«La fe exige el realismo del acontecimiento»
Joseph Ratzinger *
«La opinión según la cual la fe como tal no conoce absolutamente nada de los hechos históricos y debe dejar todo eso a los historiadores, es gnosticismo. Esa opinión desencarna la fe y la reduce a pura idea. En cambio, para la fe que se basa en la Biblia, precisamente el realismo del acontecimiento es una exigencia constitutiva. Un Dios que no puede intervenir en la historia y manifestarse en ella, no es el Dios de la Biblia». La intervención del prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe con motivo del centenario de la creación de la Comisión Bíblica Pontificia
No he elegido el tema de mi relación sólo porque forma parte de las cuestiones que de derecho pertenecen a una visión retrospectiva sobre los cien años de la Pontificia Comisión Bíblica, sino también porque forma parte de los problemas de mi biografía: desde hace más de medio siglo mi itinerario teológico personal gira en torno al ámbito determinado por este tema.
En el decreto de la Congregación
Consistorial del 29 de junio de 1912 De quibusdam commentariis non
admittendis aparecen los nombres de dos personas que se cruzaron en mi
vida. En efecto, en ese decreto fue condenada la Introducción al Antiguo
Testamento del profesor de Frisinga Karl Holzhey. Este profesor ya
había muerto cuando, en enero de 1946, comencé mis estudios de teología en la
colina de la catedral de Frisinga, pero sobre él circulaban aún anécdotas
elocuentes. Debía de ser un hombre más bien pagado de sí y lleno de sombras.
Me resulta más familiar el segundo
nombre citado, es decir, Fritz Tillmann, bajo cuya dirección se publicó
un Comentario del Nuevo Testamento definido inaceptable. En esa obra,
el autor del comentario a los Sinópticos fue Friedrich Wilhelm Maier,
un amigo de Tillmann, entonces profesor en Estrasburgo. El decreto de la
Congregación Consistorial establecía que estos comentarios debían ser
completamente borrados de la institución de los clérigos (expungenda omnino
esse ab institutione clericorum). Ese Comentario, del que yo, cuando era
estudiante en el seminario menor de Traunstein, había encontrado un ejemplar
olvidado, debía ser prohibido y retirado de la venta, dado que en él Maier
sostenía, con respecto a la cuestión sinóptica, la así llamada teoría de las
dos fuentes, que hoy es aceptada prácticamente por todos. En aquel momento,
eso significó también el final de la carrera científica de Tillmann y de Maier.
Sin embargo, a ambos se les permitió cambiar disciplina teológica. Tillmann
aprovechó esta posibilidad y llegó a ser un destacado teólogo moral alemán.
Juntamente con Th. Steinbüchel y Th. Müncker, dirigió un manual
de teología moral de vanguardia, que trataba de una manera nueva esta
importante disciplina y la presentaba según la idea de fondo de la imitación
de Cristo.
Maier no quiso aprovechar la
posibilidad de cambiar disciplina, pues estaba dedicado en alma y cuerpo al
trabajo sobre el Nuevo Testamento. Así, se hizo capellán militar y, como tal,
participó en la primera guerra mundial; seguidamente, trabajó como capellán en
las cárceles hasta 1924, cuando, con el nihil obstat del arzobispo de
Breslau (hoy Wroclaw), cardenal Bertram, en un clima ya más distendido, fue
llamado a la cátedra de Nuevo Testamento en la Facultad teológica del lugar.
En 1945, cuando esa Facultad fue suprimida, juntamente con otros colegas, se
trasladó a Münich, donde yo lo tuve como profesor.
