Xavier: un espíritu sin fronteras

 

Xavier, símbolo de contradicción

 

“Misionero” es un término caído en desgracia. Tanto en el ámbito eclesial como en la sociedad civil este vocablo parece haberse alejado de su antiguo significado y haber adoptado otro desprovisto en nuestros días del aprecio común. Cuando alguien quiere dar a entender que aquello que ocupa un lugar central en su vida y en su identidad personal es la de haber sido enviado para revelar la Palabra de Dios a quienes nunca la han recibido, se ve en la necesidad de utilizar un lenguaje que le permita escapar de los prejuicios asociados a este término.

 

El primer aspecto negativo de "misionero" proviene de su asociación con una imaginería que para nuestro gusto y modo de pensar actuales puede resultar anacrónica y obsoleta. La imagen primera que se evoca es la de un excéntrico caballero que, arrebatado por el frenético impulso de querer ganar adeptos para una doctrina, cruza las fronteras de su propio país, no importa cual, para llevar a cabo su tarea y regresar victorioso a su lugar de origen. Es quizás la imagen de un hombre de barba y cabellos tan descuidados como su salud, delgado y harapiento. Un marginado solitario. Un aventurero sin fortuna. Expresado en el vocabulario del siglo de las misiones, alguien enviado a lugares remotos, aun no cristianizados – o “civilizados” -, a fin de sacar al mayor número de nativos de la triste ignorancia del paganismo en el que viven, sin lo cual al morir sólo encontrarían para ellos el camino hacia el infierno, la condenación eterna. Por tal razón su fundamental cometido es la salvación de las almas, tarea que sólo el misionero puede realizar, y que se mide pragmáticamente según el número de bautismos realizados. De este modo el misionero es un Mesías, un portador de verdades absolutas, un héroe irrefutable y la culpa de que el infierno esté poblado de inocentes pecadores, en este contexto, no es sino la falta de misioneros.

     

Otro de los aspectos negativos de la figura del misionero es el del civilizador, el enviado a redimir pueblos lejanos y extraños de la ignorancia cultural de la que son lastimosas víctimas. El misionero es un hombre culto e instruido, pero venido a menos pues no puede ejercer sus actividades culturales sino entre seres de culturas inferiores, no desarrolladas. Su tarea es la de demostrar que su falta de fe está ligada a su barbarie y por ello debe imponer la cultura de la cual es heredero y portador con el consentimiento o no de aquellos a quienes se dirige. Consciente del mandato superior al que debe su obediencia, estima que los componentes que forman otras culturas, incluyendo sus religiones, poco valen comparados con el alto grado de desarrollo de la propia. El misionero es enviado a instruir, a enseñar, a aportar la luz de la razón y de las ciencias, a dar a aquellos que nada tienen los elementos culturales que les permitan acceder a la verdad. Es imprescindible que aquellos comprendan su lengua y adquieran sus costumbres, es decir, que se despojen de su cultura y se arropen con otra superior, que será como el vestido de gala para poder participar algún día del gran banquete de bodas.

 

Caricaturizado de esta manera el término “misionero” revela su inadecuación y, asociado con la presencia intrusiva y la actitud irrespetuosa con la que muchos extranjeros ejercen actividades proselitistas en el extranjero, sirve como un denominador peyorativo para señalar conductas ofensivas motivadas más por ideologías que por ideales.

