HABLEMOS DE LO QUE NADIE HABLA


 

Ciertos escritorcitos de hoy suelen llamarle al misterio de la muerte "el absurdo de la muerte". Lo han aprendido en Camus y en Malraux. Pero se olvidan de que el absurdo es una ficción humana, como tantas otras cosas. Sólo nuestra perversión mental es capaz de afirmar que dos y tres son siete, que hay guerras santas y que no somos más que materia. ¡Ésos son los absurdos!

Pero para ello tenemos que cerrar los ojos a la realidad. La muerte biológica no es absurda, mucho menos lo es la nuestra, puesto que la nuestra, en realidad, no es muerte. Y aquí no se trata de aquel vago "No moriré enteramente" del poeta pagano, sino de la seguridad que nos garantiza el triunfador de la muerte, Jesucristo. 

La angustia vital, ¿por qué no llamarla mortal?, que hoy prevalece ante el misterio de la muerte en nuestras sociedades modernas de tanatorios y uvis, de parlatorios fúnebres con música de fondo de Brahms, con sus crematorios municipales, esa angustia vital de hoy, tan innecesaria, autoinducida y desquiciadora, es un síndrome más del rechazo de Cristo. 

¡Claro que sin Él resulta absurda la muerte! ¿Haber amado, haberse apasionado por la justicia, haber peregrinado tras la verdad, haberse enamorado de la belleza, haber escuchado o compuesto unas armonías inmortales que nos seguirán sobreviviendo no meramente en el disco de bakelita, sino en la vibración perenne de las almas, haber bebido el azul del cielo y haber suspirado bajo las estrellas para terminar luego como un puñado de desechos incinerados dentro de una urnita de chapa bronceada sobre la repisa de la chimenea? ¡Claro que la muerte es absurda... para los que rechazan a Cristo!

Pero la muerte no es eso. Para los que somos de Cristo, "no se nos arrebata la vida, sino que se nos cambia" por la Vida verdadera y sin límites. Sabemos que al otro lado de la muerte nos espera quien nos dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida". El que ha puesto su fe en Cristo, aunque pase por la muerte, desemboca en la Vida. 

¿Cómo llamar "absurda" a esa muerte que, gracias a la de Cristo, nos zambulle en la Vida? ¡Lo que es absurdo es una vida sin Dios! Y es precisamente a esa clase de "vida" neo simia adonde nos quieren llevar los filósofos del materialismo. 

La sociedad industrial paga regiamente al técnico que mejor escamotee el hecho de la muerte a su sensibilidad refinadamente materialista. Se le truca, peina y maquilla al muerto; se le embalsama y perfuma; se le sumerge en la efímera fragancia de una catarata de flores. Lo que importa es que, como en la historia del joven Buda, no se vea la realidad de la muerte. Pocos negocios cosechan tan pingües ganancias como el de "enterrador". Por lo que se refiere a la clientela, pocas serán las profesiones que la tengan tan bien asegurada.

La filosofía de una sociedad sin Dios sobre la muerte es desoladora y cruel a conciencia. ¡Y se jactan de ello! Dice Bloch: "Sólo hay un hombre que va al encuentro de la muerte privado de todo consuelo tradicional: el ateo. Éste avanza con mente lúcida, fría y conscientemente hacia la Nada, en la que le han enseñado a creer en cuanto espíritu libre. Su sacrificio es diferente del de los antiguos mártires que morían con una oración en los labios; el nuevo héroe se sacrifica sin esperanza de resurrección. Su viernes santo no está confortado por ningún domingo de Pascua. Muere como mártir de una causa". 

Eso de que "muere por una causa" cae ya actualmente bajo la crítica histórica. Después de tres cuartos de siglo de experimentación en tres cuartos de globo terráqueo, visto el fracaso de esa "causa", que jamás creó un pueblo feliz, y vistos los centenares de millones de muertos que ha ido costando el experimento, tanto en ciudadanos propios como en pueblos eliminados, y no ya elegantes tanatorios, sino campos de exterminio, mares de sufrimientos, trituraciones de naciones y familias, hambres y guerras, y terrores y persecuciones sin cuento y sin precedentes en la historia. Ya no merece la pena morir a lo "héroe ateo". ¡Esa sí que es una "muerte absurda! 

Igualmente absurdo es vivir almacenado en un enésimo piso de una urbe moderna, envejeciendo en la tarea de ahorrar unos dinerillos cuyo valor envejece más deprisa que nosotros a manos de la inflación, de la devaluación, de la carestía. Y tras la brega de una vida entera, verse arrinconado en la soledad de un refugio de ancianos y acabar incinerado y en la repisa de la chimenea. Vidas así y muertes así son ciertamente absurdas, porque están diametralmente en contra de la esencia del hombre que piensa, ama, sueña, canta, añora y espera. No, hermanos. Hay que volver a Cristo, si tanto la vida como la muerte deben dejar de ser "absurdas".

Gracias a Dios, todo ese programa de absurdos que nos proponen los ideólogos del materialismo es una monstruosa sarta de mentiras. Tenemos un alma salida de las manos de Dios, hecha a imitación de la esencia de Dios, redimida con la muerte del Hijo de Dios, amada por la infinita ternura de Dios, elevada a la participación de la vida de Dios, adoptada como hija, dentro, muy dentro, de la familia de Dios, destinada a la felicidad infinita.

 "Creemos en la vida eterna, decía Pablo VI en su Credo del Pueblo de Dios, Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos".

"Se muere solo", decía Pascal. Pero no es verdad. Nadie muere solo. Se muere en Cristo y con Cristo. Él quiso experimentar en su muerte el más terrible abandono, la más heladora sensación de soledad para ahorrarnos a nosotros esa agonía del alma. Después de Él nosotros morimos en Cristo y con Cristo. Cristo se reservó, como Cabeza de nuestra humanidad pecadora, la muerte física más horrible y torturante para ahorrárnosla a nosotros. 

Jesucristo en su vida y en su muerte ocupa la más íntima realidad, la última entraña del universo. Es la mismísima esencia que se derramó sobre el cosmos en el momento en que se quebró la vasija de su cuerpo despedazada por la muerte en la cruz.