Homilía en la renovación de la consagración de España al Corazón de Jesús
Pronunciada por el cardenal Antonio María Rouco Varela
MADRID, domingo, 21 de junio de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció este domingo el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, presidente de la Conferencia Episcopal Española, en la celebración eucarística que renovó el acto de consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, acaecido hace 90 años.
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Mis queridos
hermanos y hermanas en el Señor:
Aquí, en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de la Península Ibérica, se
consagraba España hace noventa años al Sagrado Corazón de Jesús ante la estatua
que había sido levantada por la piedad cristiana del pueblo español en este
lugar elegido sabiamente para expresar, esculpida en piedra, una plegaria
ardiente e incesante: que el Sagrado Corazón de Jesús reinase en España por la
gracia de su amor infinitamente misericordioso, la elección del lugar, fruto de
una luminosa toma de conciencia histórica y llena de un profundo significado
espiritual para el presente y el futuro de España.
Eran "tiempos recios" aquellos, como solía decir Santa Teresa de Jesús de los
suyos. Había transcurrido poco tiempo después del final de la I Guerra Mundial.
Europa y una buena parte del mundo yacían en ruinas. Ruinas materiales que
ponían al desnudo el fracaso de una visión del hombre y del mundo que había
pretendido construirse a través de una concepción puramente terrena -empírica y
positivista- de la realidad. En los proyectos económicos, socio-políticos y
culturales del primer siglo de la Ilustración moderna se había querido
prescindir de Dios por parte de amplios e influyentes sectores de la sociedad.
El resultado estaba a la vista. ¡Detrás de la desolación física se escondía el
vacío moral y espiritual! Ni la llamada "cuestión social" con la hiriente y
dramática explotación de los trabajadores y sus familias, ni la problemática de
la deseada unidad y concordia de las naciones europeas habían encontrado nuevos
horizontes que indicasen la recta dirección para una solución justa y duradera.
En plena guerra había estallado la Revolución Bolchevique. La Postguerra
aparecía ensombrecida por profundas convulsiones revolucionarias... España no
estaba ajena, a pesar de su neutralidad durante la contienda, a toda la tragedia
que asolaba a los pueblos hermanos de Europa.
La Iglesia venía ofreciendo, especialmente desde el siglo XVII, a ese mundo que
quería progresar y modernizarse económica, social y políticamente el eterno
anuncio del Evangelio a través de una propuesta formulada en términos
profundamente renovadores: la propuesta del Misterio del Amor de Dios revelado y
donado en Jesucristo para la salvación del hombre y, con la salvación del
hombre, para la salvación del mundo. A través de intervenciones singularísimas
del propio Señor Jesucristo en almas privilegiadas -hoy recordamos especialmente
a Santa Margarita María de Alacoque-, ese Amor infinitamente misericordioso,
benigno, sanador, transformador de lo más hondo del ser humano, se nos
presentaba bajo el bellísimo simbolismo de su Sagrado Corazón herido físicamente
por la lanza del soldado romano y traspasado espiritualmente por nuestros
pecados. De esa herida, humano-divina, sale el torrente de gracia y de vida
nueva, fruto y don del Espíritu Santo, la Persona-Amor en el Misterio de la
Santísima Trinidad. Es esa gracia la que perdona y sana al hombre, elevándolo a
la dignidad de los hijos de Dios y haciéndole partícipe de la vida divina. La
invitación de entrar por esa espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús podía
parecer ilusa a los ojos pragmáticos de muchos; pero era en verdad la única
propuesta que podía superar los egoísmos y los odios encendidos de aquella
historia, orgullosa de su modernidad, que cifraba en el progreso no de todo el
hombre y de todos los hombres, sino del hombre material -"carnal"- y del hombre
fuerte, el capaz de triunfar en la lucha por la existencia en este mundo. El "super-hombre"
era su ideal.
Los tiempos han cambiado noventa años después de aquél acto en el Cerro de los
Ángeles 30 de mayo de 1919 que emocionó entonces a toda España, la más oficial y
la netamente popular. También hoy necesita nuestra patria los bienes de la
reconciliación, de la solidaridad, de la justicia, de la concordia y de la paz.
El terrible atentado de ETA que le costó anteayer la vida a un servidor de la
seguridad y de la paz de todos los españoles lo pone dramáticamente una vez más
de manifiesto. Esos bienes los necesitan especialmente nuestros jóvenes
generaciones y sus familias; y la pregunta vuelve a plantearse no con menor
urgencia que en 1919: ¿será posible conseguirlos a espaldas de la fe en
Jesucristo, ignorando el don de su Amor? El interrogante adquiere incluso -en
comparación con otros pueblos de Europa-, un acento de gravedad singular al
dirigirlo a una nación marcada en lo más profundo de su alma y de su ser
históricos por la profesión de la fe católica de su Pueblo, vivida con admirable
fidelidad en el seno de la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica, presidida
por el Papa, el Sucesor de Pedro en la sede de Roma, como Pastor universal y
Vicario de Cristo en la tierra. ¿Puede España encontrar hoy los caminos de un
futuro pleno de los bienes que constituyen y aseguran la dignidad de la persona
y el bien común de todos sus hijos e hijas abandonando la fe de sus mayores?
Porque tenemos la certeza de que el camino de la descristianización no conduce a
ningún futuro de salvación y de verdadera felicidad para el hombre, renovamos
hoy, en el Cerro de los Ángeles, aquella solemnísima consagración de España al
Sagrado Corazón de Jesús que hicieran nuestros antepasados en la Iglesia y en la
sociedad en el año 1919 para que alumbrara la luz de la verdadera esperanza en
aquellos momentos tan cargados de graves incertidumbres no sólo para ella, sino
también para Europa y para el mundo. Lo hacemos pidiéndole para todas las
familias de nuestra patria y para todos los españoles lo que San Pablo, "de
rodillas", pedía "al Padre de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la
tierra": que nos conceda por medio de su Espíritu robustecernos en lo profundo
de nuestro ser, que Cristo habite por la fe en nuestros corazones, que el amor
sea nuestra raíz y nuestro cimiento; y, así, con todos los santos, logremos
"abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que
trasciende toda filosofía: el amor cristiano" (Ef 3, 14-19). Sí ¡que
comprendamos y bebamos el amor en su fuente purísima, en el Sagrado Corazón de
Jesús! Sólo así podemos ser testigos de la esperanza gozosa y eterna.
¡Quiera Nuestro Señor Jesucristo reinar hoy y siempre en España, en el corazón
de sus hijos y de sus hijas, como lo había prometido al Siervo de Dios, Bernardo
de Hoyos! Y que el Corazón Inmaculado de su Madre santísima, Madre suya y Madre
nuestra, Reina de los Ángeles, nos ayude para acoger de nuevo la gracia del
Reinado espiritual de su Divino Hijo en nuestras almas y en nuestras vidas con
total disponibilidad y entrega.
El Santo Cura de Ars solía repetir que "el sacerdocio es el amor del Corazón de
Jesús". Efectivamente, los sacerdotes son los instrumentos imprescindibles de la
gracia y del amor salvador de Cristo. El año sacerdotal que acabamos de
inaugurar, unidos al Santo Padre, nos lo quiere recordar con nueva viveza. La
renovada consagración de España al santísimo Corazón no cuajará en frutos
abundantes de vida y testimonio del amor cristiano sin sacerdotes santos
¡España, la España de hoy, necesita muchos y santos sacerdotes según el corazón
de Cristo!
Amén