¿Es necesaria la fe para salvarse?

¿Basta buscar la paz con buena voluntad para salvarse? (I)

Responde la teóloga Ilaria Morali

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 11 enero 2006 (ZENIT.org).- Si para salvarse basta buscar la paz con buena voluntad. Entonces, ¿de qué sirve el cristianismo?

Esta es la pregunta que se han planteado muchas personas al leer las crónicas informativas de algunos medios de comunicación sobre la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general del 30 de noviembre, en la que habló sobre la posibilidad de salvación para los que no son cristianos.

Para comprender mejor las palabras del Papa y el magisterio de la Iglesia católica al respecto, Zenit ha entrevistado a la teóloga Ilaria Morali , profesora de teología en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, especializada en el tema de la Gracia.

--El Papa constataba en aquella audiencia general que la salvación de los no cristianos es un hecho: «hay personas que se comprometen con la paz y con el bien de la comunidad, a pesar de que no comparten la fe bíblica, a pesar de que no conocen la esperanza de la Ciudad eterna a la que nosotros aspiramos. Tienen una chispa de deseo de lo desconocido, de lo más grande, del trascendente, de una auténtica redención». ¿Como es posible?

--Morali: Según lo que he podido leer en la prensa o escuchar en la radio, las palabras del Santo Padre han despertado una gran sorpresa. Parecería que dijo algo absolutamente nuevo y revolucionario.

A algunos les ha parecido que con estas palabras la Iglesia ha admitido por fin que no es necesario ser cristiano para hacer el bien y para conseguir la salvación; que lo que cuenta es ser hombres de paz independientemente de la fe que se profesa. Es ciertamente una lectura muy apresurada y superficial de las palabras del Santo Padre.

Para comprender este discurso tenemos que subrayar ante todo tres aspectos. El Santo Padre hace esta afirmación en el contexto del comentario de san Agustín a este salmo: para Agustín como para los cristianos de los primeros siglos, Babilonia es el símbolo por antonomasia de la ciudad del mal, de la idolatría. Es lo opuesto de Jerusalén, que representa por el contrario el lugar de Dios, el lugar donde se ha cumplido la redención en Cristo.

En la tradición cristiana la antítesis Babilonia-Jerusalén adquiere muchísimos sentidos. El Papa presenta fundamentalmente dos de ellos, que se entrelazan. Según la anterior acepción, Babilonia es el presente en el que nosotros estamos prisioneros, mientras que Jerusalén es la meta celeste.

El segundo es de otro tipo. Babilonia como la ciudad o el espacio donde viven personas que no son de la fe bíblica. En este nivel se enmarca lo que el Papa ve en san Agustín como una «nota sorprendente y de gran actualidad», el hecho de que el santo reconozca la posibilidad de que también en una ciudad así, donde no se cultiva la fe en el verdadero Dios, pueda haber personas que promueven la paz y el bien.

Un segundo aspecto que hay que destacar de las palabras del Papa es el punto de partida, tomado de las palabras de san Agustín. El pontífice subraya tres características especificas: en primer lugar, que los habitantes de Babilonia «tienen una chispa de deseo de lo desconocido», deseo de la eternidad; en segundo lugar, que albergan «una especie de fe, de esperanza», y en tercer lugar que «tienen una fe en una realidad desconocida, no conocen a Cristo y tampoco a Dios».

Un tercer y último punto atañe a la suerte de estas personas: el Papa afirma con Agustín que «Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al estar predestinados para ser ciudadanos de Jerusalén». Pero con una condición bien precisa: «Si se dedican con conciencia pura a estas tareas».

El Papa, como las palabras del mismo Agustín demuestran, ha querido recordarnos una verdad que pertenece desde los principios de la historia cristiana a nuestra fe y que caracteriza profundamente la concepción cristiana de salvación.

Esta verdad consta de dos principios fundamentales: el primero es que Dios quiere que todos los hombres se salven y que lleguen al conocimiento de la verdad, como dice Pablo en la segunda carta a Timoteo. Conocer, en este sentido, equivale a adherir, acoger en la propia vida al Señor.

El segundo: históricamente, el Evangelio no ha llegado a conquistar a todos los corazones, ya sea porque no ha llegado materialmente a todos los lugares de la tierra, ya sea porque, aunque llegue, no todos lo han acogido.

--Y, ¿cuál es la doctrina cristiana de la salvación en este contexto?

