El matrimonio y la familia en la Iglesia y en la sociedad


Juan Ignacio Bañares
 



 

 

Cfr. Jorge Miras y Juan Ignacio Bañares, Matrimonio y Familia, Rialp, Madrid 2006, pp. 168-191

Sumario

I. La familia en la misión de la Iglesia: 1. Vocación cristiana y misión apostólica.- 2. Misión de la familia en la misión de la Iglesia: a) La familia, Iglesia doméstica; b) Eficacia evangelizadora de la vida conyugal y familiar; c) Las dificultades en la vida conyugal y familiar; d) Dificultades conyugales y mentalidad divorcista; e) El realismo cristiano y la "lógica de la cruz".- 3. Educación cristiana de los hijos, en la misión de la Iglesia. II. La familia, sociedad originaria: 4. La familia, base social de la "civilización del amor": a) El hombre es un ser social por naturaleza; b) El cuarto mandamiento y la vida social.- 5. La familia, patrimonio y bien común de la humanidad.- 6. Función y responsabilidad social de la familia: a) La interacción entre familia y sociedad; b) La familia, primer defensor y testigo de la familia.

1. Vocación cristiana y misión apostólica

La vocación cristiana no solo llama a cada uno a la santidad personal, sino también, inseparablemente, a contribuir a la misión de la Iglesia, es decir, al apostolado. La Iglesia ha recibido del Señor «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios» [1]; pero el apostolado no es misión exclusiva de los sagrados pastores, sino de todos los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia [2]. El mandato de Jesús —«Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» [3]— se dirige a los Apóstoles y a sus sucesores, y con ellos a todos los fieles en comunión con los sucesores de Pedro y de los demás Apóstoles.

Por tanto, todos los miembros del Pueblo santo de Dios participan con una común responsabilidad en la misión eclesial [4]. Y del mismo modo que la vocación a la santidad en la Iglesia es, a un tiempo, comunitaria y personalísima (Lección 13.1.a), la llamada al apostolado es también vocación propia y personal de todos los fieles, que se concreta de maneras variadas según la condición de cada uno [5].

El decreto del Concilio Vaticano II sobre el apostolado de los laicos subraya, por eso, que «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» [6]. La llamada al apostolado posee, pues, igual aspiración de totalidad y análogas exigencias de coherencia y autenticidad que la personal vocación a la santidad de cada cristiano (Lección 13.1.b). Tanto es así que puede decirse, extrayendo la consecuencia de esta enseñanza conciliar, que una vida cristiana que no es apostólica queda «desnaturalizada»; o, en sentido positivo, que la expresión «natural» de la vida cristiana en relación con los demás es el apostolado.

En efecto, los cristianos, por haber recibido la luz de la fe y la gracia del bautismo, sin mérito de su parte, gozan de la acción santificadora del Espíritu Santo que actúa en ellos, directamente y a través de la palabra de Dios y los sacramentos que se administran en la Iglesia. Así, como miembros vivos de Cristo, han sido hechos, «objetivamente», luz del mundo y sal de la tierra.

Esto significa que todo cristiano, si permite que la vida divina que ha recibido se despliegue en su existencia, secundando la gracia de Dios, es verdaderamente sal y luz. De ahí la advertencia, amable y exigente a la vez, de Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? No vale sino para tirada fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de una vasija, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» [7].

Del mismo modo que la vocación a la santidad (Lección 13.2), la vocación apostólica de los esposos cristianos se específica por el sacramento del matrimonio y, en cuanto misión propia del matrimonio y la familia, se desarrolla precisamente a través de la vida matrimonial y familiar (Lección 13.3): de manera particular (aunque no exclusiva: Lección 15.3), impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos [8]. Se trata de una dimensión propia de la fecundidad sobrenatural del matrimonio cristiano [9], que produce frutos abundantes para la Iglesia y para el mundo: «las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la iglesia como comunión y para su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida, así como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales» [10].

2. Misión de la familia en la misión de la Iglesia

a) La familia, Iglesia doméstica

La comunión de los esposos constituye el fundamento de la comunión de personas que es la familia (Lección 1.2.a), radicada en los vínculos de la sangre, que van enriqueciéndose a medida que el amor que anima las relaciones familiares hace nacer y madurar vínculos espirituales aún más fuertes y profundos. Pero, además, «la familia cristiana está llamada a hacer la experiencia de una nueva y original comunión que confirma y perfecciona la natural y humana»: la que se da en la Iglesia en virtud de la gracia de Cristo, que une a todos en Él como hermanos, hijos del mismo Padre. La raíz viva y el alimento inagotable de esta comunión sobrenatural, que da lugar a la unidad de la santa Iglesia de Dios, es el Espíritu Santo, que se derrama sobre los fieles a través de los sacramentos. Por eso la familia, en virtud del sacramento del matrimonio, constituye «una revelación y actuación específica de la comunión eclesial» y, también por ese motivo, puede llamarse «Iglesia doméstica» [11].

