EL DOMINGO, DÍA DEL SEÑOR


DESDE DONDE BROTAN LAS AGUAS

El acontecimiento pascual constituye el núcleo esencial de toda la vida cristiana. En él polarizan -o a él se refieren- las acciones más significativas de la Iglesia: el anuncio misionero, la fe, el bautismo, la Eucaristía. Por la predicación, el acontecimiento pascual se convierte en buena noticia. Por la fe, en confesión gozosa y aceptación confiada. Por los sacramentos, sobre todo por la Eucaristía, en presencia salvadora y en motivo de esperanza. Toda la religiosidad cristiana se asienta, como en su base más radical y fundante, en el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Cristo.

Consideradas las cosas desde otra perspectiva, parece claro que, en la conciencia de la comunidad cristiana, el acontecimiento pascual de Cristo es interpretado como el gran arquetipo, como el gesto ejemplar definitivo por el que la historia ha sido redimida, instaurándose un tiempo de gracia y de regeneración. Desde una óptica estrictamente cristiana, hay que decir que la Pascua de Cristo constituye la primicia y, por tanto, la promesa de una transformación universal y definitiva.

Pero es preciso que los arquetipos -los gestos salvadores originales- sean repetidos periódicamente a través de una imitación ritual. Así se regenera el tiempo y la historia se transforma en tiempo de salvación. Dicho esto mismo en un lenguaje más cercano a nosotros -más cristiano- y más desprendido del lenguaje usado por los historiadores de la religión, lo que intento afirmar es que el acontecimiento pascual de Cristo debe hacerse presente a lo largo de la historia, a través de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, hasta que el Señor vuelva. Es decir, hasta que haya sido transformado el corazón de los hombres y Cristo sea todo en todas las cosas.

En este contexto hay que situar la celebración periódica —semanal— de la Eucaristía. No se trata de una celebración esporádica, realizada al azar y de forma anárquica. La cena del Señor ha sido celebrada regularmente —cada semana—, con un ritmo mantenido celosamente —con perseverancia—, cada «primer día de la semana». Al hacerlo, la comunidad de creyentes ha experimentado al vivo la presencia del Señor glorioso y se ha sentido como transportada en la misma aventura pascual del Resucitado.

Ésta es, a mi juicio, la perspectiva más adecuada para entender la significación del domingo en el marco del año litúrgico.


CELEBRAR LA PRESENCIA VIVA DEL SEÑOR
SEMANA TRAS SEMANA

Cada domingo celebrará la comunidad cristiana primitiva la presencia viva y resucitada de Jesús. Y lo hará precisamente en la Eucaristía, partiendo el pan en torno a la misma mesa, compartiendo su fe en el Resucitado y proclamando con ansiedad el deseo ardiente de su próxima venida. Por eso gritaban aquel «Ven, Señor Jesús», al que se refiere el libro del Apocalipsis. De este modo, proclamando el «señorío» de Cristo en la Eucaristía, celebraban las comunidades cristianas el día del Señor. Por eso, nosotros estamos convencidos de que no hay domingo sin Eucaristía. Ésta es la afirmación de fondo que caracteriza la identidad original del domingo.

La verificación de esa afirmación se hace no precisamente a través de un razonamiento teórico, sino a la luz del comportamiento mismo de la comunidad cristiana. Casi todas las referencias al domingo recogidas en el Nuevo Testamento remiten de alguna manera a la Eucaristía.

Hay un testimonio muy claro, recogido por Lucas en el libro de los Hechos (20, 7-12). Él mismo fue testigo, junto con Pablo, de lo que pasó en aquella velada. A su paso por Troas, después de haber celebrado la Pascua en Filipos, se reunieron con la comunidad el primer día de la semana, en la noche del sábado al domingo, para la fracción del pan, es decir, para celebrar la Eucaristía. La reunión tuvo lugar en una sala del tercer piso, bien adornada e iluminada con abundantes lámparas. Pablo predicó largamente a los hermanos. Pasada la medianoche, compartieron juntos la cena del Señor. La reunión terminó al amanecer.

