NUEVAS REFLEXIONES SOBRE LOS ICONOS

Sergio García Nebot (Miembro de la CEV)

LOS ORÍGENES

La Iglesia crece en el corazón de la koiné, en la que convivían y se enfrentaban griegos, romanos, judíos, paganos, gnósticos, filósofos, teósofos y mistagogos. El cristianismo que afirma ser la verdadera gnosis y el único detentador de la verdadera fe, asume un lenguaje abierto. En el Areópago, Pablo reconoce en el altar “al Dios desconocido” el altar del Cristo”, aquel que lo atenienses, “los más religiosos entre los hombres”, adoran “sin conocer”. En su ascenso hacia la “revelación” el paganismo, esencializado manifiesta lo divino. Para Justino de Roma, Dios no anuncia su venida solo en la Biblia. Con su Verbo Él  aclara e ilumina cada alma de buena voluntad; en su luz, filósofos y poetas son cristianos que no saben lo que son.

LOS FUNDAMENTOS DOGMÁTICOS

  En el siglo VII la existencia de la Iglesia se halla dominada por un movimiento iconoclasta. La imagen religiosa parece estar en el centro de la vida del Imperio Bizantino donde va a suscitar una disputa y una controversia teológica que se prolongará por más de un siglo. Después de una larga prueba de fuego el icono ocupará un puesto de honor en el centro de la profesión  de fe de la Iglesia. Desde su reinstauración en el 843 el culto de las imágenes encarnará el Triunfo de la Ortodoxia.


El iconoclasmo conoce dos periodos determinantes:
1.      El primero tiene su inicio en 726 cuando promovido por el emperador León IIIel movimiento se enfrenta con una resistencia apasionada. Este periodo violento y sanguinario, concluye en el 787 bajo el reinado de Irene la Ateniense, el VII Concilio Ecuménico restaura la ortodoxia y restablece el culto a las imágenes. Reunidos en Nicea, 357 obispos definieron  las enseñanzas de la Iglesia respecto a los iconos. El arte religioso adquirió así su definición dogmática:
 “Nosotros decretamos en toda exactitud y conciencia que, junto a la reproducción de la preciosa Cruz vivificante, es deber conceder un espacio a los iconos pintados o en mosaico o aún de cualquier otro material que adornan las Santas Iglesias de Dios, los objetos de culto, los sagrados hábitos, los muros y las tablas de madera, las casas y las calles, tanto el icono de Nuestro Señor, Dios y Salvador, Jesucristo como a los de Nuestra Señora Inmaculada, la Santa Madre de Dios, de los ángeles venerables y de todos los hombres santos. Puesto en la medida en que continuamente son representados y contemplados en imagen, aquellos que los contemplan ascienden hacia la memoria y el deseo de su prototipo...”
2.      El segundo periodo de la controversia sobre las imágenes se extiende desde el 813 hasta el 842. a la muerte del emperador iconoclasta  Teófilo, Teodora restaura el culto de las imágenes en el 843.

FIDELIDAD Y LIBERTAD


La imagen y la Escritura
El arte del icono es testimonio de una perennidad no individual. Esta obra dedicada a la celebra­ción de lo sagrado no ha podido nacer en una sola época ni con las investigaciones de una sola escuela ni por la imaginación creadora de un artista sino que ha ido surgiendo en el transcurso de largos siglos de trabajo ininterrumpido. Pedagógico y mistérico, el icono obedece a cánones artísticos. El pensa­miento ortodoxo ha enfatizado el papel y el deber de la imagen. La tradición iconográfica se inscribe en el corazón de este pensamiento: un lenguaje teológico puramente pictórico constituye la base y el edificio interior de cada icono.


 El último Concilio Ecuménico subrayando la proximidad del icono a las Sagradas Escrituras, lo eleva hasta el rango de los Santos Evangelios: «La imagen sagrada de Nuestro Señor Jesucristo debe ser venerada con el mismo honor con el que son venerados los Santos Evangelios». La imagen consitu­ye la tradición pictórica de la Iglesia de Oriente con el mismo título que las tradiciones escrita y oral:
es la manifestación material de la Tradición Sagrada. En esta perspectiva exclusivamente eclesial el arte del iconógrafo no es el arte de un individuo. «Cada uno de nosotros es de la tierra. Sólo la Iglesia es del cielo», dice Khomiakov. Al pintor la Iglesia le impone una disciplina tanto espiritual como ar­tística. Los manuales prescriben reglas detalladas: para preservar la pureza del arte religioso, los cáno­nes fijan las instrucciones relativas a la tipología de santos y festividades. La Iglesia lleva las riendas del talento. «Hagiógrafo» el iconógrafo escribe la santidad por medio de la pintura. Su arte es el de la Iglesia. El VII Concilio Ecuménico afirma formalmente esta dependencia: «Este arte no ha sido inventado por los artistas. Muy al contrario, es una institución aprobada por la Iglesia “católica”. Sólo el lado artístico de la obra pertenece al artista pero su institución depende en modo evidente de los san­tos Padres y les pertenece.»