Benedicto XVI ha explicado esta dimensión eclesial de la familia cristiana, recordando que la verdadera paternidad y maternidad no se reducen a la función biológica de traer al mundo a un nuevo ser humano: «la vida solo se da enteramente cuando, junto con el nacimiento, se dan también el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida (...) Sin embargo, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para decir a alguien: 'tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro', hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta aUtoridad es otorgada a la familia más amplia que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el 'sí' del Creador. Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias, pequeñas Iglesias domésticas» [12].

b) Eficacia evangelizadora de la vida conyugal y familiar

La familia cristiana, fundada sobre el sacramento del matrimonio, «constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» [13].

En el matrimonio cristiano, el amor y todas sus obras propias quedan elevados al orden de la caridad, que asume, purifica y perfecciona el amor meramente humano [14]; y la misma vida familiar se convierte en ámbito de desarrollo de la vocación a la santidad y al apostolado con la que están llamados, en la Iglesia, todos los miembros de la familia [15]. Por eso, cuando la familia cristiana acoge y cultiva con generosidad el don recibido (Lección 13.3.a), la comunión de personas que se construye en su seno edifica verdaderamente la Iglesia [16], y se hace capaz de reflejar -como la misma comunión eclesial- la potencia redentora del amor de Dios, más poderoso que las limitaciones humanas.

Esto no supone, desde luego, que la vida conyugal y familiar de los cristianos deba convertirse en algo distinto, en una realidad ceremonial o sacra, alejada del mundo e irreconocible para el resto de los hombres y familias (de poco serviría la sal escondida en una alacena, separada de los alimentos; o la luz invisible bajo una vasija). Ni tampoco que la fuerza evangelizadora de la familia cristiana se dé solo o principalmente a través de las actividades religiosas o caritativas (aunque son muy importantes y necesarias) que pudieran llevar a cabo sus miembros.

Por el contrario, la conciencia de la vocación cristiana y la gracia del sacramento del matrimonio llevan precisamente a vivir la naturalidad cotidiana del amor conyugal y familiar con

todo su sentido humano (Lección 13.3.b) [17], porque «la condición sobrenatural del matrimonio cristiano —lejos de separar a los esposos cristianos de los afanes e ilusiones de los demás matrimonios y familias— los acerca e inserta entre ellos todavía más: en efecto, sólo viviendo con fidelidad la vocación matrimonial cristiana es posible llevar a plenitud las exigencias de 'humanidad' inscritas en el matrimonio como realidad humano-creacional. Esta es una de las razones por las que los esposos cristianos han de sentirse urgidos para responder con fidelidad a los compromisos de su matrimonio. De esta manera los demás —tanto los no cristianos como los cristianos que tal vez se encuentren "en dificultad"— se sentirán movidos a imitar su modo de proceder. Verán hechos vida los anhelos de verdad y bien que sienten en su interior, y también que es realizable el modelo de matrimonio que los esposos verdaderamente cristianos proponen» [18].

De ahí la convicción de la Iglesia de que «en nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, Ecclesia domestica» [19].

c) Las dificultades en la vida conyugal y familiar

«Aunque rico en bienes y promesas, el matrimonio cristiano es una realidad exigente. Requiere sobre todo fidelidad en el amor, generosidad y abnegación» [20]. Como bien saben por experiencia los esposos cristianos, el amor conyugal no alcanza la plenitud a la que está llamado sin lucha y esfuerzo personales (Lecciones 1.2.b; 7.3.b), sin rectificación y perdón, sin conversión constante [21]. Por eso, un sano realismo cristiano debe llevarles, desde el principio, a contar con que, ciertamente, será necesario —como sucede, por lo demás, en todos los órdenes— superar dificultades, a veces duras, a lo largo de su vida [22].

Pero la existencia de dificultades no es, en sí misma, algo malo: significa un reto y una exigencia y, por tanto, da lugar a que cada uno ponga en juego lo mejor de sí mismo, como persona y como hijo de Dios. Toda persona tiene la experiencia de que las dificultades que —junto a los momentos dichosos y a tantas cosas buenas— han formado parte de su vida le han puesto en el trance de tomar decisiones, de enfrentarse con la verdad, de optar por un bien que se presentaba costoso... pero que no dejaba de ser un bien. A través de ellas, cuando ha procurado vividas contando con la gracia y buscando la voluntad de Dios, ha crecido como persona y como cnstlano.

La vida conyugal y familiar, con todas sus vicisitudes, con sus posibles altibajos, con sus momentos extraordinarios y sus etapas aparentemente monótonas, con sus tristezas y sus alegrías, es el itinerario normal de la vocación cristiana para los casados. Es, por tanto, camino que lleva cotidianamente a la santidad, a las virtudes heroicas que Dios pide de sus hijos y que se construyen con luces y sombras, con remansos de sosiego y batallas con el propio yo, con el deslumbramiento de lo nuevo y la constancia en la guarda de los valores antiguos [23].