Otro testimonio menos explícito que el anterior, pero, seguramente, el primero desde el punto de vista cronológico y, por tanto, el más antiguo, lo encontramos en 1Co 16, 1-2: «En cuanto a la colecta en favor de los santos, haced también vosotros tal como mandé a las iglesias de Galacia. Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su casa lo que haya podido ahorrar, de modo que no se hagan las colectas cuando yo llegue».

Tal como se deduce del contexto, Pablo se refiere aquí a una colecta de limosnas que debía ser enviada a la comunidad de Jerusalén. Ahora bien: ¿por qué debe hacerse precisamente «el primer día de la semana»? A mi juicio, sólo es explicable esta indicación de Pablo si se tiene presente que las comunidades cristianas se reunían regularmente el primer día de la semana para celebrar la cena del Señor. La presentación de limosnas, por otra parte, y su distribución a los pobres se realizaba en el marco de la celebración o en conexión con ella. La invitación del apóstol, a que cada uno recoja en su casa la pequeña reserva de limosnas, estaría motivada por razones de orden práctico y de eficacia. En todo caso, la reserva de limosnas tendría siempre un sentido cultual, tal como deja entender Pablo en 2Co 9, 12, y, por tanto, una clara referencia a la cena del Señor.

En Apocalipsis 1, 10 encontramos la primera y única alusión neotestamentaria al domingo, llamándole «día del Señor». Se ha abandonado ya la denominación de origen judío «primer día de la semana» o «primer día después del sábado» y se incorpora la denominación de sello estrictamente cristiano «día del Señor» o, con más exactitud, «día señorial» (kyriaké hemera). Esta expresión permanecerá inmutable en la liturgia cristiana y dará origen a la denominación de este día en las lenguas de origen latino.

La pregunta inmediata es por qué Juan sitúa su visión apocalíptica precisamente el día del Señor. Quizás podamos encontrar una respuesta adecuada teniendo presente que el libro del Apocalipsis es el libro más «litúrgico» de todo el Nuevo Testamento. En él se nos describe el reino futuro -la victoria final del Cordero y la salvación de todos los justos- en términos de una solemne liturgia de dimensiones universales, cósmicas. Este dato nos induce a conectar con la liturgia eucarística en la que, de algún modo, se hace presente el futuro escatológico, la pascua definitiva, representada en la literatura bíblica bajo la imagen del banquete nupcial o del banquete mesiánico. Hasta es posible que el vidente de Patmos, como sugiere algún exegeta, experimentara esta visión a la misma hora en que tenía lugar la celebración eucarística. Por todo ello parece conecto concluir que Juan, al referirse al «día señorial, quiere indicar el día en que la comunidad se reúne para celebrar la cena del Señor.

La literatura cristiana primitiva seguirá describiéndonos el domingo como el día dedicado a la asamblea eucarística. El testimonio de las Iglesias y de los padres es contundente a este respecto, de modo que en la Iglesia primitiva no se podía concebir la celebración del domingo al margen de la Eucaristía. No existía entonces ninguna norma que obligase a los cristianos a reunirse en asamblea cada domingo. Era algo tan grabado en su conciencia y tan asumido que, al margen de cualquier norma, el hecho de reunirse se había convertido para ellos en una necesidad imperiosa.