--Morali: La doctrina cristiana de la salvación es muy clara. Para explicarla recurriría a dos textos del Magisterio: el primero es un discurso de Pío IX con ocasión del consistorio que tuvo lugar el 8 de diciembre de 1854 con motivo de la solemne proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. El Papa dijo que los que ignoran la verdadera religión, cuando su ignorancia es invencible, no son culpables de este hecho ante los ojos de Dios.

Años después quiso retomar esta enseñanza aclarando el sentido de la ignorancia invencible en la carta encíclica «Quanto conficiamur moerore» de 1863: «Es sabido --escribió- que los que observan con celo la ley natural y sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todo hombre, pueden alcanzar la vida eterna si están dispuestos a obedecer a Dios y si conducen una vida recta».

Pío IX volvió a proponer una convicción consolidada ya desde hace siglos en la teología cristiana: hay hombres y mujeres que, por varias razones, ya sea por condicionamientos culturales, ya sea por una experiencia o un contacto negativo con la fe cristiana, no llegan al consentimiento de la fe.

Aunque parezca que estas personas rechazan conscientemente a Cristo, no se puede emitir un juicio incuestionable sobre este rechazo.

Ignorancia invencible indica precisamente una condición de falta de conocimiento con respecto a Cristo, a la Iglesia, a la fe, falta de conocimiento que, por el momento, no puede ser superado con un acto de voluntad.

La persona está bloqueada, como imposibilitada para llegar al «sí» de la fe. Como experimentamos todos los días entre nuestros conocidos, las razones por las que muchas personas dicen no a Cristo son múltiples. Una desilusión, una traición, una mala catequesis, un condicionamiento cultural y social…

Pío IX mismo admitió la dificultad de delimitar los casos de ignorancia invencible preguntándose «quién se arrogará el poder de determinar los límites de esa ignorancia según la índole y la variedad de los pueblos, de las regiones, de los espíritus y de tantos otros elementos?».

Pío IX nos enseña, pues, una gran prudencia y un gran respeto por quien no tiene el regalo de la fe en Cristo.

No somos capaces de comprender hasta el final las razones de un rechazo de la fe, ni podemos saber con certeza que quien aparentemente parece que no tiene fe, en realidad tiene una forma muy imperfecta de fe.

--Un cristiano, por el hecho de ser bautizado, ¿puede pensar que ya está salvado?

--Morali: Ciertamente no. El bautismo no es una garantía automática de salvación. Si así fuera, el esfuerzo por conducir una vida cristiana sería inútil. Cada cristiano debe esforzarse por merecer esta salvación con una vida de fidelidad a Dios, de caridad hacia los hermanos, de buenas obras. Sin embargo, nadie puede estar seguro de la propia salvación, porque sólo Dios tiene el poder de concederla.
 

--¿Cuál es la visión católica sobre los no creyentes desde el Concilio Vaticano II hasta hoy?

--Morali: La pregunta me ofrece la ocasión para tocar uno de los aspectos que ha comentado el Papa acerca de la «chispa» de que albergan quienes no tienen la fe bíblica.

El Vaticano II pone entre éstos tanto a personas pertenecientes a otras religiones como a personas específicamente no creyentes. Son dos grupos profundamente diferentes, pero aunados por el hecho de que no tienen la fe de Cristo. Los primeros cultivan alguna forma de creencia religiosa, los segundos afirman que no tienen fe.

En el número 16 de la constitución dogmática «Lumen Gentium» el Concilio, recordando el principio de la voluntad salvadora universal de Dios, afirma que los que «buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna».

Esta afirmación refleja indirectamente la enseñanza de Pío IX, pero subraya un aspecto hasta ahora no considerado: el de la gracia. La búsqueda del bien, el empeño y la voluntad de llevarlo son efectos de la acción de la gracia.

Además, el Concilio añade, casi para remachar este principio, que «la divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta».

Todo esfuerzo, según el Concilio, no puede tener lugar «sin la gracia». Eso significa que Dios está cerca también de quien no le conoce. Esta misma enseñanza se encuentra en la constitución pastoral «Gaudium et Spes», donde el Concilio en el número 22 admite que la gracia trabaja en el corazón de todos los hombres de buena voluntad.

Las personas a las que el Santo Padre alude son, en cierto sentido, las mismas de las que habla el Concilio. Por otra parte, alguien podría objetar que el Concilio, en el número 7 del decreto «Ad Gentes» sobre la actividad misionera, se subraya el principio de la necesidad de la fe para la salvación, además de la necesidad del bautismo y de la Iglesia.

