HNO. FERNANDO DE LA CRUZ


LA ESPIRITUALIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO
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Allí donde están reunidos la humildad, el recuerdo de Dios hecho de sobriedad y de atención, la oración inflexible contra los enemigos, allí está el "lugar de Dios", el cielo del corazón, el sitio al que las tropas del demonio temen acercarse, pues es la morada de Dios" (Filoteo el Sinaíta).

Hablar de "espiritualidad oriental" comporta la existencia de una "espiritualidad occidental" y de ciertas diferencias entre ellas, de modo que podamos aislarlas y estudiarlas.

Esta primera afirmación ya resulta en sí problemática: en primer lugar, por "espiritualidad cristiana" entendemos la presencia y los dones del Espíritu Santo. Y para Él no hay distinción entre "judío y gentil" (Rm. 1, 14); no puede haber diferencias sustanciales entre una y otra espiritualidad. En segundo lugar, nuestra vida espiritual conlleva al mismo tiempo una participación en la plenitud de Dios y una activa concurrencia de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices históricos, culturales y étnicos, es el que origina las diversas corrientes de espiritualidad, aunque ello no signifique que por "Oriente" entendamos simplemente un hecho geográfico. Antes bien, es un modo de vivir; por decirlo de alguna manera, "Oriente no está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia eclesial total.

Conocer estas tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos inmersos y familiarizarnos con las menos cercanas será de gran interés para ese "ser Iglesia" que todos perseguimos.

Oriente es conocido por su tradicionalismo. Un estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor, San Juan Clímaco, San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac el sirio; textos de los teólogos de la época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita, Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los más recientes como Nicodemo el Hagiorita (+ 1809), son la clave de ese particular modo que nuestros hermanos de Oriente tienen de percibir a Dios, al mundo y al hombre.

Internarnos en los textos de los Padres significaría, quizás, perdernos en un mundo demasiado extenso.

Veamos, entonces, algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la vida espiritual, con la esperanza de que nos permitan contemplar y comprender mejor cómo ven nuestros hermanos de Oriente -el geográfico y el espiritual- al Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.

1. LA CONVERSIÓN COMO ILUMINACIÓN DEL HOMBRE.

Hablar de "conversión" significa considerarla como algo más que un mero punto de partida de un camino progresivo; supone un cambio total de actitud que supera lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de lo que, de momento, conocemos.

Y es que no se trata de abandonar el pecado, de cambiar la dirección de nuestros pasos y de nuestra existencia.

Es, más bien, penetrar en un mundo de luz, ser deificados, bañados por la luz del Tabor. Hablar de conversión en Oriente es dejarse envolver por la iniciativa misericordiosa de Dios, que no pretende elevar el orden natural a lo sobrenatural, sino llevar a cabo una compenetración entre Él y nosotros, entre lo divino y lo humano.

Por el hecho de ser más que un mero abandono del pecado, la conversión le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la necesidad de volverse indefensos ante la iniciativa divina, de "bajar barreras" ante ese Dios que nos envuelve con su luz sin pretender destruir nada de nuestro ser de hombres.

Pero el problema no es sencillo. El hombre cuenta con un gran enemigo: la agresividad innata ante el dejarse hacer, ante el dejarse inundar por Dios. Los grandes textos de espiritualidad volverán, una y otra vez, sobre la libertad del hombre caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.

¿Qué hacer ante este callejón sin salida? La única respuesta nos la ofrece la vida de Cristo: el anonadamiento, el rebajamiento total para ser nada, al igual que Cristo, que "no retuvo ávidamente su condición divina" (Flp. 2, 10-11). Anonadamiento que no es -como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la total iniciativa divina. Anonadamiento que no consiste en combatir lo humano, sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las pasiones.

Esta necesidad de que "Él crezca y yo disminuya" (Jn. 3, 30) es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los primeros Padres del Desierto hasta Juan de Kronstadt o San Silvano del Monte Athos. La hesychía, la gran tradición orante común a todo el Oriente, va a ser la evidencia: "dejarse vaciar", "rechazar todo pensamiento", son expresiones constantes.