La herida de 1912 nunca cicatrizó
del todo en él, a pesar de que en ese tiempo ya podía enseñar su materia
prácticamente sin problemas y de que le apoyaban con entusiasmo sus alumnos, a
los que lograba transmitir el amor al Nuevo Testamento y una interpretación
correcta del mismo. De vez en cuando, en sus clases afloraban recuerdos del
pasado. Se me ha quedado grabada, sobre todo, una afirmación que hizo en 1948
ó 1949. Dijo que ya podía seguir libremente su conciencia de historiador, pero
que aún no se había llegado a la libertad completa de la exégesis que él
soñaba. Asimismo, aseguró que él probablemente no llegaría a verlo, pero que
al menos deseaba poder contemplar, como Moisés desde el monte Nebo, la tierra
prometida de una exégesis sin ningún control ni condicionamiento del
Magisterio.
Notábamos que en el espíritu de
este hombre docto, que llevaba una vida sacerdotal ejemplar, fundada en la fe
de la Iglesia, no sólo pesaba aquel decreto de la Congregación Consistorial,
sino también que los diversos decretos de la Comisión Bíblica –sobre la
autenticidad mosaica del Pentateuco (1906), sobre el carácter histórico de los
primeros tres capítulos del Génesis (1909), sobre los autores y sobre la época
de composición de los Salmos (1910), sobre los evangelios de san Marcos y san
Lucas (1912), sobre la cuestión sinóptica (1912), etc.– impedían su trabajo de
exegeta con obstáculos que él consideraba indebidos.
Persistía aún la impresión de que
a los exegetas católicos, a causa de esas decisiones del Magisterio, se les
impedía desempeñar un trabajo científico sin coacciones; de que así la
exégesis católica, en comparación con la protestante, nunca podría estar a la
altura de los tiempos; y de que los protestantes tenían, de algún modo, razón
al poner en duda su rigor científico.
Naturalmente, influía también la
convicción de que un trabajo rigurosamente histórico podría certificar, de
modo creíble, los datos objetivos de la historia, más aún, que este era el
único camino posible para comprender en su sentido propio los libros bíblicos,
los cuales, precisamente, son libros históricos.
Él consideraba indiscutible que el
método histórico era digno de consideración e inequívoco; ni se le pasaba por
la mente la idea de que también en ese método entraban en juego presupuestos
filosóficos y de que podría resultar necesaria una reflexión sobre las
implicaciones filosóficas del método histórico. A él, como a muchos de sus
compañeros, la filosofía le parecía un elemento perturbador, algo que sólo
podía contaminar la pura objetividad del trabajo histórico. No se planteaba la
cuestión hermenéutica, es decir, no se preguntaba en qué medida el horizonte
de quien pregunta determina el acceso al texto, haciendo necesario aclarar,
ante todo, cuál es el modo correcto de preguntar y de qué manera es posible
purificar la propia pregunta. Precisamente por esto, el monte Nebo le habría
reservado seguramente alguna sorpresa totalmente fuera de su horizonte.
Ahora quisiera intentar subir, por
decirlo así, juntamente con él al monte Nebo, para observar, desde la
perspectiva de entonces, la tierra que hemos atravesado en los últimos
cincuenta años. A este respecto, podría resultar útil recordar la experiencia
de Moisés. El capítulo 34 del Deuteronomio describe cómo a Moisés se le
concedió contemplar desde el monte Nebo la tierra prometida, viéndola en toda
su extensión. La mirada que se le concedió fue una mirada, por decirlo así,
puramente geográfica, no histórica. Sin embargo, se podría afirmar que el
capítulo 28 del mismo libro presenta una mirada no sobre la geografía sino
sobre la historia futura en la tierra y con la tierra, y que ese capítulo
brinda una perspectiva muy diferente, mucho menos consoladora: “Yahveh te
dispersará entre todos los pueblos, de un extremo a otro de la tierra (...).
No hallarás sosiego en aquellas naciones, ni habrá descanso para la planta de
tus pies” (Dt 28, 64-65). Lo que Moisés veía en esa visión interior se
podría resumir así: la libertad puede destruirse a sí misma; cuando pierde su
criterio intrínseco, se autosuprime.