Se podría subrayar también que en este número el Vaticano II afirma que «no podrían salvarse aquellos que, no ignorando que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria, con todo no hayan querido entrar o perseverar en ella».

Ciertamente, según la doctrina católica, la fe es necesaria para la salvación. Este principio, sancionado en la Carta a los Hebreos 11, 6, ha sido acogido por la tradición cristiana desde sus alboradas. Y aquí, en este texto, se vuelve a proponer de modo claro.

--¿Y quién no tiene una fe completa?

--Morali: La misma tradición cristiana admite que no a todos han recibido el regalo de la plenitud de la fe y que también puede haber formas muy imperfectas de fe.

El Catecismo romano, que fue compuesto después del Concilio de Trento, en el capítulo concerniente a la fe, admite que existen grados diferentes de fe: hay quien tiene una fe grande y otros que tienen una fe frágil.

Esta enseñanza la saca del Evangelio a propósito de las muchas palabras que Jesucristo pronunció sobre la fe de sus discípulos, de las personas con las que se encontraba.

Sin embargo, no podemos detenernos en esta primera parte de la reflexión del Concilio propuesta en el número 7 del decreto «Ad Gentes»sobre la necesidad de la fe, sino que tenemos que leer también lo que sigue: «Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que Él sabe a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar».

Esto significa que Dios tiene sus caminos para llevar a la fe a los hombres y ciertamente nosotros no podemos penetrar en la inescrutable acción divina en el corazón de los hombres. En su complejidad, la enseñanza de «Ad Gentes» (número 7) nos ayuda a comprender dos principios.

En primer lugar, no es posible salvarse sin fe. Ciertamente, como la historia nos enseña, han existido y existirán hombres que conscientemente reniegan de Dios, manchándose de culpas atroces. Tendrán que responder ante Dios por haberlo desterrado y excluido de la propia vida, convirtiendo la de otros en un infierno. Es un hecho ineludible que no hay salvación para estos.

En segundo lugar, hay muchas más personas que, incluso declarándose no creyentes, conseguirán la salvación eterna. Se trata de personas que a los cristianos nos dan un ejemplo extraordinario de generosidad y rectitud. Si acepto la enseñanza conciliar, entonces, para mí, creyente, el bien que ellos hacen ya es efecto de la gracia que trabaja ocultamente en ellos y yo tengo que rezar para que esta gracia un día les dé la posibilidad de conducirlos a una fe explícita. Además, tengo que admitir que en esta obra invisible de la gracia, Dios los lleva a la fe de una manera absolutamente misteriosa.

--¿Es necesario dejar que actúe la gracia por sí sola en esas personas en las que se presenta de una manera escondida?

--Morali: Eso no quiere decir que, como cristiano, yo no debo hacer todo lo posible para que esta gracia que actúa ocultamente en estas personas de buena voluntad pueda llegar a plenitud, aunque no siempre lo logre. Mi testimonio y mi oración son un sostén a la obra divina, pero Dios tiene sus tiempos y sus diseños.

Hablando nuevamente de la «chispa» de la que ha hablado el Papa en su discurso, querría recordar una afirmación de Tertuliano: «alma naturaliter christiana» [el alma es naturalmente cristiana, ndr.]. Lo dijo refiriéndose a personas que carecían de educación en la fe, pero que experimentaban atisbos de fe. Esta expresión de Tertuliano ha entrado en la reflexión sobre la fe de los que parece que no tienen fe, pues refleja el anhelo, en lo profundo de cada hombre, de conocer a Dios.

Este anhelo está inscrito en el corazón de la persona y, como diría de Henri de Lubac (1896-1991), es la prueba de que somos creados a imagen de Dios y de que esta imagen es como un signo indeleble. El hombre anhela a Jesucristo porque en su corazón lleva la imagen de Dios, y la imagen de Dios es Jesucristo.

Tertuliano dice también que «fiunt no nascuntur christiani» que significa: «los
cristianos no nacen, se hacen». Significa que este anhelo necesita ser correspondido por el conocimiento de Dios y este conocimiento sólo lo puede dar Jesucristo.

No es suficiente el anhelo del corazón por la plenitud sino que se tiene que llegar de hecho a esta plenitud. Así se comprender la importancia de la obra evangelizadora de la Iglesia, llamada a llevar a los hombres a esa plenitud que se realiza con el bautismo y se perfecciona a lo largo de toda la vida del cristiano.