DOCE CARTAS SOBRE DIOS

David Fernández, S.J.

 

http://sjmex.org/procura/documentos/materiales/docecartas/introduccion.htm

 


Í N D I C E

Nota introductoria
Una invitación ( carta primera)
A Dios lo experimentamos todos ( carta segunda )
Pero, ¿cuál es el Dios verdadero? ( carta tercera )
¿Y Dios guarda silencio? ( carta cuarta )
Dios y el mal en el mundo ( carta quinta)
Dios es mujer ( carta sexta )
Dios es amor ( carta séptima )
Dios es comunidad ( carta octava )
Dios y la pluralidad ( carta novena )
Dios y la muerte ( carta décima )
La experiencia de Dios en la posmodernidad ( carta undécima )
Dios es misterio inabarcable ( carta duodécima )

 

 

 NOTA INTRODUCTORIA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Aunque Alo es una persona de carne y hueso, y fue gracias a su amistad y sus preguntas que concebí la idea de escribir este pequeño libro, el interlocutor detrás de su nombre y, por tanto, el destinatario de estas páginas es alguien hecho con la sicología y las inquietudes de muchas de mis amistades, de mis compañeros y compañeras del Centro de Derechos Humanos M. A. Pro, de MATRACA y del ITESO, de mi familia y de algunos hermanos jesuitas estudiantes. Es, entonces, a una persona mezcla de colegas, amigos y familiares, a quien intento responder en estas páginas. Con cada uno de ellos y ellas he aprendido a vivir la vida. Son ellas y ellos los que me han hecho cuestionarme con sus preguntas, inquietarme con sus incertidumbres y esperanzarme con sus anhelos. A todos y todas van dedicadas estas reflexiones, estos audaces intentos por balbucear lo inefable y, ultimadamente, por dar razón de la propia fe.

Esta segunda edición, en particular, incorpora algunas pocas reflexiones adicionales, nacidas de comentarios, objeciones o preguntas que me han formulado los lectores y lectoras de la versión primera de este libro.

A cada uno de los que he mencionado agradezco su cercanía y amistad. A quienes han leído y recomendado estas cartas, les expreso mi reconocimiento por haberse hecho cómplices de esta causa, compañeros de camino. Expreso particularmente mi gratitud a Miguel Romero Pérez, S.J. por su generoso apoyo en la corrección de la obra.

México, D.F. Primavera de 2005

 

 

UNA INVITACIÓN

Carta primera

 

Querido Alo:

Quizá te resulte extraño que te escriba sin motivo alguno. No hay razón para que te sorprendas. Entre nosotros ha florecido una amistad inesperada y profunda, igual como brotan los ojos de agua en medio del monte. Los arroyos, y sólo ellos, saben dónde nacer. Como decía el viejo Cortázar: nadie escoge el auto que vendrá a arrollarlo a uno, ni elige el momento en que un chubasco le empapará hasta los huesos. La amistad y el amor son así: nacen al amparo de la gratuidad, son don, regalo; por eso, frente a ellos, no queda más que agradecer. No cabe, entonces, la extrañeza; acaso merece la pena experimentar la humildad.

La lectura del libro que me regalaste, aquel de “ Conversaciones con Dios” , me ha inquietado hondamente y ha provocado el que quiera conversar contigo a propósito de Dios. No soy tan pretencioso como el autor de ese libro. Yo no hablo con Dios como él lo hace: no tengo teléfono rojo. Sin embargo lo siento, lo experimento constantemente, a veces converso con Él-Ella, pero Él-Ella no responde de la misma manera en que yo le hablo, su lenguaje es otro. Y a veces permanece callado. Casi siempre, por cierto. ¿No sabes, acaso que Dios se revela también en el silencio, en Su silencio?

Así que deseo entablar contigo una serie de conversaciones a propósito de Dios, de la religión, de la espiritualidad. Pienso darle forma de cartas dirigidas a ti, si no te importa; o a alguien que lleve otro nombre, pero que seas tú. Pienso recoger en ellas algunas de las experiencias que he vivido y que me han enseñado algo sobre Dios y sobre el ser humano, sobre mí mismo también, y sobre el amor. ¿Qué te parece? ¿Puedo irte enviando de cuando en cuando lo que vaya escribiendo para que lo comentes, me contradigas, me preguntes? Si me contestas que prefieres que no, no hay problema. De todos modos escribiré pensando en ti, en las preguntas que me has hecho alguna vez, en tus aspiraciones espirituales. Me hace falta explicarme más qué soy, qué quiero, por qué. Quizá deseo responderme las preguntas que se planteaba Gioconda Belli, poeta nicaragüense, luego de batallar por años en la vida: quién soy, qué quiero y qué precio estoy dispuesto a pagar por conseguirlo. Tres preguntas de las cuales tener la respuesta es el signo más alto de madurez humana.

No es fácil comenzar. Lo imaginarás. Hablar en directo de Dios es demasiado audaz, es pretencioso –como dije. O quizás es ingenuo. (En realidad, son las dos caras de la misma moneda, porque, como sabes, la ignorancia es audaz). A Dios lo conocemos por testimonios recibidos de la humanidad en su sabiduría acumulada, por su acción en la naturaleza y en la historia, por su presencia en los otros seres humanos, y por la experiencia espiritual vivida íntimamente por cada uno de nosotros. Pero, afortunadamente, Dios es mucho más de lo que podemos imaginar o decir de Él-Ella, es el absolutamente Otro, la absolutamente Otra, el inmanipulable, el que no puede deducirse racionalmente. Es el que nos sale constantemente al paso con sorpresas inimaginadas, que nos maravilla con su diversidad. Al menos así es el Dios de Jesús, el Dios en el que creo.

¿Cómo no, si mi fe está puesta en el Dios crucificado? Es decir, en el Dios vulnerable hasta el extremo, que puede ser afectado por las pasiones, por el amor, por el dolor, por el fracaso. ¡Escándalo para los creyentes!, decía san Pablo. Si eso no es estar mucho más allá de nuestras deducciones lógicas, de nuestros razonamientos filosóficos, de nuestros preconcebidos sobre Dios, entonces no sé qué pueda serlo.

Ayer, justamente cuando pensaba en la idea de escribirte, caía en la cuenta de que personalmente yo recibí primero información sobre Dios por tradición familiar, oral. Probablemente aquello de lo que tú careciste en la infancia -según me has platicado-, y que te creó una necesidad, un vacío interior que has tratado de ir llenando poco a poco, en una búsqueda casi febril. Y es que todo ser humano tiene necesidad de experimentar y de conocer de la trascendencia. Tenemos como un agujero entre pecho y espalda que sólo puede ser llenado por lo que existe más allá de lo que percibimos, que sólo puede ser satisfecho por Dios mismo.

Más adelante, con los años, conocí un poco más sobre Dios por medio de las doctrinas oficiales de mi Iglesia, por predicados heredados de generación en generación. Pero finalmente -y esto es lo importante- pude experimentarlo por mí mismo, por propia experiencia –inefable-, que ha tenido que ver con las experiencias que he vivido de unidad de lo real, de amor y de perdón.

¿Cómo comenzar, entonces, mi querido Alo?

Quizá una anécdota pueda ayudarme un poco a explicar más ampliamente lo que, en el fondo, te quiero decir. También me ayudará a hacer explícita la actitud con la que quiero escribir mis cartas. Pero esto será en la próxima entrega, si me lo permites.

Por lo pronto aguardo con ansia una respuesta.

 

 

 

A DIOS LO EXPERIMENTAMOS TODOS

Carta segunda

 

Mi querido Alo:

Gracias por tu entusiasmo y por tu anuencia a mantener nuestra conversación sobre Dios. Tienes razón, por lo demás, cuando dices que, finalmente, toda fuente de inspiración surge del corazón humano. ¡Si es ahí donde Dios habla más íntimamente!

Pero en mi pasada carta te prometí una anécdota que me permitiera explicar más ampliamente cómo enfoco la materia del que será probablemente un largo intercambio epistolar. Se refiere a mis tiempos de “maestrillo”, cuando, en medio de mi formación como religioso, fui a trabajar de tiempo completo con comunidades campesinas e indígenas en el sur de la Huasteca. Sucedió en la comunidad otomí de Ayotuxtla, en el municipio de Texcatepec.

Te doy todos estos datos para hacerte notar, de entrada, que las experiencias espirituales no son intemporales ni etéreas, sino históricamente determinadas, en tiempos y lugares precisos, mediadas por acontecimientos humanos.

Basta, pues, de introducción y vamos con la historia.

Cuando desperté esa mañana, estaba, sorpresivamente, en medio de una reunión de ancianos. Hablaban en lengua ñam-ñú. Se notaba que trataban asuntos importantes para la comunidad. Eran, apenas, poco menos de las seis de la mañana. Todos, atentos, alrededor del lecho en el que me encontraba. Mi sentimiento fue, entonces, de absoluto desconcierto.

La noche anterior me había dormido, solo, sobre un petate, en el centro de la estancia de la casa del Presidente de Bienes Comunales de Ayotuxtla. Las paredes del jacalón eran de otate, el piso de tierra, el techo de lámina de cartón. El fogón resplandecía en una esquina del cuarto, junto a la puerta, y llenaba el ambiente de humo.

Era la tercera vez que iba a esa comunidad, en la sierra norte de Veracruz, a fin de atender el problema de los asesinatos de que estaban siendo víctimas los indios otomíes de la región, a manos de un terrateniente mestizo. La tarde previa habíamos tenido una asamblea comunitaria para analizar posibles medidas de defensa y acordar la estrategia que debíamos seguir. Había sido una reunión muy concurrida, pero poco participada. La gente hablaba poco. Tenía miedo. Me escucharon, pero no resolvieron nada.