Al final de esta encuesta aparece evidente, primero, que la institución del domingo es anterior a la redacción de los escritos neotestamentarios; segundo, que no es posible entender el domingo cristiano desvinculado de la Eucaristía, y, tercero, que la elección del primer día de la semana judía como día de la asamblea eucarística depende estrechamente del hecho de que ése es el día de la resurrección del Señor. Esta convicción no es el resultado de complicadas reflexiones teológicas. Es sólo una constatación. Un hecho verificable a través de numerosos testimonios. La confrontación conjunta de todos esos datos, nos asegura que, desde sus orígenes, la comunidad cristiana se ha reunido el primer día de la semana para celebrar la fracción del pan, esto es, la Eucaristía. Dejamos ahora de lado cuestiones accidentales sobre la hora y el lugar de la celebración. Lo importante es descubrir que, para la comunidad cristiana, lo que hace del día primero de la semana un día grande -«el día del Señor— es precisamente la celebración eucarística. Por eso decíamos al principio que no hay domingo sin Eucaristía.

Esta constatación es el punto de arranque para una reflexión ulterior: ¿qué significa la Eucaristía para la comunidad cristiana? Intentaré responder a esta pregunta en el punto siguiente al hablar de la dimensión pascual del día del Señor.


CADA DOMINGO CELEBRAMOS LA PASCUA

El acontecimiento pascual constituye el gesto salvador único por el que Dios regenera definitivamente la historia e inaugura un tiempo de salvación. Por eso, la Pascua viene considerada como el eje medular en torno al cual gira toda la vida cristiana.

Por otra parte, es indudable que la elección del primer día de la semana como día de la asamblea eucarística se ha hecho precisamente por su referencia inmediata al día de la resurrección del Señor. En la mañana del domingo, Cristo resucita triunfante, vencedor de la muerte y del pecado, para inaugurar un mundo nuevo, una creación nueva, un nuevo estilo de existencia humana en la comunión con Dios y en la fraternidad. Éste es el gran acontecimiento salvador que permite al hombre volver a ser imagen de Dios.

El banquete eucarístico, celebrado cada domingo, es una imitación ritual del acontecimiento salvador. A través de esta imitación ritual, repetida periódicamente, en un ritmo incesante e ininterrumpido, la comunidad cultual se asocia íntimamente al gesto salvador y, junto con Cristo -en él-, pasa de este mundo al Padre.

De todos modos, no sería justo considerar la celebración dominical como una especie de evocación histórica semanal de la resurrección. El domingo no es el «día de la resurrección», sino el «día del Señor». La Eucaristía dominical no remite, sin más, al hecho portentoso de la resurrección de Jesús como acontecimiento histórico; es el reconocimiento gozoso y la celebración del «señorío» de Cristo en la Eucaristía, constituido por su resurrección en dueño de la vida y de la muerte, soberano del universo y señor de la historia, lo que constituye el primer día de la semana en «día señorial».

Para ahondar más en esta idea, que acabo de esbozar, sería necesario analizar de cerca la relación que algunos exegetas establecen entre la fracción del pan -la Eucaristía- y las apariciones del Señor resucitado. Lucas nos asegura que los dos discípulos de Emaús reconocieron al Señor «al partir el pan» (Lc 24, 35). No es que Jesús realizara el gesto material de partir el pan de una manera peculiar, propia y exclusiva. Lo que quiere decir Lucas, en boca de los dos discípulos, es que, al celebrar la Eucaristía -eso significa partir el pan- con el misterioso compañero de camino, los dos discípulos reconocieron que era el Señor; es decir, experimentaron que el Señor vivía, que había resucitado y estaba con ellos. La celebración de la Eucaristía los introdujo en la esfera del resucitado. Por eso se les abrieron los ojos y le reconocieron. Por otra parte, llama la atención el interés de los evangelistas por situar las primeras apariciones del Señor «el primer día de la semana» (Jn 20, 19-20), estando los discípulos sentados a la mesa (Mc 16, 14), probablemente en el cenáculo (Lc 24, 36-43). Juan señala intencionadamente que el Señor volvió a aparecerse «ocho días más tarde», esto es, al domingo siguiente (Jn 20, 26-29). La inspiración litúrgica de los relatos queda reflejada en el saludo estereotipado que dirige el Señor a los discípulos: «La paz sea con vosotros», que es transmitido una vez por Lucas (24, 36) y dos veces por Juan (20,19.26). A través de estos relatos, los evangelistas intentan reflejar la preponderancia del primer día de la semana» como día de la resurrección del Señor y día de la asamblea eucarística, en medio de la cual se hace presente el Señor glorioso.

