Autor: Germán Sánchez
Griese
El reto de los laicos
El verdadero apostolado se presenta como un movimiento del corazón del hombre hacia el corazón de Dios, para desde ahí amar a los hombres
Aclarando términos:
¿voluntariado o apostolado?
El Concilio Vaticano II, a través del decreto Apostolicam actuositatem
dio un espaldarazo definitivo al apostolado de los laicos. Fuerza y motor de
varias iniciativas dentro de la Iglesia, los laicos juegan un papel definitivo
para su futuro. No ha sido algo casual, sino inspiración del Espíritu Santo, la
forma en que los laicos van tomando conciencia de su misión dentro de la
Iglesia, actuando siempre en comunión con la jerarquía y de acuerdo con el
magisterio y la tradición. Ha sido, sin lugar a dudas, un despertar provisto de
grandes expectativas y no pocas dificultades. Vemos hoy un pulular de
iniciativas que confluyen siempre en la edificación de la Iglesia.
Muchas de estas iniciativas, por su misma proveniencia divina, toman formas y
características originales, inesperadas y en no pocos casos han causado la
perplejidad de algunos. Iniciativas por la paz, por los derechos humanos, por
los enfermos de AIDS, por los toxico-dependientes, por las nuevas formas de
esclavitud como la prostitución o el trabajo infantil. Da gusto ver familias y
jóvenes que renunciando a unas merecidas vacaciones las dedican a la
evangelización de los pobres en barriadas, aldeas y puntos a los que el
sacerdote difícilmente puede llegar. Movidos por la caridadb>1 ,
origen de todo apostolado dentro de la Iglesia, los laicos comienzan a ser ya
protagonistas en primera persona del devenir de la Iglesia.
Impulsadas también por el Concilio Vaticano II, en el decreto Perfectae
caritatis2 , y más concretamente a través de los
documentos Vida fraterna en comunidad y Vita consecrata, las religiosas y
mujeres consagradas se han dado a la tarea de impulsar a los laicos en numerosas
obras de apostolado, siempre de acuerdo con el propio carisma y respetando el
estado propio de los laicos, tomando en cuenta que los laicos pueden también
recibir el carisma de la propia congregación, adaptándolo a su estado de vida y
a sus propias posibilidades. “El Espíritu Santo no sólo confía diversos
ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones
e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más
diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu
que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la
Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen
de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la
manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por
el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo
Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el
único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro,
el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro,
finalmente, el don de interpretarlas» (1 Co 12, 7-10; cf. 1 Co 12, 4-6.28-31; Rm
12, 6-8; 1 P 4, 10-11). Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los
carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o
indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la
edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.
Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre
los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona
concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se
continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular
afinidad espiritual entre las personas.”3 Las religiosas
pueden por tanto hacer partícipes a los laicos del propio carisma para ayudarlos
en su compromiso apostólico.
Para darse esta comunicación o participación el carisma en el apostolado,
es necesario que la religiosa comprenda específicamente en qué consiste el
apostolado de los laicos, puesto que pudieran caerse en varios defectos que
inutilizarían esta participación del carisma. Debemos partir del
presupuesto que un apostolado o actividad apostólica por parte de los laicos se
concibe como resultado de un solo fin: propagar el Reino de Cristo en toda la
tierra. “La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de
Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean
partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el
mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin,
se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas
maneras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también
vocación al apostolado. Como en la complexión de un cuerpo vivo ningún miembro
se comporta de una forma meramente pasiva, sino que participa también en la
actividad y en la vida del cuerpo, así en el Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia, "todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus
miembros" (Ef., 4,16).”4
Esta extensión del Reino de Cristo empeña distintos medios y se materializa en
distintas formas. El Reino de Cristo 5 al materializarse ya en
este mundo requiere de hombres y mujeres que dediquen sus fuerzas para que las
realidades temporales queden también impregnadas del reino de Cristo: “Por
tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su
gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden
temporal con el espíritu evangélico.” 6
Apostolado es por tanto toda acción que tienda a hacer que llegue el Reino de
Cristo, de forma que todas las actividades temporales estén vivificadas por el
evangelio. Las realidades temporales abarcan una gama inmensa y por lo tanto las
actividades para impregnar de espíritu evangélico dichas realidades, son
bastísimas. En esta variedad, entra sin duda alguna la ayuda de la mujer
consagrada, quien con su carisma específico puede aportar una metodología, una
visión del mundo, una espiritualidad y unos instrumentos específicos para
iluminar el apostolado de los laicos. Un laico guiado de la mano del carisma
puede hacer maravillas. Metido en el mundo, conoce y tiene acceso a medios y
personas a las que la religiosa no podría, no sabría o incluso no convendría que
llegara.
