El Dios de los místicos


Jean Daniélou
 


Cfr. Jean Daniélou, Dios y nosotros, Ed. Cristiandad, Madrid 2003, pp. 215-237

El Dios oculto de la Revelación no se hace conocer solamente a través de los testimonios que da de su obra y cuyo significado desentraña la teología especulativa. Se revela también directamente al alma. Es el «Dios sensible al corazón», cuyo fuego consumió el alma de Pascal durante la noche que relata su memorial. Pero es el mismo Dios cuya presencia arrancó a Adán de sí mismo en la creación de la mujer, prefiguración misteriosa de la creación de la Iglesia; es el que se manifestó a Moisés en la tiniebla y el fuego del Sinaí; es aquél cuyo peso demasiado grande abrumaba el corazón de Teresa y de Javier, de Felipe y de Francisco, de Bernardo y de Domingo; es el Dios de los santos, no el de los teólogos; o mejor dicho, el Dios de los teólogos y los santos al mismo tiempo, no solamente de los teólogos.

Pero los teólogos nos explican qué es la experiencia de los santos. Nos dicen que la Trinidad, al tocar el alma con su gracia, la eleva por encima de ella misma y la diviniza. La hace participar del amor con el que Dios se ama a sí mismo y del conocimiento con el que Él se conoce. El hombre espiritual está dotado de aptitudes nuevas, de sentidos nuevos, que lo connaturalizan con esa tiniebla divina, inaccesible al hombre carnal, y le permiten penetrar en ella. Estas nuevas aptitudes son las virtudes teologales, los dones del Espíritu Santo que capacitan al alma, ahora divinizada, para percibir las cosas divinas. Es lo que ni el ojo vio ni el oído oyó y que Dios ha revelado a quienes lo aman. Y ese testimonio de quienes han tocado así a Dios lleva en sí una evidencia tan asombrosa que es, incluso para quienes no lo han experimentado, una de las razones para creer en Dios.

Este conocimiento místico de Dios no depende, como el conocimiento teológico, de los procesos de la inteligencia discursiva iluminada por la fe que busca entender las verdades de la Revelación. Difiere de ellos en primer lugar por su objeto, que es la Trinidad, en cuanto está presente en el alma. Esta morada de Dios en el alma se ubica en la secuencia de las mirabilia Dei, en el designio de la historia de la salvación, en las grandes obras de la Trinidad. Constituye la realización misma de este designio de Dios, la fuente de la adopción filial. El conocimiento místico es un aspecto de la vida trinitaria. Es la realización por el hombre de su ser más profundo, de lo que Dios quiso cumplir al creado. «La gloria de Dios es el hombre vivo; y la vida del hombre es la visión de Dios», decía san 1reneo. De ninguna manera se trata de una realidad excepcional, sino, por el contrario, de la realización por parte del hombre de su verdadero ser.

El punto de partida de esta captación misteriosa de Dios es la llegada de la Trinidad al alma por medio del bautismo. «Si alguno me ama -dijo Cristo- vendremos a él y haremos morada en él» [1]. San Pablo vuelve muchas veces sobre el hecho de que el alma bautizada es el templo del Espíritu Santo [2]. Es decir que la iniciativa pertenece completamente a Dios. No se trata, como en las «espiritualidades» naturales, de que el alma capte su propia esencia por un esfuerzo de interiorización, sino de la conciencia de una acción de la Trinidad que se acerca al alma y mora en ella de manera permanente. Ahora bien: es en la Iglesia donde mora la Trinidad, y por eso el bautismo transforma al alma en morada de la Trinidad al incorporada a la Iglesia. La mística cristiana se sumerge en la vida sacramental, y la desarrolla.

Debemos mostrar en primer lugar cómo se sitúa en este aspecto el bautismo dentro del designio de Dios. El Génesis nos describe las maravillas de la creación primigenia. Pero los libros proféticos nos anuncian que en el final de los tiempos Dios realizará una nueva creación. Para la Biblia, la creación es más un futuro que un pasado. Y podemos decir que eso es lo que la diferencia de los libros religiosos de las naciones paganas. «Pues he aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria» (Is 65,17).

Observemos las últimas palabras de este texto. Ciertamente, la primera creación es una cosa admirable. Pero la nueva creación será aún más admirable. Es lo que dice un prefacio: Mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti. El sol que ilumina esta creación es deslumbrante. Pero el brillo del sol de la nueva creación lo oscurecerá. «No será para ti ya nunca más el sol luz del día, ni el resplandor de la luna te alumbrará de noche, sino que tendrás a YHWH por luz eterna, ya tu Dios por tu hermosura» (Is 60,19).

La Biblia sólo menciona las grandes obras de Dios en el pasado para fundar la esperanza de obras más grandes en el futuro. El Paraíso no está detrás, sino delante de nosotros. El hombre de la Biblia, escribe Jean Héring, no es la princesa enviada al exilio que ansía el retorno, sino Abraham que se pone en marcha hacia un país desconocido que Dios le mostrará.