Estos datos son suficientes para intuir que, en la conciencia de la comunidad primitiva, la fracción del pan continúa la experiencia de los discípulos en el momento de las apariciones. También en la Eucaristía, como en las apariciones, la comunidad de creyentes toma conciencia de que Jesús ha vencido a la muerte y vive glorioso. En la fracción del pan, lo mismo que en Emaús y en el cenáculo, Jesús se manifiesta y se hace presente en medio de los suyos. Es esta presencia sacramental del Señor en el banquete, intensamente sentida y experimentada por los suyos desde la fe, la que constituye a los creyentes en auténticos testigos de la resurrección y en proclamadores de la Buena Noticia. Más aún: a través de la celebración eucarística, la comunidad se siente incorporada al Cristo de la Pascua y comparte con él, a modo de misterio, el paso de la muerte a la vida. En realidad, la fracción del pan permite a la comunidad de creyentes anticipar, siempre como de misterio sacramental, el futuro escatológico; es decir, la plenitud de comunión con Dios en el amor y la plenitud de la fraternidad. Esta experiencia de plenitud y de futuro penetra de manera inebriante el corazón de los creyentes, provocando en ellos una explosión de gozo profundo y de alegría desbordante. Pero la comunidad es consciente de que esta experiencia está limitada por la provisionalidad del presente. Sólo cuando el Señor vuelva al final de los tiempos, la alianza de comunión quedará definitivamente sellada y consumada. De ahí el grito ansioso y expectante de la comunidad: »Maran atha» («¡Ven, Señor, Jesús!») (lCo 16, 22; Ap 22, 20; Didajé 10, 6). Este grito expresa el anhelo de la comunidad, que espera ansiosa la vuelta del Señor glorioso para celebrar las nupcias y establecer definitivamente el reino. De este modo, la fracción del pan se sitúa entre la partida y la vuelta del Señor, como «memoria» del pasado y como «anticipación escatológica» del futuro, asegurando de esta forma el misterio de salvación en la historia.

Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que, efectivamente, la Eucaristía dominical es una celebración semanal de la Pascua. En ella celebramos y hacemos presente el triunfo definitivo de Cristo sobre la muerte y su vuelta al Padre. De alguna forma, esta interpretación pascual de la Eucaristía dominical viene confirmada por el nombre asignado a veces al domingo, llamándole «día del sol». Esta denominación evoca en nosotros el recuerdo del Cristo de la Pascua, sol de salvación, vencedor de las tinieblas. Aparece ahí, por otra parte, el tema que es tan familiar en la literatura pascual de la luz y las tinieblas que echa sus raíces en los escritos de San Juan. Es este evangelista precisamente quien con mayor insistencia ha evocado el drama del «día y la noche», de la «luz y las tinieblas». En la mañana de Pascua, Cristo, como Sol invencible, ha disipado las tinieblas, surgiendo del sepulcro como Sol radiante.


EL DOMINGO NOS CONECTA CON EL PASADO
Y NOS HACE MIRAR AL FUTURO

A lo largo de estas páginas hemos podido comprobar cómo el domingo ha recibido nombres diversos. Al principio se le denominó, sin más, «primer día de la semana». Era una denominación de inspiración judía. Después se le llamó «día del Señor» y «día del sol». Ya he intentado interpretar ambas expresiones.