Comprendemos, pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto exigencia cuanto fruto de la conversión, fruto que se experimenta a través de la kenosis o anonadamiento, ternura evangélica a la vez que compasión divina que destruye el duro pedernal de las pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque su abajamiento fue una "no resistencia", el nuestro debe serlo también.

Comprender tal renuncia como algo que se nos da y no como esfuerzo es la gran diferencia con Occidente: frente a nuestra progresividad, Oriente nos habla de la sobreabundancia, de la deificación que viene a salvar el abismo entre el hombre "limitado" y el Dios "incontenible"; participación en la luz del Tabor, que destruye nuestra lógica opresora tentada de convertir al Incognoscible en un ser al que podemos acceder lógicamente.

¿Cómo logrará el hombre participar en semejante deificación? ¿Cómo conseguirá dejarse hacer por Dios?

La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental, dada su simplicidad: el hombre participa de la Plenitud Divina por la visión, visión-escucha de la Liturgia y la Palabra y visión-contemplación de los iconos.

Sí, hemos llegado al extremo. El hombre se "dejará salvar" en la liturgia, en la escucha de la Palabra, ante los iconos... La visión será el remedio para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor, una luz radiante iluminará su ser y el hombre verá salvado en él el abismo antes imposible de superar entre el mundo sensible y el espiritual.

Es, pues, imposible fiarse de estructuras mentales como itinerario de salvación, como gustara Occidente. La escucha litúrgica, la contemplación iconográfica, serán los elementos que desbordarán al hombre.

Fácil nos es comprender que Oriente está lejos del peligro de despreciar lo humano, como ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la deificación del hombre introduce una confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.

2. SUMERGIRSE EN LA TRANSPARENCIA DIVINA

Decíamos ya al comienzo que un único Espíritu suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos varíen. La única raíz de la vida espiritual será, pues, acallar la agresividad permanente del hombre frente a Dios, frente a Su iniciativa de irrumpir en lo humano para que el hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero esta raíz suscitará diversas respuestas.

Occidente buscará que lo mejor del hombre sirva a Dios a través de métodos concretos: estructuras eclesiales, sistematizaciones teológicas, itinerarios de santidad...

Oriente se esforzará en comprender que lo más excelso de Dios sirve al hombre para deificarlo. Es la respuesta -desconcertante al menos para Occidente- al eterno drama del hombre, que busca alcanzar a su Dios aún cuando Éste se le hace presente. Es la alternativa ante un mundo de ruptura: el hombre está inmerso en Dios aún sin saberlo.

Dios ni está fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible lo circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales. Dejémonos convencer por tal afirmación. Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la representación del misterio de la Trinidad que el santo iconógrafo Andrei Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo que en él representa al mundo: no es otra cosa que el pequeño cuadrado (los cuatro puntos cardinales) situado en el centro del diálogo intratrinitario. No es la casa, ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la escena, sino el punto central de la composición, sumergido de ese modo en el misterio del Amor.

Pero saberse en Dios podría resultar insoportable para el hombre. Dios lo sabe, y por eso se empequeñece, se anonada, dejando al hombre hacer por sí mismo el penoso camino de su experiencia. Es la kenosis de Dios: tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse implicar plenamente por él. El misterio Inabarcable se torna cercano.

Occidente propondrá al hombre el camino de la Pasión y la Cruz como método para asemejarse más a Cristo, para llegar a ser; le propondrá el ascenso hasta Dios, ya sea comprendiendo que el hombre puede conocer racionalmente la voluntad de Dios, o bien reduciendo lo divino a lo humano mediante la visión sensible. Oriente propone otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en el anonadamiento de Dios: ver místicamente, comprender experimentalmente. Es el camino del reposo -hesychia-, de la quietud interior que nos torne vulnerables al universo espiritual quebrado cada día en el perpetuo drama del desgarro interior del hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que constituye el itinerario espiritual de Oriente: la Oración de Jesús.

A través de una sencilla fórmula repetitiva, el hombre se abandonará en Dios, llegará a ser -como Él- transparente más allá de la emotividad y de la racionalidad. Superará el bloqueo del "aquí y ahora" creado por las pasiones y restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.