     

Desde este punto de vista parecería inapropiado utilizar este término para hablar acerca de un hombre de la talla de Francisco Xavier. Al decir que fue un gran misionero podemos caer en la trampa del historicismo moderno de mirar al pasado mediante el prisma del presente y de valorar los acontecimientos y personas de una forma descontextuada y atemporal. Xavier fue un misionero, no cabe duda, en todos los sentidos. Lo fue en el sentido original que nos remite a la figura del apóstol, el enviado como precursor de la venida de Cristo, el que va, movido por el espíritu, a anunciar la Palabra de salvación. El representante, la presencia mediatizada de otro, de quien desea ser fiel colaborador. El portador de una luz que no puede ocultar y tampoco imponer. Pero también en el sentido impuesto por el siglo que le tocó vivir, con su carga ideológica y su cosmovisión hispanomedieval cristiana. La crítica que le pone en la lista de los que han servido a los intereses imperialistas europeos no siempre es injusta. Aunque él supo apreciar el desarrollo de algunas de las culturas con las que se encontró, el respeto o la veneración del otro cultural no podía estar -evidentemente- al alcance de su conciencia. Por otra parte, Xavier es hijo de la teología en la que se formó, con un Dios premiador y condenador, un sentido eclesial absolutista y una escatología poco evangélica. La imaginería xaveriana lo describe como un típico “hippie” apostólico, de aspecto raído y pies descalzos. Un hombre altaneramente erguido con indios semidesnudos rendidos a sus pies. Un halo de sospechoso triunfalismo lo circunda y lo emplaza como un héroe imbatible más allá de nuestro mundo pequeño y burgués.

 

Este modo de hablar sobre Xavier para algunos puede ser ofensivo y para otros puede no ser suficiente para poner de manifiesto el lado oscuro de nuestras tradiciones. Lo cierto es que Xavier llega hasta nuestros días de forma clara, con una imagen que, convenga o no a nuestra sensibilidad, es nítidamente perceptible. Xavier fue un símbolo para su época, para su gente y su mundo, y lo sigue siendo hoy. Su vida, para quien quiera acercarse y descubrirla, es la revelación de un espíritu singular. Xavier encarna no solo la ideología de una época sino también los ideales perennes de una iglesia que mantiene viva la llama de sus creencias. Su figura tiene aun para nosotros una fuerza tal que provoca nuestra adhesión o nuestro fundamental rechazo. Puédesele criticar desde muy diversos ángulos, pero es claro que por ello mismo Xavier es un símbolo que divide los corazones, una señal que indica la bifurcación de sendas opuestas. Xavier es también para nosotros un símbolo de contradicción.

 

El cristiano y el mundo

 

Si bien necesitamos situarnos en la época de Xavier para comprender cabalmente su vida y su obra, no podemos menos que preguntarnos sobre su significado para nosotros y para nuestros días. Dicho de otra forma, al evocar la figura de Xavier es imposible eludir la cuestión de su validez para los interrogantes que se nos plantean como cristianos en el mundo que nos toca vivir.

 

Los cristianos nos encontramos en el paradójico clima de la historia conocido como la “globalización” en el que la posmodernidad rompió sus fronteras con el derrumbe de la muralla que dividía el mundo en este y oeste. Un nuevo orden mundial se instaura prácticamente en todo el orbe y profundiza la antigua brecha que distanciaba el norte del sur. La globalización, ese fenómeno que se remonta a la gesta ultramarina de la España posmedieval, alcanza dimensiones insospechadas, y hoy un mundo cada vez más sin fronteras parece querer convencernos de que, gracias al desarrollo de las técnicas de la información y la comunicación, la humanidad se ha transformado en una sola comunidad mundial, la gran aldea global. Sin embargo detrás de esta triunfante mascarada, por virtud de una ideología que endiosa la libertad como pretexto para la depredación indiscriminada, el norte es cada vez más “global” y el sur cada vez más “aldea”.

 

La cultura global desdibuja los contrastes y las diferencias entre los pueblos conectados a la red global, y deja perderse en el abismo del olvido a los que no lo están, produciendo así una cultura de la in-diferencia, con la ilusión de un mundo “virtualmente” feliz en el que los valores tienden a desintegrarse por una aparente falta de necesidad. El triunfo del “hombre económico” y la imposición de un sistema único como modelo y norma del nuevo orden mundial, despoja a la humanidad tanto de las ideologías encubridoras de los intereses inconfesables de los grupos de poder transnacionales, como así también de las utopías que se ofrecían como alternativa para la creación de una nueva sociedad mundial justa y equitativa. Estas perdieron su poder de convicción y su cuota de validez con la extinción del socialismo real. Aquellas cayeron en desuso porque el triunfo del neoliberalismo capitalista dotó de impunidad al vasallaje y canonizó la veracidad del mundo occidental civilizado.