El Nuevo Testamento afirma que la nueva creación anunciada por los profetas para el final de los tiempos llegó con Jesús: Hodie mecum eris in Paradiso. Todo el Nuevo Testamento está en este Hodie. Es la afirmación de que con Jesús llegaron los tiempos escatológicos. El mismo Verbo, que en el origen pronunció la primera creación, «por quien todo se hizo», viene en Jesús para retomar la creación y rehacerla, después de que ésta fuera corrompida por el pecado. La Encarnación del Verbo es una acción cósmica, tan importante como la creación del mundo, incluso más importante, aunque se realice en silencio, en una profunda oscuridad. El Verbo toma en la Encarnación la naturaleza humana, y por medio de la Resurrección la transfigura por las energías divinas que hay en él.

Pero esta recreación de la naturaleza humana, realizada sustancialmente en Cristo, continúa en la Iglesia. Es precisamente en el bautismo donde se realiza. San Pablo, en una fórmula extraordinaria, se hace eco de Isaías: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17). La diferencia entre Isaías y Pablo es que el primero anunciaba esta creación como algo por venir, y el segundo la muestra realizada.

Es también Pablo quien marca el paralelismo entre esta nueva creación y la creación original: «El mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4,6). Cristo es el sol de la nueva creación, sol eternamente naciente: Oriens est nomen ejus. El bautismo, que los antiguos llamaban iluminación (photismós), nos hace pasar de la tiniebla de la ignorancia y el pecado, a la luz de la gracia y la gloria. La Iglesia es el lugar donde los rayos que parten de la humanidad glorificada de Cristo resucitado vienen a vivificar nuestro ser para hacerlo capaz de una existencia de hijo de Dios.

Pero hay más. Hemos considerado el bautismo solamente en su significado de acontecimiento creador. Ahora bien: lo que caracteriza a los sacramentos es que son signos eficaces. Operan lo que significan. Existe, por lo tanto, una relación entre los símbolos que utilizan y las realidades que cumplen. Debemos preguntarnos entonces en qué sentido los ritos del bautismo son significativos de una acción creadora. Lo esencial de estos ritos es la efusión de agua, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Solemos interpretar este rito en el sentido de una simple purificación. Pero una vez más el estudio de la Biblia nos abre otros horizontes.

Hemos visto antes que Cristo decía que «la regeneración» debía cumplirse por medio «del agua y del Espíritu». Esta relación del agua y el Espíritu con la creación es un tema bíblico central y se vincula con el simbolismo del agua como principio de fecundidad. El texto fundamental es el segundo versículo del Génesis: «El Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas». De las aguas primordiales, pues, ha hecho surgir el Espíritu la creación primera, que es la potencia vivificante de Dios. Del mismo modo, de las aguas bautismales el Espíritu hace surgir la nueva criatura. «El agua primitiva ha engendrado la vida —escribe Tertuliano— para que no nos sorprendamos de que en el bautismo las aguas sean capaces de vivificar» (De baptismo, 2).

Pero aquí también hay que seguir las etapas del desarrollo que conduce de la creación primera surgida de las aguas a la nueva creación en la pila bautismal. Este desarrollo nos hace pasar por los profetas. En un texto fundamental para los orígenes del bautismo, Ezequiel nos habla de la efusión de agua y Espíritu que caracterizará a los tiempos mesiánicos:

Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados...
y os daré un corazón nuevo.
Infundiré mi espíritu en vosotros
y haré que os conduzcáis según mis preceptos. (Ez 36,25-27)

Efectivamente, Ezequiel nos muestra un río de agua viva que brota en el corazón del Templo futuro.

El Nuevo Testamento nos muestra cómo se cumple esta efusión de agua y de Espíritu que es el bautismo. En esta perspectiva se sitúa el bautismo de Juan: «Yo os bautizo en agua...Él os bautizará en el Espíritu Santo» (Mt 3,11). Los exegetas que buscaron el sentido del bautismo de Juan ven en él el cumplimiento de la acción anunciada por los profetas [3]. Ése es el contexto más probable. No tiene nada en común con las purificaciones legales del judaísmo ni con los baños de iniciación de los misterios paganos.

Pero, como ya hemos observado, el bautismo de Juan es incompleto. Es un bautismo de agua, no de Espíritu. Significa, pero no opera. Sigue siendo un gesto profético. El cumplimiento de la acción creadora anunciada por los profetas se encuentra en el bautismo de Jesús, cuando el Espíritu desciende sobre las aguas. y la referencia más cierta a este descenso del Espíritu sobre las aguas del Jordán es el versículo 2 del Génesis [4]. Del mismo modo en que el Espíritu había hecho surgir de las aguas primordiales la creación primera, el Espíritu hace surgir de las aguas del Jordán la nueva creación que es la del hombre-Dios.