Aún con toda limitación, nos atreveríamos a afirmar que se trata de un camino negativo (apofático), en el sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan con la iniciativa divina. No se trata de alcanzar cierta insensibilidad al modo de la Grecia clásica, ni de evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es, por el contrario, la afirmación profunda de que no puede existir diálogo entre Dios y el hombre si éste no rompe la estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.

Lo que parecían dos mundos herméticos -el divino y el humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre ha encontrado el modo de romper la cerrazón en sí mismo. Lo humano ha sido inundado por lo divino, y, como un pequeño cascaron, el hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios. Tomando la expresión de Teófano el Recluso: "¿Qué ha sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado, pero me veo cambiado, transformado por un poder inmenso. El Creador ha obrado la restauración...".

Esta "imposible posibilidad" queda evidenciada en la tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie), hombres y mujeres que asumen el papel del "loco" en compañía de otros y con una oración ferviente en la soledad, y los peregrinos (stranniki), perpetuamente en camino de santuario en santuario.

Los locos en Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios demuestran el absurdo del esfuerzo por parecer alguien.

Con su vida ponen de manifiesto la nada del hombre que vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la veneración que se les tributó en Rusia, tanto por parte del pueblo como de la nobleza. Un frío análisis occidental calificaría incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios, escupiera ante un noble y se postrara ante un mendigo, o que penetrara en la Iglesia vestido de harapos... Pero el Espíritu sigue siendo uno.

Recordemos, si no, el testimonio de San Francisco de Asís, girando como una peonza por los caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la atónita mirada de toda la ciudad...

Los stranniki, los eternos peregrinos, ponen de manifiesto el constante esfuerzo por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios, persiguiendo la libertad del Espíritu. Superando el "dar testimonio" o "interpelar al mundo", se consagran a vivir fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la Oración de Jesús. No en vano la mejor representación iconográfica del Misterio de la Trinidad será la Filoxenia, la hospitalidad que Abraham ofrece a los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar magistralmente sobre una tabla. La irrelevancia social del peregrino, su indefensión frente a todo peligro, brilla ante nuestros ojos como la mejor expresión del misterio vulnerable e indefenso del Dios hecho hombre.

Citemos, a modo de ejemplo, un fragmento de "El peregrino ruso": ...La Oración del corazón me hacía tan dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto en la tierra... el mundo exterior me parecía radiante y todo me movía a amar y alabar a Dios: los hombres, los árboles, las plantas, los animales; todo me resultaba como familiar y por todas partes yo me encontraba la imagen de

Jesucristo...".

Desde el testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia) que se anhela: no es un sueño, sino el despertar del adormecimiento que el olvido de Dios, el pecado, introduce en el hombre.

Por la humilde repetición del Nombre de Aquel que es el lnnombrable, el hombre interioriza la "visión-escucha", a la que más arriba aludíamos, instaurando la liturgia del corazón, dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose sensible y abierto a Dios. Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente y también su cuerpo. El mandato bíblico de amar al Señor "con todo el ser" (cfr. Dt., 6, 4-6) engloba un ritmo fisiológico respiratorio en la Oración de Jesús, de forma que hasta un acto tan cotidiano como el respirar se convierte en un jadear con nostalgia de amor.

La irrupción de la vida divina en el hombre vibra aquí con sus notas más sutiles; el aliento que Dios insuflara en Adán sigue siendo hoy en Oriente el hálito de vida que sostiene al hombre.

3. EL HOMBRE COMO IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS.

Cuando Occidente afirma que Dios "está por encima de todas las cosas" entiende que está "arriba" de todo y, por tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el modo por el cual Dios es diverso, "distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.

Oriente va a tratar de "entrar" en lo que Dios es en sí para entender, desde ahí, qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el nosotros trinitario que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente en su icono, la comunión de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale de sí para abandonarse en el Otro.

Su Nombre es un "no-Nombre", porque no podemos abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro, sino al contrario: Él nos "nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo.

Aquí radica nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con la Encarnación y con la iniciativa de amor que el hombre acoge-, sino que nuestro conocer es demasiado pequeño para abarcarle.

