A propósito de la escuela laica

Diario de Navarra - Miguel Laspalas Pérez, presidente Concapa Navarra

 

Tras haber leído la respuesta de Don Jesús Maria Oses he llegado a la conclusión de que ha obviado todos los aspectos de mi carta salvo uno: mis ideas sobre la escuela laica. Me centraré, por tanto, en tal cuestión en mi contrarréplica.Lo primero que me gustaría decir es que tratar el ideal de la «escuela laica» de una manera abstracta, desligándolo de su historia y de su aplicación política, es una simplificación que no ayuda precisamente a resolver el problema de cómo conciliar la intervención del Estado en la enseñanza con el derecho de los ciudadanos y las Iglesias a enseñar sus convicciones religiosas.

 

Por ejemplo, negar u ocultar que el «laicismo» tiene tras de sí una larga historia de abusos y que ha servido como coartada para prohibir enseñanza religiosa es útil para defenderlo, pero supone ignorar una de las principales enseñanzas que la historia contemporánea nos ha dado: que el Estado, responsable en última instancia de la escuela laica, puede servirse de ella para imponer un determinado credo antirreligioso. Piénsese, por citar sólo el caso de nuestro país, en lo que para la izquierda española de la primera mitad del siglo XX y en la Constitución de 1931 significó la escuela laica. El peligro de recurrir a la imposición y de incurrir en la intolerancia no lo corren, pues, sólo quienes defienden un modelo de escuela fundada en convicciones religiosas y morales, sino también los defensores de la escuela laica.

 

Por eso me parece muy peligroso defender el laicismo sin reconocer que éste debe tener también unos límites, que vienen marcados por los mismos derechos humanos en los que dice fundarse. En efecto, uno de los grandes derechos humanos es la libertad de pensamiento y de expresión, y una de sus principales manifestaciones es la libertad de enseñanza. Se trata de dos derechos íntimamente conectados, pues resulta un contrasentido afirmar que en un país reinan la libertad de pensamiento y de expresión si la libertad de enseñanza, que no es otra cosa que la libertad para transmitir a otros seres humanos los propios valores y la propia visión del mundo, está cercenada. Tal cosa sucede cuando el Estado se arroga el derecho de imponer un único credo religioso o moral, pero también cuando -en nombre de la neutralidad ideológica- impide que las convicciones personales de los ciudadanos tengan un lugar destacado en la enseñanza. El laicismo puede caer -y de hecho ha incurrido con frecuencia- en esta contradicción.

 

Por otra parte, el relativo consenso que, en España y otros muchos países europeos, con la significativa excepción de Francia, parece haberse alcanzado sobre las libertades educativas tras la Segunda Guerra Mundial, me parece más un pacto entre fuerzas políticas, que el fruto de la reflexión filosófica seria. Por ejemplo, no se entiende muy bien por qué, si el fundamento de la libertad de enseñanza es la libertad de pensamiento y expresión de los ciudadanos, éstos han de renunciar a ella en la escuela pública, pero no en la privada. Ni la «neutralidad» -mucho más presunta que real- de tal escuela, ni su función de garantizar la cohesión social y política, ni el hecho de que esté financiada con el dinero de todos los ciudadanos, me parecen motivos suficientes para privar a los ciudadanos de su derecho a recibir y promover una enseñanza acorde con sus convicciones. Dado que no dispongo de espacio para explicar el fundamento de tales afirmaciones, dejo este tema para otra ocasión o para una posible contrarréplica.

 

Hablar de la escuela laica de manera abstracta es también improcedente porque no permite abordar los problemas reales que se plantean en la enseñanza cuando se intenta aplicar tal modelo educativo. Por ejemplo, supongamos que un gobierno desea regular el contenido de la educación sexual. Dado que las convicciones en dicha materia tienen un carácter privado, ¿es democrático que imponga un temario a todos los padres y a todas las escuelas? ; ¿debe imponérselo sólo a los padres que optan por las escuelas públicas? ; o ¿debe dejar que también éstos decidan qué desean que se les enseñe a sus hijos? Algo parecido sucede con la enseñanza de una ética laica basada en los Derechos Humanos. Debería partirse de los convenios y declaraciones internacionales al respecto, pero resulta evidente que éstos admiten diversas interpretaciones. ¿Sería el Estado quien debería fijar cuál es la correcta?, o ¿se podrían enseñar diversas visiones de su contenido y de sus consecuencias para la acción moral?

 

Tampoco tiene mucho sentido hablar de la escuela laica como si sólo existiera un modelo de laicidad. De hecho, la expresión «laicidad» es en sí misma francesa y Francia constituye una excepción dentro de la Europa occidental. La mayor parte de los países europeos no han adoptado el modelo de la escuela laica, sino que más bien han optado por el modelo de la escuela aconfesional; es decir, en lugar de suprimir la enseñanza religiosa de las escuelas, la amparan siempre que padres y alumnos opten por ella de manera libre. Tal medida se aplicó antes en países como el Reino Unido, Alemania u Holanda, donde existía desde antiguo un cierto pluralismo religioso, y no constituye un privilegio de la Iglesia católica, sino un derecho reconocido a todas las confesiones. Por otra parte, me parece que el modelo de escuela aconfesional es el más respetuoso con las creencias religiosas y morales, y el más adecuado para afrontar el reto de la sociedad multicultural que está en trance de constituirse en nuestro país.

 

Dejo para el final la cuestión que me parece fundamental: la relativa al concepto de laicismo que defiende mi interlocutor. A juzgar por las ideas que defiende, creo que profesa un laicismo de inspiración francesa, que es el más habitual en nuestro país. En efecto, cuando Jules Ferry implantó el laicismo en el país vecino lo hizo invocando la necesidad de crear un código moral común que permitiese superar la división religiosa. A partir del presupuesto de la separación entre fe y razón -que, como buen hugonote, consideraba incompatibles entre sí-, e inspirándose en el positivismo comtiano, afirmó la necesidad de crear una nueva moral -sin principios a priori, fueran éstos religiosos o metafísicos-, basada en el consenso social, que se constituirá inevitablemente, una vez desterrados los caducos prejuicios teológicos y filosóficos, en virtud de la acción conjunta de la razón científica y el sentimiento social natural en el hombre.

 

Sin embargo, la evolución posterior de la civilización occidental ha seguido en gran medida una dirección opuesta a la prevista y deseada por Ferry y el racionalismo. Sin duda ha tenido lugar una convergencia real de las diversas ideologías políticas, pero en el ámbito de la ética lo que se ha producido es un incesante proceso de divergencia. El consenso moral se ha reducido en Francia -al igual que en el resto de las sociedades occidentales- a una ética de mínimos, que se caracteriza además por una acusada tendencia a recluirse en el estrecho marco de lo legal y lo estrictamente político. Puede que a mi interlocutor esta situación le parezca benéfica, pero en mi opinión lo único que así se logra es empobrecer la educación. En lugar de desarrollar en las personas amplias y sólidas convicciones, sean estas morales o religiosas, lo que hemos conseguido es formar multitud de hombres escépticos, en opinión de los cuales la ciencia apenas demuestra nada y las normas morales se reducen a las vagas enunciaciones de los derechos humanos. Es posible que muchos ciudadanos piensen que ese debe ser el fin de una educación «democrática», pero yo me resisto a creer que la fidelidad a un credo moral o religioso concreto sea incompatible con una actitud de tolerancia.