Pero, ante la diversidad de actividades que pueden darse para lograr este
advenimiento del Reino de Cristo, puede suceder que el esfuerzo sólo quede a
medio camino, es decir, que el laico se quede solamente en el saneamiento de las
realidades temporales, sin pasar a la evangelización de las mismas. Pensemos por
ejemplo en el mundo de la prostitución. Es ésta sin duda alguna, una realidad en
contra del mensaje evangélico. Una realidad que hay que combatir y que hay que
evangelizar. Quien se queda únicamente en el combate, de forma que desaparezca
este tipo de esclavitud y de corrupción, hace el bien, pero puede que se quede
meramente en este aspecto humano. Combatir la prostitución es una obligación de
la sociedad civil. Pero evangelizar a quienes han caído en la prostitución, o en
aquellos que la promueven o la usufructúan forma ya parte de un apostolado.
En los últimos años, por una lectura incompleta o parcial del Concilio Vaticano
II, se ha querido reducir la labor de la Iglesia en ciertos sectores a una labor
meramente social. Parte de este problema se ha dado por no entender lo que el
Concilio Vaticano II deseaba y en parte también por desdeñar la eficacia del
evangelio en la solución integral a los problemas del hombre. Se ha hecho una
división neta entre bienestar humano y espiritualidad, siendo que ambas
realidades son únicas y complementarias.
Benedicto XVI lo ha hecho notar al clarificar la diferencia entre la caridad en
la Iglesia y la mera acción social. “Cuantos trabajan en las instituciones
caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con
destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con
una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de
humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional,
necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar
hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su
espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un
mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se
desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).” 7
Apostolado no es voluntariado, en dónde la acción viene centra únicamente en el
hombre. Quien hace voluntariado realiza el bien, pero sólo a nivel humano, es
una acción que beneficia a los individuos, a la sociedad. Beneficia a quien la
realiza pues su conciencia queda tranquila y contenta. Beneficia a quien recibe
la acción, pues logra un mayor bienestar en cualquier nivel. Beneficia a la
sociedad por el bien material que se realiza con aquella obra, aliviando alguna
necesidad específica. Pero no se hace apostolado. El apostolado parte del
hombre, llega a Dios y vuelve a los hombres. Porque el apostolado es un acto de
amor que sale del corazón de un hombre y se dirige, en primer lugar a Dios, para
luego llegar a los hombres. Se hace el bien, no a los hombres, sino a Dios que
se encarna en las necesidades de los hombres. Y la necesidad primordial de un
hombre es la de ser evangelizado, es decir, la de ser llevado al encuentro con
Cristo, conocer el evangelio y salvar su vida.
No cabe duda que a través de la acción social, del voluntariado se puede
encontrar a Dios. “La doctrina de la Iglesia, en efecto, pone de relieve siempre
con mayor evidencia los lazos profundos existentes entre las exigencias
evangélicas de su misión y el empeño generalizado de los pueblos en favor de la
promoción de la persona y de una sociedad digna del hombre. "Evangelizar", para
la Iglesia, es llevar la Buena Nueva a todos los estratos de la humanidad y,
gracias a su influjo, transformar desde dentro a la humanidad misma: criterios
de juicio, valores determinantes, modos de vida, abriéndolos a una visión
integral del hombre.” 8 Pero es necesario discernir para no
quedarse simplemente en una labor de voluntariado, sino ejercer un verdadero
apostolado, de forma que las almas puedan encontrar a Dios. Ya sea las almas que
hacen el apostolado y las almas que se benefician del apostolado.
Enseñar a hacer apostolado o formar apóstoles.
En algunos lugares de Occidente, como en Italia, asistimos a un florecimiento de
iniciativas de voluntariado tremendo. Las ganas de trabajar y de hacer algo por
los demás, especialmente por los más necesitados ha suscitado en todos,
especialmente en los jóvenes, iniciativas de diverso género. Pero existe una
diferencia fundamental entre voluntariado y apostolado. En el voluntariado, el
joven o el adulto se compromete en una acción buena, de ayuda al prójimo, pero
que parte del hombre para llegar al hombre mismo. No es, si lo podemos llamar de
este modo trascendental, es decir no inicia más allá del hombre, no llega
más allá del hombre y utiliza medios humanos.