Por tanto, la certeza de que tendrán que superar obstáculos no debe minar la confianza de los esposos —que no estdn solos en su empeño—, sino llevarles a entender cada día con mayor hondura el sentido providencial de las dificultades ordinarias y extraordinarias de su vida, y a vivirlas con esperanza a la luz del misterio de la cruz de Cristo, que es elemento fundamental de una verdadera espiritualidad conyugal [24]. La aceptación generosa de la cruz —del sufrimiento, de la preocupación, de los errores y pecados propios y ajenos, del cansancio— en las circunstancias de la vida conyugal y familiar contribuye al bien de la Iglesia y a la redención del mundo [25], y es camino necesario hacia la madurez humana y cristiana del amor [26].

d) Dificultades conyugales y mentalidad divorcista

Muchas veces los cónyuges deberán afrontar unidos dificultades externas, o relacionadas con los hijos. Pero también pueden darse dificultades, más o menos profundas, en la relación entre los dos. Y en el momento actual conviene tener en cuenta que muchas dificultades en la convivencia matrimonial se ven agravadas en su planteamiento (y en su posible solución) por la cultura divorcista.

Como es sabido, en el ámbito civil se ha extendido legalmente el equívoco de que el divorcio disuelve el matrimonio (cosa imposible, porque ninguna autoridad humana tiene ese poder: Lección 6.4.c). A partir de ahí ha cundido una mentalidad que considera fácilmente la existencia de dificultades o conflictos en la convivencia conyugal como una situación irreversible, cuya «solución» sería la ruptura legal del matrimonio. Aunque el planteamiento sea falso, se ha infiltrado en amplios sectores de la sociedad, e incluso en muchos fieles.

Es cierto que un católico bien formado puede conocer teóricamente la diferencia radical entre el divorcio (que pretende disolver el vínculo conyugal verdaderamente existente), y la declaración eclesiástica de nulidad del matrimonio (en la que el tribunal declara probado que hubo una causa que impidió que el matrimonio celebrado fuera válido, por lo que, pese a las apariencias, nunca existi6verdaderamente). Pero es bastante fácil que el contagio de una mentalidad divorcista de fondo lleve a sustitUir el razonamiento típico del sistema divorcista —«si la convivencia no funciona, disuélvase el matrimonio»— por otro que, bajo palabras cristianas, oculta la misma finalidad: «si hay dificultades graves, búsquese el modo de declarar nulo el matrimonio». Desde luego, esa mentalidad no acepta el divorcio, pero ve la declaración de nulidad como un bien que hay que tratar de obtener para «solucionar» una situación de grave dificultad o de fracaso de la convivencia conyugal. Ante este planteamiento —muchas veces inconsciente— es importante tener en cuenta algunos principios:

1º) La solución que propone la Iglesia para las dificultades en la convivencia matrimonial no es la nulidad (que, además, sólo puede declararse cuando de verdad existe) [27], sino el restablecimiento de la concordia entre los cónyuges, siempre que sea posible; y hacia ahí deben encaminarse los esfuerzos humanos y sobrenaturales de todos los implicados

2º) Aun suponiendo que un matrimonio hubiera sido nulo, la Iglesia exhorta siempre a poner los medios para conservar aquello que hubo de bueno entre quienes pensaban que eran real mente cónyuges [28]. Por tanto, cuando se sospecha con indicios de verdad que pudo existir una causa de nulidad en un matrimonio canónico, siempre que sea posible, todos (cónyuges, pastores, asesores, familiares y amigos, abogados) deben poner todos los medios para que se pueda convalidar o sanar ese matrimonio (haciendo que pase a ser válido) por los procedimientos previstos [29].

3º) La decisión última de iniciar una causa de nulidad pertenece solo a los cónyuges (salvo algún caso en que está en juego el bien público [30]): por tanto ellos tienen que formar adecuadamente su conciencia —buscando los consejos oportunos y contando también con la gracia de Dios— y decidir con rectitud, ponderando el bien que pueden hacer, y el mal que pueden evitar [31].

4º) La decisión de un cónyuge —o de los dos— de iniciar una causa de nulidad, aunque existan indicios de ella, es siempre una decisión grave, nunca «moralmente neutra», pues afecta profundamente a su vida cristiana.

e) El realismo cristiano y la «lógica de la cruz»

Para las situaciones de mayor o menor dificultad en el matrimonio, Juan Pablo II invitaba a los esposos —y a todos los que pueden ayudarles— a recordar «que el amor conyugal es el camino para resolver positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido con un vínculo indisoluble, el esposo y la esposa, empleando todos sus recursos humanos con buena voluntad, pero sobre todo confiando en la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de extravío» [32]. No podemos olvidar que a lo largo de los siglos —también hoy— muchos matrimonios se han salvado, a pesar de algunos momentos difíciles, por la decisión, a veces, heroica, de vivir seriamente la vida cristiana y de mantenerse fieles a su compromiso de amor conyugal (Lección 6.3.b).

