Entrevista a Monseñor Massimo Camisasca

Superior General de la Fraternidad Sacerdotal

de los Misioneros de San Carlos Borromeo

 

Monseñor Camisasca, Ud. es Superior General de una Fraternidad de sacerdotes misioneros. Como tal, vive en Roma. Por lo tanto no en un lugar así llamado “misional”. ¿Qué significa entonces para Ud. ser misionero?

La misión no está nunca definida por el lugar en que se vive; no se es misioneros sólo si se va a África o a China. Se puede ser misionero permaneciendo en Roma o en Bolonia. Lejos de ser definida por una distancia geográfica, la misión cristiana es, en definitiva, una posición de nuestro ser.

Mi misión hoy me lleva ante todo a la relación con los sacerdotes que Dios me ha confiado: a sentir su vida como parte de la mía. Deseo encontrarlos, escucharlos, hablar con ellos, dedicar mi tiempo y mis energías a ellos, buscar expresar toda mi experiencia de sesenta años de vida, y en particular la experiencia de estos treinta años de mi madurez, como indicación del camino, como ayuda a su camino. Mi misión es también escuchar a las personas que vienen a encontrarme, expresándome sus preguntas, sus dramas, a veces también sus tragedias. Me viene a la mente, a propósito, la expresión con la que Jesús define su misión, una expresión que quisiera que todos sintiésemos en su concretez: «yo he venido para los enfermos».

¿Qué ha permitido que yo en estos treinta años viajase tanto, sintiese la necesidad de escribir, de llamar por teléfono, de asumir el peso de las casas (así se llaman las “misiones” en el mundo de la Fraternidad San Carlos, ndr) que poco a poco nacían? Todo esto no ha dependido de algún don particular que tengo. La misión utiliza nuestros talentos, pero no nace de los dones que tenemos.

 

¿De qué nace la misión?

Mi misión hacia los hombres la hace posible la acogida de la misión que Dios realiza en mí. Mi ir hacia los hombres (que indudablemente ha sido un ir incluso físico hacia sus personas, sus experiencias y expectativas) ha sido hecho posible por el venir de Dios hacia mí; ha sido una continuación del camino que Dios ha hecho hacia mí, en la medida en que es posible al hombre continuar el paso de Dios. Por lo tanto no hay en la historia evento más iluminador que la Anunciación. En ese preciso momento del tiempo Dios ha caminado desde su mundo infinito y sin confines hacia la pequeña habitación de Nazaret y desde entonces no ha dejado de caminar hacia y a través de los hombres. No es una casualidad que María después del anuncio del ángel sintió la urgencia de ir a buscar a Isabel. El moverse de Dios hacia nosotros, cuando es acogido en modo auténtico, genera la exigencia de ir hacia los hombres, para llevar la iniciativa que nos ha alcanzado y abrir las vías que llevan a Dios. No puede haber otro fundamento de la misión en el cristianismo y en la Iglesia. Toda otra visión de la misión destruye sus razones y la hace degenerar en acción social, en activismo o en protagonismo humano.

La parte final del evangelio de Juan insiste sobre este tema de la habitación de Dios: «vendré a vosotros». Jesús estaba en ese momento realizando el último paso de su descenso hacia nosotros, que era también el primer paso de su ascensión: la muerte en Cruz. Dios desciende hacia nosotros para poder, a través y con nosotros, ir hacia los hombres.

 

¿Cuáles son los momentos qué describen mejor en su opinión el encuentro entre el movimiento de Dios que nos alcanza y el nuestro movimiento hacia los hombres?

El primer punto de encuentro entre el movimiento de Dios hacia el hombre y el del hombre que se hace misionero y apóstol es la escucha de Dios. Esta es la posición fundamental que aprendemos de María. La escucha de Dios contiene una dimensión de pasividad, que no es otra cosa sino la disponibilidad a dejarse conducir. Pero la escucha es también actividad: todo mi ser se moviliza para acoger a quien viene. Si releemos el capítulo del Evangelio de San Lucas que narra la Anunciación, encontraremos todas estas indicaciones. El primer momento de la misión hacia los hombres es la escucha del otro, pero ésta es posible en la medida en que escucho y acojo a Dios. Escuchar a Dios no es una pura pasividad ni una evasión espiritual. No significa encerrarse en el propio cuarto en silencio para escuchar lo que Dios quiere decirme. Ese es sólo un momento de la escucha.