Conocer al Incognoscible no es, para Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de apreciación: nosotros somos los que estamos en Él. Dios es primero y, por ello, es quien señala su posición y la nuestra, estar en Él.

La Trinidad ha abierto los brazos. Los tres Ángeles del icono de Rublev nos envuelven y acogen, situándonos en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de encerrarle en un Nombre, en un concepto. El único esfuerzo posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos envuelve porque nos ha creado y salvado.

Estamos ya en condiciones de afrontar la posibilidad de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma, y esto no quita ni pone nada a Dios. Pero decir que somos imagen de Dios significa afirmar que hay algo en nosotros -aunque ese algo no sea una "parte" sino nuestro todo- que no está replegado en sí sino que hace referencia a lo que representa. El hombre es imagen de Dios porque algo en él se escapa invariablemente a sus solas posibilidades y habla de Otro. ¿Qué es exactamente? ¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda sus límites humanos y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa que su libertad, entendida como capacidad de ordenar su existencia según una jerarquía coherente de valores. Esa posibilidad de orden quiebra por sí misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad que es el Nosotros Trinitario.

Libertad que, por hacer referencia a su "Modelo", no es ser "libre de" o "con relación a" algo o a todo, que, en definitiva, no sería más que aumentar el desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está implicado en todo lo que ha creado. Pero tampoco será libertad para algo, que significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad del hombre como icono de Dios es el ser libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el "Nosotros" trinitario.

Nos es fácil comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a alcanzar. En la medida que el hombre acepta el reto de alcanzarla, la imagen se torna semejanza, puesta en camino de llegar a ser como su "arquetipo". Es el empeño por alcanzar la santidad. El sello inmóvil y estático que Dios ha impreso en el hombre -capacidad de ser libre como Él es libre- se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca encarnar en sí la trasparencia de Dios. Es contemplar de nuevo el milagro de la Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...") y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor (".. . y semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad es, de este modo, el "hálito de vida" que Dios insufla en el hombre; es su más profundo modo de ser.

Hemos llegado al fondo de la cuestión. El hombre tiene ya una razón última para existir: ser santo, llegar a ser reflejo reconocible de Dios. El más profundo misterio del hombre ha quedado desvelado y hemos llegado a él por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior que ha recibido y que el iconógrafo trata de plasmar. Por ella el hombre de Dios participa en la Luz e invita a todo el que lo contemple a hacer lo mismo.

Prueba con su vida -al igual que el iconógrafo lo hace con el oro y los colores- que ha alcanzado la libertad con todos, el vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por ello, es Santo, semejante a Dios.

Por ser imagen de Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos como posibilidad. Llevando a cabo la imagen, se torna semejanza, afinidad que participa en el modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto. Es la puerta que nos da entrada al misterio de la deificación: la diversidad de Dios posibilita en el hombre la semejanza, que se lleva a cabo por la Iluminación del corazón, que le da toda su dimensión de trascendencia, liberándole de sus propios límites.

4. CRISTO ES COMPENETRACIÓN CON EL HOMBRE, MÁS QUE TRIUNFO SOBRE LO HUMANO

Cristo es punto privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta única realidad, Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más específicamente suyo: la libertad.

Estamos ante el núcleo del abajamiento de Cristo: para hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada. Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella, lo humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá definitivamente. Oriente, por el contrario, verá en la kenosis de Cristo el principio de la compenetración entre Dios y el hombre: en la Cruz Dios se implica con el hombre hasta lo más profundo, su divinidad anonadada se convierte en su gloria más allá de victorias y poderes. La Cruz brilla como máxima revelación del misterio de Dios:

no es victoria sobre lo humano, sino compenetración.

La dimensión de sacrificialidad -un Hijo que aplaca a un Padre ofendido- queda superada. Cristo se anonada para hacer creíble la verdad desarmada; es el Cordero sin mancha conducido al matadero que nos revela la presencia de un Dios que es todo humildad. En expresión de Fedor Dostoievski, "Cristo se convierte a todos más bien que cada uno se convierte a Él".

La tarea de ser cristiano se descubre así como un revestirse de Cristo, que no es tanto una conformidad literal con su vida (la cruz como modelo de método y ascenso), cuanto un llegar a la compenetración Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de nosotros cierta elevación a su gloria.