Además de estas denominaciones, que son las más usadas, existen otras que aparecen con frecuencia en los escritos de los padres y que han dado lugar a interesantes interpretaciones teológicas. Es precisamente este esfuerzo de interpretación teológica, llevado a cabo especialmente por los padres, lo que ahora va a ocupar nuestra atención de un modo especial. A la luz de estas interpretaciones podremos establecer una visión más completa de lo que el domingo ha representado y debe representar en la experiencia íntima de la Iglesia.

Resumiendo de alguna manera la impresionante carga significativa que caracteriza al domingo, me he referido a su doble dimensión de retorno a los orígenes, vuelta al pasado, y de apertura al futuro. El domingo se proyecta, desde el presente de la celebración, hacia el pasado y hacia el futuro. Pero ambos aspectos -pasado y futuro- se identifican en cierto sentido, ya que la tendencia expectante hacia el futuro suele entenderse como la recuperación de las propias raíces y como una vuelta a los orígenes primordiales. De esta forma, el domingo nos sitúa de lleno en la dinámica del tiempo y confiere a la historia un nuevo sentido.

Cuando se habla del domingo como «primer día de la semana», hay de por medio una referencia al «primer día de la creación». El domingo es, sin más, «el primer día», el día de la creación de la luz. Así lo han entendido los padres y escritores de la antigüedad cristiana. Vale la pena, en este sentido, volver a transcribir unas palabras de Justino 1 de junio): «Celebramos esta reunión el día del sol, por ser el día primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo y el día también en que Jesucristo resucitó de entre los muertos».

En las palabras de Justino se establece una clara referencia del domingo al día primero en que Dios inició su obra creadora. Por eso el domingo se considera incluso como una evocación del día originario, del día primordial: «El séptimo día está declarado de descanso; prepara, por la abstención del mal, el día originario, nuestro verdadero descanso, el que verdaderamente es el origen de la luz, por la que todo es contemplado y todo es poseído».

Eusebio de Cesarea establece una comparación entre el sábado judío y el domingo cristiano. En este contexto dice: «Habiendo sido infieles los judíos, el Logos tuvo que transferir la fiesta del sábado a la salida del sol y nos dejó, como imagen del verdadero descanso, el día salvador, dominical y primero de la luz, en el que el Salvador del mundo, una vez acabada su obra, habiendo vencido a la muerte, franqueó las puertas del cielo... En este día, que es el de la luz y del verdadero sol, nosotros también nos reunimos...».

Finalmente, un autor un tanto legendario, llamado Eusebio de Alejandría, comenta: «El día santo del Señor es, pues, memorial del Señor. Por eso se llama día dominical, porque es el "señor" de los días. Antes de la pasión del Maestro no se le llamaba dominical, sino primer día. En aquel día, en efecto, el Señor estableció el fundamento de la creación; igualmente, en aquel día, él dio al mundo las primicias de la resurrección; en aquel día ordenó celebrar los santos misterios. Este día particular es, pues, para nosotros la fuente de toda buena acción, es el principio de la creación, el principio de la resurrección y el principio de la semana».

Todas estas referencias reflejan una importante corriente de pensamiento en la tradición cristiana. A través de esas interpretaciones, el domingo aparece como una evocación del tiempo primordial, cuando Dios creó la luz y puso orden en el caos. Por la celebración del domingo, la comunidad se siente proyectada hacia sus propias raíces, en las que se asienta su propia identidad. Más aún: la celebración dominical repite cultualmente el gesto original de Dios que creó el universo y, por la resurrección de Cristo, hace nuevas todas las cosas. De esta forma, el domingo se configura como el día primero, día de la creación de la luz, día originario y, al mismo tiempo, como día de la resurrección.

Por otra parte, en esta misma línea de interpretación, la celebración dominical es una afirmación gozosa de la bondad radical del mundo y de las cosas. Y, al mismo tiempo, un reconocimiento de la trascendencia divina, de su profunda y radical «alteridad». Ambos aspectos tocan las raíces más hondas del comportamiento religioso.