Un poco desilusionado, pero comprendiendo la situación, me había alojado luego en la casa de la mayor autoridad formal de la comunidad. Muy tarde, por la noche, había logrado conciliar el sueño. Y ahora estaba justo en el centro de una reunión de la que no comprendía nada.

Intenté ponerme de pie, pero el Presidente de Bienes Comunales me dijo que no me preocupara, que siguiera durmiendo, que todavía era muy temprano. Y, efectivamente, afuera apenas clareaba.

Me mantuve quieto entonces. Ellos siguieron discutiendo. A veces hablaba uno detrás de otro, pero a veces todos al mismo tiempo. Eran ocho ancianos. El más joven era el Presidente que me alojaba.

Luego de varios minutos, una media hora, tal vez, el Presidente de Bienes Comunales me comunicó lo que habían acordado:

- El Consejo de ancianos dice que eres un hombre bueno, que estás arriesgando la vida y que, por eso, podemos confiar en ti. Además tú también nos tienes confianza: no te has levantado de la cama, y nosotros somos más que tú.

No lo podía creer. Habían estado observándome hacía rato ya, mientras yo dormía. Y habían hablado de mí. Y este grupo era la verdadera autoridad comunitaria, no los que el gobierno tenía como tales.

- También acordamos –continuó diciendo mi anfitrión- que sí nos vamos a sumar al Comité de Defensa Campesina que nos estás proponiendo. Los de Tzicatlán ya nos dijeron que ellos también están de acuerdo.

¡De manera que durante la noche habían caminado una hora de ida y otra de regreso para ir a consultar con los ñu-hu de la comunidad vecina!

- Por último –dijo lentamente el Presidente-, queremos darte a conocer a nuestros Dioses-de-antigua para que nos entiendas y nos comprendas.

Probablemente el que hablaba leyó una interrogación en mi rostro, porque de inmediato añadió:

- Ellos están en una cueva no lejos de aquí, en la montaña. Nadie fuera de la comunidad los conoce. Vas a ser la primera “gente-de-razón” que les presentemos.

Yo estaba estupefacto y agradecido. Los indios no sólo me recibían, sino que me abrían su corazón, lo que de más profundo y valioso tenían, su identidad misma, su herencia, su razón de ser.

Entonces comprendí que el indio no es como lo pintan. Además de indigno, me sentí estúpido; pero sobre todo, me sentí apreciado, inmerecidamente querido y, por eso, agradecido. Sobre todo agradecido, sí.

Desde entonces entiendo que cuando los indígenas se refieren a los mestizos como “gente-de-razón”, no están diciendo que ellos, los indios, no la tengan, ni que se sienten inferiores por haber hecho un lugar en sí mismos al desprecio del colonizador. Lo que están diciendo, en cambio, es que por ser sólo “gente-de-razón”, por utilizar sólo la razón, nosotros no entendemos muchas cosas que ellos sí comprenden: cosas de la vida, de la naturaleza, de la humanidad.

Una parte de mi corazón –lo sabes- tiene, desde ese momento, rostro de indio.

Y es que, en realidad, mi querido Alo, nuestras creencias sobre Dios forman parte de nuestra identidad más honda como personas; nos estructuran cabalmente como sujetos. Son, sin duda, parte de la cultura en la que nacemos, crecemos y nos desarrollamos. Y la cultura, como sabes, es indiscernible del modo de ser de un individuo. Los seres humanos somos seres históricos, no abstractos, es decir, conformados por nuestra circunstancia. No somos, como decía Ortega y Gasset, “yo y mi circunstancia”, sino que el “yo” en sí mismo, contiene dentro de si sus propias circunstancias: su historia, su cultura, su fe, su religión, su economía, y una infinidad de condicionamientos adicionales. Un individuo no puede ser tal individuo al margen de su cultura; un indio sucumbe en su existencia si se le priva de su identidad cultural. Por eso, cuando los filósofos se han preguntado si el ser humano es intrínsecamente bueno o malo, no se han podido poner de acuerdo, o la discusión se atora: no hay un intrínseco humano abstracto, libre de condicionamientos o de circunstancia. Por supuesto que no somos mero condicionamiento, ni sólo historia y circunstancia. Nuestro yo, en todo caso, es histórico, susceptible de abrazar el bien y el mal, o mejor, dicho en palabras de san Agustín: simul iustus et peccator , simultáneamente justos y pecadores. No a veces justos y a veces pecadores, sino al mismo tiempo, en la misma acción.

Pero, en fin, este no es el tema para este momento y me estoy alejando de lo que quería comentar contigo a propósito de la anécdota de Ayotuxtla.

Nuestra primera noción de Dios, entonces, es aprendida, recibida como herencia cultural, primeramente de manera verbal, a través de la familia. Suele ser el papá o la mamá quienes ponen a los hijos a orar o meditar delante de alguna imagen o de una dirección geográfica -como en el Islam-, y les hablan de Alá, de Dios, de Jesucristo o de Buda. O en los cultos a los antepasados, como sucede en China o en Japón, los ponen delante de las imágenes u objetos que los representan, para hablar de lo que en Occidente llamamos alma o espíritu.

Más tarde viene la instrucción formal, poca o mucha, pero suele existir. En ella la información recibida sobre Dios es mayoritariamente doctrinal. Claro que en lo recibido a través de la familia está presente la doctrina, pero siempre mezclada con creencias populares, con relatos míticos, con fábulas al alcance de los niños. Pero, en cualquier caso, la doctrina es secundaria. Con la instrucción formal, en cambio, la doctrina es lo central, es trasmitir el conocimiento acumulado por una cultura particular sobre la idea o la experiencia de Dios, heredada de generación en generación, y sancionada oficialmente por alguna autoridad a la que la cultura en cuestión le ha asignado ese poder. Esta herencia por lo general se encuentra escrita, y constituye la referencia básica, indiscutible e indiscutida, sobre religión en esa cultura. También está contenida en ritos o en prácticas religiosas que transmiten conocimiento y experiencia acumulada culturalmente.

Esta formación doctrinal, como te digo, está casi siempre presente. A veces es muy escasa o muy elemental, pero existe. Recuerdo la anécdota, por ejemplo, de nuestro Maestro de Novicios que le decía a un compañero que quería hacerse sacerdote, pero era muy ignorante en asuntos de religión: “Si tu mamá hubiera sabido que ibas a entrar a una orden religiosa, te hubiera mandado al catecismo”. Claro, era sarcasmo, pero ilustra que el camino de entrada al conocimiento formal de una religión es la formación doctrinal básica.

La fuente más importante, sin embargo, de conocimiento de Dios, no es lo recibido cultural u oficialmente, sino la propia experiencia que de Él-Ella se pueda tener en la propia vida. Pero esto se verifica más tarde, al menos de manera refleja, comprendida como tal, como experiencia religiosa de Dios. Lo heredado como cultura desnuda o como doctrina oficial, ha de ponerse a prueba, verificarse o desmentirse, a través de la experiencia vital propia. Esta experiencia, por su índole misma, es personal, intransferible, aunque no exclusivamente de manera aislada, sino también en comunidad, como parte de un grupo humano particular. Los pueblos indios, como los otomíes de Ayotuxtla, no entienden, por ejemplo, una experiencia de Dios al margen de la comunidad; y en eso se distinguen muy claramente de religiones individualistas, como ciertas corrientes protestantes o algunas religiones orientales.

La experiencia de Dios siempre ocurre. Es ineludible. Sucede, ocurre, acontece, de muy diversas maneras y por muy diferentes conductos. Pero sucede que la gente da cuenta de esa experiencia desde sus propios marcos culturales y desde sus propias creencias declaradas. Es decir, un ateo puede vivir y de hecho vive la experiencia de Dios, pero le va a llamar de distinto modo que un creyente: dirá que se trata de una experiencia estética, o de un sentimiento de compasión y solidaridad, o de una alegría profunda e incontrolable; un budista hablará quizá de avances en el camino del Tao o bien del Nirvana; y un católico ilustrado probablemente se referirá a su experiencia como visión extática, y así con todos los seres humanos.

La experiencia personal de Dios, con todo, es muy difícil de transmitir. La palabra “inefable” fue inventada precisamente para dar cuenta de esa dificultad. Para hablar de la experiencia religiosa se procede, entonces, por aproximaciones sucesivas, a través del uso de metáforas, de relatos, de parábolas; también se acude a la doctrina heredada para describir lo acontecido. No en balde para hablar de Dios, de su Padre, Jesucristo acude a las parábolas: el Dios experimentado por Él sólo puede ser transmitido de esa manera. Y al transmitir la experiencia, también transmite información, conocimiento de Dios, su propio conocimiento de Dios.

Recuerdo, por ejemplo, una vez, en nuestra casa de Puente Grande, Jalisco, que yo miraba unos tordos saltar de rama en rama en un enorme laurel de la india que se encuentra en el centro de un hermoso jardín. Súbitamente intuí –porque no puedo decir que haya comprendido- que las aves no sabían que estaban saltando en el mismo árbol. Quizá pensaban –por decirlo de alguna manera- que brincaban de un árbol a otro. Como si de un rayo se tratara, fui atravesado entonces por la certeza experiencial de que así acontecía con nosotros en la vida: que saltábamos de un lado a otro, cambiábamos constantemente de sitio, sin percatarnos de que en realidad siempre estábamos en Dios, sostenidos por Él-Ella como si fuera ese gran árbol en el centro del jardín. Dios nos abraza, nos envuelve cotidianamente, y no caemos en la cuenta de ello; la vida nos aturde y nos hace ciegos a nuestra presencia en Él-Ella, que lo abarca todo. Luego de esta revelación, experimenté una enorme paz y un gozo inmenso que sólo podía provenir de haber hecho transparente la presencia de Dios delante, atrás, en medio, debajo de mí. Experimenté entonces, a Dios como unidad de lo real, como principio y fin último de todo lo existente. Algo difícil de comunicar.

