Autor: P. Luis Montes,
I.V.E.
Fuente: www.ivemo.org
¿Es la conversión una infidelidad?
Antes de responder, uno debe detenerse y preguntarse que es la fe en sí misma
Israel Zoller (Eugenio Zolli) fue Gran Rabino de Roma durante los difíciles
años de la Segunda Guerra Mundial. Su conversión al catolicismo provocó una
dura reacción de la comunidad judía romana, donde es considerado un apóstata.
Respondiendo a esta acusación escribió un libro titulado "Before the Dawn"
(Antes del Alba) impreso en los Estados Unidos (¡no consiguió editor en
Italia!). Presentamos el capítulo 11 titulado "¿Es la conversión una
infidelidad?" al que consideramos una verdadera "página inolvidable".
Algunos opinan que estos ejemplos entorpecen el diálogo interreligioso (de
hecho a Eugenio Zolli lo llaman en la comunidad judía de Roma "el
Innominado"), pero creemos que no es así. Puede ser un obstáculo para el
diálogo superficial pero no para el verdadero diálogo, que se basa en la
verdad y en la caridad. Dejemos que las palabras de este Gran Rabino hablen
por sí mismas…
Eugenio Zolli
Mi pensamiento corre hac ia la Carta de San Pablo a los Romanos y a sus
inolvidables palabras: "digo la verdad en Cristo, no miento, - mi conciencia
me lo atestigua en el Espíritu Santo -, siento una gran tristeza y un dolor
incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de
Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas" (Rom
9, 1-4). Así es como comenta Eric Peterson la última frase de este pasaje: "La
exaltación conmovedora está en su ápice, un intenso dolor busca una expresión
suprema. Pablo deseaba el anatema sobre sí, por amor a sus hermanos, de linaje
israelí. Él nunca se cansaba de llamarlos con nuevos nombres. Sentimos cuán
unido estaba Pablo con su pueblo en toda su existencia: moral, física y
religiosamente. Para San Pablo, las relaciones entre la Sinagoga y la Iglesia
eran un problema de existencia".
La nota dominante en la psicología del Apóstol es su inmenso amor que nunca
vacila, aún de frente a las más extremas consecuencias. La luz d eslumbrante
en el camino a Damasco enciende el fuego que quema el alma de Saulo y la
consume. Él, Saulo, está muerto. Cuando se levanta, es crucificado para el
mundo y el mundo es crucificado para él; desde ahora su alma, su vida, es
Jesucristo. Saulo se convierte en Pablo, e incluso Pablo ya no vive, Cristo
vive en él. Su amor vehemente, vivido por él hasta sus más completas
consecuencias, no retrocede ante ningún sacrificio, no importa lo grande que
sea. Él desea ser liberado incluso del frágil cuerpo que envuelve la llama
sagrada dentro suyo, porque es un cuerpo de muerte. Aquí está, listo para
renunciar a su vínculo con Cristo por la salvación de Israel, el Israel de
Dios. ¡Israel debe elevarse! Israel que ha visto una cruz erigida debe
reconocer, amar y adorar esta cruz, la Cruz de Cristo.
¡Qué heroica, me atrevería a decir qué trágica, es la psicología de los
santos! San Francisco Javier hubiera aceptado la condenación eterna, si con
eso hubiese incrementado la glori a de Dios; y San Pablo está queriendo ser
separado de Cristo por Cristo. El Apóstol tenía un ilimitado amor de libertad,
y ¿puede alguno ser libre a menos que sea siervo y seguidor de Cristo?
Los doctores de la Ley acostumbran decir: la libertad está grabada en las
tablas de la Ley. Nadie es libre sino el hombre que estudia la Ley. La
justicia, que es justificación, es la Ley. Y Pablo quería ver florecer la ley
del amor en vez del amor por la Ley. La Ley en oposición a la "fe que trabaja
por la caridad" es como la esclava Agar; el Sinaí, un monte en Arabia, tiene
gran parecido con la actual Jerusalén, una esclava con sus hijos. Pero la
Jerusalén de arriba, que es libre, es nuestra madre. Una madre ama y es amada.
Cristo no murió en vano. La Jerusalén de arriba, la Iglesia, el Cristo-Amor.
Cuando amamos, vivimos en Cristo. El Espíritu procede una y otra vez del amor.