Así lo entiende san Ambrosio. «¿Por qué eres sumergido en el agua? Leemos: que las aguas produzcan seres vivos. y los seres vivos nacieron. Eso fue hecho al comienzo de la creación. Pero a ti te está reservado que el agua te regenere por la gracia, como ésta ha engendrado la vida natural» (De sacramentis III,3). En el bautismo de Cristo es instituido el bautismo cristiano. Y el significado del rito consiste en expresar que una nueva creación surge de las aguas bautismales bajo la acción del Espíritu, como la primera creación de las aguas primordiales.

Este simbolismo del agua del bautismo como principio creador está, pues, sólidamente basado en la exégesis. Es también el de toda la tradición litúrgica. Releamos las plegarias de bendición del agua de la noche pascual. Adquieren toda su plenitud, después de lo que hemos dicho: «Oh, Dios cuyo Espíritu descendió sobre las aguas en los orígenes del mundo para que ya entonces la naturaleza de las aguas concibiera una virtud santificante, Tú que fecundas por una misteriosa mezcla de tu poder esta agua preparada para regenerar a los hombres, para que una raza celeste emerja de ella renacida a una nueva creación...».

Así, el bautismo significa y opera una nueva creación. Es la creación de una vida nueva que es la del Espíritu, una vida diferente a la vida natural, una vida específicamente divina. Esta vida del Espíritu nos configura a Cristo, como dice san Pablo, y nos convierte en sus miembros. Y así nos hace hijos del Padre, por la comunicación de la graci; de la adopción filial. El bautismo que se da en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu es una participación en la vida de las Tres Personas. Este significado del bautismo como participación en la vida de la Trinidad es frecuentemente señalado por los Padres. A veces se pone el acento en la unión con Cristo. «Sumergidos en Cristo —escribe Cirilo de Jerusalén— y habiéndoos revestido de Cristo, os hacéis conformes (symmorphoi) a Cristo. Por eso, al participar de Cristo, sois legítimamente llamados cristianos» [5]. A veces, el agua del bautismo aparece como el sacramento del Espíritu. «El Espíritu de Dios, invisible a toda inteligencia, se sumerge (baptizei) en sí mismo y regenera al mismo tiempo nuestro cuerpo y nuestra alma, con la asistencia de los ángeles» [6].

A veces también se nos muestra que toda la Trinidad se apodera del hombre en el bautismo y se comunica a él. San lreneo escribe: «Cuando somos regenerados por el bautismo en el nombre de las Tres Personas, somos enriquecidos en este segundo nacimiento con los bienes que están en Dios Padre, por medio de su Hijo, con el Espíritu Santo. Porque quienes son bautizados reciben el Espíritu de Dios, que se los da al Hijo; y el Hijo los toma y los ofrece a su Padre; y el Padre les comunica la incorruptibilidad» [7]. Orígenes relaciona las tres inmersiones bautismales, con los tres días pasados por Cristo en el sepulcro y las Tres Personas de la Trinidad, uniendo así el doble simbolismo de las tres inmersiones.

«Cristo es resucitado de entre los muertos al tercer día para que los salvados que sean bautizados en espíritu, alma y cuerpo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que son los Tres Días que subsisten juntos eternamente para quienes son por ellos hijos de la luz» [8]. Porque «el Padre es luz. Y en su luz, que es el Hijo, vemos al Espíritu Santo» [9].

De modo que el bautismo opera en el alma una creación nueva. Esta creación nueva es la de la gracia, que es participación en la vida de la Trinidad. Por eso, esta vida nueva hace que entremos en una unión «muy íntima, misteriosa y viva con Dios», según las palabras de Scheeben [10]. El misterio de la gracia es el misterio de esa vida de intimidad con Dios. La elevación de nuestra naturaleza sólo tiene como objetivo hacemos entrar en la familiaridad de Dios, en la sociedad del Hijo, en la comunicación del Espíritu. De ese misterio hablaremos ahora. Es el misterio de la adopción divina. «De manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe... Pues yo os digo: mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, con ser dueño de todo... De igual manera, también nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 3,24 - 4,1-7).

