Hijos de Dios
El mismo Cristo nos mostró esta verdad enseñándonos a dirigirnos
a Dios como nuestro Padre, y nos señalóla santidad como imitación filial.
“A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo,yo te he engendrado hoy” (ver
catequesis de Juan Pablo II)
Estas palabras del Salmo 2, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen
también a cada uno de nosotros y definen nuestro día y la vida entera, si
estamos decididos -con debilidades, conflaquezas- a seguir a Jesús, a procurar
imitarle, a identificarnos con Él, en y a pesar nuestras particulares
circunstancias.
Somos hijos de Dios. Nunca acabaremos de comprender y de estimar
suficientemente este don inmenso: ¡Hijos de Dios!
Esta no es una metáfora, ni es un modo piadoso de hablar. ¡Somos hijos de Dios!
Esta realidad incomparable tiene lugar en el Bautismo (Concilio Vaticano II,
Sacrosanctum Concilium), donde, gracias a la Pasión y Resurrección de Cristo,
tiene lugar el nacimiento a una vida nueva, que antes no existía.
Ha surgido una nueva criatura (2 Corintios 5, 17), por lo cual el recién
bautizado se llama y es realmente hijo de Dios. “El cristiano nace de Dios, es
hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo;
su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma
naturaleza que Él.” (Teología Moral del Nuevo Testamento).
Cada día de nuestra vida constituye una gran ocasión para agradecer a
Jesucristo, Nuestro Señor, el que nos haya traído el inmenso don de l a
filiación divina y que nos haya enseñado a llamar Padre al Dios de los Cielos:
“Ustedes, pues, recen así: Padre …” (Mateo 6, 9).
El sentido de nuestra filiación divina define y encauza nuestra actitud y, por
tanto, nuestra oración y nuestra manera de comportarnos en todas las
circunstancias. Es un modo de ser y un modo de vivir.
Al vivir con sentido de hijos de Dios aprenderemos a tratar a nuestros hermanos
los hombres.
El sabernos hijos de Dios nos enseña a comportarnos de modo sereno ante los
acontecimientos, por duros que parezcan.
Nuestra vida se convierte en un activo abandono de hijos que confían plenamente
en la bondad de un Padre a quien, además, están sometidos todos los poderes de
la creación.
La certeza de que Dios quiere lo mejor para nosotros nos lleva a un modo
sosegado y alegre aún en los momentos más difíciles de nuestra vida. Así es: el
Señor nos da siempre los medios para salir adelante por los caminos más
insospechados.
Dicho en pocas palabras: Dios todo lo sabe, todo lo puede, es bueno y nos ama;
siendo hijos que confían en Él ¿qué hemos de temer? Todo contribuye a nuestro
bien mayor, aunque de pronto no lo entendamos.
Cuando nos encontremos con un problema, nuestra actitud es la de pedir más ayuda
a nuestro Padre del Cielo, renovar nuestro ofrecimiento a hacer Su Voluntad y
nuestro empeño por ser santo en todas las circunstancias, también en las menos
favorables.
Esto lo dice la Sagrada Escritura: “No dejen que el pecado tenga poder sobre
este cuerpo —¡ha muerto!— y no obedezcan a sus deseos. No le entreguen sus
miembros, que vendrían a ser como armas perversas al servicio del pecado. Por el
contrario, ofrézcanse ustedes mismos a Dios, como quienes han vuelto de la
muerte a la vida, y que sus miembros sean como armas santas al servicio de Dios”
(Romanos 6, 12-13).
La filiación divina, pues, es el fundamento de la verdadera libertad -la li
bertad de los hijos de Dios (Romanos 8, 21)- frente a todas las opresiones, y de
modo singular frente a la esclavitud a que nos quieren someter nuestras propias
pasiones.
Seremos verdaderos hijos de Dios Padre y, por tanto, herederos, si contemplamos
y tratamos a Jesús. Él nos enseña en todo momento el camino que lleva al Padre.
Recordémoslo cuando nos acerquemos a la Santa Eucaristía, Él nos llevará a
tratar a los demás con un gran respeto, como corresponde a hijos de Dios.