 

5. EL ESPÍRITU SANTO "ES"

Oriente descubre a la Iglesia y al hombre henchidos del Espíritu Santo al contemplarse reflejados en la Trinidad, en el Dios que inunda al hombre. El Espíritu es el "entre" del nosotros trinitario, Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre, sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.

Para el hombre es el sello de su libertad interior, luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir la frialdad de su mente. Sin presionarle, al hombre le resulta necesario para coger la oferta de la salvación divina. No añade, ni ajusta, ni empuja: precede y la hace posible, defendiendo así la libertad del hombre.

Para Oriente, el Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen de Dios en el hombre mas allá de nuestro olvido, posibilitando la plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el hombre sea deificado desde Cristo.

6. LA IGLESIA COMO ESPLENDOR DEL "NOSOTROS" TRINITARIO

La eclesiología nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente, la comunión supera la estructura, del mismo modo que el Espíritu supera la letra.

La Iglesia se revela, entonces, en Oriente, con unas notas precisas. Aparece, ante todo, como el núcleo de lo humano acogido ya conscientemente en Dios, lugar donde la penetración de Dios es plenamente consciente y deseada. Es comunidad eucarística, puesto que la Fracción del Pan obra entre los miembros la posibilidad de ser una persona única en Cristo.

Por ser comunión, reflejo de la Comunión divina, la Iglesia se trasciende a sí misma, va más allá de sus fronteras, no en cuanto a una conquista del mundo, sino en una penetración de todo el hombre. Su fin va a ser acoger la libertad que el Espíritu Santo expande.

Habría mucho más que decir sobre el -digamos- concepto de la lglesia para Oriente, pero excedería la finalidad del presente articulo.

7. OBEDECER A DIOS ES COLABORAR CON SU SABIDURÍA

Afirmar, explícita o implícitamente, que no es posible fiarse de la humanidad, es otorgarle un papel que nada tiene de creativo (como prever y proyectar), sino contentarse con un rol ejecutivo (realizar puntualmente los designios divinos). Es el mejor camino para anular la creatividad de la naturaleza humana tan defendida en nuestro sistema cultural y que quizá por ello sigue un rápido proceso de separación de la Iglesia.

Frente a esta realidad, Oriente ha desarrollado una tercera vía alejada tanto de "la razón sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios". Se trata de vivir la sinergia o compenetración profunda entre Dios y el hombre, que supera el inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre vencedores -Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada hacia adelante -escatológica- es, para Oriente, contemplar una realidad dinámica, creativa.

Dios y el hombre han comenzado a inventar juntos el cumplimiento de la voluntad divina.

En Dios queda así superada cada fragmentación, cada cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda posibilitada la "semejanza" entre Dios y el hombre, que rompe la prisión aislante de la humanidad.

Es el triunfo de la libertad del hombre, la vuelta al Paraíso perdido en el que el hombre paseaba y conversaba con el Creador. La deificación se transforma en una vuelta a los orígenes, irrupción definitiva en el Paraíso.

CONCLUSIÓN

Tras esbozar algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos en conjunto, ante un modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario de las intuiciones occidentales. Tras un milenio de separación, la realidad actual es la que esbozamos al principio: Oriente no es sólo en Oriente. Y no se trata de convertir o excluir a Occidente, sino de lograr cierta sinergia, compenetración total del misterio de la Iglesia.

Subrayar valores específicos nos debe llevar a sentir la necesidad de una plenitud de comunión, tal como la hemos apuntado en el último apartado, al tratar del "sueño" de la reconciliación divino-humana. Quizá sea ésta la aportación de la Rusia y de todo el Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos complementarios de entender el misterio.

Creemos que el fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la presencia de Dios. Siguiendo la vía del anonadamiento que Dios elige como testimonio más creíble de sí, el hombre logrará reconocer que Dios y la humanidad no son concurrencialmente distintos ni se encuentran confrontadamente especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino cristiano en la totalidad del género humano.

NOTAS:

(1). Publicado en la revista "Theophania", sep.-octubre de 1989, Tángel (Alicante).