 

La globalización nos seduce y entretiene con sus sofisticados juguetes de tecnología de avanzada. Nos embriaga la idea de que el tiempo y el espacio ya no son coordenadas absolutas. Pero al mismo tiempo nos muestra la indiferencia con que podemos llegar a aceptar la narcótica crueldad que nos impera. Tal es así que hoy en día es posible actuar de espectadores pasivos e inmutables delante de una pantalla donde se escenifica el odio fanático que hace desplomarse a las orgullosas torres de una gran urbe, como de aquel otro que arroja toneladas de destrucción inteligente sobre las aldeas empobrecidas de pueblos largamente castigados con la opresión, la violencia y el hambre.

 

El cristiano en el mundo también es partícipe de los innunerables bienes de la globalización y a su vez padece también sus males. Es víctima del escepticismo aun más cuando el rigor del disfortunio golpea las puertas de su casa. Puede ser culpablemente indiferente a pesar de que su conciencia le reclame sin lugar a duda la injusticia del nuevo orden. También puede “optar por no optar” para que su comportamiento no sea estigmatizado como políticamente incorrecto. Puede ser abierto, moderno y global hasta tal punto que su diálogo con el materialismo y el hedonismo en boga se conviertan en constante asentimiento y en una pérdida de su propia autonomía, su anhelo por una humanidad sin fronteras religiosas lo reduzcan a un disimulado agnosticismo, su rendición ante la cultura global lo masifique, su carencia de ideales lo ahogue en el fango de la in-diferencia, la irresponsabilidad, la tibieza o la indefinición. El cristiano puede dejarse convencer enteramente de que si el siglo XX fue un “cambalache” desprovisto de los valores del bien y la verdad en el que todo da igual, como profetizaba un tango, no hay nada que indique que el siglo XXI no lo siga siendo.

 

Lo que el cristiano en el mundo se cuestiona fundamentalmente frente al fenómeno de la globalización es si vale la pena o no seguir creyendo. Donde parecería que la presencia de Dios en el mundo es un artículo prescindible que solo sirvió, como continúa pregonando en muchas mentes el positivismo cientificista, para que el ser humano justificase su ignorancia, o como una etapa necesaria para la madurez que hemos alcanzado, cabe preguntarse si la fe tiene algún sentido, si la religión es todavía necesaria, o si ese Dios salvador en quien teníamos puesta nuestra esperanza se esfumó para siempre como una quimera y nos dejó librados al arbitrio de nuestro propio destino humano. No sabemos si hay algún provecho en adoptar opciones que contrasten con lo que la comunidad global nos enseña. La lucha por un ideal, cuanto menos por una ideología, también es cuestionable desde la óptica de la in-diferencia. Aferrarse a una verdad, a una tradición o a una creencia parecería no más que un escapismo pueril. Igualmente, si todos podremos salvarnos en la buena fe de nuestra modesta conciencia, ¿qué necesidad hay de buscar un salvador, un Cristo, de seguir sus pasos, y aun más de animar a otros a que lo hagan?

 

Xavier frente al mundo

 

La figura de Xavier misionero se yergue inalterable frente a 450 años de historia. La inmortalizan los bronces, las telas y la tinta que han preservado su memoria y continúan relatando su grandeza. Su vida, como la de muchos otros hombres y mujeres de Dios, es también como un faro que arroja dentelladas de luz para disipar la oscuridad que se cierne sobre las olas del mar nocturno de la historia.