Por esto, la poesía y la experiencia religiosa son buenas amigas. El pueblo de Israel consignaba en salmos y poemas la experiencia que iba teniendo de Yahvé-Dios. ¿Recuerdas el Cantar de los Cantares en la Biblia? Esa hermosísima pieza de literatura pretende dar fe de la experiencia de la trascendencia vivida en una relación de amor en la pareja. Y aunque luego se le han dado distintas interpretaciones teológicas, el hecho es que ese libro trata de cómo se aman un hombre y una mujer abrazados por el Dios de la historia.

Y es que, por cierto, generalmente a Dios se le experimenta en la relación humana, con los demás y con uno mismo. En muchas otras ocasiones lo he experimentado como Papá-Mamá, como consuelo, como perdón, como amor incondicional, como misterio.

De esto, mi querido Alo, van a tratar las cartas que he comenzado a enviarte. No de doctrina, ni de mera información erudita, sino de experiencias en las que Dios se me ha hecho presente. Pero, como dije ya, para poder explicarlas, a veces recurriré, como lo he hecho a lo largo de mi vida, a la doctrina, a la experiencia acumulada de la humanidad, a los textos que atribuimos a otras revelaciones de Dios a otras personas, a pueblos enteros, a iglesias.

No quiero arrogarme, ni por asomo, la verdad sobre Dios. Lejos de mí tal pretensión. Creo firmemente que la revelación plena de Dios se da en Jesucristo. Esa es mi fe, y ya lo he confesado de entrada. Pero Dios se muestra a toda la humanidad, de diversas maneras, en distintas circunstancias, en distintos moldes culturales, porque la Revelación es un regalo de Dios a todos los seres humanos. No sólo a unos cuantos privilegiados. Por esto, también me ayuda abrir nuestra conversación con la anécdota de los indios de Ayotuxtla: porque sé que también en sus “Dioses de antigua”, en sus más profundos sentimientos y experiencias religiosas, Dios se les ha revelado. Acudir a ellos, conocerlos, apreciarlos, puede, en todo caso, hacernos descubrir nuevos aspectos de Dios, presentes desde siempre en la revelación cristiana, pero que nos han quedado oscuros o menos evidentes desde nuestra mirada occidental.

Esto es, pues, lo que iremos haciendo, querido Alo, en nuestro intercambio: hablar sobre Dios, desde Dios mismo, revelado a nosotros, sus hijos e hijas, creados a su imagen y semejanza, como dice el libro del Génesis.

Y, por cierto, luego conocí los “dioses de antigua” de la comunidad de Ayotuxtla. Por lealtad a los Ñam-ñu no relato ahora lo que vi ni lo que sucedió entonces. Pero formamos también una organización campesina que todavía existe y ha dado buenos frutos de justicia y bienestar. Los jesuitas seguimos trabajando en ese rumbo del Sur de la Huasteca, y hemos aprendido con los indios que, para ser cristiano, no se necesita ser occidental. También, gracias a Dios, hemos aprendido a ser un poquito más humildes.

Hasta la próxima, querido amigo.

 

 

PERO, ¿CUÁL ES EL DIOS VERDADERO?

Carta tercera

 

Mi querido Alo:

Tengo que confesarte que no deja de maravillarme tu deseo de conocer acerca de Dios, o más bien, tu deseo de vivir una experiencia espiritual profunda y de conducir tu vida conforme a los designios de Dios. Esto no era lo usual en otros tiempos. Y no me refiero a hace muchos años, apenas a un par de décadas atrás. Probablemente con la confianza en la razón humana, Dios salía sobrando: la humanidad estaba tan ensoberbecida con sus logros y capacidades que creía poderlo todo, saberlo todo. Pero luego se evidenció el fracaso de la razón instrumental, de los grandes relatos sobre la historia, y el ser humano se descubrió desnudo, frágil, necesitado del espíritu. Nuestra confianza en la mera razón humana nos ha llevado a poner en riesgo la integridad de nuestro mundo, a degradar gravemente el entorno ecológico, a crímenes brutales como Auschwitz, Gulag, Sabra y Chatila o, más recientemente, las matanzas en Ruanda. Como dice algún documento de la Compañía de Jesús: hoy vivimos en un mundo roto, y la esperanza sólo puede estar puesta en revivir y apreciar la dimensión trascendente del ser humano, en retomar el proyecto de Dios para esta historia.

De esta manera, las generaciones más jóvenes –a las que perteneces- han aprendido a desconfiar de las posibilidades meramente humanas y han empezado un nuevo retorno a las fuentes de la espiritualidad. El riesgo ahora es que se desentiendan del mundo para refugiarse en lo espiritual, que el retorno a la idea de Dios sea una huída del compromiso con los demás seres humanos y con la historia.

Pero también está otro riesgo, sin duda más grave, y es el que se utilice una idea determinada de Dios para empujar los propios intereses, una determinada visión del mundo, en un afán de controlar a los demás. El fenómeno, por ejemplo, en el Islam de asociar en ciertos países la política con una concepción sobre Dios, ha producido graves daños, incluso para el mismo Islam.

Lo que te quiero decir, para comenzar esta nuestra tercera misiva, es que, a pesar de lo que te he escuchado decir varias veces, de que finalmente las religiones persiguen el mismo fin y que todas pueden ser complementarias, lo cierto es que el contenido de la idea de Dios, o mejor, de las presuntas experiencias de Dios, no da lo mismo, no es neutral. Me explico un poco más.

Hoy el problema del mundo de la posmodernidad no es el ateísmo; ése fue problema de otros tiempos. Hoy el problema principal, dicho con términos católicos tradicionales –y perdona por ello-, es la idolatría. En el nombre de Dios en la actualidad se avasallan pueblos enteros, tanto en Occidente como en Oriente. Ahí están Bin Laden y Bush como botón de muestra. Pero sin irnos tan lejos, en nuestros países latinoamericanos, por ejemplo, las minorías, en el nombre de Dios defienden sus privilegios. ¡Cuántas veces hemos oído decir que Dios quiere que haya pobres y ricos! Y así, las mayorías se resignan y se someten porque es voluntad de Dios que lo hagan. Al fin, recibirán su recompensa en la otra vida, ¿no es así? Pero también encontramos que muchos pueblos o grupos populares en el nombre de Dios luchan por la liberación colectiva y, a veces, por la revolución. No en balde desde el poder se ha querido desprestigiar y aun acabar con las teologías llamadas “de la liberación”. Las distintas iglesias están también atravesadas por este conflicto: hay sectores eclesiales que, por su idea o experiencia de Dios se quieren poner del lado del pueblo, y otros sectores que, por su idea o experiencia de Dios, reivindican el culto o la ortodoxia desde el poder. De manera que la pregunta crucial de nuestro tiempo, la pregunta que escuece a las generaciones actuales, no es si Dios existe, sino cuál imagen y experiencia de Dios corresponden al Dios verdadero.

Al formular la pregunta, no quiero situarme en el empíreo celeste del conocimiento correcto sobre Dios para juzgar a vivos y muertos, sino solamente plantear que existe una cuestión muy de fondo que requiere ser dilucidada. ¿Todas las experiencias que se presentan como experiencias espirituales son experiencias del Dios creador, del Todopoderoso auténtico? Por esto, con alguna frecuencia encontramos declaraciones o libros enteros de personas que nos hablan del Dios en que no se cree, del Dios del que se es ateo, así como del Dios del que se es efectivamente creyente. Por esto mismo no puedo yo tragarme entera la idea de Dios que propone el libro que me regalaste, porque en algunas de sus consecuencias adivino que contradice a ese Dios que es Papá-Mamá de todos los seres humanos, el Dios revelado por los principales profetas y místicos de la humanidad a lo largo de su historia, en primer lugar por Jesucristo.

Desde esta enorme complejidad, creo que un primer deber se impone frente a las distintas ideas y presuntas experiencias de Dios, y es el mirarlas desde los ojos de quien no tiene nada qué perder porque no tiene interés ninguno a preservar o imponer sobre los demás. Me refiero a observarlas desde los ojos de los más pobres y de los marginados de esta sociedad. Desde esta mirada, mirada desarmada, podremos criticar imágenes rutinarias y caricaturas de Dios, valorar las consecuencias que para ellos, los pobres, tiene una u otra idea sobre Dios, desenmascarar las falsificaciones que de Él-Ella se han hecho para ocultar una voluntad de poder y de control; denunciar los ídolos que la humanidad ha llegado a construir para dominar, marginar y conducir a la muerte a las mayorías.

Creo, entonces, que todavía tienen vigencia -¡y cuánta!- aquellas corrientes epistemológicas que afirman que existen lugares sociales desde donde se puede observar mejor la verdad. Que no es igual observar la ciudad detrás del cristal polarizado de un vehículo de lujo, que desde los ojos de quien día a día lucha por hacerse un lugar en el metro, o de quien camina largas distancias mientras pide limosna. Definitivamente la segunda perspectiva puede acceder mejor a la verdad de la ciudad y de la sociedad.