¿Qué podría percibir una mirada
histórica desde el monte Nebo sobre la tierra de la exégesis de los últimos
cincuenta años? Ante todo, muchas cosas que hubieran resultado consoladoras
para Maier, las cuales serían, por decirlo así, la realización de su sueño.
Ya la encíclica Divino afflante
Spiritu, de 1943, introdujo un nuevo modo de entender la relación entre el
Magisterio y las exigencias científicas de la lectura histórica de la Biblia.
A continuación, la década de 1960 representó el ingreso en la tierra prometida
de la libertad de la exégesis, para conservar esta imagen metafórica.
En primer lugar, encontramos la instrucción de la Comisión Bíblica del 21 de abril de 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios, y luego, sobre todo, la constitución conciliar Dei Verbum, de 1965, sobre la divina Revelación, con la que de hecho se abrió un nuevo capítulo en la relación entre el Magisterio y la exégesis científica. No hace falta subrayar aquí la importancia de este texto fundamental. Ante todo, define el concepto de Revelación, que no se identifica en absoluto con su testimonio escrito, que es la Biblia, y así abre el vasto horizonte, histórico y a la vez teológico, en el que se mueve la interpretación de la Biblia, una interpretación que considera las Escrituras no sólo como libros humanos, sino también como el testimonio de que Dios ha hablado.
De este modo resulta posible
determinar el concepto de Tradición, el cual también va más allá de la
Escritura, aunque tiene en ella su centro, puesto que la Escritura es ante
todo y por naturaleza “tradición”. Esto lleva al tercer capítulo de la
Constitución, dedicado a la interpretación de la Escritura. En él emerge, de
modo convincente, la absoluta necesidad del método histórico como parte
indispensable del trabajo exegético, pero luego también aparece la dimensión
propiamente teológica de la interpretación, que, como ya he dicho, es
esencial, si ese libro es algo más que palabra humana.
Prosigamos nuestra investigación
desde el monte Nebo: Maier, desde ese mirador, habría podido alegrarse
especialmente de lo que aconteció en junio de 1971. Con el motu proprio
Sedula cura, Pablo VI reorganizó completamente la Comisión Bíblica,
de modo que dejó de ser un órgano del Magisterio, y pasó a ser un lugar de
encuentro entre el Magisterio y los exegetas, un lugar de diálogo en el que
pudieran encontrarse representantes del Magisterio y exegetas cualificados,
para hallar juntos, por decirlo así, los criterios intrínsecos de la libertad
que le impiden autodestruirse, elevándola así al nivel de una libertad
verdadera.
Maier habría podido alegrarse
también por el hecho de que uno de sus mejores alumnos, Rudolf
Schnackenburg, entró a formar parte no de la Comisión Bíblica, sino de la
no menos importante Comisión Teológica Internacional, de forma que él mismo,
por decirlo así, se encontraba casi en la Comisión que le había causado tantas
preocupaciones.
Recordemos otra fecha importante
que, desde nuestro monte Nebo imaginario, habría podido divisarse en la
lejanía: el documento de la Comisión Bíblica, de 1993, titulado “La
interpretación de la Biblia en la Iglesia”, en el cual ya no es el Magisterio
quien desde lo alto impone normas a los exegetas, sino que son ellos mismos
quienes tratan de establecer los criterios que deben señalar el camino para
una interpretación adecuada de este libro especial, el cual, visto sólo desde
fuera, en el fondo sólo constituye una colección literaria de escritos cuya
composición se extiende a lo largo de todo un milenio. Solamente el sujeto del
cual nació esta literatura, el pueblo de Dios peregrinante, hace que esta
colección literaria, con toda su variedad y sus aparentes contrastes, forme
un único libro. Pero este pueblo sabe que no habla ni actúa por sí mismo,
sino que es deudor de Aquel que hace de él un pueblo: el mismo Dios vivo, que
le habla a través de los autores de los diversos libros.
