La predicación de Jesús se
dirigía en primer lugar a Israel, como él mismo lo dijo a quienes le seguían:
«No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24).
Desde el comienzo de su actividad invitaba a todos a la conversión: «El tiempo
se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el
Evangelio» (Mc 1,15). Pero esa llamada a la conversión personal no se concibe en
un contexto individualista, sino que mira continuamente a reunir a la humanidad
dispersada para constituir el Pueblo de Dios que había venido a salvar.
Una señal evidente de que Jesús tenía la intención de reunir al pueblo de la
Alianza, abierto a la humanidad entera, en cumplimiento de las promesas hechas a
su pueblo, es la institución de los doce apóstoles, entre los que sitúa a Pedro
a la cabeza: «Los nombres de los doce apóstoles son éstos: primero Simón,
llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan;
Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo;
Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el que le entregó» (Mt 10,1-4; cfr. Mc
3,13-16; Lc 6,12-16) (véase la pregunta ¿Quienes fueron los doce apóstoles?).
El número doce hace referencia a las doce tribus de Israel y manifiesta
el significado de esta iniciativa de congregar el pueblo santo de Dios, la
ekkesía Theou: ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cfr. Ap
21,12-14).
Una nueva señal de esa intención de Jesús es que en la última cena les confió el
poder de celebrar la Eucaristía que instituyó en aquel momento (véase la
pregunta ¿Qué sucedió en la última cena?). De este modo, trasmitió a toda
la Iglesia, en la persona de aquellos Doce que hacen cabeza en ella, la
responsabilidad de ser signo e instrumento de la reunión comenzada por Él y que
debía darse en los últimos tiempos. En efecto, su entrega en la cruz, anticipada
sacramentalmente en esa cena, y actualizada cada vez que la Iglesia celebra la
Eucaristía, crea una comunidad unida en la comunión con Él mismo, llamada a ser
signo e instrumento de la tarea por Él iniciada. La Iglesia nace, pues, de la
donación total de Cristo por nuestra salvación, anticipada en la institución de
la Eucaristía y consumada en la cruz.
Los doce apóstoles son el signo más evidente de la voluntad de Jesús sobre la
existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la
Iglesia no hay contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los
hombres que componen la Iglesia.
Los apóstoles eran conscientes, porque así lo habían recibido de Jesús, de que
su misión habría de perpetuarse. Por eso se preocuparon de encontrar sucesores
con el fin de que la misión que les había sido confiada continuase tras su
muerte, como lo testimonia el libro de los Hechos de los Apóstoles. Dejaron una
comunidad estructurada a través del ministerio apostólico, bajo la guía de los
pastores legítimos, que la edifican y la sostienen en la comunión con Cristo y
el Espíritu Santo en la que todos los hombres están llamados a experimentar la
salvación ofrecida por el Padre.
En las cartas de San Pablo se concibe, por tanto, a los miembros de la Iglesia
como «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados
sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, siendo piedra angular el
mismo Cristo Jesús» (Ef 2,19-20).
No es posible encontrar a Jesús si se prescinde de la realidad que Él creó y en
la que se comunica. Entre Jesús y su Iglesia hay una continuidad profunda,
inseparable y misteriosa, en virtud de la cual Cristo se hace presente hoy en su
pueblo.