AGUSTÍN, Sermo 362, 7; PL, 37, 1904. También los compara a los vendajes que suprime el médico una vez alcanzada la curación. (Cfr. In Psal. 146, 8; PL, 37, 1904).

[41]El don de Esposo equivale al opus operatum que aseguran la Misa y los sacramentos a través del ministerio sacerdotal -y la infabilidad del Magisterio en deter­minadas condi­ciones- como oferta de salvación (de verdad y de vida). Pero ese don exige como condición de fecundidad salvífica la corresponden­cia de la Esposa con el suyo propio, aportando "lo que falta a la Pasión redentora de su Esposo". (Cf. Col 1,14). Tal es el don de la Esposa, que la teología sacramentaria ha expresado con el tecnicismo "opus operantis", que el Cc. de Trento expresa em términos negativos ("non ponentibus obicem") en relación con los sacramentos; cuyo paradigma supremo y trascendente es la cooperación de María en el misterio de la Alianza salvífica en la restauración de la vida sobrenatural, desde el "fiat" de Nazaret al Calvario.

[42] Cfr. J. FERRER ARELLANO, La persona mística de la Iglesia, esposa del nuevo Adán, en “Scripta Theologica XXVII (1995), 789-859”. Una eclesiología euca­rística, tan justamente favorecida en la ortodoxia, descubre, en virtud de esa presencia sacramental del cuerpo entregado del Señor la presencia de su cuerpo místico todo entero, o Iglesia univer­sal, que "inest et operatur" (CD 11a) en las Iglesias particulares en las que se celebra la Eucaristía por el ministerio ordenado, "in quibus et ex qui­bus" vive la Iglesia universal, a cuya imagen -reflejando su multiforme diversidad de carismas- debe realizarse cada Igle­sia par­ticular (LG 23). La eclesialidad no le hace al hombre. Sólo la recibe de ahí donde se encuentra, de la comunidad sacramental del Cuerpo de Cristo que atraviesa la historia. Sólo en la unidad existe el uno, es decir, en la comunión con los otros que también son cuerpo del Señor. De ahí la necesidad de la comunión jerárqui­ca con las otras comunidades (iglesias par­ticulares) que celebran la Eucaristía, para que sea ésta legítima, pues todas deben hacerse de nuevo su Cuerpo par­ticipando en el Pan de vida (Cf.1Cor 10,17). Por eso la comu­nión jerárquica es la que hace legítima la comunidad que celebra la Eucaristía; no es un añadido exterior a la Eclesio­logía euca­rística, sino su condición interna. Cfr. Communionis notio “Institución de la Congregación para la doctrina de la fe” de 1994. No es otra la razón formal del "munus petrinum"; asegurar esa unidad de fe y de comunión garantizando así la legitimidad del culto eucarís­tico, fuente y culmen de la actividad salvífica de la I­glesia (SC10). El primado de jurisdicción de Pedro asegu­ra la unidad en la fe y en la comu­nión jerár­quica de la Comunidad Sacerdotal organica­mente estruc­turada con vistas a recibir la salvación como don de Dios; la entrega redentora del Señor ac­tualizada sacra­mental­mente en el misterio eucarís­tico. Cf. J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, cit, p.12 ss. P. Rodríguez, Iglesia y ecumenismo, ibid. Iglesias particulares y prelaturas persona­les, Madrid 1984.

     [43] Cf. PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 24.

     [44] Cf. COLLANTES, La Iglesia de la palabra, II, Madrid, 1972, p. 177.

     [45] Cf. Mt. 28, 18.

     [46] Cf. P. RODRIGUEZ, Iglesia y ecumenismo, p. 129 ss.

     [47] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amor a la Iglesia, cit. Sobre las relaciones entre la Eucaristía y la penitencia, cfr. JUAN PABLO II RM 25.

     [48] La expresión es de K. RAHNER, en Escritos de teología, IV, passim.