Y perdona que te proponga este ejemplo más o menos ramplón. Pero encierra una verdad muy honda, por la que diera la vida mi hermano Ignacio Ellacuría y sus compañeros asesinados en El Salvador: que la verdad sobre la historia y la verdad sobre Dios está en los pobres. No en balde Jesús de Nazaret daba gracias a su Padre por haber revelado las cosas fundamentales a los pobres y los humildes, mientras se las ocultaba a los ricos. ¡Palabras altamente subversivas para quienes nos sentimos seguros en la cátedra de la academia o afincados en los poderes de este mundo!

Antes de plantear esto mismo que estoy diciendo, pero ahora de manera positiva, déjame, querido amigo, importunarte con otra experiencia de mi vida, para ejemplificar y extraer de ahí algunas otras enseñanzas. Se trata de la historia de María y de su larga agonía.

Cuando me llamaron, ella estaba en la penumbra, en el fondo de un cuarto estrecho y húmedo, en el que habían podido darle albergue las religiosas. Llevaba ya dos meses en agonía, y no terminaba de morirse. Tenía sida, unos treinta y cinco años, y un hijo de nueve años que la había abandonado hacía ya varios meses. El marido le había contagiado el virus.

Y es que, en realidad, ella no quería morirse.

Los dolores eran atroces. La enfermedad oportunista que la había llevado a ese grado de postración era la tuberculosis. Y entonces ella tosía y tosía, peleaba consigo por atrapar una bocanada de aire, y arrojaba coágulos de una sangre oscura y viscosa. No pesaba ya ni siquiera cuarenta kilos, tan enflaquecida estaba.

Fueron las monjas las que me llamaron.

- No puede morir. Por favor, ayúdala.

No era mi primera unción a los enfermos, pero sí la primera ayuda para una buena muerte.

No olía mal; la ropa de cama estaba limpia, Las monjas de Santa Brígida la atendían lo mejor que podían, sin tener obligación de hacerlo ni recibir retribución alguna por ello.

Me acerqué, le tomé de la mano. La saludé y pregunté si quería confesarse, pero ella ya no podía pronunciar palabra. Le hablé entonces de Papá-Mamá Dios, que sufre junto con nosotros cuando sufrimos, que la estaba esperando en el cielo, y que la quería con un amor incondicional. Pero ella negaba con la cabeza.

Le dije que se serenara, que se dejara ir, así sin más, que le abriera la puerta a la muerte. Le administré luego los santos óleos. Pero ella seguía negando con la cabeza, la cara llena de angustia.

- ¿Qué te preocupa? –le pregunté-. ¿Tienes algún pendiente?

Y entonces asintió.

- ¿Tu marido?

Me dijo que no.

- ¿Tu hijo?

Y una luz asomó por sus pupilas.

- ¿Te preocupa tu hijo?

Asintió con vehemencia.

- Tu hijo está ahorita en el Tutelar –le dije-. Está detenido por un par de meses por un pequeño robo, pero está bien.

Me apretó entonces la mano.

- Sí, María –entendí en ese momento lo que quería-. Nosotros nos vamos a hacer cargo de él cuando salga del Tutelar. Lo vamos a llevar al albergue de Matraca –la institución para la que yo entonces trabajaba- y lo vamos a meter a la escuela.

Volvió a oprimirme la mano. No sabía qué más decirle. Parecía que la respuesta que le ofrecía no era suficiente.

- Yo mismo me voy a hacer cargo de él. Te lo prometo. Veré que esté bien.

Aflojó entonces sus miembros y se desasió de mí. Afirmó con dos inclinaciones de cabeza y sonrió. La paz fue transformando sus facciones.

Volví a hablarle de Dios y de su amor, de lo bien que se está en la casa del Padre. Entonces murió. Exhaló un último suspiro, y pude ver cómo la vida se le iba escapando de a poco, despacito. Y yo comencé a llorar.

Al Gabriel, su hijo, lo recogimos, en efecto, luego que salió del Consejo Tutelar para Menores. Lo inscribí en la primaria y, un buen día, sin aviso alguno, se nos fue lejos.

Varios años más tarde supe que lo habían detenido, otra vez por robo, y que por tener ya edad suficiente, lo habían recluido en la cárcel de Pacho Viejo, cerca de Jalapa. Pero ya no pude hacer nada por él. Nunca pude cumplir cabalmente la promesa hecha a aquella mujer que se negaba a morir hasta dejar encargado a su hijo.

Nadie, hasta hoy, supo de esa promesa hecha. Nadie supo tampoco de lo mal cumplida que fue. En cambio, adquirí fama de saber ayudar a bien morir a la gente. Todavía hoy me llaman para despachar gente al cielo. Y yo me cuido entonces, querido Alo, de hacer ninguna promesa..

El Dios verdadero, amigo mío, es como María, como una madre que no puede quedar en paz, aunque el sufrimiento la consuma, sin estar segura de que sus hijos están bien. Toda otra idea de Dios es falsa, es la idea de un ídolo.

El rostro del Dios verdadero tiene que ver con los pobres y con los que sufren. Ahí hay que buscarlo, desde ahí hay que romper la idolatría. El Dios verdadero procura la vida de quienes la tienen amenazada. Y éste es un primer criterio, indiscutible, de la autenticidad de una religión o de una idea de Dios. No puede ser verdadero un dios que justifica, se alegra, soporta, el abandono y el sufrimiento de sus hijos.

Soy consciente, por cierto, de que esta afirmación plantea serias preguntas sobre el aparente silencio del Dios en el que creo, el Dios de Jesucristo, frente al dolor y la pobreza de muchos. Pero de eso trataremos en otro momento. Por ahora, sólo quería dejar claro, con el ejemplo de María, que no toda experiencia de Dios es auténtica, que no toda idea de espiritualidad es tal y que no todas las religiones son iguales. Que existen criterios desde los cuales podemos discernirlas, y que uno primero, fundamental, es si traen vida “en abundancia” para quienes más lo necesitan. ¿Soy suficientemente claro, Alo?

Espero que sí. Y sobre todo, espero que sigamos nuestra conversación más adelante, porque esto se está poniendo bueno, ¿no?

Un abrazo.

 

 

¿Y DIOS GUARDA SILENCIO?

Carta cuarta

 

Mi querido Alo:

¿Que por qué Dios guarda silencio frente al dolor de sus hijos? Esa es una pregunta radical, última, definitiva, sobre el Dios verdadero. ¿Que por qué ha permitido que hagamos de esta historia un desastre, sin que intervenga para aliviar el sufrimiento, la injusticia, el abuso, de unos seres humanos para con otros? Es otra pregunta igualmente fundamental, pero con una respuesta distinta a la primera. De la respuesta que demos a ambas cuestiones depende en buena medida el que nuestro Dios sea creíble en este mundo crucificado. De hecho, he conocido a personas de muy buena voluntad que, como en la novela “ La peste” de Albert Camus, se niegan a creer en un Dios “que se goza frente al sufrimiento de un niño”, como decía el personaje principal de esa obra genial.

Para tomar aliento e intentar una explicación a lo que me planteas, permíteme iniciar con un nuevo relato de lo que sucedió en mi primera juventud.

Cuando era novicio, es decir, en mis primeros años de formación como religioso jesuita, fui enviado al hospital de enfermos crónicos de Tepexpan, en el Estado de México, a cubrir mi experiencia de servicio en hospitales.

Había allí cientos de personas aquejadas de varios males incurables, en su mayoría abandonadas por sus familiares. Había hombres y mujeres con parálisis cerebral, con deformaciones físicas severas, muchos hemipléjicos y cuadripléjicos (con parálisis en la mitad o en todo el cuerpo), algunos simplemente imbéciles o autistas.

Recuerdo, por ejemplo, a alguno con cáncer en el rostro, cuyas facciones se caían a pedazos; otro más que carecía por completo de miembros desde su nacimiento y que sólo tenía un gran hueco en la cara que le servía para comer; había también una mujer que no se separaba de una muñeca a la que trataba como si fuera su hija, y muchos paralíticos con grandes llagas en todo el cuerpo, cuyo olor fétido inundaba el hospital entero.

Recién llegado al hospital, me fue asignado el torreón poniente, especializado en personas, o seres apenas, sin facultades de razonamiento o movimiento, es decir, en fenómenos humanos. Allí estaba, por ejemplo, aquella masa informe, que era sólo un tronco humano con cabeza, que sólo podía comer y defecar. También había algunos cuadripléjicos sin aparente uso de razón. Un cuadro, en verdad, deprimente y dramático.

Con mis diecinueve años, y con toda la generosidad propia de un nuevo religioso, opté por, además de cubrir las necesidades básicas de alimentación, aseo y curación de aquellas personas, alegrar de tarde en tarde, con mi guitarra y algunas canciones, el ambiente del torreón que se me había asignado.

Se encontraba en una de las camas un individuo de alrededor de sesenta o setenta años que llevaba por lo menos veinte sin mover el cuerpo en absoluto, sin casi nunca pronunciar palabra, que sólo podía movilizar uno de sus brazos. Los demás internos y su expediente hospitalario, señalaban que en su juventud había sido profesor de inglés en escuelas secundarias y que hacia los cuarenta años había sufrido un grave accidente. Tenía fama de irascible y de rebelde con las enfermeras y los intendentes. Me tocó presenciar una ocasión, por ejemplo, en que, con el brazo hábil, arrojó con violencia a una de las enfermeras una taza de café que había quedado sobre su mesilla de noche al tiempo que la insultaba de manera ininteligible. Estaba delgado al extremo, y tenía unas enormes escaras - llagas purulentas - a todo lo largo de la parte izquierda de su cuerpo, por el prolongado reposo en el que se encontraba. Me había tocado curarlo en algunas ocasiones con pinzas quirúrgicas, gasas y yodo. Entre otras cosas, había yo advertido su poca paciencia, pues se exasperaba con rapidez, y de una gran oreja que le había crecido en la parte izquierda de la cabeza, sobre la cual estaba siempre recostado. El personal hospitalario, pues, le tenía cierto miedo y alguna dosis de repugnancia.

