Autor: P. Carlos M. Buela

 

Dos Perspectivas de la Cruz

Meditación. ¡Sólo así se ama!

 

La primera es la perspectiva más común, a la cual estamos acostumbrados.

Se trata de ver el signo mismo de la cruz, que por haber llevado sobre ella al Hijo Único de Dios nos muestra con su pie que cierra las puertas del infierno. Gracias a la cruz es que los hombres podemos tener la esperanza de la salvación; y por eso dice San Juan: "Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo sino para que el mundo sea salvo por Él" (Jn 3, 17-18). Y el Apóstol San Pablo, en su carta a Timoteo, nos dice cómo Dios quiere la salvación de todos los hombres: "El cual Dios nuestro Salvador, dice él, quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad"(1 Tm 2, 3-4). E insiste en esta idea en la carta a los Colosenses: "Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y por el prepucio de vuestra carne, os vivificó con Él, perdonándoos todos los pecados, borrando el acta de los decretos que nos era contrar ia, que era contra nosotros, quitándola del medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente triunfando de ellos en la cruz" (Col 2, 13-15). La cruz es el triunfo sobre el poder del mal y sobre el infierno, sobre los principados y las potestades que quedan despojados. Muere en la cruz para cerrarnos el infierno.

También, si miramos la cruz, vemos que no solamente con el pie cierra el infierno, sino que con la cabeza abre el cielo. Jesús muere en la cruz para abrirnos el cielo. Así lo nota el Apóstol en distintos pasajes: "De gracias habéis sido salvados" dice en la carta a los Efesios, "y nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2,6). Y el primer Papa, Pedro, nos dice que "nos reengendró para una herencia incorruptible (el cielo), incontaminada e inmarcesible que os está reservada en los cielos" (1 Pe 1,4). De tal manera que debemos recordar que ese es el objetivo de la En carnación del Verbo. Él se hace hombre en las entrañas de la Virgen para tener un cuerpo, para poder después llevarlo a la cruz y entonces así salvarnos. Sigue diciendo Pedro: "Logrando la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1 Pe 1,9). Y san Pablo a los de Corinto: "La doctrina de la la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan" (1 Cor 1,18). Muere en la cruz para abrirnos el cielo.

No debemos olvidar nunca esta gran verdad. Ese es nuestro destino último: la vida eterna. En este mundo estamos de paso. Algunos pasan antes, otros después; algunos con muchos sufrimientos, otros con pocos. Sin embargo, poco o nada importa lo de acá, si no lo aprovechamos para ganar méritos para la vida eterna. "Cierto es, y digno de ser por todos recibido, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, dice San Pablo, de los cuales yo soy el primero" (1 Tm 1,15). Cristo no vino por los justos s ino por los pecadores, como Él mismo lo dijo en tantas oportunidades y de tantas maneras.

Y, además, al ver los brazos de la cruz entendemos cómo Cristo se hace hombre y muere en la cruz, por todos. Hubo una herejía, la de Jansenio, obispo, que decía que Cristo había muerto por pocos. Se caracterizaban estos por esculpir a Cristo crucificado no con los brazos abiertos, como normalmente están, bien abiertos, sino con los brazos casi cerrados, dando a entender que moría por unos pocos... Pero no; murió por todos, por todos los hombres y mujeres. Sin excluir a nadie, por todos. Por los sabios y por los ignorantes; por los ricos y por los pobres; por los buenos y por los malos; por todos. Por eso nosotros no debemos excluir nunca a nadie, porque por todos murió Cristo. A veces, uno escucha alguna crítica de que algunos de los jóvenes que vienen al Oratorio no son santos, más aún, pareciera que algunos son delincuentes... Y, ¿quién los atiende sino lo hacemos nosotros? ¿No mur ió Cristo por ellos también? Ese joven al que le han enseñado a delinquir en su casa, y que vive delinquiendo, quizás termine en la cárcel. Pero la atención que se le dió alguna vez en el Oratorio tiene un valor inmenso. Algún día tal vez se va a enfermar, va a ir al hospital, y viendo pasar una monjita, dirá: "¡Ah, yo iba al Oratorio del Seminario! ¿Por qué no viene el sacerdote, así me confieso?". ¡Y salva el alma! De eso se trata. No de que estén acá en este mundo y que se comporten como corresponde (tendrían que comportarse como corresponde); pero su alma es mucho más grande que todo lo demás, porque tiene un valor en cierto modo infinito, ya que la sangre de Cristo, que tiene un valor infinito, fue derramada por ellos también.

Por eso no hay que olvidarse, dice San Juan, que "Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por los de todo el mundo" (1 Jn 2,2). Por todos murió Cristo. Por eso dice hermosamente un poeta:
Muere Jesús del Gólgota en la cumbre

con amor perdonando al que le hería:

siente desecho el corazón María

del dolor en la inmensa pesadumbre.

Se aleja con pavor la muchedumbre

cumplida ya la santa profecía;

tiembla la tierra; el luminar del día,

cegado de tanto horror, pierde su lumbre.

