Autor: Víctor Frankl
Fuente: Conoze.com
El libro como medio terapéutico
Epílogo del libro La psicoterapia al alcance de todos de Víctor Frankl
[11] Cuando se habla del
libro como un medio terapéutico se hace con el mayor rigor clínico. La
denominada biblioterapia ocupa, desde hace ya varias décadas, un lugar
importante en el ámbito de las neurosis. Al paciente se le recomienda la
lectura de unos libros determinados, pero no sólo de libros especializados.
Esta utilización del libro persigue, como es lógico, un objetivo y se ajusta a
los distintos casos.
Teniendo en cuenta que la psicoterapia se basa sobre
todo en una colaboración entre el médico y el enfermo, no hay que pensar que
el libro puede sustituir al médico y la biblioterapia a la psicoterapia. Pero
no hay que menospreciar por ello al libro. Yo poseo documentos de los que se
desprende claramente que personas que habían sufrido durante años neurosis
agudas y que habían sido tratadas sin éxito por el especialista, se aplicaron
a sí mismas, a partir de la lectura de un libro determinado, una técnica
psicoterapéutic a concreta, y se pudieron ver libres así de su mal.
La posibilidad de utilizar el libro con fines
terapéuticos va más allá de lo patológico. Así, por ejemplo, en las crisis
existenciales —de las que nadie queda libre— el libro suele tener efectos
prodigiosos. Un libro adecuado leído en el momento oportuno ha salvado a
muchas personas del suicidio, y esto lo sabemos los psiquiatras por
experiencia. En este sentido, el libro presta una auténtica ayuda en la
vida... y en la muerte. No me refiero a los libros que se han puesto de moda,
en los que aparecen como título estereotipado las palabras «death and dying»,
«la muerte y el morir», y en los que se habla de la muerte como si no se
tratara nada más que de un proceso que se puede dividir en tantas o tantas
fases e incluso manipular; a lo que yo me refiero es a la muerte como una de
las situaciones limite del hombre, como uno de los aspectos de la «tríada
trágica» de la existencia —según yo la denomino— formada por la muerte, el
dolor y la culpa. He visto cartas escritas en el lecho de muerte o en la
cárcel, en las que se expresa con emoción cómo un libro o incluso una sola
frase puede aportar en tales situaciones aislamiento exterior y franqueza
interior. Los efectos terapéuticos se pueden multiplicar si se junta un grupo
para estudiar y discutir libros en común. Yo dispongo de actas en las que
consta cómo se formó espontáneamente un grupo de estudio entre los reclusos de
la prisión del Estado de Florida y los efectos terapéuticos que tuvo la
lectura en grupo: «Nuestro grupo se compone de nueve presos y nos reunimos dos
veces a la semana. Y tengo que decir que lo que sucede entonces es casi un
milagro. Personas que antes se sentían desamparadas y desesperadas encuentran
un sentido nuevo en su vida. Aquí, en la prisión con mejores medidas de
seguridad en toda Florida, a sólo unos cientos de metros de la silla
eléctrica, imagínense ustedes, precisamente aquí se realizan nuestros sueños.»
Sin embargo, los l ibros especializados no son siempre útiles. Existen
situaciones de las que se puede decir que cuando todas las palabras serían
pocas, sobra cualquier palabra. A no ser que buscáramos consuelo en las
palabras de un poeta, como a mí me sucedió en cierta ocasión. El director de
la famosa prisión de San Quintín, que se encuentra en las proximidades de San
Francisco, me había invitado a pronunciar una conferencia ante los reclusos,
condenados todos ellos por delitos graves. Cuando hube finalizado mi
exposición se puso de pie uno de los oyentes y dijo que a los hombres de Death
Row, en cuyas celdas se encuentran los condenados a muerte, no se les había
permitido acudir a la conferencia; luego me preguntó que si podría decirle al
menos unas palabras por el micrófono a uno de ellos, a Mr. Mitchell, que
dentro de poco iba a ser ejecutado en la cámara de gas. Yo no sabía qué hacer,
pero no podía negarme a acceder a este ruego. Así pues, tuve que improvisar:
«Créame, Mr. Mitchell, de algún modo puedo comprender su situación. Al fin y
al cabo yo también he vivido durante algún tiempo bajo la amenaza de la cámara
de gas. Pero créame, Mr. Mitchell, tampoco entonces dejé de estar convencido
en todo momento de que la vida tiene sentido en cualquier condición o
circunstancia. Pues o bien tiene un sentido —y entonces lo tiene que conservar
aunque sea muy corta —o no tiene sentido— y entonces no tendría tampoco
sentido que durara tanto. Una vida que aparentemente ha sido desperdiciada
puede adquirir también un sentido si a través de la conciencia de la propia
individualidad vamos más allá de nosotros mismos.»