La Ley sin amor es estéril, y engendra esclavos. El que obedece al amor sigue
un impulso amante que es creativo, confiere alegría y bendiciones. El amor de
Dios y de Cristo es la suprema ley. El amor es ley para sí mismo. El amor es
vivo, siempre más vigoroso, dotado con un poder moral ilimitado, siempre
renovado y fortalecido.
La Ley, a menudo actúa desde lo exterior hacia el centro; el amor empieza
desde el centro. La Ley enseña; marca el camino. Cristo-Amor es el Camino, la
Vida, la Luz. Un hombre puede ser desviado del camino de la Ley, si la caridad
no le da vida. Pero no hay desviación de la ley del Amor, si éste se mantiene
ardiente y verdadero. Uno puede obedecer la Ley y mantenerse correcto, pero
frío en su alma. El amor, en la medida en que es verdadero, es luz y calor; la
oscuridad y el frío no pueden entrar donde arde el Amor.
La Ley, manejada inteligentemente, puede condenar y enviar a un inocente a la
muerte. La Ley requiere luz y amor para llevar a cabo su misión. Con sólo lo
exterior de la Ley, un santo puede ser condenado a muerte; uno de esos santo s
nacidos del amor, crecidos en el amor, que muere por amor.
Cuando el amor es puesto en el centro, se convierte en ley, santa y
gloriosamente operativa; por lo tanto San Pablo está listo, por amor, a
aceptar todos los sacrificios, si de ese modo puede dar a Israel, el pueblo de
la Ley, la más grande ley del Amor. Y cada cristiano, cada hermano de
Jesucristo, debe sembrar amor en el alma de Israel, Israel herido y sangrante.
Solamente el que siembra caridad produce que la fe que trabaja por la caridad
germine, y Dios es caridad.
¿Es la conversión una infidelidad, una infidelidad hacia la fe profesada
previamente? Responder rápidamente si o no, no sería justo; el celo excesivo
es claramente dañino. Antes de responder, uno debe detenerse y preguntarse que
es la fe en sí misma. La fe es una adhesión, no a una tradición, a una familia
o tribu, o incluso nación, es una adhesión de nuestra vida y nuestras obras a
la Voluntad de Dios como nos es mostrada a cada uno e n la intimidad de la
conciencia. ¿Fue Pablo infiel? ¡Cuantos judíos cristianos había metido en
prisión! Cuán despiadado había sido contra sus hermanos, que solo eran
culpables de haber aceptado el mensaje de Cristo.
Pero el Espíritu de Dios sopla donde quiere y como quiere. Un día, llegó el
rumor, a Trieste, donde yo era el Gran Rabino, que uno de los más diligentes y
celosos consejeros de la comunidad, el Profesor David Guido Nacamuli, que más
tarde murió en América, se había hecho cristiano, católico. Después de unos
pocos días él mismo me informó en una carta en la que daba gracias a Dios por
la amistad que nos unía, y me preguntaba si yo estaba dispuesto a continuarla.
Le di una respuesta afirmativa por teléfono. Media hora después vino a verme;
hablamos una hora de diversos asuntos sin tocar el tema en la conversación. Si
me hubiese preguntado mi opinión, le hubiera replicado que para un hombre
inteligente y ferviente hebreo, como él había sido (era además un ardiente
sionista), la conversión significa obediencia a la voz de la conciencia.
Los judíos que se convierten hoy día, como en época de San Pablo, tienen
mucho, o incluso todo que perder en cuanto a su vida terrena, y tienen mucho,
si no todo, que ganar en la vida de la gracia. Los tiempos en que un obispo, o
un patricio, o un príncipe tomaban a un convertido bajo su manto, han pasado.
Hace unos pocos años, me encontré aquí en Roma, en los escalones de la Piazza
della Pilotta, con un joven hebreo. Él y su familia –esposa e hijos- se habían
convertido al cristianismo varios años antes de la persecución racial. "Somos
felices", me dijo, "pero no logro encontrar trabajo. El pan y la sopa que me
dan cada día en un convento no son suficientes. ¡Somos muchos en mi familia!".
Le pregunté: "¿Qué tipo de trabajo está buscando?". Me respondió: "Me gustaría
ser limpiabotas y portero en un hotel, incluso uno de segunda clase". ¿Fue la
ambición el motivo de la conversión de este hombre? La r espuesta es clara.