La escucha es mucho más: es una posición permanente de la vida, es petición de la manifestación de Dios dentro de lo que ocurre. La petición «Ven, Señor Jesús» con la que se cierra toda la revelación es la petición reveladora de toda la posición de nuestro ser, en la que se encierra el significado de todo nuestro ministerio. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús». Sin la petición de su venida dentro y a través de las cosas que hago, no hay posición verdadera del corazón. El impulso original de la misión es la petición de la manifestación de Cristo dentro de lo que vivo. Así la escucha de Dios excava dentro de mí un espacio que hace posible la escucha del hombre. No se trata de una fórmula, sino de una cosa muy concreta: escuchar verdaderamente a los hombres no es fácil, a veces es incluso pesado y requiere tantas energías, sobre todo cuando significa hacerse cargo de aquello que ellos piden. Escuchar no significa simplemente oír con las orejas, sino entrar en un proceso que lentamente te excava. Es solamente en el espacio de la escucha de Dios que se puede comenzar a aprender cómo escuchar a los hombres. Escuchar a Dios significa también ponerse en la longitud de onda de la más grande cercanía y de la más grande lejanía.

Tratemos de ensimismarnos un poco más en la experiencia de María. Ciertamente para ella, acostumbrada a la escuela de la Escritura, a la meditación y al rumiar continuamente el Antiguo Testamento, la escucha era una posición normal, cotidiana. Un día llega el ángel del Señor y le dice: “serás la madre del esperado, del Mesías, a quien le pondrás por nombre Jesús porque él es el salvador”. Ella entonces responde: “¿cómo es posible? Yo y José hemos decidido de no tener relaciones, de ser ese punto nuevo de todo Israel que es la virginidad”. “No importa”, responde el ángel. Luego pasan los meses y ella siente crecer dentro de sí a este niño, poco a poco, como cualquier madre. Entre tanto la gente comienza a reírse de ella, a verla como una “santita” profanada, mientras en ella crece la preocupación de qué cosa decir a José, a su mamá, a papá, a las amigas. ¡¿Comprendéis ahora cuánto tenía de físico para esta mujer la alteridad de Dios?! María ha sido la discípula del Altísimo, ha percibido en su sangre que para llegar a ser familiares con Dios es necesario pasar a través de la soledad de la extrema distancia.

 

¿El segundo momento?

No basta escuchar a Dios, es necesario entrar en su acción. Si leemos los Evangelios notamos que Jesús repite continuamente la palabra “hacer”. No se trata de la exaltación del activismo, sino de la evidencia de que al hombre no le basta escuchar a Dios: es necesario dejarse involucrar en su acción. “No quien dice Señor, sino quien hace la voluntad de mi Padre”. El “hacer” de Cristo indica la entrada de todo su ser en la persona del Padre.

Este movimiento de Cristo nos alcanza hoy a través de la lógica sacramental de la existencia, que no es otra cosa que la entrada de todo nuestro ser en la persona del Padre. ¿Cómo es posible este renacimiento? Gracias a los sacramentos y en particular al bautismo. El bautismo nos permite entrar en la acción del Padre estando todavía en la tierra, haciendo todavía las cosas de todos. La Eucaristía cumple el bautismo día a día. La Eucaristía es el bautismo cotidiano, porque realiza cada día la obra del bautismo. Pienso a lo que sucede a la uva: no todas las uvas de la tierra se convierten en sangre de Cristo, como no todas las espigas de grano se convierten en cuerpo de Cristo. Es escogida sólo una cantidad infinitesimal respecto al total. Sin embargo a través de esas uvas y de esas espigas, toda la creación entra a formar parte de la realidad del Padre, es decir es santificada. Esta es la cosa fundamental que quiero subrayar: no debemos nunca percibir una distancia entre las cosas y los sacramentos, entre los hechos y los sacramentos, entre las presencias en la vida y los sacramentos. Abrirnos a la acción de Dios representa la condición para descubrir la acción de Dios en los demás, para ser el medio de la acción de Dios en los demás. A través de la Eucaristía Dios nos hace partícipes de toda su creación renovada y así nos hace trabajar en un modo diverso, pensar en un modo diverso, leer las cosas en un modo diverso. Asimismo, a través de la provocación de las cosas, de los acontecimientos, de las personas, Dios nos hace entrar más profundamente en el misterio de su cuerpo.