¿Saben ustedes lo que luego le conté a Mr. Mitchell?
La historia de la muerte de Iván Illich según la relata Tolstoi: la historia
de un hombre que de pronto se enfrenta al hecho de que no va a vivir mucho y
se da cuenta de que ha desaprovechado su vida; pero precisamente esta idea le
hace superarse interiormente a sí mismo y es capaz de llenar de sentido la
vida q ue aparentemente había estado tan vacía.
Mr. Mitchell fue el último hombre que murió en la
cámara de gas en San Quintín. Poco antes de morir concedió una entrevista al
«San Francisco Chronicle», de la que se desprendía claramente que había
comprendido la historia de la muerte de Iván Illich en todos sus puntos.
Todos conocemos del afán de leer que sienten los
jóvenes. Se dan cuenta instintivamente de la fuente de energía que los libros
constituyen.
¿Cómo si no, podría explicarse lo que sucedió —hace
décadas— en el campo de concentración de Theresienstadt? Se había preparado el
transporte de mil jóvenes, y a la mañana siguiente salían hacia el campo de
concentración de Auschwitz. Pero esa misma mañana se comprobó que había sido
asaltada la biblioteca. Cada uno de los condenados a muerte había metido en su
mochila algunas obras de su poeta preferido y algún libro científico.
Eran las provisiones para el viaje hacia lo (por
suerte aún) desco nocido. Que venga ahora alguien y me diga; «Primero la
comida, luego la moral.»
No estamos ciegos. El libro no tiene siempre
consecuencias beneficiosas. Nos hemos vuelto escépticos en lo relativo a la
popularización de los resultados de las investigaciones científicas.
Einstein dijo en cierta ocasión que el científico sólo
puede elegir entre escribir de forma comprensible y superficial o profunda e
incomprensible. Pero el hecho de que el lector no entienda algo supone siempre
un peligro menor que el que representa una mala interpretación. Sin embargo,
ésta puede no ofrecer tampoco peligro, como se ve, por ejemplo, en lo que
sucedió cuando el psiquiatra neoyorquino Binger pronunció una conferencia
sobre medicina psicosomática y le preguntaron al final que en qué tienda se
podía comprar una botellita de esa medicina.
Yo creo que el peligro de la falta de comprensión está
en otra parte. Una ciencia que más que popularizada ha sido vulgarizada puede
llevar a q ue el hombre se interprete mal a sí mismo, a que se deforme la idea
que tiene de sí mismo si se le ofrece la mitad, la cuarta o la octava parte de
la verdad como si se tratara de toda la verdad. ¿A qué se debe?
Normalmente oímos que la gente se queja de que los
científicos se especializan demasiado. Yo creo que lo cierto es justamente lo
contrario. Lo malo no es que los científicos se especialicen, sino que los
especialistas generalicen. Ya conocemos a los denominados «terribles
simplificateurs». Lo simplifican todo. Pero existen también los «terribles
généralisateurs». Como yo los denomino.
Los «terribles simplificateurs» reducen todo a un
único aspecto. Los «terribles généralisateurs» no se quedan sólo en un
aspecto, sino que generalizan todo. ¿Cómo si no, iban a conseguir hacer un
best-seller? ¿Cómo van a popularizar sin generalizar?
Bajo la influencia del adoctrinamiento de las masas,
que se refleja ya en los propios títulos de los best-seller, el lect or ya no
se ve a sí mismo como un hombre, sino —y cito los títulos de dos best-seller—
como un «mono desnudo» y como un aparato o mecanismo «al otro lado de la
libertad y la dignidad». A esto se añade el nihilismo actual.
El nihilismo de ayer se ocupaba de la nada; el de hoy
se caracteriza por las palabras «nada más que...» El hombre no es «nada más
que» el producto de las condiciones de producción, de la herencia y el medio
ambiente, de las condiciones y circunstancias socio-económicas y psico-dinámicas,
etc. Sea como fuere, se le presenta como una víctima de las circunstancias,
cuando en realidad es él quien crea tales circunstancias, por lo menos quien
las organiza y, si es necesario, las modifica.
Una psicología profunda vulgarizada le proporciona al
lector neurótico suficientes y oportunas coartadas. La culpa de todo la tienen
sólo los complejos. Él ya no es responsable de nada, ya no existe la voluntad
libre. Pero de qué forma más sabia me contestó una pa ciente esquizofrénica
cuando le pregunté si no sentía que tenía una voluntad libre: «Mire, doctor,
tengo una voluntad libre cuando quiero, y cuando no quiero, no la tengo.» En
lo que respecta a los complejos, me escribía en cierta ocasión una mujer que
no era paciente mía: «Tengo tras de mí una infancia terrible; crecí en un
´hogar roto´ y pasé necesidades extremas. Pero no quiero olvidar todo lo malo
que he vivido y sufrido en mi niñez, pues estoy convencida de que de todo ello
han salido muchas cosas positivas. ¿Complejos? El único complejo que tengo es
pensar que tendría que tener complejos y no tengo ninguno».