Cristo es el alfa y la omega, el principio y el fin. Su señorío se extiende desde el comienzo de la creación del mundo hasta su consumación definitiva, al final de los tiempos. La Eucaristía dominical, que celebra el «señorío» de Cristo, se proyecta, por tanto, no sólo hacia los orígenes, sino también hacia la consumación escatológica. Por eso, el domingo no sólo ha sido denominado con la expresión «día primero»; también se le ha llamado con frecuencia «día octavo».

Esta denominación aparece ya en la Carta de Bernabé: «No me son aceptos vuestros sábados de ahora, sino el que yo he hecho, aquel en que, haciendo descansar todas las cosas, haré el principio de un día octavo, es decir, el principio de otro mundo. Por eso justamente nosotros celebramos también el día octavo con regocijo, por ser el día en que Jesús resucitó de entre los muertos y, después de manifestarlo, subió a los cielos».

Tertuliano, en una referencia un tanto marginal y como de paso, también hace alusión al octavo día: «Para los paganos sólo es fiesta un día al año; para ti todo octavo día».

En la tradición bíblica, el número ocho es un número perfecto que evoca la idea de plenitud y de consumación. En este sentido, los padres toman en consideración y subrayan que el número de personas salvadas con Noé en el arca era de ocho. He aquí unas palabras de Justino a este respecto: «El justo Noé, en el diluvio, con otras personas, es decir, su mujer, sus tres hijos y las mujeres de sus hijos, formaban el número "ocho" y ofrecían el símbolo del octavo día, en el que nuestro Cristo apareció resucitado de entre los muertos y que, por su virtud, sigue siempre al día primero. Cristo, primer nacido de toda creación, ha llegado a ser en un nuevo sentido el jefe de otra raza por él regenerada con el agua, la fe y el madero, que contenía el misterio de la cruz, lo mismo que Noé fue salvado por medio de la madera del arca que flotaba sobre las aguas».

Para Justino, el número ocho es un símbolo del día de la resurrección. En realidad, Jesús resucitó el día siguiente al «séptimo»; es decir, el «día octavo», que, por otra parte, coincide con el «día primero». La simbología del número «ocho» evoca en este caso la idea de renovación. En siete días fueron creadas todas las cosas. En un «octavo día» fueron recreadas por la resurrección de Jesús. Después del desastre del diluvio fue renovada la familia humana a través de las ocho personas salvadas: fue el comienzo de una nueva raza, de un nuevo mundo. En este sentido, dice también Justino: «El primer día de la semana, aun siendo el primero de todos los días, resulta el octavo de la serie sin dejar de ser el primero».

Pero de una manera más insistente, el «día octavo» es presentado como símbolo y anticipación del mundo futuro y del descanso definitivo. Es aquí, de un modo especial, donde aparece la dimensión escatológica del domingo. Son muy importantes, a este respecto, estas palabras de San Basilio (-2 de enero): «De pie es como nosotros hacemos la oración del primer día de la semana, pero no todos sabemos la razón de eso. No es solamente porque, resucitados con Cristo y debiendo "buscar las cosas en lo alto" (Col 3, 1), hagamos volver a nuestra memoria, estando de pie cuando rezamos, el día consagrado a la resurrección, la gracia que nos ha sido dada, sino porque aquel día parece ser de alguna manera la imagen del siglo futuro. Puesto que este día está al principio, fue llamado por Moisés no "primero", sino "uno": tuvo una noche y una mañana, un día (Gn 1, 5), como si este "mismo" día volviera a menudo. Además ese día "uno" es también octavo y significa por sí mismo ese día realmente único y verdaderamente octavo, del que hace mención también el salmista en el título de algunos salmos, el estado que seguirá a esta vida, ese día sin fin que no conocerá ni noche ni día siguiente, siglo imperecedero que no envejecerá ni tendrá fin. Es necesario, pues, que la Iglesia acostumbre a sus fieles a rezar de pie, a fin de que, por la incesante llamada de la vida eterna, no olvidemos preparar nuestro viático en vista de nuestra partida al cielo».