 

Francisco de Jassu y Xavier fue un joven que conoció el mundo, lo amó y se dispuso a conquistar su fama, su poder y su gloria. Pero la austera palabra tenaz e irrefutable de aquel vasco poco bruñido que le tocó por compañero en el colegio de Santa Bárbara, le fueron abriendo los ojos, los oídos y el corazón hasta hacerle rendirse ante la Palabra que lo atraería hacia mejores conquistas. Iñigo lo intuyó: Xavier estaba hecho para cosas mayores. Un espíritu dilatado como el suyo pronto se hartaría de las mezquinas recompensas que el mundo ponía ante sus ojos. Xavier deseaba más e Ignacio fue el mensajero, el eco de una voz que le atraería al seguimiento por caminos intransitados. Xavier escuchó la voz del mundo y también la que le llamaba desde más allá de él. Levantó los ojos, juzgó, ensanchó el pecho y optó. Esto es lo primero que nos anuncia la figura de Xavier. El hedonismo renacentista no era menos encantador que el posmoderno, y la embriaguez de las novedades del siglo XVI no menos fascinantes que las que brotan día a día en el XXI. Xavier gustó de todo lo bueno y apetecible que su mundo le podía ofrecer, pero no se entregó a ello. Su opción no fue un escapismo ni un engaño. Su no, fue consciente y decidido. Desechó la ambigüedad que intenta sacar provecho eclécticamente de todas las opciones y, con pena o sin ella, se dispuso libremente a perderlo todo. La suya no fue una actitud pasiva o indolente. No quiso mecerse en las olas de su tiempo a pesar de que tenía razones más que suficientes para hacerlo.

 

El grupo aquel de excéntricos compañeros reunidos en París fue para Xavier también la cuna de una vida solitaria y silenciosa. Junto con ellos aprendió las artes del recogimiento activo que el experto peregrino de Manresa les inculcase. Largas horas de estar a solas fueron la escuela donde se encendió la llama de ese corazón que no encontraría ya reposo alguno. Allí conoció de veras al gran Maestro, al fascinante Señor de Galilea, y en lo oculto del silencio quién sabe que diálogos hubo que los unió con la fuerza de una amistad inseparable. Las cartas de Xavier así lo atestiguan. En medio de febriles campañas que agotaban hasta su tiempo de descanso, encontraba el lugar y el tiempo para la intimidad necesaria del afecto venerante. En medio del camino o por las noches, en la espera o en las horas de la tediosa marcha, el tiempo cualitativamente pleno donde el alma bebe de las fuentes de la vida, el tiempo donde se vuelve la mirada al mundo desde una perspectiva en la que todo parece insignificante, el tiempo en que la luz permite delinear las tinieblas, el tiempo donde el corazón agitado se aquieta y el silencio no es una angustia que aprisiona los sentidos sino una dulce caricia al paladar del corazón, un verdadero “tiempo real”..., ese tiempo nunca dejó de ser parte de la vida azarosa del fatigado misionero. Allí aprendió Xavier la negación de sí mismo, eso que quizás hoy nos resulte un lenguaje arcano y desconocido. Allí echa raíces la libertad que permite el vuelo repentino, la disposición pronta, la solidaridad activa, la capacidad de respuesta generosa y sin dilaciones. De allí también proviene el remanso de una confianza ilimitada que se olvida de la precaria condición de la naturaleza humana y la pone toda al servicio de aquel que hace la obra con el fin de adquirir la fortaleza de la casa edificada sobre la peña. Hoy el mundo no nos permite ni perdona que el tiempo transcurra sin utilidad inmediata, sin producir, sin ganancia alguna. Ante esta mezquina disposición del tiempo productivo que de continuo nos apremia la figura de Xavier es hoy sugestiva y alentadora. Xavier se nos presenta como un insaciable activista, pero al mismo tiempo y por sobre su propio activismo, fue un hombre de oración, debemos recalcárnoslo, un hombre cabalmente espiritual.

