Autor: Juan Luis Lorda
Fuente: Arvo.net
El amor al dinero
Artículo de Juan Luis Lorda que profundiza en el verdadero sentido del dinero y las consecuencias de la avaricia
Los hombres sensatos pero
pegados al suelo, acaban cometiendo el tremendo error de pensar que dedicarse
a ganar dinero es lo único serio que se puede hacer en la vida.
UNA AVARICIA PECULIAR
Poseer puede llegar a ser una pasión
avasalladora. Es una de las inclinaciones que más enloquecen. Se refuerza con
el deseo de seguridad, de poder y de presumir, que proporciona el tener mucho.
La tendencia desordenada a poseer suele
manifestarse en el amor al dinero. El dinero no es propiamente un bien, sino
un medio convencional de cambio que permite obtener bienes reales. Por eso, el
dinero da lugar a una forma de avaricia peculiar, que no se centra en bienes,
sino en el medio que parece proporcionarlos todos. En este sentido, en el amor
al dinero se manifiesta en su esencia más pura la avaricia: el deseo de po
seer, sin contenido real, sin bienes concretos que se amen: es como amar el
poseer en abstracto.
Parece obvio que el dinero es importante y que
hay que esforzarse por conseguirlo; en nuestra sociedad, sin dinero no se
puede vivir. Esto es verdad, evidentemente, pero hay que tener cui dado con
las generalizaciones. Admitamos que no se puede vivir sin dinero, por lo menos
en una sociedad civilizada. Pero a con tinuación hay que preguntarse cuánto
dinero es necesario para vivir y, también qué otras cosas, además de ganar
dinero, importan en esta vida. Sería un círculo vicioso vivir para ganar
dinero y ganar dinero solo para vivir.
El dinero, desde luego, no es lo primero.
Sería absurdo dedicarle la vida, sabiendo que la vida misma es un bien
limitado. El dinero es un instrumento. Hay que saber para qué se quiere; hay
que saber cuánto se necesita; hay que saber lo que cue sta. Con esos datos
podemos poner límites a la avaricia y dejar espacio y energías libres para
dedicarse a los demás bienes importantes de esta vida: la cultura, la
religión, las relaciones humanas, la amistad, etc.
UNA SENSATEZ INSENSATA
Muchos hombres que pueden considerarse
verdaderamente sensatos y maduros porque son capaces de tomar decisiones
ponderadas, de trabajar responsable y eficazmente, de organizar la vida de los
demás, acaban cayendo, sin apenas darse cuenta, en esta tremenda insensatez:
viven como si realmente el dinero fuera lo único importante y suponen loca y
excéntrica cualquier otra visión de la vida. Es curioso, pero a medida que
maduran, toma fuerza en su espíritu esa convicción. Es como si las demás cosas
de la vida, de las que se esperaba mucho en otros momentos (la amistad, el
amor, los viajes, las aficiones, etc.) se fueran difuminando con el tiempo y
sólo el dinero se presentara co mo un valor sólido e inquebrantable.
Es una sensatez insensata: olvidan un dato
fundamental que se ha repetido incansablemente a lo largo de la historia: los
hombres nos morimos y el dinero no lo podemos llevar a la tumba; ni comprar
con él nada que allí nos sirva. San Agustín nos lo recuerda: «Ni a nosotros ni
a nuestros hijos nos hacen felices las riquezas terrenas, pues o las perdemos
durante la vida, o después de morir, las poseerá quien no sabemos, o quizá
acaben en manos de quien no queremos. Sólo Dios nos hace felices, porque Él es
la verdadera riqueza del alma» (De Civitate Dei, V, 18, 1).
Con dinero se pueden adquirir muchos bienes
materiales, se pueden pagar muchos servicios; da garantías y seguridad de cara
al futuro; prestigio, poder y consideración social. Son muchos los bienes que
proporciona; pero no todos y ni siquiera los más importantes. El dinero –c omo
es evidente– sólo proporciona los bienes que se pueden comprar: cosas y
servicios. El dinero no proporciona la paz del alma, ni el saber disfrutar de
la belleza, ni la fuerza de la amistad, ni el calor del amor, ni las pequeñas
delicias de una vida familiar, ni el saber saborear las circunstancias
sencillas y bonitas de cada día, ni el encuentro con Dios. No proporciona
inteligencia ni conocimientos. No proporciona ni honradez, ni paz; no hace al
hombre virtuoso, ni buen padre de familia, ni buen gobernante, ni buen
cristiano.
LA ESCALA DE LOS AMORES
No es que haya que contraponer el dinero a los
bienes más importantes; no es que el dinero sea lo contrario; simplemente, son
cosas distintas y no se mezclan como no se mezclan el aceite y el agua. Se
puede tener amor, amistad, honestidad y cualquier otro bien con o sin dinero:
no es ni más fácil ni más difícil. En principio, no influye; salvo en casos
extre mos: salvo que no haya nada o que haya demasiado.
Sin un mínimo de bienes materiales no suelen
ser posibles los espirituales. Es muy difícil pensar en otros bienes cuando no
se tiene qué comer o no se puede dar de comer a los que dependen de uno;
cuando no están garantizados los mínimos de supervivencia. Sin una base
material, es prácticamente imposible llevar una vida humana digna, educar a
los más jóvenes y controlar mínimamente el propio estilo de vida. La miseria
material suele ir acompañada, generalmente, de otras miserias humanas:
suciedad, desarraigo, marginación, irresponsabilidad, degeneración de las
estructuras personales, familiares y socíales, corrupción, etcétera.