La tercera vía que quiero indicar es análoga a la segunda. Para hablar a los demás debemos recibir de Dios su enseñanza sobre la vida. No podemos hablar, enseñar y anunciar a Cristo a los demás si no somos iluminados por Dios. Este es el sentido de la meditación de la Sagrada Escritura. A través de la Sagrada Escritura nosotros recibimos la vida misma de Cristo. La Sagrada Escritura no es simplemente un texto. Es un texto que nace como testimonio vivo de la comunidad que lo ha originado. Por lo tanto para entrar en este texto es necesario escuchar al Espíritu que habla a través de la Iglesia. Hay una continuidad, una circularidad, entre la Sagrada Escritura y aquello que yo vivo en la comunidad: sin la participación en la vida viva de la Iglesia no es posible comprender la Escritura. Asimismo sin la meditación continua de la Escritura la vida se vuelve plana, pierde su inteligencia, permanece inanimada.

 

Finalmente el cuarto momento…

El Espíritu quiere crear una cosa nueva a través de nuestra misión. Lo dice con mucha claridad Dios a Isaías: «estoy creando una cosa nueva, ¿no os dais cuenta?». Él es siempre nuevo. Hace continuamente nuevo todo lo que toca porque Él es nuevo. Su novedad consiste en el hecho de que es permanentemente presente; no es nunca ni plenamente pasado ni planamente futuro. Esto significa que no es posible ser misioneros si no se está dispuestos a ser llevados siempre hacia nuevos horizontes, hacia nuevas creaciones. Es necesario que nuestra disponibilidad no sea sólo un sueño romántico, como cuando el primer día de seminario pensamos “yo iré a África o a Asia...”. El sueño romántico no debe dejar su lugar al escepticismo desértico, sino a una disponibilidad real, es decir valiente, confiada, que se apoya en la fidelidad de Dios.

Dios es un misterio porque es siempre nuevo. Todo esto exige un movimiento continuo de nuestro espíritu, porque Dios está siempre delante de nosotros y no permite que nos cerremos dentro de la experiencia del pasado, como hizo la Magdalena, que quería que Jesús después de la resurrección fuese el que ella había conocido antes. Jesús, en efecto le responde: “yo tengo que ir al Padre, ya no soy el de antes. No puedes encerrarme en las categorías con las que me has conocido. No quiero decirte que aquello que has conocido de mí no es verdadero, sólo que ahora es una cosa nueva. Debes abrirte a una consideración nueva sobre mí”.

Esta invitación de Jesús exige de nosotros un elasticidad del espíritu, una simplicidad, una pobreza, aquello que Jesús llama “ser niños”, sin lo cual no se entra al Reino de Dios. El niño, en efecto, está todo en el presente y si le propones una cosa nueva que lo atrae está todo en aquel nuevo presente. Se trata de la disponibilidad a seguir lo que no se puede aferrar. El verbo latino comprehendo puede ser traducido también con “aferrar”. Por eso la famosa frase de San Agustín: «Si comprehendis, non est Deus»  puede ser entendida como: “si crees que lo has aferrado entonces no es a Dios a quien abrazas”. Quien ha aceptado ser encerrado en el vientre de una mujer no acepta ser encerrado dentro de nuestros límites conceptuales.