Ha sido éste quizás uno de los errores que con más frecuencia han cometido los
agentes de la pastoral de la caridad. Se han quedado quizás en el hombre, pero
no han pasado a la humanidad del hombre, es decir a su parte espiritual, que
forma parte integrante de la humanidad del hombre. “Por lo que se refiere al
servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes
profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan
hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de
que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito
fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto,
se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que
una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención
cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben
distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada
momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón,
para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes,
además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una «
formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en
Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que,
para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto
desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por
la caridad (cf. Ga 5, 6).” 9 El verdadero apostolado se
presenta como un movimiento del corazón del hombre hacia el corazón de Dios,
para desde ahí amar a los hombres.
No se trata por tanto de enseñar a hacer apostolado. Si bien es cierto que las
necesidades son muchas y que siempre urgirá la posibilidad de hacer el bien, la
obra de apostolado no se reduce a una acción. Podemos afirmar que el apostolado
es el reflejo, la manifestación concreta de toda una experiencia espiritual,
suscitada por Dios en la persona y de la que se desprende, de una forma casi
natural y obligada, diversas manifestaciones concretas, entre las que sobresalen
las obras de apostolado. Se trata por tanto no de hacer apostolado, sino de ser
apóstoles.
Y este ser apóstoles, es producto de la experiencia del espíritu
que para las religiosas se traduce en el propio carisma: “El carisma
mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evangelica
testificatio, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos
vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con
el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.” 5 La posibilidad
de que la vida consagrada pueda vivir de esta manera el amor y el ejercicio de
la caridad se debe, nuevamente, a su origen carismática. La realidad para el
fundador no es otra cosa que la necesidad apremiante en la Iglesia, que
Dios le ha hecho ver. Vemos aquí también como la vida consagrada cumple con lo
que la carta encíclica establece sobre la caridad: “la caridad cristiana es ante
todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada
situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los
enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc.” (DCE,
31 a).
Habiendo hecho la experiencia del Espíritu y habiendo comprendido el
evangelio o el misterio de Dios desde esa experiencia del Espíritu, el
fundador experimenta que es Cristo quien sufre de una manera muy especial en la
necesidad apremiante. Este aspecto es característico de los fundadores y pieza
fundamental para entender el carisma. No se trata de dar una solución humana a
la necesidad apremiante. Esto podría hacerlo cualquier persona desde diversos
puntos de vista. Se trata más bien de salir al encuentro del Cristo que sufre en
la necesidad apremiante. Surge así una transformación de dicha necesidad
apremiante. Sigue siendo una necesidad real, encarnada en hombres, mujeres,
niños o adolescentes. Pero la transformación que opera la experiencia del
Espíritu en esa necesidad apremiante, permite que el fundador penetre
espiritualmente dicha necesidad, dicha realidad, y vea a Cristo en esa misma
necesidad apremiante de la Iglesia.
Este proceso de ver a Cristo en los hombres tiene su raíz en la necesidad
apremiante. Ahí el fundador se siente interpelado por Dios para dar una
solución, una respuesta a dicha necesidad que experimenta la Iglesia. La primera
transformación a la que da origen la experiencia del Espíritu es
la capacidad de ver dicha necesidad apremiante bajo un prisma
sobrenatural. El fundador no es sólo un filántropo que busca hacer el bien a la
humanidad, poniendo remedio a una necesidad específica en un tiempo determinado.
El fundador, bajo la inspiración de Dios, ve en la necesidad específica a una
parte de la Iglesia que necesita ayuda. Logra ver en cada persona una parte del
Cristo que sufre en esta tierra. A partir de la experiencia personal
espiritual lee el evangelio y entiende el misterio de Dios desde un prisma
específico. Las órdenes hospitalarias, por ejemplo, captarán el Cristo que busca
ser acogido en la figura del samaritano, o se identificarán en la parábola de
Dios cuando el Señor reconoce a los que le hicieron el bien entre los “más
pequeños”. Y así, cada uno de los fundadores verá que es a Cristo, a través de
la necesidad apremiante, a quien se ayuda, a quien se le hace el bien, a
quien se quiere servir11 .