Se abren las tumbas, se desgarra el velo

y, a impulsos del amor, grande y fecundo,

parece estar la cruz, signo de duelo,

cerrando, augusta, con el pie el profundo,

con la excelsa cabeza abriendo el cielo

y con los brazos abarcando el mundo.


En segundo lugar, la segunda perspectiva o segunda mirada a la cruz.

Dice Juan Pablo II: "La cruz, que parece alzarse desde la tierra, en realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha el universo". No es común pensar de esta manera.

Es otra visión; un a visión muy interesante. Porque sensiblemente siempre vemos que la cruz se alza desde la tierra. Pero no nos damos cuenta que ese alzarse físicamente la cruz desde la tierra es porque en realidad esa cruz cuelga del cielo. Y así en los evangelios, por ejemplo, cuando Nuestro Señor es bautizado en el Jordán, o se transfigura en el monte Tabor, el Padre hace oír su voz, dirigiéndose a su Hijo: "Este es mi hijo muy amado, escuchadle" (Mt 3, 17; 17,5; Mc 9,7; Lc 9,35; 2 Pe 1,17). Muy amado. No es Jesús amado de cualquier manera, sino que es muy amado por el Padre celestial. Y es interesante también darse cuenta que el Padre celestial, de una manera semejante, nos ama a nosotros en el Hijo. Cuando el Padre ve que estamos enfermos, que sufrimos, que tenemos dificultades, nos está viendo colgados de la cruz, como vió colgado de la cruz a su Hijo muy amado. Por eso dice San Juan: "el Padre ama al Hijo" (Jn 3,35). Y San Pablo: "Nos trasladó al reino del Hijo de su amor" (Col 3,13 ). Y por Cristo nos ama a todos nosotros, como aparece en el Evangelio de San Juan: "Tanto amó Dios al mundo", ¡tanto!, "tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo Unigénito para que todo el que cree en Él no muera sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16-17). ¡Tanto...!

Y es también el apóstol San Juan el que recuerda la frase inequívoca de Jesús: "Como el Padre me amó yo también os he amado. Permaneced en mi amor"(Jn 13,1). No es un amor cualquiera, es un amor semejante al amor del Padre por Él. Y el apóstol San Pablo: "el que no perdonó a su propio Hijo (¡no perdonó a su propio Hijo!), antes le entregó por todos nosotros, cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas" (Rom 8, 37). Y el amor del mismo crucificado por cada uno de nosotros: "habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin" (Jn 15,9), hasta el extremo, hasta no poder dar más. "Mas en todas estas cosas (en tribulación, angustia, persecución, hambre), vencemos por a quel que nos amó". Por eso, en este día, mirando la cruz, y viendo que esa cruz en realidad cuelga del cielo, del amor del Padre por nosotros, aprendamos a amar. Hemos colocado nosotros al pie de la cruz un letrero que dice: "Así se ama". Son tres palabras, pero ¡qué bien dichas y qué bien puesto el cartel al pie de la cruz!: "Así se ama". Así se ama, como ama el Padre Celestial; como ama el Hijo. ¡Así! ¡No de otra manera!

¿Cómo es así? En primer lugar, dando lo mejor de uno. Como el Padre, que da lo mejor de Él, que es el Hijo. No "dando cosas", como a veces pasa. Algunos creen que dando dinero o cosas materiales dan lo mejor. Eso no es lo mejor; lo mejor es cada persona, es darse uno. Dar de su tiempo, saber conversar, saber compartir. Dar lo mejor, eso es amar. Y ese dar lo mejor significa siempre, cuando el amor es verdadero, sacrificio, entrega y entrega generosa; muerte a uno mismo, a los gustos de uno, a los pareceres, a los planes, al tiemp o que nos es tan valioso.

"Así se ama". Si existe ese amor, está amasado de perdón: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Ese amor está amasado de confianza en el otro y es un amor que da confianza. Cree que el otro puede mejorar, que puede salir del pozo; cree que el otro puede realmente santificarse, que puede alcanzar la vida eterna. Como lo hace Dios Padre, como lo hace Nuestro Señor Jesucristo. ¡Así se ama!

"Así se ama". Dice hermosamente un proverbio africano: "el hijo es como el hacha, aunque uno se corte con ella, la vuelve a cargar sobre el hombro". Ese amor, cuando es verdadero, perdona una, y otra, y otra vez; y confía y cree que puede haber cambio. Y aunque lo ha lastimado, como cuando se corta con el hacha (sin embargo, es necesaria el hacha para talar los árboles) uno lo vuelve a cargar sobre el hombro. Eso es el amor. ¡Así se ama!

Pidámosle a la Santísima Virgen la gracia de comprende r toda esa profundidad y riqueza del amor de Dios por nosotros, del amor de Jesucristo por nosotros y de cómo nosotros tenemos que aprender esa lección para amar de la misma manera. Porque ¡sólo así se ama!.