Una vez que estaba yo cantando en la sala, bajo el supuesto de que poco podían entender los enfermos, este hombre comenzó a agitar su brazo todavía capaz con el fin de llamar mi atención. Me acerqué a él para ver lo que le aquejaba. A señas, me pidió entonces que me inclinara para escucharlo. Lo hice así y con una voz muy queda, y un esfuerzo patente, sobrehumano para su situación, me pidió que cantara “White Christmas”, así, en inglés. Comprender lo que me pedía fue difícil, consumió varios intentos suyos por hacerse entender, pero él no se desesperó.

Sorprendido por su solicitud, no tuve más que pedirle disculpas porque yo no sabía la letra de la canción. Ni en inglés ni en castellano. Su gesto, entonces, fue de una gran tristeza. Sin embargo, me pidió de nuevo que me inclinara para escucharlo. Entonces, con el mismo esfuerzo, me indicó que él me dictaría la letra de esa canción.

De inmediato fui por papel y lápiz. Comenzamos entonces, juntos, la ardua labor de ir anotando, verso a verso, palabra por palabra, la letra de “Blanca Navidad” en inglés.

“I'm dreaming a white Christmas,

in every Christmas card I write…”

  Y así sucedió a lo largo de varias sesiones agotadoras para él, inquietantes para mí, durante varios días.

Una semana después de haberlo iniciado, nuestro esfuerzo había culminado. Contaba ya con la letra completa de la composición que me había solicitado. Me puse entonces a cantarla lo mejor que pude, de cabo a rabo.

Conforme lo hacía, y conforme se sucedían las notas de la melodía, el hombre aquel lloraba. Ríos de lágrimas, de dolor, de nostalgia, escurrieron por sus ojos en silencio. Me pidió que repitiera la canción no recuerdo si diez o veinte veces. Después se durmió con una sonrisa. Al día siguiente no despertó. Murió durante la noche, probablemente abrazado a sus recuerdos, a algún amor de antaño, a su vida útil, productiva, cabalmente humana.

Quizá yo conocí en algún momento el nombre de este hombre despojado de sí mismo, pero también en algún momento lo olvidé. Sin embargo no he podido borrar de mi memoria lo sucedido con él. De él aprendí que la vida es un regalo valioso, que se construye de experiencias sencillas y de memorias. Y que la muerte puede sobrevenir en paz cuando uno se reconcilia consigo mismo, con su historia, con sus amores.

Pero también la pregunta por el sentido que tiene el sufrimiento humano se me quedó prendida en el corazón. La perturbadora certeza de que Dios nada tenía que ver con el dolor que nos aqueja, gastó muchos de mis días y de mis noches hasta que entendí lo que se me había revelado.

El hospital de Tepexpan sigue existiendo. Ahora remodelado y con otro tipo de internos. Sus historias de heroísmo y sufrimiento, de ignominia y resistencia, permanecen en algún sitio de la memoria de la especie humana, en algún lugar del universo. Y ahora mi certeza es otra: esas historias, esos dolores, no pueden ser desechables; no lo son, precisamente porque atañen directamente al Dios de Jesucristo.

¿Qué quiero decir con esto? ¿Por qué esos dolores atañen a Dios? ¿No es esto una blasfemia?

Las respuestas a estas interrogantes tienen que ver con la pregunta primera que nos hacíamos al comienzo de esta carta sobre el silencio de Dios. ¿Realmente Dios guarda silencio? ¿Es verdad que Dios permanece callado frente al dolor y la violencia? ¿Tiene razón Susana Tamaro en esa novelita que te recomendé, Alo, en la que espeta a Dios un “¡respóndeme!” alto, claro, dolorido, sin obtener respuesta? Al propósito, considero conveniente dejar claro, de entrada, que Dios sí habla en la historia. Ha dicho ya su palabra definitiva en el pasado, y sigue hablando constantemente en el presente. Otra cosa es que no sepamos escuchar.

Desde mi propia fe en Jesucristo, creo que Jesús de Nazaret fue la Palabra definitiva y más completa de Dios en la historia. Y Dios habló allí al padecer el dolor, al cargarlo sobre sí mismo y al redimirlo.

Efectivamente, el Dios en el que creo, y al que he experimentado, es un Dios colgado de la cruz, revelado en ese Jesús que tuvo muerte de maleante, que fue sacado de los centros de poder y fue sacrificado por blasfemo y por ir en contra de los poderes establecidos.

En la cruz de Jesús está presente tanto la solidaridad con los dolores del mundo, como la muda, la elocuente protesta contra quienes matan a los inocentes. La Palabra de Dios es palabra que nada puede hacer contra el mal, porque así lo ha decidido; y es palabra que se rebela contra la muerte del justo.

Creo, mi querido Alo, que sólo desde el Dios crucificado se puede predicar la Buena Noticia a quienes sufren en esta tierra. Porque ¿qué tiene que decirle a los pobres un Dios como Krsna, por ejemplo, que era príncipe y no tuvo carencia alguna? Sólo puede comprender y redimir el dolor aquel que lo ha padecido en sí mismo.

Y aquí estamos totalmente frente al misterio último de Dios y de la humanidad. No son palabras superficiales o facilonas. ¡El mal tiene poder real! ¡El mal mata! Pero ese mal, al ser padecido por Dios, es condenado por Él-Ella de manera absoluta.

Así entiendo lo que decía un poeta catalán, Blai Bonet, con quien tuve algún intercambio epistolar como el que ahora tenemos tú y yo: al mal no hay que explicarlo nunca, no está ahí para eso; al mal hay que combatirlo ahí donde se encuentre.

La Palabra de Dios sobre el mal que padecemos fue de completa solidaridad y de condena y de protesta.

Cuando el hombre del hospital de Tepexpan sufría física y espiritualmente, Dios mismo sufría con él. No es cierto que permaneciera mudo: ya había dicho su palabra para todos los años del universo.

Así cuando sentimos que Dios nos deja inermes y solos en nuestro sufrimiento, hay que voltear atrás para ver al Crucificado.

Pero, por otro lado, afirmo también que Dios sigue hablando todavía hoy. Por eso san Ignacio de Loyola hablaba de discernir los espíritus. El mismo Jesús decía que había que leer los signos del Reino de la misma manera en que se leen los signos de la naturaleza: "ustedes miran el cielo y saben cuándo va a llover, o cuándo va a hacer buen tiempo -reprochó a sus adversarios-; pero son incapaces de ver cuando el Reino de Dios está presente".

¡El Reino de Dios está entre nosotros y Dios sigue hablando en nuestros días! Sólo hay que saber escucharlo.

Dios habla, por ejemplo, en esas experiencias espirituales de las que hemos conversado largamente en nuestras primeras cartas. Habla cuando nos consuela, cuando nos da rabia, cuando nos sentimos fuertes y deseosos de servir a los demás. Habla cuando sabemos que algo no es correcto y cuando nos empuja a transformar aquello que está mal. Habla en nuestro corazón cuando nos hace sentir su ternura.

Pero también habla a través de sus Profetas. No sólo antes de Jesucristo, sino también después, también hoy. Dios habló a través de Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Y siguió hablando por medio de Siddharta, de Gandhi, de Rumi, de Martin Luther King, de Bartolomé de las Casas, de Juan XXIII, de Simone Weil, de Pedro Arrupe, de todos aquellos seres humanos que han tenido una palabra de compasión, de amor, de esperanza, de transformación, para este mundo tan necesitado de consuelo y de sentido.

Lo mejor de la humanidad es también manifestación de Dios. Todos los místicos lo han sabido: lo bueno que han aportado al ser humano ha sido puesto ahí por el propio Dios.

Pero hay algo más. ¿Recuerdas la historia de la burra de Balaam? Aparece en el libro de los Números, en el Antiguo Testamento. Ahí se cuenta que Balaam no quería desviar su camino aun cuando continuar adelante suponía un grave peligro para él. Y entonces su burra le habló en el nombre de Dios y lo reconvino. Balaam se asustó, como era natural, pero finalmente entendió la voluntad de Yavé. ¡Dios habla también a través de los burros! Todo está, como te he insistido, en saber escucharlo.

Así pues, Dios sigue hablando: en la gente sencilla que busca un mejor porvenir, en las multitudes que exigen sus derechos, en los obreros que demandan respeto y dignidad, en los indios que son masacrados cuando están en oración, como en el caso de la masacre de Acteal, y también en la de Jenin. Hasta en su silencio está también la Cruz de Jesús: protesta de Dios, interpelación para el ser humano, vergüenza para la humanidad.

Y si Dios habló por medio de una burra, ¿por qué no iba a hablar también a través de ti o de mí?

Pero volvamos, Alo, a la historia con la que comencé esta carta. Es mi convicción, creo firmemente, que Dios estaba presente en el hombre aquel que estaba muriendo y que revivía su pasado. Dios estaba allí padeciendo, solidarizándose, moviendo el corazón a la ternura. La enfermedad, el sufrimiento, el dolor, son ocasión para encontrarse con el Dios Verdadero: nos prepara para el encuentro definitivo con Él-Ella y, además, en ellos, en la enfermedad y el sufrimiento, estamos irremediablemente en los brazos de Dios.