 

Si la imaginería xaveriana se empeña en pintar lenguas de fuego ardientes en el pecho del santo, aunque tal vez no sea demasiado acorde con nuestro gusto, este símbolo expresa sin embargo una realidad que no carece de fundamento. La historia de Xavier es la de un hombre urgido por sus propios anhelos, acicateado ininterrumpidamente por un apremio interior, pero no por una obsesión maníaca o una idea compulsiva, sino por el ardor de sus convicciones. Tampoco fue un enardecido fundamentalista sin juicio ni razón, aunque en ocasiones se haya caricaturizado a sí mismo de esta manera para ejemplificar lo que por dentro sentía. Su fundamentalismo, si lo hubo, fue el de querer imitar a los que a su Señor imitaban para compartir su vida de forma práctica y verdadera. Llegó a extremos, sin duda, como todo aquel que vierte todo el caudal de su atención en la empresa que le arrebata los sentidos. Un apasionado en extremo sí, un tibio jamás. Así vivió su vida y así murió, miserablemente afiebrado, pobre y sediento. El afán que lo impulsaba ponía en su mente nuevas metas, determinaba objetivos, creaba oportunidades, ocasionaba renovados desafíos, lo arrojaba en múltiples crisis, le hacía paciente y sufrido al tiempo que activo y vitalmente entusiasta. Xavier conoció el fracaso y lo aceptó. Pero no se rindió ante las circunstancias ni se dejó convencer simplemente de que, en bien de una concordia mal entendida, lo mejor es aceptar que todo siga su curso como hasta ahora. Su fervoroso idealismo, sin embargo, no lo despojó de la creativa imaginación del planeamiento, ni de las estrategias pragmáticas que reclaman proyectos ambiciosos. Qué se agitaba dentro de su pecho quizá en verdad nunca lo sabremos. Pero que su presencia y su palabra tenían un fuego contagioso lo atestiguan cuantos lo vieron, lo escucharon y lo siguieron; y que su incesante peregrinar era alimentado por una pasión es tan evidente como que solo la muerte pudo ponerle límites sobre este suelo.

 

En los albores de su vida apostólica el futuro de Xavier parecía encontrarse en Roma, junto al padre maestro Ignacio quizás, sorteando los laberintos de la ciudad eterna en busca de la perpetuidad para el grupo de compañeros unidos en la dispersión. El talento de Xavier parecía servir mejor a la palestra romana que a la prédica ambulante. Pero como es sabido, Dios dispone las cosas a su manera, y la paradoja del azar golpea la puerta de la vida del santo para invitarlo a partir para no volver jamás. Probablemente Xavier no podía siquiera imaginar qué destinos le estarían aguardando. Quizás en su mente no existían las imágenes que hoy lo muestran arrostrando vientos al surcar el mar, andando por islas remotas y desconocidas para el europeo, intentando transmitir su mensaje en lenguas extrañas, esgrimiendo una cruz frente a gentes sencillas o agotando la fuerza de sus brazos en la administración del sacramento, descubriendo nuevas fronteras, padeciendo la inclemencia del tiempo en zonas inhóspitas, mudando de aspecto para hacerse todo a todos, negociando con reyes lejanos o haciendo pactos con príncipes guerreros, organizando la tarea para sus sucesores y compañeros, avejentado por el cansancio, sufrido, nostálgico, ansioso, confiado, herido...