La adopción divina nos hace, en primer lugar, hijos de Dios. Transforma las relaciones del cristiano con Dios, que son, a partir de allí, relaciones de hijo a padre, y ya no de esclavo a amo. El primer efecto de esto es la libertad de palabra, la parrhesía, según la expresión de los Padres. La parrhesía es el privilegio del ciudadano libre, basado en la igualdad con los demás ciudadanos, en el carácter soberano del ciudadano en la ciudad democrática. Los Padres retoman este lenguaje para expresar la condición del hijo de Dios en sus relaciones con su padre. Al ser imagen de Dios, posee una dignidad soberana. Y goza del derecho de franqueza hacia Dios, que es propio del hijo: «Al dejar de lado todo elemento extraño —dice Gregorio de Nisa— es decir, todo pecado, y haberse despojado de la vergüenza de sus faltas, el alma recobra la libertad y la confianza. La libertad es la semejanza con aquello que no tiene amo ni soberano, que nos ha sido dado por Dios en el origen y que borró la vergüenza del pecado» (PG, XLVI, 101 D). «El alma humana manifiesta su carácter real y noble, alejado de toda bajeza, en el hecho de que no tiene amo y es autónoma, disponiendo en forma soberana de sí misma por sus propias decisiones. Por otra parte, ¿no es nuestra alma imagen de aquél que reina sobre todo?» (PG, XLIV, 136 B).

Ésta es la «libertad de los hijos de Dios» que el hijo de Dios debe tener en sus relaciones con su padre. «¿Qué prueba más digna de fe tenemos de que Moisés logró realizar la perfección, que el hecho de que sea llamado amigo de Dios?.. Porque realmente la perfección no consiste en abandonar la vida pecadora por miedo al castigo, como hacen los esclavos, sino en temer sólo una cosa, perder la amistad divina, y estimar sólo una cosa, hacerse amigo de Dios, que es la perfección de la vida» (PG., XLIV, 430 C). «El Señor prescribe a quienes se presentan ante Dios que se vuelvan dioses. ¿Por qué, dice, te presentas ante Dios agobiado por el miedo, como un esclavo, y torturando tu conciencia? ¿Por qué no te permites la confianza (parrkesía) que es el fruto de la naturaleza libre del alma?» (PG, XLIV, 1180 A).

«Dios —escribe Scheeben— te había elevado por encima de los seres sin razón. Pero ¿no era conveniente que sirvieras al menos a los serafines? Dios no te impuso esa carga. Tu noble libertad te ha elevado tan alto que no debía ya reconocer nada creado por encima de ella. Sólo Dios es tu amo. Sólo a él debes adherirte con todas tus fuerzas. Pero él tampoco quiere verte como un siervo; quiere hacerte su amigo. Te ha dado su propio Espíritu, Espíritu que el Apóstol describe así: "Donde está el Espíritu del Señor, está la libertad". Nuestra libertad es verdaderamente santa e inefable cuando dejamos de ser siervos para ser amigos del Señor de todas las cosas, cuando vemos venir a nosotros al Señor de todas las cosas como si fuéramos sus semejantes, como si tuviéramos el derecho de acercarnos a él con la confianza y la libertad de un amigo» [11].

La adopción divina nos eleva ya infinitamente por encima de la condición de siervo; nos coloca en una condición libre y en cierta igualdad con Dios. La amistad divina hace eso de manera mucho más completa aún. Nuestro Señor mismo nos enseña que se trata de una amistad cuando contrapone su amistad hacia nosotros con las relaciones entre amo y siervo: «No os llamo ya siervos... a vosotros os he llamado amigos» (Jn 15,15). «¿Qué hay más bello —escribe san Agustín— que hacerse amigo de Dios? Esta dignidad supera los límites de la naturaleza humana. Todas las cosas sirven al Creador. Mientras tanto, el Señor eleva a sus siervos que observan sus mandamientos a una gloria sobrenatural: ya no los llama siervos, sino amigos. Los trata .en todo como amigos» (In Joh. X, 13-14). Esta amistad se realiza en una intimidad que sólo la gracia permite y que es la familiaridad con Dios. Esta familiaridad es la oración cristiana desde sus comienzos: el Padrenuestro la expresa perfectamente. Pero se va desarrollando a través de la vida de hijos de Dios para convertirse, en los santos, en una conversación continua, un cara a cara con el Padre que es el Paraíso recobrado.

Al hacernos hijos de Dios, es decir, al hacernos hijos del Padre, la gracia coloca a nuestra alma en una relación muy especial con el Hijo único de Dios. Por otra parte, es propio de todo lo concerniente a la vida de la gracia que toda relación con una persona divina implique necesariamente una relación con las demás personas, puesto que todas las obras de Dios son comunes a las Tres Personas. Así, todo lo que hemos dicho del espíritu filial se refiere a toda la Trinidad pero conviene especialmente al Padre. Del mismo modo todo lo que diremos ahora de la configuración y la unión con Dios se aplica también a toda la Trinidad se refiere más específicamente al Hijo.

Esta relación que la gracia establece entre el Hijo de Dios y nosotros presenta dos aspectos principales. Es en primer lugar una configuraciónón: «Pues a los que de antemano conocióén los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). En este sentido, el Hijo es el modelo, el ejemplar, el arquetipo según el cual la gracia nos recrea. Pero esta imitación de Jesucristo no es solamente una reproducción exterior. «Imagen de Cristo» significa algo más profundo: es una participación en la vida misma de Cristo una transformación en Cristo comunica al sarmiento. Así estar configuradas a Cristo con su vida un vínculo que se crea entre él y nosotros que une nuestras almas a él en una unión y una intimidad incomparables.