Así pues, ¿el sueño se ha hecho
realidad? ¿Los segundos cincuenta años de la Comisión Bíblica han borrado y
excluido como ilegítimo lo que los primeros cincuenta años habían producido?
A la primera pregunta yo
respondería que el sueño se ha hecho realidad y que, al mismo tiempo, también
ha sido corregido. La mera objetividad del método histórico no existe. Es
sencillamente imposible excluir del todo la filosofía, o sea, la pre-comprensión
hermenéutica. Esto resultaba claro ya incluso en vida de Maier, por ejemplo,
en el “Comentario a san Juan” de Bultmann, donde la filosofía
heideggeriana no sólo servía para hacer presente lo que históricamente era
lejano, actuando, por decirlo así, como medio de transporte que traslada el
pasado a nuestro hoy, y también como puente que lleva al lector al interior
del texto.
Ahora bien, este intento fracasó,
pero resultó evidente que el puro método histórico –como, por lo demás,
sucedió también en el caso de la literatura profana– no existe. Desde luego,
es comprensible que los teólogos católicos, en la época en que las decisiones
de la Comisión Bíblica de entonces les impedían una pura aplicación del método
histórico-crítico, miraran con envidia a los teólogos evangélicos, los cuales,
mientras tanto, con la seriedad de su investigación, podían obtener resultados
y logros nuevos sobre cómo nació y creció esta literatura, que llamamos
Biblia, a lo largo del camino del pueblo de Dios.
Sin embargo, entonces se tenía muy
poco en cuenta el hecho de que en la teología protestante existía el problema
opuesto. Eso resulta evidente, por ejemplo, en la conferencia tenida en 1936
por el gran alumno de Bultmann, más tarde convertido al catolicismo,
Heinrich Schlier, sobre la responsabilidad eclesial del estudiante de
teología. En aquellos tiempos, la cristiandad evangélica en Alemania libraba
una batalla por su supervivencia: el enfrentamiento entre los así llamados
Cristianos alemanes (deutsche Christen), que, al someter el
cristianismo a la ideología del nacionalsocialismo, lo falsificaron en sus
raíces, y la Iglesia confesante (Bekennende Kirche).
En ese marco Schlier dirigió a los
estudiantes de teología estas palabras: «Pensad un momento. ¿Qué es mejor: que
la Iglesia, de modo legítimo y después de una atenta reflexión, quite la
enseñanza a un teólogo por una doctrina heterodoxa, o que una persona
cualquiera, de forma gratuita, tache a algún profesor de heterodoxo y ponga en
guardia contra él? No se debe pensar que el juzgar acaba cuando se deja que
cada uno juzgue ad libitum. Aquí la visión liberal es coherente al
afirmar que no puede existir ninguna decisión sobre la verdad de una
enseñanza, que por ello toda enseñanza tiene algo de verdad y que, por
consiguiente, en la Iglesia deben admitirse todas las enseñanzas. Pero
nosotros no compartimos esta opinión, pues niega que Dios haya tomado
realmente una decisión en medio de nosotros...». Quien recuerde que entonces
gran parte de las Facultades de teología protestantes estaban casi
exclusivamente en manos de los Cristianos alemanes y que Schlier por
afirmaciones como la que acabo de citar tuvo que dejar la enseñanza académica,
puede caer en la cuenta también de la otra cara de esta problemática.
Llegamos así a la segunda cuestión, la cuestión conclusiva: ¿Cómo debemos valorar, hoy, los primeros cincuenta años de la Comisión Bíblica? ¿Todo fue solamente, por decirlo así, un trágico condicionamiento de la libertad de la teología, un conjunto de errores, de los que nos debíamos liberar en los segundos cincuenta años de la Comisión? O, por el contrario, ¿no debemos considerar este difícil proceso de un modo más articulado?
