XXIII


 

UNIÓN

ENTRE LA VIRGEN

Y EL

SACERDOCIO

 

 

«He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

El retorno de esta fiesta de Missus nos recuerda que faltan pocos días para la Navidad y de nuestro deber de devoción a la Virgen.

El Padre Faber: «Si creéis que algo va mal, mirad en qué nivel os encontráis en vuestra devoción a la Santísima Virgen. » Es la ley cristiana. No hay cristianismo donde la Virgen esté ausente. Nos acordamos de la protesta de Santa Teresa contra el imprudente director que quería persuadirla de que el alma elevada a una oración superior no debía demorarse en Nuestro Señor Jesucristo y en su humanidad. No puedo tampoco considerar como cristiana una concepción religiosa y práctica en la que la Virgen no ocupase el primer lugar después de Nuestro Señor Jesucristo. Un corazón que no diera a Nuestra Señora el primer lugar entre los seres creados no estaría en comunión con el Corazón de Nuestro Señor Jesucristo, no latiría al unísono con él. Esta hipótesis no se verificará en las almas que han sido conducidas hasta el Señor tras ella y que, sobre todo en esta casa , deben vivir envueltas en su nombre, en su protección, en su manto color cielo.

 

No tomo de este bendito Evangelio, donde se relata la embajada celeste, más que dos palabras recogidas de labios de la misma Virgen:

«Ecce ancilla Domini. »

Es la mayor gracia con que ha sido obsequiada una criatura. Esta gracia no es impuesta: no hay incautación en la Encarnación: «Exspectabatur consensus Virginis tamquam humanæ totius naturæ consensus .» El hecho de su aceptación la hacía entrar en el orden de la unión hipostática: la plenitud de toda gracia. Ved lo que ella era para Dios, para el mundo... Ha tenido al uno y al otro en suspenso... Acepta por la Trinidad, por su Hijo, por ella, por todo el mundo.

Y en el momento en que se concede esta gracia, no concibo a la Virgen otorgándose a sí misma otro título: «Yo soy la esclava del Señor... Ancilla Domini» (Lc 1,38). Habéis dicho a ejemplo suyo: «Ancilla Christi sum, ideo me ostendo habere servilem personam .» Servidumbre, Realeza, Libertad.

El primer fruto de la gracia de Dios: la humildad, nuestra nada;

el discernimiento de los espíritus se encuentra en esta señal: en la humildad.

«Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

 

Esta es La palabra de la humildad, la palabra de la obediencia: una forma muy impersonal. Sin embargo, el hágase es único; es superior al de la creación; el hágase de la Eucaristía depende de él y es la extensión del primero. Por esto me permitiréis decir que hay una unión estrecha entre Nuestra Señora y el Sacerdocio: nosotros le debemos nuestra víctima. Todos los sacerdotes deberían decirle a la Virgen: «Dame tu alma, tus manos, tu corazón, tus labios; yo te daré mi unción y celebraremos la Misa juntos. » ¡El Señor se estremecerá de alegría!

El mundo pende del sacerdocio, del sacerdocio en estado religioso: un impulso hacia Dios. El acto de obediencia, el fruto de este acto fue Dios con nosotros...

Y en el mismo instante, otro acto tenía lugar, en medio de este santuario se elevaba otra voz: «Porque está prescrito en el libro que cumpla tu voluntad. Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en las entrañas» (Sal 39,8-9).

 

La ley de nuestra vida: tenemos a quien parecernos : «Scientes se per obedientiæ viam ituros ad Deum .»

Ya hemos hablado de la obediencia debida a la Regla: «Militans sub regula vel abbate... »

¿Qué somos, hombres? Ya os entiendo. Pero se trata de Dios. ¿Estáis dispuestos a aceptar a Dios? Sólo Él cuenta. Si fuera posible que un gusano de tierra poseyera los secretos de Dios...

La obediencia es condición de la experiencia de los bienes eternos.