Al convertimos en hijos del Padre nos convierte en hermanos de Cristo que deben hacerse semejantes a él en todo para merecer ese nombre. El principio de esa semejanza nos es dado en el bautismo. Pero toda la vida cristiana tiene como único objeto extenderla a todo lo que somos. Es lo que san Pablo llama «revestirse de Cristo». «¡Hijos míos! por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gál 4,19). Cristo nace en nosotros en el bautismo. Es preciso que en cada una de nuestras almas alcance su estatura. Todo el ejercicio de la vida cristiana consiste desarrollar en nosotros la semejanza con Cristo cada una de nuestras almas sea una imagen que reproduzca los rasgos de Jesucristo. «Si Cristo es Hijo de Dios y si os habéis revestido de Cristo —escribe Juan Crisóstomo— teniendo en vosotros al Hijo y transformados en él por semejanzatesco con el Padre es el vuestro. Ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer. Todos vosotros sois uno en Jesucristo». (PG., LXV,656).

La vida de la gracia esón con Cristo. Pero no se trata solamente de una imitación exteriorón en la vida misma de Cristo. Cristo no es sólo el modeloún el cual debemos reformar nuestra alma: es también la única fuente desde la cual la vida de la gracia puede derramarse en nosotros. Es la enseñanza de san Juan y san Pablo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. Porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «De él todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,16).

La vida cristiana no es solamente una vida como la de Cristoún la expresión que le gustaba usar a san Pablo: «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Entre Cristo y los cristianos existe una unión vital. «Como él está en todos —escribe Gregorio de Nisa— recibe en él a todos los que están unidos a él por la comunión de su cuerpo, los hace a todos miembros de su propio cuerpo, de tal modo que la multitud de los miembros forman un solo cuerpo. Habiéndonos unido así a él, y habiéndose unido él a nosotros, habiéndose vuelto uno con nosotros, hace suyo todo lo que es nuestro» (PG., XLIV, 1317). La Eucaristía es el medio privilegiado de esta unión a Cristo: «Por un solo cuerpo, su propio cuerpo, el Hijon único bendice a sus propios fieles, haciéndolos un solo cuerpo con él y entre sí» [12].

Pero esta transformación en Cristo, que nos hace hijos del Padre, es operado por el Espíritu Santo que mora en nosotros. Es la doctrina de la inhabitación de Dios en nosotros. Esta inhabitación, como todo lo que concierne a la acción de Dios en la santificación de nuestras almas, es obra de toda la Santa Trinidad. «Si alguno me ama... vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23). Sin embargo, los Padres de la Iglesia suelen hablar más de la inhabitación en nosotros del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es, en efecto, esencialmente Don. Es el don que hace el Padre al Hijo. Es natural, pues, que sea bajo ese aspecto como se expresa generalmente la inhabitación de Dios en nosotros, aunque esa inhabitación implica también a las otras dos Personas.

Esta doctrina ocupa un lugar importante en la vida de los primeros cristianos. En el Discurso después de la Cena, vemos que Nuestro Señor insiste en esto. «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros» (Jn 14,16-17). Lo mismo san Pablo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo» (1 Cor 3,16-17). «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» (1 Cor 6,19). «Porque nosotros somos templos del Dios vivo, como dijo Dios: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (2 Cor 6,16).

Esta doctrina vuelve a aparecer con frecuencia en los Padres de la Iglesia. Pero debemos señalar aquí que, en los primeros siglos, la atención de los cristianos se dirige más a la persona del Verbo. Así, Serapión de Thmuis atribuye la santificación del alma del bautizado al Verbo, mientras que más adelante la liturgia la atribuirá a la virtud santificante del Espíritu. La liturgia celebró el Verbo en Pascua, antes de celebrar en Pentecostés la fiesta del Espíritu Santo. También podemos ver que, a propósito de esta doctrina, Orígenes y Gregorio de Nisa insisten mucho en la inhabitación del Verbo en el alma. Es la base de la teología espiritual de este último. Cristo presente en el alma opera la gracia y, a través de la gracia, el alma toma conciencia de su presencia. Más tarde, especialmente con Cirilo de Alejandría en el siglo v, en la época en que se constituye la doctrina del Espíritu Santo, se pone el acento en la presencia del Espíritu Santo. San Cirilo demuestra precisamente así la divinidad del Espíritu Santo. «Que el Espíritu es Dios, y de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo, nadie en su sano juicio puede dudado. Si lo niegan, que nos digan cómo puede participar el hombre de la naturaleza de Dios recibiendo el Espíritu, cómo nos convertimos en Templos de Dios al recibir el Espíritu si éste no fuera Dios» (Com. Joh, IX, 14-1 7).