Esta relación personal con Cristo, que se verifica a través de la necesidad
apremiante, en una realidad concreta, permite al fundador establecer una
escuela de apostolado muy específica en la que sus métodos, sus directivas,
sus indicaciones no deberán ser consideradas como emanadas de su inventiva o
genio humano, sino que serán producto de la experiencia espiritual personal,
y de la comprensión específica del evangelio o del misterio de Dios. De esta
manera, el fundador logra abstraerse de la dimensión del tiempo y del lugar en
la que ha nacido la necesidad apremiante, para pasar a la dimensión sobrenatural
de dicha necesidad apremiante, dando origen a la misión del Instituto religioso
o Congregación12 . Las personas con sus necesidades humanas o
espirituales pasan a ser partes del Cristo que sufre, ya sea en el cuerpo o en
el alma, a lo largo del tiempo y en diversas circunstancias. El fundador
comienza así a desarrollar una nueva faceta del carisma: su relación con Cristo.
La fuerza, el motor, el detonante que permite ver en la necesidad apremiante al
Cristo que sufre, no es otra que el amor a Dios13 . Si el
fundador no hubiera desarrollado este amor a Dios, bajo el prisma específico de
su experiencia espiritual personal, no podría haber desarrollado un
apostolado específico. Su trabajo se hubiera quedado circunscrito a un paliativo
humano para ese tiempo y esa circunstancia específica de la necesidad apremiante
de la Iglesia. El amor a Cristo en esa realidad apremiante y con las
características propias de la experiencia espiritual personal, permitirá
al fundador y a sus seguidores, encontrar siempre a un Cristo que sufre en la
forma específica en que lo contempló el fundador, a pesar de lo que puedan
cambiar las circunstancias de tiempo y lugares.
Este Cristo que ha encontrado el fundador es el que se presenta bajo diversas
circunstancias de tiempos y lugares, escondido en la necesidad apremiante.
La necesidad apremiante podrá cambiar de fachada, pero en su esencia siempre
será la expresión de una necesidad específica del Cristo que sufre. La labor del
discípulo del fundador consistirá en reconocer en las nuevas circunstancias de
tiempos y lugares, al mismo Cristo que sufre y que experimentó el fundador. Para
guiarse en esta labor, podrá servirse de la experiencia espiritual personal
del fundador, aplicada a las circunstancias actuales en las que se debe
desarrollar la misión del Instituto. El trabajo espiritual que debe guiar al
discípulo del fundador es el de leer en la actualidad las notas esenciales del
mismo Cristo sufriente que experimentó el fundador. Podemos afirmar que este
Cristo se presenta con un nuevo rostro, pero que en su esencia, no cambia.
Toda esta experiencia del Espíritu que debe realizar la religiosa, puede
y debe encauzarse en la formación de apóstoles laicos y no sólo en la enseñanza
de hacer apostolado. La religiosa no es una organizadora de eventos sociales o
caritativos, sino que, en fuerza de su carisma, es la transmisora de una
experiencia del Espíritu que logra formar verdaderos hombre y mujeres,
adultos y laicos, que sepan leer los signos de los tiempos y vean en las
necesidades más apremiantes de la Iglesia local, la posibilidad de aplicar lo
que han experimentado en el espíritu.
Para formar estos apóstoles, la religiosa deberá cultivar en los laicos un celo
ardiente por la salvación de las almas, alimentado incesantemente en el trato
íntimo y personal con Cristo, de forma que los laicos puedan preguntarse en su
interior lo que harán por Cristo y las almas. No se trata de una labor de
convicción para que los laicos ayuden en un determinado apostolado o ayuden a la
religiosa en una determinada acción. Se trata de llevar al laico para que se
ponga delante de Jesucristo y pueda formularse en el interior de su alma la
pregunta sobre la que hará por Cristo y por sus hermanos. Si la religiosa no
logra que el laico se formule esta pregunta y la responda de cara a Cristo, no
estará formando al verdadero apóstol y se deberá contentar tan sólo con el
triste y muy humano espectáculo de ver en torno a ella un grupo de almas buenas,
piadosas, que realizan obras buenas y piadosas, pero no un grupo de verdaderos
apóstoles que trabajan por Cristo al estilo del carisma propio.