La visión realista (Lección 2.3) del verdadero amor conyugal, que sabe también abrazar la cruz, lleva a mantener como un bien cierto la fidelidad conyugal y la indisolubilidad del propio matrimonio ante las crisis y dificultades. Incluso ante el fracaso total e irremediable de la convivencia conyugal o ante el abandono, si se dieran, el cónyuge que permanece fiel a la verdad de su condición (Lección 6.4.c) no queda abocado a un fracaso total como persona y como cristiano (Lección 7.3): la lógica de la cruz permite entender que, también en esas circunstancias dolorosas y quizá humanamente irremediables —como otras que pueden darse en la vida, por ejemplo respecto a la salud—, puede realizar su vocación matrimonial a la santidad y ofrecer a la Iglesia y al mundo un testimonio que refleja realmente la fidelidad del amor de Dios ante la infidelidad humana (Lección 1.2.c-3) [33].

Pero el realismo cristiano no se limita a posibles situaciones extremas: ha de llevar a los esposos, ante todo, a afrontar sin miedo los peligros y debilidades que siempre amenazan al amor en la vida ordinaria —por insuperables que parezcan y cualquiera que sea el sacrificio que exijan—, porque pueden contar siempre con la gracia de Dios que, en virtud del sacramento, garantiza que su amor conyugal participa del amor redentor de Cristo, eternamente fiel. En definitiva, no hay realismo más verdadero y fundado que la esperanza cristiana que lleva a poner, con serenidad y confianza en Dios, todos los medios humanos y sobrenaturales para superar las dificultades y crisis [34].

3. La educación cristiana de los hijos, en la misión de la Iglesia

El segundo aspecto fundamental de la participación de la familia en la misión de la Iglesia es la educación cristiana de los hijos (Lección 11.3.c), que puede ser considerada un verdadero y propio apostolado [35]. «En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la "familia humana" y en la "familia de Dios" que es la Iglesia. El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la familia, la persona humana no solo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que, mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios que es la Iglesia (...). El mandato de crecer y multiplicarse dado al principio al hombre y a la mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas. La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su cuna y el lugar donde puede llevar a cabo su inserción en las generaciones humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia» [36].

El hogar cristiano formado por los cónyuges «es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente "Iglesia doméstica", comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana» [37].

Por su parte, los padres, como primeros e insustituibles educadores, son también los primeros evangelizadores de sus hijos, con su palabra y con su ejemplo [38]: si la tarea educativa es continuación y desarrollo de su paternidad y maternidad en el plano natural de la vida humana (Lección 11.I.a), la formación cristiana de sus hijos les lleva a ser plenamente padres, en cuanto los engendran también a la vida de los hijos de Dios y contribuyen a afianzar en sus almas el don de la gracia divina [39].

Para esa misión específica, los padres están asistidos permanentemente por la gracia del sacramento del matrimonio (Lección 8.2.c), que les habilita para hacer, en cierto modo, las veces de Dios respecto a los hijos [40]; y les permite asociados desde la infancia a la vida de la Iglesia, y contribuir eficazmente a que nazcan en ellos las disposiciones interiores que serán durante toda su vida el fundamento de una fe viva y operativa [41].

Los aspectos fundamentales de la formación cristiana de los hijos podrían resumirse así:

1º) Educación en la fe, mediante una auténtica catequesis, cuyo primer lugar es la familia (Lección 11.2) [42].

2º) Educación en la oración y en la vida litúrgica y sacramental (que comprende especialmente los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía) [43].

3º) Educación en la unidad de vida, especialmente «mediante el testimonio de una vida cristiana de acuerdo con el evangelio» [44], que permita a los hijos crecer desde la infancia con profundos hábitos de coherencia entre su fe y sus obras (Lección 3.2.d).

4º) Educación para la vocación, que los ponga en condiciones de orientar su vida como respuesta cristiana a su vocación a la plenitud del amor (Lecciones 4.3; 13.1), es decir, a la santidad, por el camino por el que Dios los llame [45]. Del espíritu cristiano de las familias respecto a la vocación de los hijos (y, singularmente, de su amor a la vocación sacerdotal, a la vida consagrada y a la entrega en el celibato por el Reino de los Cielos [46]) depende en buena medida la extensión de la misión de la Iglesia [47].

La formación cristiana de los hijos, de igual modo que toda tarea educativa, debe realizarse como formación para la libertad y para el amor (Lección 11.3.a-b). Especialmente en el ámbito de la vida cristiana —propuesta amorosa de Dios que cada persona debe acoger libremente—, es preciso contar con la libertad de los hijos: para respetada delicadamente y para ayudar prudentemente a formada y a ejercitada con arreglo a la verdad y a la dignidad de los hijos de Dios (Lección 3.2) [48]. La conciencia de que la libertad de los hijos se encuentra sometida también a la influencia de un ambiente que, muchas veces, perturba y dificulta su formación cristiana debe animar a los padres a acompañados con una especial cercanía hecha de amistad y comprensión, de confianza, de comunicación y de oración; y a perseverar con fortaleza en su misión, a pesar de los sufrimientos y dificultades que pueden aparecer a medida que van creciendo [49].