 

Todo lo que podamos representarnos sobre él probablemente no estuvo siquiera presente en sus sueños, pero sí estaban en ellos y en el trajinar de su vida diaria una sola cosa que lo hacía capaz de aceptar estas y muchas otras novedades: su espíritu sin fronteras. La vida de Xavier es la expresión viviente de un espíritu libre, de un espíritu cuyo vuelo encumbrado y soberano se extiende más allá de la altura del firmamento o la anchura del mar. Él mismo no hubiera podido nunca imaginar a dónde lo llevarían sus pasos porque en la apertura y disponibilidad del sí confiado, del asentimiento libre y generoso ante los reclamos caprichosos del destino, no hay caminos que no se bifurquen en nuevas sendas, puertas que no se abran a nuevos espacios, fronteras que no linden con tierras extrañas; ciudades ni puertos, lenguas ni vestimentas, razas ni costumbres de los que uno pueda jurar que jamás conocerá. Xavier había soltado amarras hacía tiempo, mucho antes de haber sido “enviado a tierras de infieles”. Sólo el que lo llamó entonces sabe cómo y cuándo, pero lo cierto es que desde quién sabe qué pacto firmado en la intimidad del silencio, Xavier ya no volvería nunca más la vista atrás. Fue en aquel preciso momento que Xavier se transformó en misionero, recibiese o no una misión como predicador ambulante, fuese enviado o no a tierras lejanas, bautizase a miles o no vertiera el agua vivificadora sobre la cabeza de nadie.

 

La globalización en la que desaparecen los ideales y las ideologías al instaurarse un nuevo y único orden mundial, característica identificatoria del nuevo siglo, deja en el alma del cristiano un sabor a escepticismo. La cultura de la in-diferencia homogeneizante anula los valores, nos vuelve impasibles y nos conduce a pactos ilícitos con el agnosticismo, el consumismo, el hedonismo y muchos otros “ismos” que nos inmovilizan en el tibio fango de la indefinición irresponsable. La fe es cuestionada por el contradictorio materialismo de la realidad virtual, para el que Dios es una ficción y Cristo una quimera. Pero frente a los símbolos que enarbola la globalización, la figura de Xavier se alza a su vez como un enigma contradictorio. La capacidad de decisión y renuncia de Xavier desafía la indefinición y la apatía contemporáneas. Su libertad y su autonomía varonilmente defendidas, contrastan con la pérdida del yo y de la integridad humana promovido por la cultura de la in-diferencia. Su vida espiritual pone al descubierto la falacia de un agnosticismo negador de la esperanza. La fortaleza de su confianza en Dios muestra que la justicia divina prevalece sobre la limitada omnipotencia de todo pretendido nuevo orden mundial que se haya instaurado hasta el presente. Su pasión es un acicate para la conciencia adormecida de nuestra fe vacilante. Y su espíritu misionero revela una faceta antigua pero vigente de la globalización: no un mundo sin fronteras sino un espíritu sin ellas. Es precisamente frente a la globalización donde se manifiesta la paradoja de Xavier como símbolo: En un mundo donde el permisivismo y la impunidad borran los límites, Xavier establece las fronteras que dignifican al hombre. Y donde las fronteras del desarrollo y las desigualdades dividen a los pueblos, Xavier las transpone y, disolviendo las discriminaciones, unifica al mundo en su anhelo por anunciar la Palabra de salvación. Xavier fue un hombre de mirada larga, puesta en el más allá, un espíritu sin fronteras. Supera la globalización no batiéndose en una lucha regionalista sino transponiendo las fronteras de la aldea global hacia un universo sin límite alguno.

 

La imaginería triunfalista sobre Xavier puede no ser pertinente para nuestra sensibilidad pero no desdice en último término lo que la vida de Xavier nos anuncia. El término misionero sin duda puede haber caído en desgracia pero el ser misionero en los términos en que lo fue Xavier conservan su sentido y su vigencia. Xavier es prototipo del misionero porque en su marcha nos enseña ayer y hoy que el cristiano ha recibido la Palabra, e impulsado por el gozo exuberante de haberla recibido no puede menos que desear compartirla con todo el género humano. E investido con la honra y privilegio de haber sido enviado para hacerlo, se pone en camino para una empresa sin límites, para un viaje que no culminará jamás.

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B. Astigueta sj