Influye también el exceso, no el exceso de
dinero –la cantidad aquí no es un criterio moral– sino el exceso de afición.
Cuando la afición al dinero acapara, sustituye e impide el amor que el hom bre
tendría que poner en Dios o en los demás; cuando absorbe las aspiraciones y
las capacidades sin dejar respiro para otras cosas; cuando se convierte en el
centro de la propia existencia. Lo malo no es el dinero, sino el desorden con
que se ama.
El amor al dinero tiene que ocupar su sitio en
la escala de los amores. Como no es el bien más importante no puede ocupar el
primer lugar. Es un desorden dedicar tanto tiempo a ganar dinero que no quede
tiempo para los demás bienes: que no quede tiempo para la amistad, la familia,
el descanso, la relación con Dios o la cultura.
Es un desorden poner al dinero por encima de
otros bienes más altos (que lo son casi todos). Y esto puede suceder sin
apenas advertido, porque la lógica del dinero va acompañada frecuentemente de
esa sensatez equivocada y loca, que hace que parezca razonable lo que, en
realidad, es un gran error. Es u n desorden, por ejemplo, trabajar mucho para
proporcionar bienes a los hijos, sin pensar que la compañía del padre o de la
madre es uno de los bienes que más necesitan.
Otro ejemplo cotidiano: muchas, muchísimas
familias han quedado destrozadas por el simple hecho de tener que repartir una
herencia. Padres, hijos, hermanos, matrimonios llegan a separarse y odiarse
porque se han peleado por unas acciones, por unas tierras, por una casa...
hasta por un mueble. Y esto sucede todos los días y ha sucedido desde la noche
de los tiempos. ¿ Cuánto vale el amor de un hermano, de un hijo, de un
marido...? ¿No vale más que un pedazo de materia? ¿No hubiera sido mejor
ceder?
LA “TONTERÍA” HUMANA
Tener mucho dinero no es ni bueno ni malo
moralmente hablando; tiene ventajas e inconvenientes. Los inconvenientes son
claros: más capacidad para adquirir bienes es tamb ién más capacidad para
despistarse, para entretenerse, para perder de vista lo fundamental porque
absorbe demasiado lo accesorio.
Es también más fácil corromperse: porque la
corrupción está más a mano y se ofrece muchas veces por dinero. Es fácil caer
en la tontería humana: dejarse llevar por la vanidad, sentir el placer de
provocar en los demás la envidia, haciendo ostentación de lo que se posee; es
fácil dejarse llevar por el capricho; es fácil concederse todos los gustos y
no ponerse el freno que otros se ponen por necesidad, en el comer, en el
beber... Si hay mucho amor al dinero, es fácil dejarse comprar, ser
sobornados, corrompidos; dejarse llevar por el espíritu de lujo y el capricho
de gastar, caer en la frivolidad, etc.
Son inconvenientes claros. No es fácil ser
honesto y rico. Cristo lo advirtió con toda claridad cuando dijo que es más
difícil que se salve u n rico, que pase un camello por el ojo de una aguja.
Dicho así, podría parecer que es sencillamente imposible (desde luego no
parece posible que pase un camello por el ojo de una aguja, por más que se han
querido buscar interpretaciones fáciles de este duro texto). El Señor lo
afirma a continuación: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios,
porque para Dios todo es posible». Lo que permite concluir, de momento, que
para ser rico y buen cristiano, hay que pedir mucha ayuda a Dios.
Los inconvenientes de ser rico están hoy muy
extendidos. En las sociedades industrializadas, se han introducido modos de
vida que antes estaban reservados a unos pocos privilegiados. La vanidad, el
capricho, el lujo, la frivolidad y la corrupción están al alcance de casi
todas las fortunas.
Para muchos existe el peligro efectivo de
dedicar su vida entera a poseer los bienes menos imp ortantes; corren el grave
riesgo de que su inteligencia esté permanentemente ocupada en planear lo que
podrían tener y que, en su corazón, no quede espacio ni tiempo para otras
cosas que las que se pueden ver y tocar. Es decir, corren el grave riesgo de
que no les quede ni tiempo ni fuerzas para lo más importante.
PROCURAR LOS MEJORES BIENES
Ser rico tiene también ventajas. Esto es
evidente si nos fijamos en los bienes elementales: tener dinero permite cubrir
sin apuros las necesidades primarias. Pero esta es la menos importante de
todas las ventajas. Las más importantes se refieren al uso de la libertad.
Estas son las ventajas importantes desde un punto de vista moral.–
Ser rico significa tener muchos medios y por
lo tanto mucha libertad para obrar bien. Es un talento y, por tanto, una
responsabilidad. Sólo los que tienen muchos medios pueden empren der grandes
obras. El valor moral de la riqueza –y de quien la tiene– depende del fin al
que la destina, porque el dinero sólo es un medio. La clave de la riqueza es
el servicio que presta.
Precisamente por el atractivo que el dinero
tiene y por los inconvenientes que puede llevar consigo poseer mucho, se
requiere una actitud personal con respecto a él. Hay que tener un estilo de
vida frente al dinero, para emplearlo bien y para no ser engañados por él. La
moral invita a ponerlo en el adecuado orden de amores. No amarlo por sí mismo,
sino como un instrumento; no buscarlo en detrimento de otros bienes que son
mejores; y utilizarlo para procurarse y procurar a otros esos bienes mejores.