En el desarrollo de su misión de educar en la fe, las familias cristianas cuentan siempre con el servicio imprescindible de la Iglesia (Lección 12.2), a través de la parroquia —comunidad eucarística y corazón de la vida litúrgica de las familias cristianas, y lugar privilegiado para la catequesis de los niños y de los adultos [50]— y de «las demás formas de comunidad eclesial (...), llamadas a una estrecha colaboración para cumplir la tarea fundamental, que consiste inseparablemente en la formación de la persona y en la transmisión de la fe» [51].

II. La familia, sociedad originaria

4. La familia, base social de la «civilización del amor»

a) El hombre es un ser social por naturaleza

«La familia es la "célula original de la vida social". Es la sociedad natural donde el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se puede aprender los valores morales, comenzar a hontar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad» [52].

Con esta síntesis, el Catecismo de la Iglesia Católica muestra la riqueza que posee la calificación de la familia como célula primaria u original de la vida social [53]. Frente a las teorías que atribuyen un origen artificial a la socialidad humana [54], la doctrina católica ha profundizado progresivamente en la concepción del hombre —presente ya en la filosofía griega— como un ser social por naturaleza: es decir, marcado en su modo de ser por una dimensión esencial de solidaridad con los demás, no por el aislamiento individualista (Lección 4.1).

Esa socialidad originaria tiene su fuente concreta y vital en la genealogía familiar de la persona humana, raíz de su identidad (Lección 9.2.b-c). Precisamente por eso, es posible captar su significado a partir de la comprensión de los vínculos familiares: el modelo para entender y construir la sociedad, y el lugar donde se aprende naturalmente a vivir en sociedad de un modo verdaderamente humano es la familia [55].

Para advertir el alcance de esta afirmación resulta muy ilustrativo reflexionar sobre la estructura del decálogo, que, como es sabido, recoge los preceptos fundamentales de la ley natural (es decir, aspectos esenciales del bien que corresponde por naturaleza al ser humano, y por tanto del obrar debido para vivir de modo acorde con su dignidad y alcanzar su fin propio) [56].

b) El cuarto mandamiento y la vida social

En la formulación tradicional del decálogo que solemos utilizar [57], los tres primeros mandamientos se refieren de modo más directo al amor de Dios y los otros siete al amor del prójimo? [58]. Y no es casual que el cuarto mandamiento figure precisamente en esa posición, como punto de enlace y tránsito entre los tres anteriores y los seis posteriores.

En las relaciones familiares (y de modo radical en la paternidad/maternidad-filiación) se continúa en cierto modo aquella misteriosa compenetración entre el amor divino y el humano que está en el origen de la persona, por lo que el amor a los padres —y la comunión familiar que deriva de él— participa de una manera particular del amor a Dios (Lección 9.2.c) [59]. A su vez, el amor al prójimo «como a sí mismo» se da con una especial naturalidad en la familia, en la que los demás, siendo otros, no son, sin embargo, absolutamente otros: no son ajenos, sino que participan en cierto modo de la propia identidad de la persona (forman parte de su «ser sí mismo»). Por eso la familia es el lugar originario en que cada persona es acogida y amada incondicionalmente: no por lo que tiene o por lo que puede proporcionar, sino por lo que es (Lección 4.2.b) [60].

Por todo ello, «el cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la sociedad. En nuestros hermanos y hermanas vemos los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros abuelos; en nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los hijos de nuestra madre, la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado "Padre nuestro". Así, nuestras relaciones con nuestro prójimo son reconocidas como de orden personal. El prójimo no es un 'individuo' de la colectividad humana; es "alguien" que por sus orígenes, siempre "próximos" por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares» [61].

En este sentido debe entenderse la afirmación de que «la familia es la primera y fundamental escuela de sociabilidad» [62]. Por ser la sede natural de la educación para el amor (Lección 11.3.b), constituye el «instrumento más eficaz de humanización y personalización de la sociedad [63]: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo» [64]. En efecto, el amor, como hemos explicado, es el reconocimiento y el trato que exige la dignidad de la persona (Lección 4.2) y, por tanto, el único fundamento verdadero de una sociedad plenamente humana: la que Juan Pablo II llamó «civilización del amor» [65].

5. La familia, patrimonio y bien común de la humanidad

Al considerar, casi al comienzo de estas páginas (Lección 2), diversos elementos de la crisis actual del matrimonio y la familia en la sociedad occidental postmoderna, advertíamos que no se trata solo de una crisis del conocimiento, de una especie de pérdida fortuita de información o de una involución inculpable de la sociedad hacia la ignorancia. En su proceso de incubación ha intervenido, desde luego, la cultura —y la evolución de las pautas marcadas por ella—, pero no es el único factor. El verdadero concepto de matrimonio y familia ha podido descomponerse solamente en la medida en que al desconcierto (cultural) —o al complejo ante el «progreso»— de muchos se ha añadido la cesión sucesiva en las costumbres y la aceptación social acrítica de «nuevas» conductas que descomponen la unidad de la persona: de su ser y su obrar, de su amor y su dimensión sexuada, de las exigentes riquezas del amor conyugal que cristalizan en la unión conyugal.