Que las cosas no son tan
sencillas, como parecía en los primeros entusiasmos al inicio del Concilio,
resulta claro tal vez a la luz de lo que acabamos de decir. Es verdad que el
Magisterio, con las decisiones citadas, ensanchó demasiado el ámbito de las
certezas que la fe puede garantizar; por eso, es verdad que con ello se
disminuyó la credibilidad del Magisterio y se restringió de modo excesivo el
espacio necesario para las investigaciones y los interrogantes exegéticos.
Pero también es verdad que, por lo que atañe a la interpretación de la
Escritura, la fe tiene algo que decir, y que, por consiguiente, también los
pastores están llamados a corregir cuando se pierde de vista la índole
particular de este libro, y una objetividad, que es pura sólo en apariencia,
hace que desaparezca lo propio y específico de la sagrada Escritura. Por ello,
ha sido indispensable una laboriosa investigación para que la Biblia tuviera
su justa hermenéutica y la exégesis histórico-crítica su justo lugar.
Me parece que en este problema,
discutido entonces y ahora, se pueden distinguir dos niveles. En un primer
nivel, debemos preguntarnos hasta dónde se extiende la dimensión puramente
histórica de la Biblia, y dónde comienza su especificidad, que escapa a la
mera racionalidad histórica. Se podría formular también como un problema
inherente al mismo método histórico: ¿qué puede hacer en realidad y cuáles son
sus límites intrínsecos? ¿Qué otras modalidades de comprensión son necesarias
para un texto de este tipo? La laboriosa investigación que se ha de realizar
se puede comparar, en cierto sentido, al esfuerzo que implicó el caso Galileo.
Hasta ese momento parecía que la visión geocéntrica del mundo estaba unida de
modo inseparable a lo que se hallaba revelado por la Biblia; parecía que quien
estaba a favor de la visión heliocéntrica del mundo violaba el núcleo de la
Revelación. Debía revisarse a fondo la relación entre la apariencia externa y
el auténtico mensaje del conjunto, y sólo lentamente se lograrían elaborar los
criterios que permitirían poner en una relación correcta entre sí la
racionalidad científica y el mensaje específico de la Biblia. Ciertamente, se
puede decir que la tensión nunca ha quedado resuelta del todo, pues la fe
testimoniada por la Biblia incluye también el mundo material, afirma también
algo sobre él, sobre su origen y sobre el del hombre en particular. Reducir
toda la realidad, tal como nos sale al encuentro, a puras causas materiales,
confinar el Espíritu creador a la esfera de la mera subjetividad, es
inconciliable con el mensaje fundamental de la Biblia.
Ahora bien, esto conlleva un
debate sobre la naturaleza misma de la verdadera racionalidad, pues, si se
presenta una explicación puramente materialista de la realidad como la única
expresión posible de la racionalidad, entonces se entiende incorrectamente la
racionalidad misma.
Algo análogo se debe afirmar por
lo que atañe a la historia. En un primer momento parecía indispensable, para
la credibilidad de la Escritura y, por tanto, para la fe fundada en ella, que
el Pentateuco debía atribuirse indiscutiblemente a Moisés, o que los autores
de los Evangelios debían ser verdaderamente los nombrados por la Tradición.
También aquí era necesario, por decirlo así, redefinir lentamente los ámbitos.
Hacía falta revisar la relación fundamental entre fe e historia. Esa
clarificación no era una empresa que se pudiera realizar de un día para otro.
También aquí habrá siempre espacio para la discusión.
La opinión según la cual la fe
como tal no conoce absolutamente nada de los hechos históricos y debe dejar
todo eso a los historiadores, es gnosticismo. Esa opinión desencarna la fe y
la reduce a pura idea. En cambio, para la fe que se basa en la Biblia,
precisamente el realismo del acontecimiento es una exigencia constitutiva. Un
Dios que no puede intervenir en la historia y manifestarse en ella, no es el
Dios de la Biblia. Por eso, la realidad del nacimiento de Jesús de la Virgen
María, la efectiva institución de la Eucaristía por parte de Jesús en la
última Cena, su resurrección corporal de entre los muertos –este es el
significado del sepulcro vacío–, son elementos de la fe en cuanto tal, que
esta puede y debe defender contra un presunto conocimiento histórico mejor.