Karl Rahner, uno de los principales teólogos católicos del siglo XX, decía que la virtud de la paciencia no es otra cosa que saberse abandonado en los brazos de Dios, sin poder hacer nada más que esperar, esperar esperanzadamente. Así lo creo, Alo. Así lo he experimentado. Pero ésa es otra historia, motivo de una carta que, en su momento, también recibirás.

Me alegra, Alo, que hayas terminado finalmente con la universidad. Eres ahora de esa minoría privilegiada a la que mucho se le ha dado y que, por tanto, mucho tiene que entregar. Sé que ahora, en tu trabajo social, lo estás haciendo. Por eso me enorgullezco de ser tu amigo.

Por lo pronto, recibe un abrazo.

 

DIOS Y EL MAL EN EL MUNDO

Carta quinta

 

Querido amigo:

La pregunta sobre el silencio de Dios que tratamos en la carta anterior tiene mucho que ver, Alo, con otra interrogación muy parecida y que también apunta a cuestionar el sentido último de la creación y de la historia. Se formula de muchas maneras, pero quizá el planteamiento más claro sea ¿por qué existe el mal en el mundo?, ¿por qué Dios lo permite?, ¿dónde está Dios al dejar que los seres humanos hayamos hecho de este mundo una farsa cruel?

Cuando nos toca de cerca algún accidente, cuando vemos morir antes de tiempo a un ser querido, cuando nos acontece una desgracia o atestiguamos hechos vergonzosos como las guerras y las masacres, esta interrogante nos cala muy hondo; pone, incluso, a temblar nuestra fe en Dios, nos cimbra por completo.

Para intentar algunas reflexiones al respecto, y como lo he venido haciendo en estas cartas, permíteme narrarte ahora, a modo de introducción, lo que nos sucedió a Juan Pablo y a mí en la playa de Pochomil, en uno de mis frecuentes viajes a Nicaragua en la época sandinista.

Es una historia como podrás haber oído otras más, una historia de desgracia, pero con un ingrediente menos frecuente: el heroísmo hasta el extremo.

Cuando Juan Pablo y yo llegamos a la playa en esa ocasión, lo primero que llamó mi atención fue que el viento soplaba en sentido contrario al que usualmente estaba acostumbrado. Es decir, de la playa hacia el mar, de afuera hacia adentro. Era un viento fuerte, no furioso, pero constante y severo. La arena se levantaba como cuando se descobija a un convaleciente: de una sola vez, con un impulso ciego.

El sol mordía con insidia, caía a plomo. La playa estaba llena de gente, era larga, plana y de arena oscura. Como te dije, el lugar se llama Pochomil. Está en la costa del Pacífico en Nicaragua, a unas pocas horas de Managua.

Antes todavía de encontrar un sitio entre los bañistas, a Juan Pablo y a mí nos atrajo un numeroso grupo de personas que miraba hacia dentro del mar. Nos acercamos a la multitud reunida, y vimos que observaban a un hombre joven y moreno que como a setenta metros de la orilla, hacía esfuerzos denodados por remontar el oleaje y dirigirse hacia la playa.

“No puede salir –decían-. Lleva ya una hora tratando de salir y no lo consigue”.

Otro hombre, delgado y recio de carnes, nadaba ya hacia el que intentaba salir del mar. Mientras iba avanzando, hacía señas con la mano para que alguien más se sumara al rescate, pero nadie acudía a su llamado.

Juan Pablo y yo nos miramos y, sin hablar, con un gesto apenas, decidimos ir tras él para ayudarlo.

Comenzamos a nadar con parsimonia. El agua era cálida. El viento continuaba soplando, tenaz.

Como a medio trecho, vimos que el hombre que había acudido en ayuda del que intentaba salir, lo había alcanzado. Mientras lo sostenía, nos gritaba que nos diéramos prisa. Aceleramos entonces la brazada y en unos pocos minutos llegamos a donde estaban ambos.

En cuanto llegamos, nos percatamos del espanto en el rostro del que había acudido al rescate. Tan asustado estaba que, en el momento en que nos vio cercanos, soltó a quien auxiliaba y nadó furiosamente hacia la orilla.

“Ahí se los dejo”, nos gritó mientras huía.

Entonces Juan Pablo y yo nos alarmamos en serio.

“Vamos”, me dijo, y puso el brazo del hombre que se ahogaba sobre su cuello. Yo hice lo propio con el otro brazo del joven aquel.

No tardamos más de un minuto en darnos cuenta de que nuestros esfuerzos resultaban inútiles. No podíamos avanzar.

Sorpresivamente, con el tono más sereno posible, con toda la calma de la que era capaz, el joven fornido y moreno que no podía salir de la vorágine de las olas nos dijo:

“Váyanse, muchachos. No se arriesguen. Yo me quedo aquí. Váyanse, por favor”

Su tranquilidad y talante sereno me dejó pasmado. La decisión no era fácil. El hombre nos pedía que lo dejáramos morir; que no valía la pena arriesgar a nadie más. ¿Intentábamos el rescate, aun a riesgo de fracasar y perder nuestras propias vidas, o bien lo abandonábamos a su suerte como el otro hombre que nos había dejado hacía unos minutos?

Procuramos entonces nadar unos metros más con el peso ajeno sobre los hombros, con la responsabilidad de tomar una determinación. Todo esfuerzo, sin embargo, era inútil.

“Vámonos ya, Juan Pablo”, le dije a mi amigo.

Éste asintió. Nos libramos entonces del joven moreno que ya no podía nadar más. Lo dejamos.

Todavía, cuando comenzamos a bracear de regreso, el hombre aquel nos animaba:

“Váyanse. Yo estoy bien. Aquí me quedo”, repetía.

El regreso fue muy difícil. Dábamos brazadas intensas, largas, y no podíamos avanzar. Un muro de agua nos rodeaba. El sol arriba, la sal en la boca, el alma en los pies.

De tramo en tramo, para descansar, procuraba yo flotar boca arriba, aflojar el cuerpo.

“Un poco más –me animaba Juan Pablo-, un poco más y llegamos. No te desesperes”

Pero yo ya no podía. Me desesperaba porque cada vez me advertía más lejano de la playa, porque me dolían los brazos, porque me ardían los ojos.

“Ya no puedo más”, le decía una y otra vez a Juan Pablo, mi amigo.

Nadamos todavía una media hora más. La corriente nos empujaba mar adentro. Me encomendé entonces a Dios: estuve seguro de que ya no podría salir de ahí con vida.

“Déjate llevar. Ten paciencia. Aguanta”, me decía Juan Pablo.

Finalmente, de una manera insospechada, cuando ya me había abandonado y todo parecía haber terminado, una ola me empujó hacia la orilla y pude, entonces, tocar el fondo con la punta de los pies. Comencé luego a dar saltitos, a impulsarme hacia la playa. Una nueva ola me arrastró un poco más. Juan Pablo venía a mi lado. Ambos salimos a la arena seca.

Me tiré boca abajo, respirando agitadamente. La gente nos rodeó. Comentaba en voz baja que no habíamos podido sacar al que se ahogaba. Oímos también que ya habían ido a traer una lancha, pero que se iba a tardar.

Cuando la lancha llegó, el joven moreno y fornido ya se había hundido. Lo buscaron tres días seguidos, y no lo hallaron. Sólo ocho días más tarde apareció el cuerpo, lacerado e hinchado, atorado en unos riscos, a varios kilómetros de Pochomil.

La nota en el periódico explicó entonces que el ahogado era el guardavidas de la playa. Que había entrado al mar a rescatar a dos muchachas que se estaban ahogando, que las empujó hacia la playa y que éstas lograron salir; pero que el esfuerzo lo había agotado. Por eso no pudo ya remontar la corriente que lo empujó hacia la muerte.

Mucho tiempo después, cuando a Juan Pablo ya no lo tenía cercano, él me mandó un poema. Olas, torrentes de agua, desesperación, tiranía del océano, eran el tema. Su tono era épico y agradecido, fraterno.

El poema lo extravié. La memoria del muchacho aquel, generoso y sereno, que perdió la vida por salvar las de otros, incluida la mía, todavía la conservo.

Pero durante varias semanas me pregunté por qué Dios había dejado morir a aquel hombre, por qué no había hecho con él un milagro y lo había salvado, como lo había hecho con nosotros. No lo podía entender.

Pero luego, mi querido Alo, como se mete la humedad en las paredes, poco a poco, inadvertidamente, lo fui comprendiendo. Luis del Valle, S.J., mi amigo teólogo, me ayudó también a ponerlo en palabras:

“Ponte en los zapatos de Dios”, me dijo. “Vivía Dios la plena felicidad de una vida llena de amor y decidió entonces, sólo por amor, comunicar esa vida de amor a otros. Y por eso nos creó. Y nos creó ‘otros', no dioses, sino creaturas. El principal regalo que nos dio es que lo central de nuestra vida fuera el amor, como lo es en Dios. Y Dios nos hizo a su imagen y semejanza, con una vida cuyo fin fuera amar, en una creación con sus leyes y dinamismos propios, normados por el amor, pero no suprimidos” 1.

Y entonces, querido amigo, de la palabra creadora de Dios brotó esta creación que funciona según las leyes de la naturaleza y que está toda normada por el amor divino. Así, sin las leyes de la gravedad, por ejemplo, no podríamos vivir. Sin la inercia de los cuerpos, el universo sería un caos completo. Pero por esas mismas leyes se mueren quienes caen de las alturas o quienes se accidentan en vehículos. También por esas leyes el mar devora los cuerpos y el agua se mete a los pulmones.