Pero hay que señalar con claridad que las opciones familiares a la carta que pretenden acompañar o sustituir en la normalidad social a la familia de fundación matrimonial no son verdaderas alternativas. Cuando se recortan y seleccionan fragmentos de la verdad total del matrimonio (el amor, los sentimientos, la sexualidad, la libertad de elección, la fecundidad, la pareja, la fidelidad...), para recombinarlos artificialmente a voluntad, el resultado no es equivalente al matrimonio y a la familia, ni cumple su misma función, porque falsea la verdad de la persona y del amor conyugal. Aunque cada una de esas piezas contenga en sí misma algo de verdad (y por eso sus combinaciones pueden lograr una imitación más o menos convincente a primera vista), el conjunto no responde en plenitud a las exigencias propias del amor conyugal, que siguen a la verdad de la naturaleza humana (Lección 5.3).

Y del falseamiento de la célula primaria de la sociedad deriva necesariamente un deterioro del tejido social de consecuencias incalculables, teniendo en cuenta la función humanizadora de la familia, que acabamos de recordar [66]. Esta convicción llevó a Juan Pablo II a insistir frecuentemente, a lo largo de su pontificado, en que «la crisis de la familia constituye un grave daño para nuestra misma civilización» [67].

Benedicto XVI recogía esa misma preocupación, al advertir que «los pueblos, para dar un rostro verdaderamente humano a la sociedad, no pueden ignorar el bien precioso de la familia, fundada sobre el matrimonio. "La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio para toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole" (CIC, c. 1055), es el fundamento de la familia, patrimonio y bien común de toda la humanidad. Así pues, la Iglesia no puede dejar de anunciar que, de acuerdo con los planes de Dios (cfr. Mt 19,3-9), el matrimonio y la familia son insustituibles y no admiten otras alternativas» [68].

En efecto, la humanidad —y las instituciones sociales en que se articula y organiza—, solo puede interpretarse adecuadamente a sí misma y perpetuarse con autenticidad a través de la familia fundada en el matrimonio, que no es que sea correcta por ser tradicional (Lección 2.1.a), sino al contrario. La familia de fundación matrimonial se ha convertido históricamente en tradicional porque es la única que acoge de modo pleno la verdad de la persona humana, varón y mujer (Lección 6.1). Por eso es bien común de la humanidad, no solo patrimonio de los creyentes; y por eso protegerla y promoverla constituye una)de las maneras más decisivas de proteger al hombre y promover el bien de la sociedad.

6. Función y responsabilidad social de la familia

a) La interacción entre familia y sociedad

De todo lo dicho resulta que la relación ideal entre familia y sociedad debería ser de apoyo recíproco [69], de interacción entiquecedora y de mutua defensa. La sociedad puede favorecer mucho el desarrollo adecuado de la familia; y la familia, por su parte, puede contribuir decisivamente a la construcción de una sociedad estructurada, solidaria y rica en humanidad. Además, al apoyarse mutuamente, sociedad y familia se ayudan también a sí mismas del mejor modo posible.

En esta perspectiva se comprende que la familia no puede ni debe cerrarse sobre sí misma —acaso en actitud defensiva—, porque de ese modo dejaría de cumplir un aspecto fundamental de su función insustituible para lograr el bien de la sociedad y, a la vez, se empobrecería en su propio bien familiar [70].

Ante todo, por su propia naturaleza, puede actuar de modo especialmente eficaz en el campo inmenso de las iniciativas y obras de caridad, solidaridad, hospitalidad, asistencia y servicio, especialmente a los más débiles y necesitados (Lección 9.3.d) [71].

Además —insistía Juan Pablo II—, «las familias deben crecer en la conciencia de ser "protagonistas" de la llamada "política familiar", y asumir la responsabilidad de cambiar la sociedad». En efecto, la función social de las familias está llamada a manifestarse también como intervención política, para conseguir que las instituciones y las leyes no solo no perjudiquen a la familia, sino que la favorezcan del modo más justo y razonable [72].

Esto llevará muchas veces, por razones elementales de eficacia, a la asociación de las familias para defender legítimos intereses comunes, para manifestar públicamente sus necesidades y plantear las exigencias justas ante las autoridades públicas. No se trata de una acción de tipo directamente político —en el sentido de actividad de partido—, ni tampoco necesariamente de una actuación confesional: se trata de la expresión solidaria de quienes son plenamente ciudadanos —creyentes o no creyentes— y persiguen un reconocimiento y una ayuda mejores para el matrimonio y la familia, bien común de toda la sociedad. La fuerza social de las familias unidas puede ser decisiva en muchas materias.

b) La familia, primer defensor y testigo de la familia

De todos modos, a pesar de las dificultades externas, el peligro más grave de debilitamiento del matrimonio y de la familia (y de la eficacia de su misión para el bien de la sociedad) no es tanto la presión negativa, social, cultural y jurídica, que pueda darse en muchos países —aunque resulte muy perjudicial—, como la posible falta de autenticidad de la vida familiar.