Este testimonio de Basilio es de un interés excepcional. Además de la curiosa alusión a la costumbre de orar de pie en domingo, atestiguada ya por Tertuliano a finales del siglo II, el gran escritor de la escuela capadocia nos presenta el domingo como una conmemoración de la resurrección del Señor y como imagen del mundo futuro. Por este motivo se le llama precisamente «día octavo». Los siete días de la semana son una imagen o figura de la vida presente, temporal; el domingo —'día octavo— simboliza el eón futuro, el mundo que está por venir, presentado como un día sin ocaso.

San Agustín (-28 de agosto), en la última página de La ciudad de Dios, partiendo de una concepción de la historia como semana de milenios, nos descubre el misterio del día octavo: «No obstante, la séptima (edad) será nuestro sábado, que no desembocará en un atardecer, sino en el domingo como un octavo día eterno, consagrado por la resurrección de Cristo, que prefigura el descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Entonces holgaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos».

Las últimas palabras de Agustín, al incorporar a la imagen del domingo la praxis del descanso dominical, elabora una sugestiva reflexión que se inspira abiertamente en el escatologismo sabático. La celebración del domingo permite anticipar y experimentar en el tiempo la plena comunión con Dios. Por eso, la piedad cristiana invitará a los creyentes a hacer del domingo un día de oración intensa y de contemplación gozosa del misterio de Dios. El descanso dominical, en vez de favorecer el ocio, deberá estimular a los cristianos al coloquio espiritual con Dios y a la penetración sapiencial del misterio. El domingo —día octavo— inaugura en el tiempo la posesión gozosa de los bienes eternos.

A la luz de todos estos testimonios, el día del Señor se proyecta como un momento de intensa experiencia religiosa en el que convergen el pasado y el futuro, el origen del universo y su consumación final. Desde esta doble perspectiva, la celebración dominical abarca la totalidad de la Pascua, en cuanto proceso de regeneración que invade la totalidad de la historia, del principio al fin. Si tenemos presente que Cristo constituye el eje de la historia; si, por otra parte, entendemos la creación desde la perspectiva de la alianza, es decir, como el primer paso hacia la plenitud de la alianza que culmina en Cristo; si, finalmente, interpretamos la Pascua no como un hecho aislado que reposa en el pasado, sino como un proceso liberador que da sentido a la historia y debe culminar al final de los tiempos, cuando Cristo sea todo en todas las cosas; si partimos de estos presupuestos, entonces el domingo se convertirá para nosotros en un misterio impresionante que regenera el tiempo y hace presente entre nosotros toda la riqueza de la Pascua de Cristo.

Para terminar, desearía hacer una referencia a la carta apostólica del papa Juan Pablo II sobre el día del Señor, denominada habitualmente Dies Domini, firmada por el papa el día 31 de mayo de 1998. Es un hermoso documento en el que se recogen los aspectos más relevantes y significativos del domingo. En el primer capítulo, el papa habla sobre el día del Señor como celebración de la creación. En él, inspirándose en las aportaciones más profundas y más genuinas de la tradición cristiana, el papa conecta al mismo tiempo con temas tan actuales y tan candentes como el de la ecología y el respeto a la naturaleza, asuntos respecto de los cuales la opinión moderna se manifiesta tan sensible. Al mismo tiempo se abordan, en este sugerente documento, aspectos tan importantes como el de la dimensión pascual del domingo, su dimensión eclesial y eucarística, y su dimensión antropológica. El documento termina con una hermosa referencia a Cristo, Señor del tiempo y de la historia, alfa y omega. Indudablemente la lectura de esta carta del santo padre facilitará al lector una toma de contacto muy enriquecedora con los aspectos fundamentales del domingo.

JOSÉ MANUEL BERNAL LLORENTE