No es posible pensar, pues, en un Dios que quite o modifique las leyes físicas conforme a su capricho: en unos casos sí, para que no haya accidentes, y en otros casos no, para que la vida en la naturaleza funcione.

El joven de Pochomil se ahogó porque así funciona el mundo, no porque Dios lo quisiera. “La naturaleza simplemente es. No tiene voluntad, ni intenciones, ni crueldad” –diría con hondura el Rogelio.

“Pero -me podrías objetar-, existe una maldad que pertenece al ser humano, que no es propia de la naturaleza, y es la que más sufrimiento produce en el mundo”. Y tendrías razón.

Desgraciadamente es la humanidad la que se agrede a sí misma. El ser humano es el único animal que puede disfrutar el ver sufrir a otros seres de su misma especie. Somos los hombres y mujeres los que hemos fabricado las grandes tragedias y los grandes cataclismos de la historia. A veces por abuso de la naturaleza, a veces por mero deseo de preeminencia sobre los otros.

Pero, ¿querrías, Alo amigo, que Dios les quite la libertad a los que obran mal cuando así lo hacen, y que se las deje cuando hacen el bien? ¿Desearías que nos quite la libertad, a ti y a mí?

Los seres humanos buscamos instintivamente la vida. A veces, muy frecuentemente, ese instinto se convierte en egoísmo. Y Dios no puede obligarnos a amar. Si eso quisiéramos, buscaríamos un imposible: que el amor no sea libre.

Dios nos toma muy en serio, querido mío. Somos libres para amar, y podemos también fallar en ese amor. Lo importante es que con ese amor podemos enfrentar felizmente los sufrimientos que nos vienen por necesidad de la naturaleza, por nuestra limitación propia de creaturas y por la traición que nosotros u otros hacemos del amor que Dios nos ha dado. Por el amor, el hombre de Pochomil se ahogó y nos dio una enorme lección: la que san Pablo asienta en su Carta a los Corintios: que el amor es paciente y servicial; que no busca su interés, no se irrita y no toma en cuenta el mal. Todo lo puede. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo soporta 2.

Que Dios te guarde, Alo amigo. Y que Él-Ella, nos mantenga en su amor y nos haga cada vez más capaces de amar.

Hasta la próxima.

 

1 Cfr. Del valle, Luis G. Dios bueno, ¿quiere, permite, tolera los males de los que ama? , en Christus N° 730, Mayo – Junio 2002. Pp. 22-25

2 1 Cor. 13, 4-7

 

 

 

DIOS ES TAMBIÉN MUJER

Carta sexta

 

Alo, estimado amigo:

Me alegro de que me hayas preguntado por qué, cuando me refiero a Dios, uso siempre los pronombres Él-Ella. No se trata, Alo, como bien lo supones, de utilizar simplemente un lenguaje políticamente correcto en estos días en que la problemática de género se ha puesto tan de moda. Y si bien es cierto que las palabras construyen la realidad y que, por tanto, hay que cambiarlas, no intento sólo cambiar nuestra percepción sobre Dios, sino develar también algo que le es propio. Se trata, pues, de apuntar hacia una realidad mucho más profunda, que atañe a la naturaleza misma de Dios.

Cuando te platicaba la historia de María, aquella mujer que no quería morir sin haber dejado encargado a su hijo -¿recuerdas, Alo, el relato?-, te decía que Dios era también así: alguien amoroso que da la vida y la muerte por sus hijos, especialmente por aquellos que sufren. Pero el recurso a la figura de una madre no era, en realidad, una mera comparación, una metáfora sin más. Lo que ahí afirmaba, y ahora reitero, es que el ser mujer es parte de la identidad del Dios verdadero, del Dios que está presente en la historia.

Déjame explicarme un poco más.

Cuando la Biblia describe la Creación del mundo, afirma claramente que Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Hombre y mujer los creó -dice-, ambos imagen de Dios, y "vio Dios que eso era bueno".

El hecho es que Eva, no menos que Adán, es gloria de Dios, imagen suya.

Y aunque parezca banal recordar lo anterior, afirmar que Eva y Adán son semejanza del creador resulta, dentro de la cultura hebrea antigua y todavía hoy, subversivo.

Estarás de acuerdo, mi querido Alo, en que el mundo actual ha perdido el respeto por la dimensión femenina de la vida y que, precisamente por ello, nos hemos puesto al borde del colapso. El respeto a la vida, la compasión, la solidaridad, la esperanza, rasgos todos estos considerados femeninos, han sido abandonados o menospreciados por no ser rentables en el mercado global. Así, situar de nuevo a Eva como quien revela una parte de Dios mismo, parece, más que urgente, una necesidad para nuestra supervivencia.

Recuperar la parte femenina de Dios, o como dice Leonardo Boff, el "rostro materno de Dios", resulta fundamental si queremos considerar a la humanidad de manera integral, sin exclusiones. Si queremos dotar al mundo de una esperanza firme, y si queremos que las cosas cambien para que las mujeres -todas, y no sólo unas cuantas privilegiadas- ocupen el lugar que les corresponde en la historia y en la vida, hace falta rescatar a Eva del olvido.

Porque Eva, la otra imagen de Dios, es el retrato vivo de lo que no hemos permitido que Dios sea para la humanidad entera.

Así, reivindicar el lado femenino de Dios es abrir nuevas posibilidades para Dios y para el ser humano. Si Dios es también mujer, entonces el potencial humano de las mujeres es ilimitado; tienen entonces la razón y el derecho para esperar que la humanidad, con sus pesadas cargas y con sus bendiciones, sea también para ellas, y no sólo para los varones.

Entre otras cosas, Alo amigo, el lado femenino de Dios prueba que no es la fuerza bruta, ni la razón instrumental, ni la represión de los sentimientos, lo que hace fuerte a un ser humano.

Una religiosa benedictina estadounidense, Joan Chittister, afirma que en Eva la esperanza se hace realidad. Para ella, Eva, la otra mitad de la humanidad, es el ejemplo incuestionable de que Dios no puede ser controlado, de que Dios está en quien quiere estar, de que Dios no es asimilable a las limitaciones humanas. El hecho es que, con frecuencia, Dios está ahí donde no lo queremos ver. Dios está en aquellos a quienes llamamos impíos, en aquellos a quienes marginamos cuando hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza. En todas las mujeres, Dios se manifiesta, lleno de vida y de inteligente esperanza para los humildes del mundo 1.

En una ocasión me puse en huelga de hambre, ¿lo sabías? Fue en 1990, durante los bombardeos contra poblaciones civiles a propósito de la última ofensiva del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador. Fue como protesta por las terribles violaciones a los derechos humanos que estaba cometiendo el ejército salvadoreño contra la población en general. Duré ocho días sin probar alimento, en realidad algo soportable. Levanté la huelga cuando se activó el movimiento mexicano de solidaridad con el pueblo salvadoreño y en el momento en que cesaron los bombardeos. Esa ofensiva, por cierto, abrió el proceso de negociación que posteriormente culminó con la firma de la paz en ese país centroamericano.

Lo que quiero resaltar con este recuerdo es que quienes se acercaron desde el primer momento para sumarse a la huelga de hambre fueron tres mujeres y un amigo gay. Sucedió exactamente igual que con la Resurrección de Jesús de Nazaret: los primeros testigos fueron las mujeres. En el caso de mi huelga, además una persona que asumía cabalmente su parte femenina y que, por ello, era menospreciado.

Y es que no puede ser de otra manera, Alo querido. Desde hace tiempo estoy convencido de que la solidaridad es femenina, de que la compasión con los demás, el padecer con y hacer causa común con quienes sufren y luchan, es algo materno.

Y a pesar del desprecio de nuestras sociedades machistas por las mujeres y por lo femenino, Dios es claramente femenino y masculino. Dios es una mente de mujer, una sensibilidad de mujer. Dios es también un cuerpo de mujer, una inteligencia de mujer. Dios es creatividad de mujer y un sentido femenino de los valores. Dios tiene unos principios éticos de mujer, no importa quién intente reprimirlos en sí mismo o en los demás.

Al revelarse Dios como mujer, nos manifiesta lo enormemente confundidos que estamos con nuestros conceptos sobre los géneros y sus roles sociales. Así, nuestras ideas sobre la mujer como necesariamente dependiente del varón, como mero objeto sexual, como ser irracional, se nos evidencian como herejías en el sentido estricto de la palabra.

Por nuestras ideas erróneas sobre Dios, las mujeres son hoy pobres entre los pobres, condenadas a la pobreza, puesto que no aspiran a mejorar sus empleos ni sus salarios. En pleno siglo XXI Las mujeres siguen siendo vendidas y violadas y golpeadas y excluidas de la mayor parte de las actividades humanas. Entre éstas, excluidas de muchas responsabilidades en las iglesias que se dicen presencia de Dios en la historia. Los varones, en cambio, son entrenados para la más ruda obediencia, para, por ejemplo, torturar en el nombre de la gobernabilidad y para asesinar en favor de un presunto bienestar. Y es que el sexismo mata… lo mismo a los hombres que a las mujeres.

Por nuestras imágenes distorsionadas de Dios, el sexismo no parece tener fin, la opresión en el nombre de Dios parece inacabable.

Si tomáramos en serio la parte femenina de Dios, todo sistema social tendría que cambiar, todas las ideas tendrían que modificarse, toda puerta tendría que abrirse, todo lo establecido tendría que caer, toda enseñanza religiosa negativa, limitada y manipulada sobre las mujeres tendría que darnos vergüenza delante del Dios verdadero.

