I

LA VIRGEN MARÍA EN LA OBRA DE DIOS

 

Las palabras de este Evangelio (Evangelio de la Anunciación: «Missus est angelus, Gabriel...» ) nos son familiares; las hemos leído, releído y meditado muchas veces. Si la Tradición monástica las somete hoy, una vez más, a nuestra atención, no es tanto para comentarlas de nuevo como para darnos un pretexto para hablar juntos de la Santísima Virgen.

La historia del mundo sobrenatural es un poema magnífico tal como se nos narra en la Escritura, desde el Génesis, que abre los tiempos, hasta el Apocalipsis, que nos muestra anticipadamente los últimos días del mundo y nos enseña cómo acabarán in splendoribus sanctorum, en las glorias de la eternidad. Tal como se muestra, esta historia está llena de la Ternura, de la Caridad de Dios. Es verdaderamente la historia de los esfuerzos de Dios por unirse al hombre. ¿No es lícito subrayar que ella comienza con la unión simbólica de Adán y Eva?: «Esto sí que es hueso de mis huesos (Gn 2, 23); Es un gran misterio (Ef 5,32)». No me detengo a recalcar que el símbolo de esta unión misteriosa está significado aún más claramente en las páginas incomparables del Cántico, que es el canto de la unión eterna. Prefiero señalar el hecho de que después de haber colocado Dios, en el umbral de los tiempos, esta unión simbólica, acaba la historia con otra unión, con otra alianza: aquella de la que nos habla san Juan en el (capítulo XXI del) Apocalipsis: «Yo he visto la ciudad santa, la nueva Jerusalén, adornada como una novia para su esposo (21,2) ».

Entre estas dos uniones, en el centro de todos los tiempos, se sitúa otra: la Encarnación. La unión de Adán y Eva no era más que el símbolo; la unión de la Iglesia con Dios, el eterno corolario. Las dos uniones se refieren a ella esencialmente. Quisiera ocuparme de esto brevemente a fin de reconocer el lugar que Dios mismo ha asignado a la Santísima Virgen en el conjunto de su obra, pues siempre es bueno que toda devoción esté apoyada en la doctrina.

La Encarnación es la unión, la alianza, los esponsales sagrados, en una sola Persona, entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana que él ha tomado en el seno de la Virgen: el mundo creado y el mundo increado captados en su centro, en la persona del Hijo de Dios. Se trata de una alianza, de una unión, de un matrimonio, no de una conquista, una confiscación o una apropiación.

Es en los días de la Encarnación sobre todo cuando vimos a Dios tratar a su criatura con una condescendencia y un respeto incomparables: «Nos gobiernas con mucha indulgencia» (Sb 12,18). Era necesario que fuese así. Cuando Dios formó al primer hombre, al primer Adán, al Adán terrestre, se sintió, de repente, como lleno de una especie de respeto por su obra. Interrumpió la serie de fórmulas imperiosas y altivas que habían hecho salir de la nada a los seres que ornan y pueblan la creación, y en lugar del Fiat autoritario, Dios se recogía en un Faciamus. Era el coronamiento de su Creación.

Pero aún había más. En cierto modo, esta creación era la más solemne de todas. Ciertamente, se trataba de algo más que de la aparición de especies vivientes poblando sucesivamente la tierra en la lentitud y gravedad de los períodos mosaicos; de algo más que del nacimiento de la tierra y sus elementos ¿Me atreveré a decirlo? De algo más grande que de la creación simultánea de todas las bellezas angélicas surgiendo juntas de la nada por la palabra de Dios. El Señor modelaba la arcilla de nuestro cuerpo: «Trabajando el limo de la tierra, [Dios] proyectaba el hombre futuro, Cristo (Tertuliano: De Resurrectione carnis, CSEL, 1947, p. 33).

No hubo emoción ni estremecimiento en el Inmutable. ¿Qué pasó, entonces, en el corazón de Dios a la vista de esta naturaleza humana que debía ser la suya, con la que debía unirse tan estrechamente como para atribuirse sus actos y reclamar la responsabilidad de sus obras?

