EVOCACIÓN DE LA AMISTAD

Jorge Yarce


 

De la amistad decía Aristóteles que era lo más necesario para la vida. Y vale afirmar de ella lo que dijo Eurípides -por boca de un actor de una de sus obras- sobre el amor: es lo más dulce y lo más amargo.

A veces, nos toca recibir de los amigos también lo amargo, porque están más cerca a nosotros, nos conocen bien, no podemos ocultar nuestras sombras, pero confiamos en que nos comprendan, a pesar de nuestros errores y de que podamos causarles dolor.

Nos toca recibir de ellos, igualmente, la corrección amistosa, que tiene más valor que la llamada de atención de un extraño. Sólo los buenos amigos se corrigen entre sí. Los otros, los que no lo son, quizás murmuren al ver nuestros defectos. De ahí que seamos para ellos y ellos para nosotros luz y sombra, noche y día, ánimos y desánimos. Ojalá estos últimos sean siempre desánimos animantes.

Con la amistad pasa lo que pasa con el fuego y el viento. El fuego de una llama pequeña impulsado por el viento se convierte en llamarada. Si la amistad es verdadera, la distancia obra como el viento con el fuego, que crece y se convierte en llama grande, en calor que quema y abrasa.

La distancia hace valorar mejor la amistad. A los amigos se les lleva en el alma. Si la amistad es superficial, la distancia hace lo que el viento con una llama débil, la apaga fácilmente.

Aceptar a los demás como son

Una de las características fundamentales de la amistad es aceptar a las personas como son, no como nosotros queremos que sean. No podemos anteponer nuestros prejuicios, nuestro modo de ser y de ver.

Es un punto vital para la amistad y para la convivencia entre personas. Hay que tratar a cada uno como un tú diferente. Si no, jamás los comprenderemos, jamás alcanzaremos a poner nuestra intimidad en auténtico contacto con la suya.

Si no es así, nunca trataremos a las personas como personas. Cada persona tiene sus sueños, sus cosas, que pueden parecer locuras pero forman parte de su proyecto vital, de lo que quiere llegar a ser en la vida.

No podemos entrar atropellando, desconociendo esos sueños o esas aparentes locuras. Es el primer paso para poder ser buenos amigos de nuestros amigos. Por ahí va uno subiendo en su vida, abriéndose paso como una presencia mensajera.

Luego hay otra característica importante: vivir a la otra persona desde dentro. No es conocerse, simpatizar, caerse bien. Es más que eso, algo más profundo. No vivir desde el punto de vista de uno sino ponerse en la situación del otro.

Los poetas y los místicos han tratado de explicarnos eso de muchas maneras. Pedro Salinas canta: “Qué alegría vivir/ sabiéndose vivido/Rendirse/ a la gran certidumbre, oscuramente /que otro ser, fuera de mí, muy lejos/me está viviendo”.

Y San Agustín nos dice de su búsqueda del amor de Dios: “Tarde te amé, tarde te amé, oh hermosura tan antigua y nueva. Yo te buscaba fuera de mí y Tu estabas dentro de mí”. Ese Dios del que afirma que “es lo más íntimo de nosotros mismos”.

San Juan de la Cruz, por citar otro ejemplo, revela en su poesía la tensión amorosa del hombre respecto a Dios como un juego del todo y la nada, de ese esfuerzo por ser, por vivir en identidad amorosa con Quien verdaderamente Es.

Los ojos son el balcón del alma

“Los ojos que tu miras no son ojos porque los miras. Son ojos porque te ven”, reza el verso de Antonio Machado. La mirada tiene que ver con la amistad y con el amor. Los ojos son el balcón del alma, por donde nos asomamos como somos, donde revelamos nuestro ser. Si bien es cierto que “hay miradas que matan”, la nuestra debe ser acogedora. No puede ser una mirada destructora, rechazadora o despojadora de la intimidad del otro.

Y una última característica decisiva de la amistad es darse a la otra persona, la donación, lo que los griegos llamaban el ágape, la entrega. Es el paso más profundo de la amistad y del amor. Es el antídoto más seguro contra el egoísmo, contra la soberbia que aisla.

Se es más en la medida que se da más. “El alma es rica por lo que da” (Thibon). Todo esto no es una utopía, sino una realidad palpable, que requiere esfuerzo, pensar más en los demás que en uno mismo. Si hay esa actitud, el proceso de la amistad va a más, busca la plenitud, enriquece.

Reconocernos en los demás

La tessera hospitalis, era la tableta de barro o cerámica (symbolón, símbolo) que los griegos usaban al despedirse de los amigos: se partía en dos y cada uno guardaba una parte, de modo que al rencontrarse después de mucho tiempo, una manera de reconocerse era juntar esas dos partes y ver si coincidían. Esto quiere decir que somos complementarios, unos para otros.

No somos solos, ni nos salvamos solos. Andamos buscando esa otra parte que nos hace falta y que sólo la llena la vida de los demás: padres, hermanos, amigos, novia, esposa, seres queridos.

Somos proteicos, diferentes, singulares, con aristas que pinchan, que hacen daño. Pero, a la vez, somos unos para otros. Por eso debemos encontrarnos. En el encuentro, el hombre sabe que las zonas íntimas de su cuerpo deben ser las más protegidas.