El hablar de «nada más que», o —tal como se denomina
este concepto del hombre— el reduccionismo, es sólo uno de los aspectos del
nihilismo contemporáneo. El otro es el cinismo. Se ha puesto de moda burlarse
de la gente buena, criticar al hombre, considerarlo un ser maligno.
Es evidente que la literatura no tiene como finalidad
el encubrir la realidad, presentarla como algo que no ofrece peligro. Sin
embargo, una de sus tareas sí es dejar ver una posibilidad más allá de la
realidad, la posibilidad de cambiarla, de transformarla. El mundo va de mal en
peor. ¿A quién se lo dicen ustedes? No está en buen estado. Pero ustedes
tienen que comprender que como médico no puedo estar satisfecho con ello. El
mundo está enfermo, pero su mal es curable. Una literatura que rechace ser una
«medicina» y colaborar en la lucha contra la enfermedad del espíritu de
nuestro tiempo, no es una terapia, sino una señal, un síntoma de la neurosis
colectiva que se une a todo lo demás. Si el escritor no es capaz de inmunizar
al lector contra la desesperación, entonces tiene que abstenerse al menos de
«infectarle» de ella.
La neurosis colectiva de nuestros días se caracteriza
por un sentimiento de falta de sentido que se extiende por todo el mundo. El
hombre de hoy está frustrado, ya no desde el punto de vista sexual, como
sucediera en la época de Sigmund Freud, sino desde el punto de vista
existencial.
Hoy en día no sufre un sentimiento de inferioridad,
como en los tiempos de Alfred Adler, sino un sentimiento de falta de sentido,
que va acompañado de una sensación de vacío existencial.
Actualmente comienza a observarse esto en Oriente y en
el Tercer Mundo. Así, el neurólogo checo Vymetal ha comprobado que «esta
enfermedad actual, la pérdida de un sentido existencial sobre todo en la
juventud, traspasa ´sin pasaporte´ las fronteras de los sistemas sociales
capitalista y socialista». Si ustedes me preguntan que cómo me explico yo el
origen de este sentimiento de falta de sentido, sólo les puedo decir que, en
contraposición a los animales, al hombre no le dicta el instinto lo que tiene
que hacer y, frente a las personas de épocas anteriores, la tradición ya no le
dice lo que debe hacer; y así, parece que ya no sabe bien lo que realmente
quiere. Esto lleva al hecho de que o bien quiere sólo lo que hacen lo s demás
—y tenemos entonces el conformismo— o bien hace sólo lo que los demás quieren,
lo que desean de él —y tenemos entonces el totalitarismo—.
Con la ayuda de los tests se ha comprobado
estadísticamente que el sentimiento de falta de sentido está más extendido
entre los jóvenes. El ingeniero Habinger ha demostrado mediante una muestra
estadística recogida al azar entre quinientos estudiantes vieneses que dicho
sentimiento ha aumentado en los últimos años desde un 30 hasta un 80 %. En lo
que a América se refiere, mis colegas de la United States International
University han probado que fenómenos tan extendidos y en aumento como la
agresividad, la criminalidad, la toxicomanía y el suicidio se deben en el
fondo a una sola cosa: al sentimiento de falta de sentido. Entre los
estudiantes americanos aparecen como principales causas de muerte los
accidentes de tráfico y el suicidio.
Los intentos de suicidio son quince veces más
frecuentes, y eso teniendo en cuenta so lamente las cifras oficiales. Por
suerte. Pues los médicos tenemos que pensar desde el punto de vista no sólo
terapéutico sino también profiláctico, y en el campo de la prevención de los
suicidios la publicidad no constituye siempre una ventaja.
Quizá sea suficiente con que les diga que en Detroit
disminuyó en cierta ocasión repentinamente la cifra de suicidios e intentos de
suicidio, para volver a aumentar con la misma rapidez después de seis semanas.
Durante este espacio de tiempo había habido una huelga general en los
periódicos y los suicidios se habían quedado sin publicidad.
Pero no está dicho todo. Si mido la tensión arterial a
un paciente y tiene, por ejemplo, 160 y se lo digo a él, ya no tendrá 160,
sino que le aumentará a 180. Pues el paciente tiene miedo de sufrir una
apoplejía. Si, por el contrario, respondo a su atemorizada pregunta que tiene
la tensión prácticamente normal, que no tiene nada que temer, entonces el
paciente se tranquiliza y la tensión ar terial baja hasta 140.
Volvamos al sentimiento de falta de sentido. ¿Cómo se
puede utilizar «el libro como medio terapéutico» contra la neurosis colectiva
de hoy en día? En tres frentes sobre todo, contra tres aspectos actuales y
agudos de la enfermedad de nuestro tiempo: la neurosis de domingo, la crisis
de la jubilación y la neurosis de desempleo.