Sólo las personalidades espirituales dotadas de un verdadero talento son llamadas a consagrarse a la iconografía. Recordando la importancia del icono, la Iglesia prohíbe esta pintura a los artesanos no dotados «para que su incapacidad no sea una ofensa a Dios» 2• En su manual titulado Hermenéutica de la pintura, Dionisio de Furna, iconógrafo atonita del siglo XVII, invita a los pintores a que practiquen el dibujo antes de enfrentarse a la iconografía: «Aquel que quiera aprender el arte de la pintura ante todo que estudie y se ejercite en el dibujo, sólo, incluso sin cánones hasta que sea capaz.»

  El icono y la liturgia


 
Las formas arquitectónicas de un templo, los frescos, iconos, objetos de culto, no están juntos simplemente como los objetos de un museo, sino que, como los miembros de un cuerpo, viven de una misma vida mistérica, están integrados en el misterio litúrgico. Es incluso lo esencial, y nunca se puede comprender un icono fuera de esta inte­gración. En las casas de los fieles, el icono está situado en un punto alto y dominante de la habitación, guiando la mirada hacia lo alto, hacia el Altísimo y hacia lo único necesario. La contemplación orante atraviesa, por así de­cirlo, el icono y sólo se detiene en el contenido vivo que traduce. En su función litúrgica, simbiosis del sentido y de la presencia, consagra los tiempos y lugares; de una habi­tación neutra hace una «iglesia doméstica», de la vida de un fiel, una vida orante, liturgia interiorizada y continua­da. Un visitante, al entrar, se inclina ante el icono, recoge la mirada de Dios y enseguida saluda al dueño de la casa. Se empieza rindiendo honor a Dios, y los honores rendi­dos a los hombres vienen después. Punto de mira, nunca decoración, el icono centra toda la estancia en el resplan­dor del más allá. Del mismo modo, todos los que atraviesan el umbral de un templo ortodoxo se sienten afectados por una fuerte sensación de vida incesante.

 EL VERDADERO VALOR DEL ICONO
  Un icono nunca puede descender por debajo de un cierto nivel artístico, en su mínimo instrumental. Lugar teológico, es también alabanza, canto, poesía en colores. El iconografo debe poseer el sentido de los colores, el oído para la consonancia musical de las líneas y las forma, una maestría perfecta sobre los medios para poder describir el cielo. Por encima de este nivel  se abre o ilimitado de la visión inspirada. Sin embargo, nunca el icono es lo bello sino la verdad que desciende a él  y se viste con sus formas. Todo terminado desde el punto de vista matemático, constituye la relación de los dos infinitos. Del mismo modo, todo icono relaciona dos infinitos; la luz divina y  el espíritu humano.
  El icono, en efecto, es algo más que una imagen religiosa, es verdadero arte sacro; tiene un puesto bien determinado en le culto litúrgico y en la devoción privad como medio eficaz para conocer a Dios, a la Virgen  y a los Santos y a unirse a ellos imitándolos. El icono es una confesión  de las verdaderas religiosas, no solo un arte que ilustra la Sagrada Escritura, es un lenguaje que se equipara a aquéllas, que  equivale a la predicación evangélica, igual que a los textos litúrgicos.
“El contenido de la Sagrada Escritura es transmitido en e icono no en forma de una enseñanza teórica, sino en modo litúrgico, esto es, de modo vivo, dirigiéndose a todas las facultades del hombre.”
  Con ello el icono logra que la atención no se desvíe hacia la complacencia o el placer sensual de su belleza. El icono muestra el paisaje de un modo particular, esti­lizando montículos y escalones; tierra, agua y árboles son reproducidos sin la extensión de la profundidad y el paisaje jamás adquiere un significado autónomo en el icono. La naturaleza, en el icono, sólo participa del plan divino para la salvación del hombre, que es corona de la creación y sin él es inconcebible. Aun cuando la natura­leza resulta necesaria, en la figuración no llama de modo especial la atención del iconógrafo, porque toda su aten­ción se fija en el mundo del más allá II...].
 

La concentración orante y la quietud de la pacifica­ción celeste son tan fuertes en el icono que inevitable­mente aplaca los sentimientos y detiene la indomable corriente de los pensamientos de todo el que lo mira. Mediante el icono nos remontamos a la Imagen Primera, nos ponemos en contacto con ella mediante la fe y la plegaria y, en respuesta a nuestra fe y plegaria, el icono, este signo sensible —madera y color—, se llena de ‘ener­gías’ de vida que brotan del Prototipo. El icono deviene onda transmisora de su gracia.Lo que para el pintor es el estudio de la naturaleza, lo es para el iconógrafo la copia de los antiguos iconos. Copiarlos tiene una importancia primaria: equivale a instruirse e introduce en la misma región espiritual.
Sin oración, por otra parte, el iconógrafo está muerto para el mundo espiritual y, aunque poseyera perfectamente la técnica del icono, su obra resultaría siempre sin alma