Muchas veces, vemos que se hace lo contrario: la gente va exhibiendo impúdicamente su cuerpo, como si no tuvieran intimidad, como si el vestido o el hogar no fueran custodios de los más valioso de nosotros mismos. No sólo las mujeres, los hombres también caemos en eso,  abusamos de la sensualidad y buscamos llamar la atención, conquistar, atraer. Los resortes del pudor se revientan y se cae en la desvergüenza.

Por ejemplo, esas parejas que ve uno en las calles o en los parques, entregadas al manoseo de los sentidos sin ningún recato, sin respeto a las otras personas. Han perdido esa finura del comportamiento que nos lleva a resguardarnos de la mirada ajena. Creen que es sinceridad y realmente es descaro.

Buscar en los otros el mejor tú

La palabra se ha hecho para ser vehículo de los pensamientos, de los sentimientos, de nuestro ser interior, para comunicarnos desde él con los demás. Pensemos en los millones de palabras que se gastan en conversaciones banales, en lugar de utilizarse para comunicarnos vivamente de persona a persona, y con las palabras hechas vida ayudar a construir la personalidad de los demás y la propia.

Muchos no hablan de cosas serias ni se plantean nada en serio: parece que todos sus esfuerzos se gastaran en ver, probar, moverse, gustar...  Hay que tener seriedad en el alma, sino se inutiliza la vida, se vive en dependencia del status, de los instintos, se desparrama, se desperdicia la vida, se va en aparecer y aparentar.

Hay que estructurar la vida de modo que saquemos de cada uno, de nosotros y de los otros el mejor tú que podamos. De lo contrario aumentará la muchedumbre de los solitarios de que hablaba Claudel, a pesar de estar rodeados de gente, televisión, cine, publicidad, bienes de consumo, caprichos, salud, viajes, etc.

Nuestras palabras y nuestra vida deben ser símbolos que signifiquen mucho para los otros, no meros signos de una presencia física o psicológica. La calidad del encuentro depende de esto.

La amistad no tiene precio

“Nadie da de lo que no tiene”, reza el adagio. Pero en la amistad hay, a veces, que dar de lo que no se tiene. Es decir, adquirir con esfuerzo y sacrificio y desarrollar en uno la capacidad de dar, haciendo actos de generosidad, dando nuestro tiempo, por ejemplo, con el que solemos ser avaros.

Como quien tiene que sacar agua y debe empezar por fabricar el pozo, cavar hondo hasta encontrar el líquido fresco que va a calmar la sed. Hay que buscar en los otros primero lo bueno, sus cualidades, y luego lo menos bueno, los defectos, tratando de comprenderlos, ayudándoles a luchar contra ellos.

La ecuación de la amistad auténtica es Todo=Todo. No importa que de un lado haya un vaso de agua y del otro el océano. Las personas valen por lo que son, no por lo que tienen o por lo que hacen. Nadie se hace persona de un día para otro.

Hay que madurar y esto exige esperar pacientemente, afrontar  audazmente, y querer ambiciosamente. Ser mejor cuesta más pero vale la pena. Y cuando trabajamos porque los demás mejoren, pensamos y colaboramos en la consecución del bien del amigo, estamos obteniendo nuestro propio bien.

 Los bienes más importantes de la vida no son de orden material ni tienen precio, aunque necesitemos de las cosas materiales para disfrutarlos: paz, amor, cultura, libertad, esperanza, fe. Eso ocurre con la amistad.  No se puede valorar por el dinero que se tiene en el banco o por el número de tarjetas de crédito que se poseen o por la capacidad de hacer invitaciones que se pagan con dinero.

La amistad se mide por la huella indeleble que plantamos en el corazón de nuestros amigos.“Sólo son dignos de amistad aquellos que albergan en sus almas razón para que se les ame” (Cicerón).

La amistad tiene incertidumbre y riesgo. Quien está seguro de todo en sus amigos, no tiene esperanza en nadie. El amor tiene que ser siempre más, exigir y dar más, comprender y tolerar muchos, esperar y, también, disculpar, olvidar, perdonar, comprender, sin cansarse y sin llevar una cuenta de agravios, amarguras o desencantos. Una amistad que va para atrás es simplemente un amor que se debilita. “No debemos aceptar como verdad que el amor sea alguna vez menos” (Tagore)

Vale la pena recordar que sólo aprendemos de aquellos a quienes amamos (Goethe). Si alguien se adelanta a amarnos más de lo que nosotros le queremos, nos lleva ventaja en generosidad y hay que tratar de alcanzarle.

El sentirnos queridos es lo que más impulsa a la persona a querer. Los amigos se convierten en un sola vida, en cuanto comparten lo más elevado y lo más sencillo: la amistad es un intercambio de bienes que lleva a trascendernos el uno al otro.

Es mucho más fácil decir algo sobre la amistad que vivirla, existirla en plenitud. Es algo maravillosamente difícil pero atractivo, estimulante. Un gran instrumento en la amistad es el silencio, pero un silencio activo y creador. Sirve para que las almas se palpen, sientan la corriente de vida que va de otra.

Todas las dimensiones de la amistad: sensible, espiritual, amorosa, desde la fe,  confluyen al mismo río y éste es siempre afluente del amor, de la entrega, de la donación, que es el precio de la libertad de la persona.

fuente

Pontificia Universidad Católica
De Puerto Rico