El domingo, durante el fin de semana, cuando cesa la
actividad de los días laborables, aumenta en las personas el sentimiento de
falta de sentido.
La consecuencia de esto es una depresión típica, la
denominada «neurosis de domingo», que al parecer está cada vez más extendida.
El Instituto del sondeo de la opinión pública de Allensbach ha comprobado que
en 1952 constituían un 26 % las personas a las que el domingo se les hacía el
tiempo demasiado largo mientras que éstas en la actualidad representan un 36
%.
Lo mismo se puede decir de la crisis de la jubilación,
del derrumbamiento psicosomático que su fren las personas que aparte del
trabajo no han tenido nada que llenara su vida y, liberados de la presión que
suponían las obligaciones profesionales y enfrentadas al vacío que encuentran
dentro de sí mismas, se desploman. Se puede prevenir este agotamiento
psicofísico que se da en la vejez conservando en buen estado tanto el cuerpo
como la psique, y en esto el libro actúa no sólo como medio terapéutico, sino
también como profiláctico. Nunca he visto amontonados tantos libros sobre un
escritorio como en el del profesor Berze, un antiguo director del «Steinhof»,
que murió a los 91 años de edad estando psíquicamente sano y activo.
En lo que concierne, por último, a la neurosis de
desempleo, se trata de un síndrome que yo mismo describí en el año 1933 en la
revista «Sozialárztlichen Rundschau», basándome en las experiencias que reuní
con ocasión de la campaña «La juventud necesitada», lanzada por la cámara de
trabajadores. Está comprobado que la necesidad no era sólo económi ca, sino
también espiritual. Sin trabajo, al hombre le parece la vida vacía, se siente
inútil. Lo peor no es la falta de trabajo en sí, sino el sentimiento de falta
de sentido. El hombre no vive sólo del subsidio de desempleo. En
contraposición a la década de los años 30, la crisis económica actual se debe
a una crisis energética: con gran asombro por nuestra parte hemos tenido que
darnos cuenta de que las fuentes de energía no son inagotables. Espero que no
consideren un atrevimiento que yo afirme que la crisis energética y el
crecimiento económico más lento que la acompaña constituyen, en lo que
concierne a nuestro deseo frustrado de encontrar un sentido, una gran
oportunidad: tenemos la oportunidad de reflexionar. En los momentos de
abundancia, la mayoría de las personas tenían con qué vivir; pero muchos no
sabían por qué vivir. Lo importante ahora no son los medios de subsistencia,
sino el encontrar un fin, un sentido a la vida. En contraposición a las
fuentes de energía, el sent ido es inagotable. Y no hay nada que ayude a
encontrar este sentido tanto como el libro. El hecho de que el hombre conoce
instintivamente las posibilidades que los libros le ofrecen para no hundirse
interiormente en los momentos de depresión económica queda demostrado por la
circunstancia de que en los países con cifras altas de desempleo se compran y
se leen más libros.
A esto se añade el hecho de que, en contraposición a
los grandes medios de comunicación social y a la pasividad a que inducen a los
hombres, el libro nos hace ser selectivos. Un libro no se puede conectar y
desconectar como una radio o un televisor. Por un libro hay que decidirse, hay
que comprarlo o, al menos, tomarlo prestado, hay que leerlo y de vez en cuando
interrumpir la lectura para pensar. Dentro de un mundo laboral amenazado por
la deshumanización, el hombre crea islas en las que nada pueda no sólo
entretenerse, sino también reflexionar, no sólo divertirse, sino también
meditar. El tiempo libre qu e ocupa leyendo le ayuda a huir de sí mismo, de su
propio vacío, y a «entrar en sí mismo». En una palabra, el libro lleva a una
liberación no centrífuga, sino centrípeta. Nos descarga de la presión del
trabajo, de la vida activa, y nos hace volver a la vida contemplativa, a la
existencia contemplativa, aunque sólo sea de vez en cuando.
¿En qué consiste la tarea y la responsabilidad del
libro? En que cree al hombre capaz de tener el deseo de sentido que hoy está
tan frustrado. Mientras pensemos que el lector es demasiado tonto para este o
aquel libro, no sólo será tonto, sino que se volverá tonto. Existen individuos
idiotas que han llegado a serlo porque un psiquiatra los consideró como tales.
Lo lamento, pero tengo que acabar esta conferencia citando a Goethe, como si
fuera un estudiante en una clase de retórica: «Si tomamos al hombre por lo que
es, le hacemos peor. Pero si lo tomamos por lo que debe ser, lo convertimos en
lo que puede ser».
Notas
[1 1] Conferencia inaugural de la Semana del Libro
1975 en el Hofburgde Viena.