XII

 

EL LUGAR DE LA VIRGEN

EN EL MISTERIO DE CRISTO

 

 

Para hablar hoy de la Virgen, no vamos a desviarnos ni a distraernos del gran tema que nos ha ocupado todo este tiempo: el Misterio de Cristo y las consecuencias prácticas que lleva consigo para cada uno de nosotros.

La Virgen es para nosotros un modelo, nos ofrece plenamente realizado el ideal de esta deferencia sobrenatural a la cual se reduce, en definitiva, toda perfección: cuando el Apóstol nos daba su querida fórmula: «Ser fortalecidos por la acción de su Espíritu (en el hombre interior), y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,16-17), no hacía sino una relación de los rasgos del alma y la vida de Aquélla que había oído la palabra del Ángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Le resulta fácil y dulce a la piedad cristiana imaginarse con qué recogimiento, con qué alegría, con qué docilidad, con qué ternura, La Virgen se inclinaba hacia ese tesoro de belleza y pureza que habitaba en Ella.

 

Pero ya hemos hecho alusión a esto, y no es aquí donde quisiera detenerme. La condición de la Virgen en este misterio de Cristo es especial y constituye una grandeza única, un privilegio que sólo le pertenece a Ella.

Ella entra a título personal en el misterio de Cristo.

En lo que respecta a nosotros, sólo somos simples beneficiarios.

Nosotros hemos recibido,

no hemos hecho otra cosa que recibir.

Este es el título que nos identifica en el inmenso designio de Dios.

Aun cuando, lo que no es aquí el caso de nadie, hubiésemos pedido, ya adultos, el bautismo y la pertenencia a Nuestro Señor Jesucristo, nuestra situación no hubiera cambiado por eso: lo habríamos recibido todo de Dios, seríamos sus deudores, no sus benefactores. Esa es la gloriosa condición de Dios: El es rico y da: «Tú eres mi Dios y no tienes necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), esta es su independencia y su gloria: « Yo no daré mi gloria a ningún otro» (Is 42,8).

Esta gloriosa e incomunicable prerrogativa de Dios no parece haber declinado más que una sola vez. Dios ha consentido en pedir,

y ha consentido en recibir de su Madre.

Ha tomado de ella su vida humana, su cuerpo, su sangre, su existencia, el lugar que El ha ocupado y ocupará eternamente, en virtud de la unión hipostática, en su propia creación.

Por supuesto que de ningún modo pongo en duda que, como Dios, haya agraciado a su Madre,

que la haya formado amorosamente,

y que, empezando por la Inmaculada Concepción, se haya complacido en ornarla de todas las gracias que preparaban la maternidad divina.

Pero queda, sin embargo, como honor de la Santísima Virgen,

que mientras que nosotros sólo recibimos,

Ella ha dado, Ella, a Dios;

y mientras que nosotros lo debemos todo a Dios,

Dios es deudor de su Madre.

Toda la preparación eterna del Misterio,

todas las profecías en su infinita variedad,

todo el designio de Dios,

todo este primer y central pensamiento que ha hecho salir a Dios de su reposo y de su eternidad,

todo este conjunto natural y sobrenatural ha estado subordinado al consentimiento libre de María.

Al consentimiento libre: no se trataba de un insignificante ceremonial, de un escenario compuesto para el caso; la embajada del Ángel era muy seria.

Quizás haya un poco de intención literaria en la ansiedad con que exclama la creación: «¡Acepta la Palabra, oh Virgen María!» .

Dios había tomado sus precauciones, no había ansiedad en Él.

Pero permanece el hecho de que el alma de la Virgen era libre, libre su respuesta, libre su consentimiento, y que a la hora de la Anunciación el mundo increado y el mundo creado estaban suspendidos de sus labios.

 

El doctor angélico se preguntó por qué este singular respeto, esta divina urbanidad con respecto a su Madre.

No siempre observamos la misma conducta:

«Nos tratas con un gran respeto» (Sap 12,18).

A veces, adopta procedimientos imperiosos, como lo hizo con san Pablo: «Te es duro dar coces contra el aguijón» (Hch 26,14).

Santo Tomás dice muy certeramente que la unión con la naturaleza humana no podía llevarse a cabo más que por un consentimiento, y que el consentimiento de la Virgen era el consentimiento de esta misma naturaleza humana del Verbo que iba a ser sacada de las fuentes virginales de María, era el consentimiento de la humanidad que no podía ser interrogada .