Los apóstoles se forman mediante la oración, de forma que en el trato íntimo con
Jesucristo el laico pueda preguntarse cuál es el compromiso que el mismo Cristo
le pide. Es una oración que viene muchas veces ilustrada con la predicación de
parte de la religiosa, de forma que ilustre al laico sobre las necesidades más
apremiantes de la Iglesia. No deberá presentar las urgencias de la congregación,
sino las necesidades de la Iglesia, es decir, hacerle ver al laico que es la
Iglesia que sufre o que tiene necesidad en las urgencias específicas de la
congregación. De esta forma, la ayuda a los pobres, la evangelización de los
niños o adolescentes, la construcción de una escuela o la ayuda económica a una
nueva comunidad de vida consagrada que surge en un país de misión, son vistas
como necesidades de la Iglesia y no sólo como necesidades de la congregación. El
laico debe saber llevar a la oración, guiada por la religiosa, dichas
necesidades, de forma que las vea cómo parte del Cristo que sufre en la
actualidad. La respuesta del laico debe surgir primero en la oración, no como
una respuesta material, sino como una respuesta de amor al amor de Cristo que
está sufriendo en dichas necesidades. Se entrevé en todo este discurso la
necesidad de guiar en la oración a los laicos para que puedan llegar a
establecer esta forma de diálogo con Cristo de forma que surja en ellos el
compromiso de ser apóstoles, no de hacer apostolado.
Si el laico no siente que su corazón se hace pedazos al contemplar la necesidad
de los hombres, podemos decir que no se habrá formado aún al apóstol. El
compromiso del verdadero apóstol nace cuando ve su vida irremediablemente
comprometida, en su estado laical, en la construcción de la Iglesia, a través
del carisma, es decir, a través de la experiencia del Espíritu que le
presenta la religiosa.
Con una metodología propia del tercer milenio.
Hoy en día los laicos pueden resultar más eficaces que las religiosas en muchos
campos. La profesionalidad en sus actividades les ha hecho desarrollar
habilidades insospechadas, pero que pueden fácilmente aplicar al apostolado. Es
una cuestión de inteligencia de la caridad.
El ser apóstol en forma eficaz, en forma profesional, como el laico se desempeña
en su vida ordinaria, no está reñida con el ejercicio de la caridad cristiana,
al contrario, la eficiencia puede ser el signo de una exquisita forma de
ejecutar el apostolado. Formar el corazón del apóstol significa también, buscar
lo mejor para el amor, no tener miedo a escoger los medios más eficaces para
llevar a cabo el apostolado que mejor responde a la experiencia del Espíritu.
En consecuencia, lo mejor para el apostolado podría ser la acción más eficiente
en el tiempo y con profundidad. No tener miedo de ponderar las obras que se
deben poner en pie, que mejor expresen el amor a Dios y al prójimo, a través de
la experiencia del Espíritu. Pero siempre convendrá, en igualdad de
circunstancias irse formando en el criterio de eficiencia, que es escoger
aquella obra que puede ofrecer mejores frutos para el amor. Muchos de los
apostolados, bajo este tamiz de la eficiencia no responderían plenamente a la
experiencia del Espíritu y convendría cerrarlos o transformarlos verdaderamente
en apostolados que expresaran mejor el carisma. “Existe la tentación de querer
hacerlo todo. Existe la tentación de abandonar obras estables, genuina expresión
del carisma del instituto, por otras que parecen más eficaces inmediatamente
frente a las necesidades sociales, pero que dicen menos con la identidad del
instituto.” 14
Es necesario aprender a diferenciar entre la eficacia, que se reduce a hacer
bien las cosas y la eficiencia, que es hacer bien las cosas que convienen
hacer. Esta conveniencia dependerá lógicamente de muchas circunstancias, pero
quien es apóstol debe convencerse, especialmente en algunas regiones del planeta
que los tiempos no están para hacer y llevar a cabo cualquier obra. Deberá poner
en pie aquel apostolado que le lleve a hacer más por el amor en menos tiempo.
Ello nos lleva a ponderar la importancia del tiempo en el ejercicio de la
caridad. Siendo el tiempo un don que Dios da para realizar el amor, como uno de
los talentos de la parábola, es conveniente aprender el arte de utilizar el
tiempo para hacer más y mejor en menos tiempo, lo cual comporta una adecuada
programación, auspiciada por la encíclica Deus caritas est.
Al ver los campos en los que el hombre se afana por conseguir un bien material o
un placer efímero y constatar como ese afán lo lleva a sofisticaciones y
preparaciones minuciosas en la administración y programación del tiempo, resulta
paradójico que, quienes deberían dar lo mejor al amor, se contentan con darle
las migajas del tiempo. Migajas, no porque sea poco el tiempo que dedican a
las actividades caritativas, sino porque no lo saben utilizar con inteligencia.