Nosotros sabemos que cuando se trata de la creación del segundo Adán, Dios actúa con el mismo respeto. Se trataba de una unión: era necesario que fuese consentida. Antes de su creación no se le pudo pedir el consentimiento al primer hombre. Ahora, era preciso preguntar a esta naturaleza humana. Dios quería unírsele: eso estaba muy bien, pero no era suficiente; es de una alianza de lo que se trata.

Si Dios se hubiera apoderado de golpe de una naturaleza humana, eso hubiera sido conquista y no unión, confiscación y no alianza. Pero preguntar a la naturaleza humana, eso se dice pronto. ¿Había que juntar en un congreso inmenso a todas las almas y preguntarles: «Consentís?» ¿Someter así a votación la Encarnación? ¿Era necesario preguntar a todas las almas futuras, juntar en un concilio plenario a todos los humanos? Aún no existían. ¿O convenía dirigirse a la naturaleza individual de Cristo y preguntarle, a su vez: «Consientes?» Ella tampoco existía, y era precisamente para darle la existencia por lo que era requerido el consentimiento de la naturaleza humana. Era tan imposible pedirle a Nuestro Señor Jesucristo el consentimiento a su naturaleza humana, como lo había sido pedirle a Adán el consentimiento a su propia creación.

Entonces, ¿quién, pues, en nombre de toda la naturaleza humana, debía acoger el mensaje de Dios, recibir las proposiciones de Dios, consentir en la unión proyectada por Dios? Mirad a quién se dirige el embajador de Dios: «A una Virgen que estaba casada con un hombre llamado José, y el nombre de la Virgen era María» (Lc 1,27). En consecuencia, toda la naturaleza humana delega en María.

No hemos exagerado nada al afirmar que María es la Madre de todos los vivientes, la verdadera Eva, la Madre de la vida. La majestad de Dios, en la persona de su embajador, se inclinaba ante la humilde Virgen y aguardaba atenta. Junto a la Santísima Trinidad, podemos suponer a toda la Creación allí presente, ansiosa, dirigiendo a Nuestra Señora la ardiente súplica de la liturgia:

«Acepta, Virgen María, la palabra que te ha comunicado el Ángel de parte del Señor»

Ha habido, en el transcurso de los tiempos, una hora y un instante en que el mundo creado y el mundo increado, reunidos en una misma preocupación, espiaban, no me atrevo a decir que con ansiedad, la palabra que saldría de los labios de la Virgen. Una vez más ella compendiaba a todo el género humano, como lo expuso, en su lengua tan grave y tan plena, el Doctor angélico: «En la Anunciación se ha pedido el consentimiento de la Virgen en el nombre de todo el género humano». Ella debía aceptar o rehusar por todos. La suerte del hombre y la suerte de Dios dependían de María. Ella era libre, dueña de sí misma, en posesión de su vida, de su alma, de su palabra, en la plenitud de su libertad. ¡Ah!, decidme si queréis que Dios la había como dispuesto con las gracias que le concedió, que había garantizado así el éxito de la embajada del arcángel San Gabriel, que había preparado el corazón de Nuestra Señora para que la demanda no fuese rechazada, que había por adelantado puesto a salvo su honor y el honor de su mensajero, que se había asegurado, en la prometida concepción virginal, un medio de despejar las últimas dudas y las últimas ansiedades de la Santísima Virgen. Todo esto es verdad, pero nada de ello podría impedir que la tarde de ese 25 de marzo, la Encarnación, la suerte del género humano, el destino de la creación, el éxito de Dios, no hayan dependido de la palabra que iba a salir del corazón y de los labios de esta Virgen de catorce años.

Pocas consideraciones me parecen más apropiadas para darnos una idea exacta de Nuestra Señora, hasta donde nosotros podemos alcanzar a comprender una santidad tan grande.

Insistamos.

Ella era libre.

Sabía a qué responsabilidad consagraba su vida.

No ignoraba la joven Virgen las condiciones que debían ser el cortejo seguro de su vida: unas, dolorosas y terribles; sangrantes, otras.

Sabía que este hijo predestinado era un mensajero de sufrimiento y que su propia vida se arrastraría sobre espadas desnudas. No convenía que Dios (sorprendiera) burlara el consentimiento de su criatura con un velo que ocultara a su ojos el porvenir. Hubiera parecido entonces que no se fiaba de Ella.