Aproximadamente diez días después me lo volví a encontrar. "¿Cómo va todo?",
le pregunté. "Muy bien, realmente", respondió. "Encontré el trabajo que
quería".
A veces se acusa que "los convertidos buscan liberarse del yugo de la Ley,
esto es de las ‘obras’". ¿Es que el cristianismo ofrece un camino fácil a
través de la fe sin las obras? Hay diferentes tipos de obras; pero hay una
muchas "obras", y la enseñanza cristiana propone una fuerte llamada a las
obras.
Jesús dijo: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt. 7, 21). "Pues
todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi
hermana y mi madre" (Mt. 12, 50).
"¿Qué aprovecha hermanos, si un hombre dice que tiene fe, pero no tiene
obras?", dice Santiago (2, 14). "La fe sin obras está realmente muerta" (2,
17). "Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por l a fe
solamente" (2, 24). "Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con
oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la
Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un
espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que
considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no
como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será
feliz" (1, 22-25).
¿Es que el convertido avanza en la jerarquía de la vida social? El gran
prisionero por el Señor, San Pablo, dice: "Nada hagáis por rivalidad, ni por
vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como
superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los
demás". "Mas ahora, desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad,
maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca… soportándoos unos a
otros y perdonándoos mutuamente… Como el Señor os perdonó, perdonaos también
vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de
la perfección… Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos… Hijos, obedeced en
todo a vuestros padres… Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este
mundo".
Uno aprende como ser libre en Dios aun cuando sea un esclavo. Onésimo, el
esclavo fugitivo, robó a su amo, un cristiano rico de Colosas, amigo de San
Pablo. El esclavo, convertido por San Pablo en Roma, retornó libremente a su
puesto de servidumbre, portando con él un invalorable tesoro: una corta carta
de San Pablo. En ella el Apóstol dice: "Por lo cual, aunque tengo en Cristo
bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en
nombre de la caridad, yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de
Cristo Jesús. Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas,
Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora muy útil para ti y para
mí. Te lo devuelvo, a éste, mi prop io corazón" (Flm 8-12). San Pablo quería
que el beneficio de la liberación de Onésimo por parte de Filemón no fuera
forzada sino voluntaria; quería que el amo recibiese al esclavo como un hijo
muy querido. El que libera y el liberado deben obedecer –y es dura obediencia
para Onésimo- la voz de Cristo de quien todos somos siervos, en el cual todos
somos liberados y elevados a través de la humildad.
¿Qué se le pide a un cristiano? No algo fácil. Oigamos a San Pablo nuevamente:
"Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis… Tened un mismo sentir los unos
para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo
humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie
mal por mal…Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará
vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús". Como él decía,
así vivía, y en nombre de lo que decía y vivía, murió derramando su sangre:
él, Pablo, el judío convertido.
Inconsci entemente, bastante inconscientemente, fui comenzando a encontrar en
el cristianismo una primavera del espíritu, llena de la espera de nueva vida
hecha eterna; el cristianismo representó para mí el objeto de un anhelo de
amor que templaría el invierno de mi alma, una incomparable belleza que
colmaría mi deseo de belleza. Mi libro "El Nazareno" fue una glorificación del
cristianismo, que se había hecho oír como un cántico en mi alma. En palabras
del Cantar de los Cantares: "ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias
y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha
llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra".
La lenta preparación para un re-nacimiento espiritual es como la preparación
que acontece en la naturaleza: todo se cumple en silencio, y no aparecen
signos del maravilloso evento que viene. De golpe –así parece- la tierra se
cubre de verde y los árboles se visten de flores rojas y blancas. Como copos
de nieve, los péta los flotan en el aire, y tenemos la promesa de los frutos.
Un gran proceso biológico ha llegado a su plenitud, y un nuevo ciclo de vida
toma realidad concreta. La agonía que vimos es sólo aparente; significó la
transformación de la vida vivida en nueva vida, en vida a ser vivida.
Lo que pareció morir en mí dejó en mi alma los gérmenes de una nueva vida, la
vida de Jesucristo. Lo que pareció apartarse de mí fue dejando un inefable
deseo de renovación. Nuevas fuerzas fueron despertadas; nada podía ser
percibido; pero en las profundidades de mi alma sentí la tristeza de quien
está solo en el camino.