Cirilo de Alejandría explica esta presencia del siguiente modo: «Al recibir la impronta del Espíritu Santo somos reformados a imagen de Dios... No es a la manera de un pintor como el Espíritu Santo pinta en nosotros la divina esencia, como si fuera diferente a ella. No, no es así como nos hace semejantes a Dios. Es él mismo quien, al ser Dios y proceder de Dios, se estampa, como lo haría un sello en la cera, en el corazón de quienes lo reciben. Por la unión con él y por la semejanza así producida, hace revivir los rasgos de la imagen de Dios». El P. de Regnon comenta esto con exactitud: «La presencia sustancial y personal del Espíritu Santo nos santifica estampando en nosotros su impronta. Sin duda la gracia habitual no es el Espíritu Santo, así como la impronta en la cera no es el sello. Pero la presencia del sello es necesaria para estampar la impronta y conservarla» [13].

Podemos distinguir dos etapas en esta presencia de Dios en el alma. Hay una primera venida del Espíritu Santo, que es radical en la esencia del alma a partir del bautismo, para producir en ella la gracia santificante y elevarla. Esta producción es el efecto de una presencia especial y cesaría sin esa presencia. Esta presencia crea en el alma la gracia santificante y suscita las virtudes de la fe y la caridad. Por medio de estas virtudes, el hombre es capaz de volverse hacia Dios presente en él y unirse a Él a través de la inteligencia y el amor. Hay otra forma de presencia, que no es tanto presencia de Dios en el alma como presencia del alma en Dios. Por ella, el alma se vuelve hacia Dios y lo posee, goza de su presencia, lo que constituye, hablando con propiedad, la vida interior y, en sus grados más altos, la vida mística. Ésa es la sensación de presencia a la que alude Gregario de Nisa, que no constituye la presencia, sino que es su resultado, y cuya progresión describe con toda la gama de sentidos espirituales, desde el perfume que es indicio de una presencia lejana, hasta el contacto con el alma en la oscuridad de la fe.

El conocimiento místico será, pues, la toma de conciencia de la presencia de la Trinidad en el centro del alma a través del espejo de la gracia. Los grandes místicos nos describieron la atracción fuerte y suave con la cual la Trinidad recoge al alma en lo más íntimo de ella y permanece allí. Agustín, al emprender la búsqueda de Dios, lo buscó al principio a través del mundo visible. Luego, entró dentro de sí mismo y se derramó sobre su alma. «Allí, por encima de mi alma, está la Casa de Dios. Allí habita. Desde allí me mira, me gobierna, vela por mí, me atrae, me llama» [14]. Y santa Teresa: «Al introducir Dios el alma en su propia morada, que representa la cumbre de la vida espiritual, donde el alma está más en Dios que Dios en el alma, las Tres Personas de la Santa Trinidad se comunican a ella. Esta alma ve notoriamente que ellas están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía» [15].

Pero, sin duda; nadie mejor que el gran dominico Tauler describió esta atracción de Dios presente en el fondo del alma: «Los que no tienen el cuidado de conservar la desnudez interior -de manera que el fondo misterioso de la divinidad, que quiere manifestarse e imprimirse en el fondo del alma, no puede hacerla por causa de las imágenes que ya están allí- son, por así decir, como ayudantes de cocina. Quien nunca desciende a ese fondo interior para mirar allí y probar el sabor, muestra, como dice Orígenes, que jamás será reconfortado por Dios» [16]. De modo que Dios permanece en nosotros desconocido y oculto. Pero pocas veces tiene el hombre la valentía de descender a tales profundidades, de sondear las honduras del fondo de su alma, para encontrar a la Trinidad que allí mora. Pocas veces penetra en ese santuario interior. y sin embargo es allí donde encontraría lo que en vano busca tan lejos, aunque está tan cerca, y que le daría la felicidad.

¿Puede definirse mejor la naturaleza de esta presencia que se halla en el origen de toda mística cristiana? Está claro que hay una presencia universal de Dios en el conjunto de la creación y, por lo tanto, en el alma. Dijimos que la captación de esa presencia caracterizaba las místicas naturales, que provienen de la revelación cósmica. Pero aquí se trata de otra cosa. Algunos ubican esta presencia sobrenatural en el alma en los actos de inteligencia y de amor que tienen a Dios por objeto [17]. Así Él estaría presente como el amado en el amante. Pero, en primer lugar, no se entiende bien cómo puede el amor ser causa de presencia. De manera que hay que admitir, con el P. de la Taille, que existe una presencia de Dios en la sustancia misma del alma [18]. Y la inteligencia y el amor no son la causa, sino la captación de esa presencia que es anterior a ellos. Dios está presente en el alma antes de que el alma esté presente en Él.