En efecto, parece indiscutible que para restaurar —primero en las personas, después en la cultura y en las costumbres y normas sociales— los valores familiares que corresponden a la verdad y al bien de la persona humana, es necesaria la acción de todas las personas e instituciones. Pero la familia, como acabamos de recordar con palabras de Juan Pablo II, debe asumir la responsabilidad de cambiar la sociedad, precisamente porque puede: porque en ella —y especialmente en la familia cristiana, por la gracia del sacramento del matrimonio— se encuentra la fuerza originaria capaz de edificar una sociedad digna de los hijos de Dios.

«En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no solo su identidad, lo que es, sino también su misión, lo que puede y debe hacer. El cometido que, por vocación de Dios, está llamada a desempeñar en la historia brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial.

Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable que define, a la vez, su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡sé lo que eres!» [73].

La familia, por tanto, está llamada a ser el primer defensor de sí misma y de su influjo social, comenzando por ser el primer testigo de su propia naturaleza y de su valor único. Ese protagonismo insustituible de la familia pasa necesariamente por su testimonio coherente de una vida conyugal y familiar plenamente humana y plenamente cristiana (Lección 14.2-3).

Sin duda, cuando cunde en familias concretas un estilo de vida que no refleja adecuadamente la belleza y la verdad de la institución familiar; cuando hay cónyuges que no se comportan como deben en cuanto esposos y en cuanto padres o madres, la familia se expone a sufrir daños profundos en su imagen y en su realización vital.

Por el contrario, la familia unida y sana, a pesar de las dificultades personales y del ambiente, es una semilla capaz de renovar la visión apagada, desconfiada y triste que se ha hecho frecuente en cierta cultura de hoy. El trato enamorado y fiel de los cónyuges entre sí, el modo de educar a los hijos y de transmitir los valores y la fe, las relaciones entre los diversos miembros de la familia, la capacidad de crear y extender un ámbito de comprensión y unidad; la apertura a otras familias, a otras instituciones, y especialmente a los más necesitados, son la forma más elocuente de defender la realidad de la propia familia de fundación matrimonial, de mostrar su belleza como «el centro y el corazón de la civilización del amor» [74].

Ciertamente, en lo espiritual como en lo humano, «el futuro de la humanidad se fragua en la familia» [75].

Notas

[1] Lumen gentium, 5.

[2] Cfr. CEE, 864.

[3] Mc 16,15.

[4] Cfr. Lumen gentium, 32.

[5] Cfr. CEE, 864.

[6] Apostolicam actuositatem, 2.

[7] Mt 5,13-16.

[8] Cfr. CEE, 902; CIC, c. 835 § 4.

[9] Cfr. CEC, 1653, 2221.

[10] BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005.

[11] Cfr. Familiaris consortio, 21.

[12] Discurso, 6.VI.2005.

[13] Familiaris consortio, 15; cfr. CEC, 1655.

[14] Cfr. Familiaris consortio, 19-21.

[15] Cfr. CEC, 1657.

[16] Cfr. Familiaris consortio, 15; 55-56.

[17] Cfr. J. ECHEVARRÍA, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid 2005, pp. 123-124.

[18] A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona 1997, p. 146.

[19] CEC, 1656; cfr Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11; Familiaris consortio, 21.

[20] JUAN PABLO II, Discurso, 10.V.1990.

[21] Cfr. Familiaris consortio, 21.

[22] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 1997, n. 4.

[23] Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRlVÁ, Es Cristo que pasa, 24.

[24] Cfr. Familiaris consortio, 56; Carta familias, 18-19. Cfr. A. SARMIENTO, El matrimonio cristiano, cit., p. 147.

[25] Cfr. CEC, 1648.

[26] Cfr. Mt 16,24.

[27] Como hemos explicado, en ocasiones el comportamiento posterior a la celebración del matrimonio puede ser indicio de que hubo en e! momento de contraer una causa que lo hizo nulo (Lección 6.1); y, desde luego, los interesados tienen el derecho —y e! deber de conciencia— de cerciorarse de la verdad de su estado conyugal cuando existe una duda fundada. El proceso de declaración de nulidad matrimonial es un recurso jurídico previsto por la Iglesia precisamente como instrumento para la búsqueda de la verdad. Las observaciones que hacemos aquí se refieren a la mentalidad que considera ese proceso como «remedio» o «solución» para las dificultades y conflictos de convivencia; una visión que puede dar lugar a un profundo desenfoque, y causar graves daños a las personas, al valorar ese remedio jurídico con mentalidad divorcista. Para las situaciones en que, siendo válido el matrimonio, la convivencia conyugal se hace física o moralmente imposible o muy dura (con o sin culpa) e! derecho canónico regula la separación conyugal permaneciendo el vínculo que une a los esposos (cfr. CIC, cc. 1151-1155).