¿Por qué hacer en una semana lo que podría hacerse en pocas horas? Aprender a
programar el tiempo para ser apóstol es una forma de ejercer la caridad.
Podríamos llamarla también, la inteligencia de la caridad.
De esta forma una de las labores más importantes en la transmisión del carisma
aplicado al apostolado es la formación del apóstol, no sólo de la formación del
corazón del apóstol, sino de la formación de la manera de hacer apostolado.
Debe darse en primer lugar la formación de unas virtudes características, las
mismas virtudes que el Fundador aplicó al llevar a cabo las primeras obras de
apostolado. Sin el ejercicio de dichas virtudes se corre el riesgo que el
apóstol termine por ser un mercenario que trabajo sólo bajo paga o sólo por
complacer a la religiosa. Bien sabemos que los tiempos que corren son duros y
que están hechos para personas que sepan llevar el peso de las dificultades. Por
ello, además de las virtudes específicas de cada carisma, la religiosa deberá
buscar formar a los apóstoles en la virtud de tenacidad, consciente de que uno
de los males que más daña a los apóstoles es la debilidad de la voluntad, la
sensualidad, el sentimentalismo y la inconstancia en el trabajo de la
santificación y en la actividad apostólica. Hay que ayudarle a los laicos a
reflexionar con seriedad y profundidad en la obra en la que se quieren empeñar
de forman que perseveren en sus empresas hasta culminarlas del todo,
esforzándose por evitar las derrotas en los campos espiritual, intelectual y
apostólico. Como base de esta tenacidad y constancia, la religiosa deberá ayudar
a los laicos a formar una voluntad firme y bien disciplinada, fundada
sólidamente en las virtudes teologales y en el dominio de los propios
sentimientos, emociones e impresiones. Da pena contemplar a tantas obras de
apostolado que han quedado incompletas por falta de una voluntad perseverante de
quien la debía llevar a cabo.
Otro aspecto en el que la religiosa debe formar al apóstol será en el orden y la
eficacia, enseñándoles el arte de la programación, en forma tal que el
apostolado no se lleve a cabo a base de golpes de buena suerte, sino con
un programa previamente trazado de acuerdo a un plan concreto, una guía y un
calendario. ES enseñarles el arte de la eficacia, de la realización completa, de
ganar tiempo al tiempo, de hacer más en menos tiempo. Es enseñar a los laicos la
parábola de los talentos, de forma que sus posibilidades de hacer el bien vayan
consumiéndose día a día, de manera infructuosa, por la improvisación, la pereza,
el adocenamiento y el desorden. El apostolado no es un sentimiento, sino un
arte.
La religiosa debe ayudar al laico a considerar que la vida es una y sólo se vive
una vez, enseñándole a adquirir un espíritu esforzado, de laboriosidad, de
conquista y de perseverancia, enraizado en un apasionado amor a Jesucristo y en
un ardiente celo por las almas, de la misma manera que el fundador consumó su
vida. Los laicos están llamados también a reproducir en sí mismos la misma
creatividad, la misma santidad y la misma audacia que los fundadores15
. Esta audacia y creatividad debe llevarles a extirpar toda forma de pereza
espiritual, intelectual, apostólica y física, que acabe con las cobardías, la
falsa prudencia y la comodidad, que les anime a estar permanentemente en actitud
de servicio, desechando toda amargura, insatisfacción o lamentación estéril, y
les haga desear el desgastarse por Cristo y por su Reino.
La religiosa debe animar y motivar constantemente a los seglares para hacerles
ver la grandeza de la misión, del apostolado, de forma que los laicos vayan
plasmando en sí mismos al hombre líder cristiano, guía de sus hermanos, eficaz
en su labor, atento a las oportunidades, magnánimo de corazón, luchador
infatigable, realista en sus objetivos, tenaz ante las dificultades,
sobrenatural en sus aspiraciones. Debe ayudarlos a desterrar en el apostolado
cuanto tenga que ver con la irresponsabilidad, el egoísmo, la pusilanimidad, la
pereza, la cobardía, la timidez y el desaliento.