Que Jesús, en todo lo que es
esencial, fue efectivamente el que nos muestran los Evangelios, no es una
conjetura histórica, sino un dato de fe. Las objeciones que quieran
convencernos de lo contrario no son expresión de un conocimiento científico
efectivo, sino una arbitraria sobrevaloración del método. Por lo demás, lo que
mientras tanto hemos aprendido es que muchas cuestiones en sus detalles deben
quedar abiertas y encomendadas a una interpretación consciente de sus
responsabilidades.
Con esto llegamos ya al segundo
nivel del problema: no se trata simplemente de hacer una lista de elementos
históricos indispensables para la fe. Se trata de ver qué puede la razón, y
por qué la fe puede ser razonable y la razón puede estar abierta a la fe.
Entretanto, no sólo se han corregido las decisiones de la Comisión Bíblica que
habían entrado demasiado en el ámbito de las cuestiones meramente históricas;
también hemos aprendido algo nuevo sobre las modalidades y los límites del
conocimiento histórico. Werner Heisenberg, en el ámbito de las ciencias
naturales, ha demostrado con su “Unsicherheitsrelation” que nuestro
conocimiento no refleja sólo lo que es objetivo, sino que siempre está
determinado también por la participación del sujeto, por la perspectiva en que
se plantea las preguntas y por su capacidad de percepción.
Todo ello, naturalmente, vale en
una medida sin comparación mucho mayor donde entra en juego el hombre mismo o
donde se hace perceptible el misterio de Dios. Por tanto, fe y ciencia,
Magisterio y exégesis no se contraponen ya como mundos cerrados en sí mismos.
La fe misma es un modo de conocer. Quererla marginar no produce la pura
objetividad, sino que constituye la elección de un ángulo que excluye una
perspectiva determinada y ya no quiere tener en cuenta las condiciones
casuales del ángulo elegido. Sin embargo, si aceptamos que las sagradas
Escrituras provienen de Dios a través de un sujeto que vive aún –el pueblo de
Dios peregrinante–, entonces también racionalmente resulta claro que este
sujeto tiene algo que decir sobre la comprensión del libro.
La tierra prometida de la libertad
es más fascinante y multiforme de lo que podía imaginar el exegeta de 1948.
Las condiciones intrínsecas de la libertad han resultado evidentes. Presupone
escucha atenta, conocimiento de los límites de los diversos caminos, plena
seriedad de la ratio, pero también implica estar dispuestos a limitarse
y a superarse al pensar y al vivir juntamente con el sujeto que nos garantiza
los diversos escritos de la antigua y de la nueva Alianza como una única obra,
la sagrada Escritura.
Agradecemos profundamente las
aperturas que, como fruto de una larga y laboriosa investigación, nos ha dado
el concilio Vaticano II. Pero no condenemos con ligereza el pasado; más bien,
veámoslo como parte necesaria de un proceso de conocimiento que, teniendo en
cuenta la grandeza de la Palabra revelada y los límites de nuestra capacidad,
siempre nos planteará nuevos desafíos. Pero precisamente esto es lo hermoso. Y
así, a cien años de distancia de la constitución de la Comisión Bíblica, a
pesar de todos los problemas surgidos en este período de tiempo, podemos aún
mirar, con gratitud y con esperanza, el camino que se abre ante nosotros.
Fuente:
Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, abril de 2003.
* Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Teólogo. Ha publicado Introducción al cristianismo, Teoría de los principios teológicos, La fraternidad cristiana, Verdad, valores, poder, entre otros, así como los libros-entrevistas: La sal de la Tierra, Informe sobre la fe y recientemente Dios y el mundo.