El coraje de confesarse

 

 

Además de manifestar la fe, la confesión sacramental es un formidable acto de amor a la verdad, libertad interior y valentía.


Pablo Prieto

 

 

La tierra tembló, las piedras crujieron (Mt 27, 51). La Pasión del Señor, su entrega salvadora, provoca terremotos. Esto lo sabe todo el que se confiesa y se confiesa bien, quien conoce de cerca el sacramento de la Reconciliación. En él tiene lugar un extraño crujido espiritual, un gozoso quebranto del alma: unas veces sutil y otras verdaderamente dramático. Que lo diga san Pedro, que fue la primera piedra en quebrarse aquella noche: El Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: Antes que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró amargamente (Lc 22, 61-62).

¿De qué clase de “violencia” estamos hablando? De una violencia muy amable y respetuosa, por supuesto: de la que cualquiera tiene que hacerse a sí mismo si quiere ser sincero con los demás, si quiere dejarse ayudar. No hay nada raro ni antinatural en esto, al contrario: superar la timidez o el miedo notamos que nos hace bien, nos madura y enriquece. Pero en la Confesión hay algo más; el epicentro de este seísmo es más hondo; lo que se pone en juego no es sólo la buena imagen ante el prójimo, el quedar mejor o peor. Los que se enfrentan aquí cara a cara, en duelo mortal, son el hombre viejo y el hombre nuevo, las dos versiones últimas y genuinas de nuestro ser. El hombre viejo es, según san Pablo, nuestro yo endurecido por el pecado, conformista, fraudulento, mientras que el nuevo es el renacido en Cristo, el hombre esperanzado, enamorado, optimista, victorioso (cfr Col 3, 9-10). La batalla entre ambos se libra en todo momento y lugar de nuestra existencia pero es aquí, en la Confesión, donde se recrudece y se decide.

¡Y se gana! Porque este sacramento nos traslada directamente al escenario del Gólgota. Volvamos a él por un momento: el velo del Templo se rasgó de arriba abajo, la tierra tembló, se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron (Mt 27, 51-53). No es miedo lo que el Espíritu quiere infundirnos con estos fenómenos, sino su santo temor, que en realidad es una forma de gozo tan desmesurada que produce dolor y vértigo. Un dolor que alegra, como en el parto. No es miedo ante una muerte inminente sino turbación por una vida que irrumpe.

Porque también es una experiencia de gozo y alegría, qué duda cabe, y de confianza y amistad con el sacerdote, instrumento de Dios. Todo eso y mucho más está contenido en este río de misericordia, este Jordán donde nos zambullimos, como los discípulos del Bautista, confesando nuestros pecados (cfr Mc 1, 5). Al fin y al cabo ¿no es la Confesión una renovación, una puesta al día de nuestro Bautismo?

Por eso hay que tomarla en tan serio aunque a veces cueste. Especialmente cuando se lleva mucho tiempo esquivándola, o cuando una culpa grave, bochornosa, humillante, agobia la conciencia. Es el momento de hacer que este fastidio juegue a nuestro favor convirtiéndolo en penitencia, en vez de intimidarnos cobardemente. Es la gallardía del buen ladrón, que decía a su colega de cruz: recibimos lo que merecemos (Lc 23, 41). Y de ese modo convirtió la agonía en alumbramiento.

Agonía, e incluso defunción espiritual, es lo que ocurre cuando uno prefiere engañarse, echar tierra a los pecados, llamarlos con otro nombre, achacarlos a factores externos: influencias, estados de ánimo, ambiente, debilidad, etc. En definitiva echar el muerto a otros, un muerto tanto más incómodo cuanto que se trata de uno mismo.

En cambio la Confesión es un alumbramiento en todos los sentidos de la palabra. Es el parto al que se refería Cristo en la última Cena: La mujer, cuando va a dar a luz, está triste porque llegó su hora, pero una vez que ha dado a luz ya no se acuerda de la tribulación por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo (Jn 16, 21-22). ¡Ha nacido un hombre! Sí, esto es lo que celebramos al salir del confesionario. ¡Y no un hombre cualquiera sino precisamente ese que —detrás de todas las máscaras de la comedia social— soy!

Confesarse es verdaderamente un formidable ejercicio de autenticidad, acaso el mayor de todos. Si es cierto que “sólo te conoces cuando te das a conocer” aquí este principio psicológico se cumple con hondura y lucidez únicas, aumentadas por la gracia de Dios. Y más aún cuando esta gracia se presenta envuelta en el diálogo confiado, desenvuelto, sereno, entre penitente y confesor. Surge entonces esa forma de sabiduría cristiana que llamamos dirección espiritual, que se ha demostrado tan fecunda a lo largo de los siglos. Lejos de abolir el pudor, en ella cultivamos la intimidad, que es su raíz, y nos libramos del subjetivismo enrarecido que con frecuencia solivianta la conciencia y la llena de fantasmas. El rostro humano de la Iglesia se vuelve entonces más atractivo, más patente, incluso cuando el confesor —¡paradojas de la Providencia!— no siempre destaque por sus virtudes y talentos.

Pues el sacerdote es aquí, como en todos los sacramentos, icono de Jesucristo y está revestido de una gracia de la que él mismo es el primero en asombrarse, hasta el punto de sentirse muchas veces abrumado por la acción de Dios en él, a pesar de él y más allá de él. Pues se sabe el primer necesitado de perdón, como lo expresa vigorosamente la Carta a los Hebreos: todo Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede compadecerse de los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está rodeado de debilidad, y a causa de ella debe ofrecer expiación por los pecados, tanto por los del pueblo como por los suyos (5, 1-3).

El gozo de que ha nacido un hombre —decíamos con el Evangelio de san Juan. Éste es sin duda el hombre que Diógenes buscaba en todas partes con su linterna, y que sigue esperando el mundo generación tras generación. Es un hombre que ha descubierto por sí mismo la frase evangélica: la verdad os hará libres. Y que, como la Samaritana al pozo de Sicar, se atreve a asomarse a su alma superando el miedo congénito del pecado, y ha sabido extraer de su negro fondo, en vez de vergüenza y frustración, alegría y libertad.