Dios está presente en el alma en cuanto opera en ella la vida de la gracia, la constituye a su imagen y semejanza. Esta es, en efecto, la doctrina común a los grandes doctores místicos, desde Gregorio de Nisa a Agustín, y de Ruysbroeck a Juan de la Cruz. Dios está presente en el alma como principio actual de la vida sobrenatural. «Ésta —dice el P. de la Taille— además del don creado que la constituye, comporta un don increado sin el cual se desvanece» [19]. Si se quita el Espíritu Santo, se desvanece la gracia, que es perfume de Dios, rayo de su luz, impronta de su carácter.

Lo que el alma capta en forma directa y experimental, es la vida de la gracia. La experiencia mística es esa vida que se vuelve consciente. A través de esta vida, que es su obra e implica su proximidad, el alma se une a la misma Trinidad, sin detenerse en ella, se une a las Personas divinas, ellas son las que la atraen, es a ellas a quienes se adhiere. Porque, a diferencia de las obras de Dios en el orden natural, las obras sobrenaturales, que son una participación en la vida íntima de Dios, proceden directamente de las relaciones eternas de las Personas. La generación del Verbo en el alma, esa perpetua natividad que Tauler describió siguiendo a Orígenes, procede de la generación eterna del Hijo por parte del Padre. «El don de consejo —escribe Ruysbroeck— es un toque en la memoria del hombre que proviene de la eterna generación del Padre, que engendra al Hijo en la alta memoria, por encima de la razón, en la esencia misma del alma» [20]. Pero el Verbo "engendrado en ella arrastra al alma hacia el Padre, llevándola en el movimiento eterno por medio del cual el Verbo increado se une totalmente al Padre. Y el surgimiento de la vida espiritual en el abismo de la memoria procede de la eterna procesión del Espíritu Santo.

El alma aparece así como imagen de Dios en un sentido nuevo y más perfecto, porque sus operaciones tienen una estructura trinitaria. Esto no se refiere simplemente a las facultades naturales: memoria, inteligencia y voluntad, sino a esa imagen sobrenatural de las relaciones eternas de las Personas que son las operaciones de la Trinidad en el alma [21]. Ésta es tomada y llevada más allá de sí misma en el movimiento mismo de la vida trinitaria y, a través de ese espejo, se revelan a ella en la oscuridad de la fe la Trinidad misma y su misterio escondido. El alma experimenta entonces en la plenitud de su contenido, el significado de la palabra de Cristo: «La vida eterna es conocerte a ti y al que has enviado, Jesucristo». Es verdaderamente la vida eterna, que brota en el alma al contacto con el Espíritu, y suscita en ella la fe beatificante, que es ya el preludio de la visión beatífica.

Gregorio de Nisa expresó esto en forma notable. Él compara las virtudes del alma con el perfume del Cantar de los cantares: «Unguentum effusum nomen tuum». Estas virtudes constituyen la vida sobrenatural. y su presencia revela la presencia de la Trinidad, como los perfumes la del Esposo. De ello resulta —y esto es muy importante— que el aumento del conocimiento de Dios, la sensación de presencia (aisthesis parousías), como él escribe, será proporcional al aumento de la gracia. A medida que el alma se transforma en Dios, la presencia de Dios se hace más próxima y su atracción, más irresistible. Entonces el alma, en su sed de la visión cara a cara, soporta con impaciencia los espejos y los enigmas mencionados por san Pablo, que caracterizan su condición presente.

Gregorio de Nisa describió admirablemente esta desesperación del alma en la búsqueda de Dios, que primero espera poseerlo completamente y luego se angustia cuando ve que siempre se le escapa. Pero «ese velo de tristeza se levanta cuando el alma aprende que progresar sin cesar y no dejar nunca de ascender, eso es realmente gozar del Bienamado, el deseo colmado a cada instante, que engendra el deseo de lo que sigue existiendo más allá» [22]. Así, el alma que crece en la vida de la gracia es siempre colmada por Dios en la medida de su capacidad, pero la gracia, al comunicarse a ella, dilata su capacidad y la vuelve capaz de nuevas gracias. La experiencia mística está hecha, pues, de posesión y de deseo, de interioridad y de éxtasis. Es, como dice Gregorio, movimiento y reposo, pozo de aguas vivas, que están inmóviles y al mismo tiempo brotan.

Es la misma doctrina que encontramos en san Juan de la Cruz. Nadie insistió tanto como él en el hecho de que en su búsqueda de Dios el alma recibe muchas iluminaciones y sensaciones, pero nunca debe detenerse en ellas, y que en la oscuridad de la fe es donde llega a Dios tal como Él es en sí mismo. «El tránsito del alma a la unión con Dios merece ser llamado noche, porque el medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión es la fe, que es oscura para el entendimiento como la noche». En primer lugar se trata de «purificarse de toda luz natural». Pero es más aún. «Aunque los bienes sobrenaturales sean donados al alma en abundancia, ésta debe despojarse de ellos a medida que llegan. El alma debe quedar así en la oscuridad, como un ciego, apoyándose en la fe oscura, tomándola como luz y como guía, sin buscar apoyo en nada que ella comprenda, guste, sienta o imagine» [23].