Todo esto es verdad, resulta grande, bello: sin embargo, yo le pido al doctor angélico permiso para pensar que de no haberse tratado más que únicamente de la Encarnación,

- de un glorioso privilegio otorgado a la Virgen,

-y de una concepción como de un nacimiento virginal, Dios tal vez se hubiera comportado con menos cortesía. La embajada angélica hubiera parecido menos necesaria y la petición de consentimiento, hecha con menos deferencia. Ahora bien, la Encarnación llevaba aparejada la Redención,

-la Eucaristía,

-todo el misterio de la vida divina y humana del Verbo Encarnado expandiéndose con su sangre por el mundo, para hacer con ella la nueva unidad y la grandeza sobrenatural.

A partir de ahí, la Encarnación no significaba solamente honor y privilegio; también entrañaba el sufrimiento, la humillación, el dolor, tanto para la Madre como para el Hijo. María no podía quedar al margen de las condiciones de su Hijo.

Y Dios debía a su Madre que no hubiera habido en ella ni la sombra de una sorpresa y que aceptara, siendo consciente del peso de todo lo que entrañaba, para ella y para su Hijo, el consentimiento una vez dado.

 

Me parece que el Señor se debía a Sí mismo el obrar de este modo.

Un hijo es el tesoro de su madre.

El niño de una Madre-Virgen era incomparablemente la propiedad de su Madre-Virgen: «¿Qué hay tan tuyo como tú mismo, y qué tan poco tuyo como tú mismo, cuando lo que eres pertenece a otro?» -pregunta San Agustín pensando en la Paternidad y en la Filiación dentro de la Trinidad- Jamás en el orden de lo creado ha sido más verdadera esta palabra. Nadie ha sido tanto el bien de su Madre como Él.

Y era un gozo.

Pues la alegría de Dios es ser poseído.

Los sacerdotes lo saben, a cuyas manos se encomienda como a las de su Madre. Él le pertenecía realmente con alegría.

¡Oh!, ya sé: ¡una tentativa, cuando tenía doce años!... A la edad en que los niños comienzan a emanciparse y hacen novillos en la escuela, él quiso, ¡por un buen motivo!, manifestar también su independencia. Tres días. Pero él se daba cuenta de su tristeza y regresó; reconoció los derechos de su Madre sobre Él.

Dieciocho años de obediencia, de ternunra, de abandono:

Uno no se emancipa de su madre:

siempre pequeños, siempre niños,

uno no se emancipa de esta Madre. Y él se había acostumbrado tanto a ella que no podía separarse en absoluto, como si estuviera cogido a pespunte a esta bondad y a este amor maternal. Y era ella entonces, cambiándose los papeles, la que debía llamarlo a su ministerio: Caná. Él reconocía, profesaba ser, pues, el bien de su Madre.

 

Ahora bien, ocurría que este hijo pródigo quería dar su sangre, su vida,

y, a este precio, salvar el mundo,

con este cuerpo y esta sangre que había pedido a su Madre crearía la Eucaristía y sería el alimento del mundo; injertaría toda la humanidad en esta cepa, en esta vida que él había pedido a su Madre.

Y su Madre, para Él, no era un simple medio,

un instrumento que se arroja después de usarlo,

un procedimiento momentáneo,

una manera de entrar en el mundo; su Madre era un pensamiento de Dios, una institución sobrenatural.

La ley de coherencia y de continuidad encuentra su perfección en las Personas divinas.

Era simplemente ser fiel a su Madre hacer uso de la cortesía divina, y, antes de comprometerla, formándose en sus manos, obtener la aquiescencia a todo este conjunto sobrenatural en donde ella ocupaba su lugar, en donde disponíamos de su bien, bien en el cual ella debía colaborar.

 

Esta reflexión última sobre el carácter permanente de la vocación de la Santísima Virgen proporcionará a toda alma cristiana la ocasión de notar que, Madre de Jesucristo en su naturaleza individual, Nuestra Señora lo es igualmente en su cuerpo místico: la Iglesia: «Cristo sigue viniendo».

El viene siempre por el mismo camino, por el mismo procedimiento,

en el silencio

y por su Madre.

La vida y la educación sobrenatural nos vienen a nosotros como a Cristo mismo, a través de: «Un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4,5), una Madre, también.

 

«MISSUS EST» 1907.