Por último, si la religiosa quiere en verdad inculcar todas estas virtudes en la
formación de los apóstoles, se dará cuenta que debe transformarse en una
verdadera formadora de apóstoles, a ejemplo de su fundador. Por ello
deberá aprender a hacer, entregándose totalmente a su misión de transmisora del
carisma y formadora de apóstoles, en forma organizada y eficiente. Deberá
también aprender a hacer hacer, logrando corresponsabilizar a los laicos,
cultivando su celo apostólico, su amor por Dios, la Iglesia y las almas y
propiciando la participación activa de ellos en los diversos apostolados. Por
último, como San Juan Bautista, aprenderá a dejar hacer, no poniendo
obstáculos, fomentando y estimulando la iniciativa y la acción de los laicos,
sin abdicar a su propia responsabilidad de formadora de apóstoles, ni
pretender realizar todo por sí misma.
Citas Bibliográficas
1 “El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo
una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y
esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular,
hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en
cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor.” Benedicto XVI, Carta
Encíclica Deus caritas est, 25.12.2005,n.20
2 “ “Promuevan los Institutos entre sus miembros un
conocimiento adecuado de las condiciones de los hombres y de los tiempos y de
las necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de
la fe las circunstancias del mundo de hoy y abrasados de celo apostólico, puedan
prestar a los hombres una ayuda más eficaz.” Concilio Vaticano II, Decreto
Perfectae caritatis, 28.10.1965, n.2d.
3 “Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal
Chrsitifedelis laici,30.12.1988, n. 24
4 “Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem,
18.11.1965, n. 2.
5 “Para una mayor profundización en este tema, recomendamos la
lectura del libro del Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, Gesù di Nazareth, Ed.
Rizzoli, 2007.
6 “Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem,
18.11.1965, n. 5.
7 “Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est,
25.12.2005, n.31a.
8 “Sagrada congregación para los religiosos e institutos
seculares, Religiosos y promoción humana, 25 -28.4.1978, introducción.
9“Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 25.12.2005,
n. 31ª.
10 “Sagrada Congregación para los religiosos e institutos
seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 11.
11 “Antonio Maria Siccari lo expresa de la siguiente manera.
“La misma herencia espiritual viene muy seguido recordada y transmitida a través
de símbolos e imágenes: aquella luz particular irradiado por el Espíritu sobre
el misterio de Cristo, y su consecuente “ardor del corazón” en el Fundador
carismático, se transmiten también por medio de ciertos textos evangélicos más
insistentemente citados y nombrado, así como por ciertas devociones
particularmente celebradas. Antonio Maria Siccari, Gli antichi carismi nella
Chiesa, Editoriale Jaca Book, Milano, 2002, p.31.
12 “ “Vuestra misión específica está armoniosamente concertada
con la misión de los Apóstoles, que el Señor envió por todo el mundo para
enseñar a todas las gentes, y está unida también a esta misión del orden
jerárquico. En el apostolado que desarrollan las personas consagradas, su amor
esponsal por Cristo se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia
como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como Pueblo de Dios, por la Iglesia que es
a la vez Esposa y Madre. Es difícil describir, más aún enumerar, de qué modos
tan diversos las personas consagradas realizan, a través del apostolado, su amor
a la Iglesia. Este amor ha nacido siempre de aquel don particular de vuestros
Fundadores, que recibido de Dios y aprobado por la Iglesia, ha llegado a ser un
carisma para toda la comunidad. Ese don corresponde a las diversas necesidades
de la Iglesia y del mundo en cada momento de la historia, y a su vez se prolonga
y consolida en la vida de las comunidades religiosas como uno de los elementos
duraderos de la vida y del apostolado de la Iglesia.” Juan Pablo II, Exhortación
apostólica Redemptionis donum, 25.3.1984, n. 15.
13 “Para justificar lo dicho hasta ahora, nos conviene traer a
colación lo dicho por la encíclica que estamos revisando, en el número 18, sobre
la posibilidad que tiene el hombre de amar a Dios en el prójimo: “De este modo
se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia,
por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la
persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo
a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en
comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a
mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la
perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia
exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención,
que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de
ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas.” Un amor que se basa
siempre en la experiencia con Dios: “Los Santos —pensemos por ejemplo en la
beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera
siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa,
este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a
los demás.” (DCE, 18).
14“ Sagrada congregación para los religiosos e institutos
seculares, Elementos esenciales de la vida religiosa, 31.5.1983 n. 27
15 “ “Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor
la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como
respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy.” Juan Pablo
II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37