Pero esta captación oscura de la fe se vuelve más penetrante a medida que el alma se transforma en Dios por el amor. J acques Maritain ha mostrado cómo en esto la experiencia de san Juan de la Cruz, refiriéndose además a santo Tomás, muestra que «la caridad, al crecer, nos transforma en Dios, a quien ella llega directamente en sí mismo, y, al no poderse cumplir esa espiritualización cada vez más perfecta sin repercutir en el conocimiento, porque el espíritu es interior a él mismo, el Espíritu Santo se sirve de esa misma transformación amorosa en Dios, de esa connaturalidad sobrenatural, como medio apropiado de un conocimiento delicioso y penetrante, que a su vez vuelve al amor de caridad tan plenamente posesivo y unitivo como es posible en este mundo... Así el amor sobrenatural de caridad, al hacemos entrar en la intimidad de las Personas divinas, hace que la fe se vuelva penetrante y deliciosa» [24].

Nótese aquí el primado del amor. La caridad llega desde este mundo a Dios, tal como Él es en sí mismo. Según la expresión que suelen usar todos los místicos, es una «salida» del alma fuera de sí misma. El alma está como des centrada de ella misma, despojada, desposeída. Se vincula enteramente a Dios, sin ninguna mirada hacia sí misma. Y en ese amor llega a Él tal como Él es en sí mismo, en el éxtasis del amor que la arrebata fuera de sí misma, para arrojada a Él. Aquí debemos citar una vez más a san Juan de la Cruz, inspirado en Gregorio de Nisa. «Salí tras ti clamando, y eras ido. Esta salida significa que se sale de uno mismo, olvidándose y abandonándose, y esto supone un santo odio a sí mismo, nacido de un amor a Dios que eleva al alma tan alto que la obliga a salir de sí misma. En suma, el alma dice esto: Al herirme de amor, no sólo me arrancaste de todas las cosas, haciéndome extraña a ellas, sino que me hiciste salir de mí misma y me elevaste hacia ti, ahora que estoy desligada de todo, para ligarme a ti» [25].

A través de este amor que la une directamente a Él, el alma capta oscuramente a Dios en la fe, esperando contemplado en la visión cara a cara. Y este captar de la fe está hecho a la medida del amor, porque es el amor quien, al transformar el alma en Dios, vuelve cada vez más próxima su presencia y su atracción cada vez más irresistible. El alma está como consumida por el fuego divino del Espíritu, pero persiste en su diferencia, que es la condición de su unión de amor con las Tres Personas. Ese fuego, lejos de destruida, la vivifica y la vuelve capaz de amar más. De este modo, como dijimos, a través del crecimiento de la vida de la caridad en el alma, las Tres Personas son conocidas por el alma con ese conocimiento oscuro y amante en que el conocimiento tiene la medida del amor: es la teología mística, el alba real de la visión eterna.

Notas

[1]1 Jn 14,23.

[2] Le Signe du Temple, 43-47.

[3] G. W. H. Lampe, The Seal ofthe Spirit (1951) 26.

[4] C. K. Barrett, The Holy Spirit and the Cospel Tradition (1947) 39.

[5] PG 33,1088 A.

[6] Dídimo, De Trin., PG 39, 672 C.

[7] Dem. Apost., 7.

[8] Com. Mat., 12,20.

[9] Com. Rom.,5,8.

[10] Les merveilles de la grâce divine, 86.

[11] Ibid, 144

[12] Cirilo de Alejandría, Como Joh., 11,2.

[13] Études sur la Trinité, 4, 484.

[14] Enarr. Ps., 41, 8.

[15] «El castillo interior, 7ª morada».

[16] OEuvres completes (Tralin) 2,52.

[17] Cf. la crítica a esta opinión en Galtier, L'habitation en nous des Trois personnes, 161.

[18] «Actuation créée par acte incréé»: RSR (1928) 258-259.

[19] Ibid., 261.

[20] Royaume des amants de Dieu, cap. 15, trad. fr., 135.

[21] Cfr. Ch. Boyer, «L'Image de la Trinité, synthese de la pensée augustinienne»: «Gregorianum» (1946) 173-199,333-352.

[22] Com. Cant., PG 14, 1037 BC. Véase Jean Daniélou, Platonisme el théologie mystique,329ss.

[23] Subida al Monte Carmelo, 2, 7.

[24] SaintJean de la Croix, praticien de la contemplation»: «Études carmélitaines» (abril 1931) 94-95.

[25] Cántico Espiritual, 1, 1.