El anciano Simeón no profetizó a favor de ella.

Ni el mismo calvario la sorprendió.

Conocía las profecías del Antiguo Testamento.

La Santísima Virgen conocía las profecías como nadie, y las profecías verbales que anunciaban las humillaciones y los sufrimientos del Hijo de Dios: el Salmo 21, el capítulo 53 de Isaías, por no hablar más que de conjuntos considerables,

-y la significación de la antigua Ley,

-el valor simbólico de los sacrificios,

-su relación con el sacrificio único de la Cruz,

-la significación del Cordero que se inmolaba cada mañana y cada tarde (hasta el mismo san Juan Bautista lo conocía: «He aquí el Cordero de Dios, (el) que quita los pecados del mundo» (Jn, 1, 21),

-el rito del macho cabrío expulsado al desierto,

-el rito solemne del Sumo Sacerdote entrando en el Santo de los santos, una vez al año, con la sangre de la víctima,

-y, en fin, todo este conjunto significativo y profético de la antigua Ley.

En el corto intervalo del mensaje angélico, María lo abarcó todo, lo calculó todo, todo lo midió. El He aquí la esclava del Señori, el Hágase en mí no se hizo esperar por eso: vio delante de sí, allí donde nosotros no vemos sino grandeza y alegría, todo este océano de sufrimiento. Pero la palabra fue pronunciada, la unión estaba realizada, la Alianza concluida, y en el Santuario virginal reposaba el Hijo de Dios.

Creo reconocer la segunda de las victorias de Nuestra Señora. El desquite de Dios es completo, y a Satán, el gran derrotado, el gran abatido en las luchas de los tiempos y en la de la eternidad, ese día se le aplastó la cabeza. El había conseguido en otro tiempo tres ventajas considerables:

-poder entablar conversación con la primera mujer,

-secar con su veneno su inteligencia y su corazón,

-excitar en ella una malsana sensualidad.

He aquí ahora la revancha de Dios: la Inmaculada Concepción. Satán no se acercará a esta otra Virgen: « En esto he conocido tu amor por mí, en que mi enemigo no triunfará sobre mí» (Sal 40, 12).

El había vencido a la mujer, volviéndola desobediente y rebelde; el pecado personal de Eva estaba consumado, pecado que llevaba en germen el pecado y la culpa de Adán. Es verdad, pero he aquí que la obediencia de María repara la desobediencia de la primera mujer; y en la obediencia de la Santísima Virgen encontramos el componente de una victoria última que será definitivamente lograda en el Calvario, puesto que la obediencia de Nuestra Señora prepara la obediencia de Nuestro Señor Jesucristo « Por quien muchos serán justificados» (Rm 5,19).

El demonio había vencido al primer hombre e infectado a través de él a toda la raza; pero sucumbirá ante el segundo Adán: «El segundo hombre, es celeste» (1Co 15, 47); entonces será reedificada la raza entera de estos hombres, para quienes ya no será un perjuicio llevar la naturaleza de Adán si pertenecen al segundo por la regeneración bautismal.

De estas tres victorias, las dos primeras fueron conseguidas por Nuestra Señora: la Inmaculada Concepción y la Encarnación; o, lo que es más exacto, las tres pertenecen al mismo tiempo al Hijo y a la Madre:

- la Inmaculada Concepción: «En previsión de la muerte de tu Hijo (Colecta de la Inm. Concepc.)»,

-la Encarnación, ya que fue realizada a la vez por el designio de Dios y por el consentimiento de Nuestra Señora,

-la última victoria, pues el Señor quiso que la Santísima Virgen cooperase en su sacrificio: «Permanecía de pie junto a la cruz » (Jn. 19, 25).

¿Todavía no es el «Pondré enemistad entre ti y la mujer»? (Gn 3, 15)

Y con el fin de que estas cosas no sean para nosotros un simple objeto de especulación: «Señor, suscita en nuestros corazones el deseo de prepararle el camino a tu Unigénito», y roguemos los unos por los otros para que nadie se excluya a sí mismo de las alegrías de la Navidad, y para que Aquél que sigue viniendo, según la palabra de los Padres: «Christus venit semper», realice en cada uno de nosotros su advenimiento.