La fe del carbonero

Fuente: es.catholic.net
Autor: Rodrigo Ramírez

 

Conocí a un controvertido sacerdote, que solía repetir: «La fe del carbonero es del carbonero pero no para un sacerdote». La pregunta que siempre me hacía era cómo se podía compaginar una fe realmente profunda con ese ir hurgando no sólo para encontrar razones de la fe sino para vivirla realmente con consciencia. Pareciera que ese vivirla conscientemente dependa exclusivamente de la problematicidad en vivirla, de las dudas acongojantes que la personalizan e iba a decir «unamunizan» para que quedara claro a qué tipo de congoja me estoy refiriendo.

Pero esa clase de inquietud no parece provenir de la pedagogía habitual de Dios. Los testimonios de los santos -que son los profesionales de estos temas- no dicen que ellos buscaran esas situaciones de duda o de oscuridad. Éstas son más bien pruebas o tentaciones, durísimas en algunos casos, o la manifestación de una gracia especial en sus relaciones con Dios.

¿Cómo vivir entonces con consciencia la fe? Un primer acercamiento, parece ser el siguiente. En lo que podríamos llamar las propias relaciones con Dios, dejar que todo camine por la senda de una relación sencilla, personal y de confianza. En cambio, dado que somos enviados a predicar y a compartir nuestra experiencia de Dios, estudiar y conocer a fondo la propia fe para poder explicarla, comunicarla, transmitirla no como quien duda sino como quien pregunta, pide y profundiza.

Ese acercamiento no es más que eso: una aproximación provisional pues inmediatamente surgen problemas. Si se adopta sin más esa división, tendría que decirse que para el caso de las relaciones con Dios la fe es una suerte de confianza -quizás aquella que depende del hermoso término pistis del evangelio- y para las relaciones con los demás dejaríamos la definición «tradicional» en la teología espiritual que indicaría más bien una aportación al entendimiento. Parece que se trata de virtudes distintas.

Cuando Jesús, asombrado de la humildad de la sirofenicia, exclama: «Mujer,¡qué grande es tu fe!» no lo hace por haber oído de ella una recitación perfecta y consciente del símbolo nicenoconstantinopolitano, ni porque esta mujer hubiese encontrado una explicación satisfactoria de la condición redentora del hombre-Dios que tenía enfrente. Tampoco parece plausible que cuando el evangelio anuncia que en su natal Nazaret Jesús no hizo muchos milagros por su falta de fe, esto se debiera a su poco conocimiento de la Torah...

Quizás los períodos de progresiva teorización, casuística y, con perdón, racionalismo, en la interpretación de la vida cristiana que han sufrido muchos manuales llevan a esa falsa disyuntiva que mencionaba en los párrafos anteriores. Si para definir o teorizar sobre alguna realidad tenemos necesidad de dividir o de distinguir, no se puede olvidar que finalmente la realidad es compleja, intrincada.

Y digo que esa disyuntiva es falsa, porque no hace falta oponer dos supuestas definiciones de fe. Está claro que hay un aspecto intelectual. Si la fe de la sirofenicia -por tomar el mismo ejemplo- no tuviera algún contenido, esta mujer podría haber acudido a cualquier hombre, al primero que encontrara, para pedirle el milagro que solicitaba. Ella sabía, quizás por las habladurías de sus amigas, quizás por haber presenciado ella misma algún milagro, que este galileo era capaz de realizar prodigios y aunque no podamos pedir mucho más de contenido a su fe, creo que es suficiente para demostrar que al menos algún contenido es siempre preciso. Por otro lado, a los nazaretanos como conocían el origen aparente de Jesús les resultaba increíble que él pudiera realizar todas esas maravillas que habían llegado a sus oídos. Por tanto, no «creían» en Jesucristo.

La solución de esa falsa disyuntiva parte del hecho de que el tipo de contenidos que la fe aporta al entendimiento no es neutro como cuando uno descubre, se entera o le enseñan que dos más dos son cuatro. Esos contenidos de la fe llevan casi directamente a actitudes y posteriormente a acciones. Son, por tanto, necesarios pero operativos no sólo intelectivos. ¿Qué hubiéramos pensado de la mujer sirofenicia si después de enterarse de que Jesús podía hacer milagros se hubiese quedado tranquilamente en casa viendo morir a su hija?

Lo más lamentable de la vivencia de la fe de muchos cristianos es el hacer demasiado neta esa separación, justamente debido entre otras causas a algunas teorías disgregadoras. Para ellos existe un apartado que es el de los dogmas, más o menos aceptados y más o menos discutidos dependiendo de las modas de los teólogos. El segundo apartado es el de la liturgia: misa dominical... y alguna que otra celebración cuando corresponde, casi por no desentonar mucho: matrimonios, bautizos, y confirmaciones a modo de decoración festiva. Y el tercer apartado, el de la moral que, separado de los dos anteriores, será siempre una carga insoportable para nada distinta de la que acongojaba a San Pablo y cuya teoría de fondo es lo que en otro artículo llamé «estoicismo pseudocristiano».

La auténtica religión cristiana nada tiene que ver con esos apartados precisamente porque incluye un mensaje de salvación que, enriquece nuestra visión del mundo y perfecciona profundamente todo el edificio motivacional de cualquier hombre. Porque si a un apasionado como san Pablo una certeza de fe le hizo saltar todas las que había acumulado en su vida, convirtiendo su vida de perseguidor en perseguido, debemos reconocer que los «dogmas» de un Dios que es capaz de voltear así la vida de un hombre, son realmente respuesta a sus interrogantes más profundos y le van descubriendo un camino de vida y no sólo una oportunidad de enriquecer su propio conocimiento del Absoluto.