[28] Cfr. CIC, c. 1676.

[29] Cfr. CIC, cc. 1156-1165.

[30] Cfr. CIC, cc. 1674-1675.

[31] Si no existieran indicios claros, o si la nulidad hubiera sido provocada por factores meramente externos o ya subsanados, de hecho, por un tiempo largo de convivencia conyugal normal, no sería moralmente recto pretender la declaración de nulidad, aunque pudiera obtenerse con una interpretación literal de la ley canónica: no todo lo jurídicamente posible es moralmente bueno.

[32] JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2002, n. 5.

[33] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 6.

[34] Cfr. Carta familias, 18.

[35] Cfr. Carta familias, 16.

[36] Familiaris consortio, 15.

[37] CEE, 1666.

[38] Cfr. Lumen gentium, 11; CEE, 2252.

[39] Cfr. Familiaris consortio, 39.

[40] Cfr. Familiaris consortio, 38.

[41] Cfr. CEE, 2225.

[42] Cfr. CEC, 2226;

[43] Cfr. Familiaris consortio, 60-62; CEC, 2226, 2685, 2694.

[44] CEC, 2226.

[45] Cfr. Lumen gentium, 11; Familiaris consortio, 2, 22, 53; CEC, 2232, 2253.

[46] Cfr. CEC, 2233.

[47] Cfr. Familiaris consortio, 53.

[48] Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso, 6.VI.2005.

[49] Cfr. Familíaris consortio, 53.

[50] Cfr. CEC, 2226.

[51] BENEDlCTO XVI, Discurso, 6.VI.2005.

[52] CEE, 2207.

[53] Cfr. Apostolicam actuositatem, 11; Carta familias, 15.

[54] Teorías que postulan en sustancia, con distintos matices y versiones, que lo propio y natural en el hombre sería el individualismo egoísta, y que solo por intereses prácticos se habría llegado a un acuerdo o contrato social para organizarse colectivamente. En virtud de ese contrato cada individuo renuncia a parte de sus derechos y los cede a la autoridad social, que se compromete a garantizar algunos bienes colectivos.

[55] Cfr. Familiaris consortio, 43; CEC, 2224.

[56] Cfr. CEC, 1955 ss.; 1962; 2049; y, especialmente, 2070 ss.

[57] Cfr. CEC, 2066.

[58] Cfr. CEC, 2067, que trae esta cita de S. Agustín: «Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas (...), así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra».

[59] Cfr. Carta familias, 15.

[60] Cfr. Familiaris consortio, 43.

[61] CEC, 2212.

[62] Familiaris consortio, 17; cfr Gravissimum educationis, 3.

[63] Cfr. Carta familias, 15.

[64] Familiaris consortio, 43.

[65] Cfr. Carta familias, 15.

[66] No es correcto enfocar la cuestión de la institucionalización jurídica y social de opciones alternativas de matrimonio y familia como un asunto particular, de preferencias personales y de libertad individual, porque matrimonio y familia tienen una intrínseca dimensión pública: en cuanto instituciones, afectan muy directamente —como hemos visto— a toda la sociedad. Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso, 11.V.2006.

[67] Cfr. BENEDICTO XVI, Homilía en la celebración de Vísperas de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 31.XII.2005.

[68] BENEDICTO XVI, Carta al Card. López Trujillo, Presidente del Consejo Pontificio para la Familia, 17 -V-2005.

[69] Cfr. Familiaris consortio, 46.

[70] Cfr. Familiaris consortio, 44, 47.

[71] Cfr. Familiaris consortio, 44.

[72] La protección de la familia debe partir del reconocimiento de su verdadera naturaleza y función (como realidad previa a la intervención de cualquier poder humano), sin desvirtuada ni manipulada. Sin embargo, en muchos países las familias sufren ataques ideológicos en sus valores y exigencias fundamentales y no raramente ven desconocidos de modo injusto sus derechos inviolables (cfr. Familiaris consortio, 46). Para contribuir a fundar sobre bases sólidas la recíproca acción de apoyo entre sociedad y familia, la Santa Sede publicó la Carta de los Derechos de la familia (presentada por el Pontificio Consejo para la Familia con fecha de 22.X.1983). El contenido de ese documento tiene vocación de ser compartible por todos, ya que no contiene afirmaciones basadas exclusivamente en la fe católica. Sus doce artículos enuncian derechos que «están impresos en la conciencia del ser humano y en los valores comunes de toda la humanidad" (Introducción), y recogidos en lo fundamental en la Declaración Universal de los Derechos Humanos o en otros textos internacionales.

[73] Familiaris consortio, 17.

[74] Carta familias, 13.

[75] Familiaris consortio, 86.