Cierta vez me llamaron de una vecindad cercana a la Parroquia de Los Ángeles, en donde yo vivía, en la Colonia Guerrero. Me pedían que fuera a auxiliar a una mujer, joven madre, que pretendía suicidarse. El cuadro con que me encontré nomás al llegar era desolador: tres niños desnudos, puro hueso y piel, lloraban de hambre luego de varios días de no probar alimento; la mujer, deprimida y desolada, callada, hecha ovillo en un rincón; el cuarto sucio, oscuro, revuelto. A ella la había abandonado el marido no hacía mucho. Antes de hacerlo, la había golpeado hasta que el cansancio le quitó la fuerza de los brazos.

“Es que esto no es vida” –me dijo mientras dos lagrimones le acariciaban las mejillas.

Conversamos largo. La abracé. Quise hacerle sentir el amor que Dios nos tiene. Le hablé de su dignidad como mujer y de la necesidad de sobreponerse. Pero el argumento que la hizo desistir de quitarse la vida fue el de la responsabilidad frente a sus hijos.

“¿Quién los va a cuidar ahora que tú faltes?” –le pregunté varias veces.

Las otras mujeres de la vecindad habían reunido ya algún dinero. Con él compraron algo de comer y, entre todas, limpiaron la habitación y vistieron a los niños. Ellas se echaron el compromiso de cuidar a los cuatro.

Varios meses más tarde encontré de nuevo a Pueblito –así se llamaba aquella mujer. La miré de lejos, defendiendo con otras mujeres a una familia que iba a ser desalojada de una vecindad en la colonia Santa María la Ribera. Gritaba consignas y se enfrentaba desde su debilidad a los granaderos.

“Eso que usted vio es la pobreza –me dijo con los ojos iluminados-. Eso que usted vio en mi casa es lo que significa ser mujer en este país- insistía-. Pero también esto que ahora ve usted es lo que es ser mujer junto con otras mujeres”.

El rostro materno de Dios evidencia, Alo, que los sistemas basados en estructuras masculinas de poder representan, en el mejor de los casos, sólo la mitad de las ideas que Dios tiene para el manejo de la raza humana. Son sólo versiones limitadas de un sistema verdaderamente humano.

Las mujeres son, pues, el recurso del Espíritu Santo que no hemos dejado desarrollar en plenitud.

Y aquellas religiones que construyen sus doctrinas y prácticas en una falsa concepción sobre la mujer, propagan también una falsa teología sobre Dios, porque pregonan un dios falso, un ídolo que no es hombre y mujer al mismo tiempo, que no es espíritu puro, sino sólo varón -una caricatura patética de lo que el verdadero Dios de la vida tiene que ser.

Si Dios nos creó hombre y mujer, todos a su imagen y semejanza, entonces tenemos que lamentarnos por las limitaciones que nos hemos impuesto, como individuos y como humanidad, en el nombre de Dios.

Espero, Alo querido, que sigamos conversando. Finalmente Dios será siempre Buena Noticia para compartir y experimentar.

Con mi afecto.

 

1 Cfr. Chittister, Joan. Eve. En A passion for life. Fragments of the face of God , Orbis books, Maryknoll, 2001. New York.

 

 

 

DIOS ES AMOR

Carta séptima

 

Querido Alo:

Cuando era director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, A.C. tuvimos una época muy difícil. Probablemente te enteraste a cabalidad o, por lo menos, habrás escuchado algunos rumores sobre el asunto. Esa etapa comenzó con unas declaraciones mías a la revista Proceso , a propósito del entonces recientemente creado Consejo Nacional de Seguridad Pública. En esas declaraciones conjeturaba yo que algunos personajes oscuros de la guerra sucia en México participaban en el nuevo organismo.

A unos días de publicado el reportaje del caso, estando yo reunido con mis hermanos de comunidad, en la colonia Ajusco, recibí, como a las diez de la noche, una llamada a mi teléfono celular:

- ¿Es el padre Fernández? –preguntó una voz de hombre joven.

- A sus órdenes –respondí, como suelo hacerlo.

- Mira hijo de tu perra madre –me dijo la voz, remarcando cada una de las palabras-. Esto es de parte de don Fernando. Si quieres ser redentor, vas a salir crucificado. Con nosotros no se juega. Muy pronto vas a recibir un regalito, y vas a querer no haber nacido. Perro mal nacido.

El “Fernando” al que hacía referencia la llamada era Fernando Gutiérrez Barrios, viejo político priísta, que fuera Secretario de Gobernación y a quien yo mencioné en la entrevista a Proceso .

Por supuesto que desde el principio descarté que se tratara de gente realmente vinculada con Gutiérrez Barrios: no iban a ser tan descarados, ¿verdad?

Adicionalmente, fuera de mi casa se había apostado un taxi con tres personas adultas, varones todos, que encendían y apagaban las luces de coche para que nos diéramos cuenta de que ahí estaban.

Hice las denuncias del caso y un mar de solidaridad se dejó venir sobre nosotros.

Las amenazas fueron variadas y continuas. A veces eran orales, a veces escritas. Procaces todas ellas. Llegaron a involucrar a todas las personas del área jurídica del Centro Pro y a algunos abogados amigos.

Con cierta regularidad, además, teníamos personas sospechosas fuera de las instalaciones del Centro. A algunas de éstas incluso les logramos tomar fotografías. Personal de la Procuraduría del D.F., luego de ver a esos hombres extraños, con una voz muy baja y misteriosa, nos dijeron: “tengan mucho cuidado con ellos”.

Como en el Centro Pro llevábamos simultáneamente casos muy diversos de defensa de derechos humanos (expulsiones de extranjeros, zapatistas presos, campesinos torturados, ejecuciones extrajudiciales, etc.) no lográbamos saber de dónde podían proceder estas intimidaciones ni si todas tenían el mismo origen.

Luego comenzaron las agresiones físicas.

A dos colaboradores del Pro los secuestraron unas horas para amedrentarlos de la manera más ruin. A Digna Ochoa, quien años más tarde aparecería muerta en su despacho, la asaltaron en un taxi, luego de amenazarla. (La historia de Digna, por cierto, merece un libro completo aparte. Por ahora, baste esta mención).

Cierto día en que me encontraba tomando clases en la universidad, recibí una llamada en la que me notificaban que había llegado al Centro Pro una amenaza de bomba en el avión en que la abogada Pilar Noriega se trasladaba a Washington a presentar un caso nuestro ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El profesor, mi buen amigo Germán Plascencia, se dio cuenta de mi tribulación, me llamó afuera del salón y me preguntó qué sucedía. Le narré entonces lo que me acababan de decir.

Con un tono afectuoso Germán intentó tranquilizarme. “Sólo quieren amedrentarlos, desmoralizarlos”, me dijo con cierto dejo de ternura.

“Lo sé, Germán –le respondí-. Pero lo peor es que lo están logrando”. Y comencé a llorar. Mi llanto era de rabia y de impotencia, pero era hondo, incontenible. Me quebraba luego de varios meses de hostigamiento. Ya no podía resistir más.

El abrazo de Germán, Alo amigo, todavía lo recuerdo.

Y la solidaridad seguía fluyendo. Amnistía Internacional, Washington Office on Latin America, Human Rights Watch, organismos de defensa y promoción internacional de derechos humanos, nos daban su respaldo absoluto y activaban sus redes de solidaridad. Las cartas de apoyo de todo el mundo llegaban como agua de mayo: nos consolaban el alma y nos hacían fuertes.

Y en ese contexto de manifestaciones de apoyo, de cariño internacional, Human Rights Watch determinó ofrecerme un reconocimiento como defensor de derechos humanos. Corría el año de 1996.

Durante la premiación, acontecida en el Museo de Historia Natural de Nueva York, en mi breve discurso de tres minutos, dije que todo lo que habíamos hecho, todo lo que habíamos peleado, todo lo que habíamos sufrido, lo habíamos hecho por amor y nada más que por eso.

“Lo que hemos hecho en el Centro Pro en materia de derechos humanos –dije entonces-, lo que hemos pensado, dicho o propuesto, lo que hemos padecido, ha querido ser, sin más, un acto de fe y un acto de amor. Respuesta gratuita, irrazonada, luego de ese primer acto amoroso experimentado por mí, por todos nosotros, en medio del pueblo pobre, entre los que menos tienen y, por tanto, entre quienes más nos interpelan. Con los niños de la calle -rostros de Dios mismo-, con los indígenas y campesinos, con los universitarios y las personas infectadas por el VIH o enfermas de SIDA, no sin contaminaciones, he deseado caminar siempre, junto con mis hermanos de la Compañía de Jesús y mis compañeras y compañeros del Centro Miguel Agustín Pro, movido por el amor, en la búsqueda del Reino de Dios”.

Hoy, a la distancia, tengo que reconocer que, en nuestra actividad, como sucede en toda acción humana, estaban seguramente presentes otras intenciones o motivaciones, unas genuinas, otras espurias, la mayoría inconscientes. Pero en el momento en que lo dije, lo creía firmemente: todo lo que hacíamos era por mero y puro amor. Por el amor que Dios nos había tenido y por el amor que queríamos tener a la humanidad.

Recuerdo que otro de los premiados, un defensor originario de Bulgaria, no cristiano, sorprendido por mi afirmación y quizá extrañado por el significado religioso de la misma, me dijo:

- ¿Te das cuenta de que estás afirmando que el dolor y el sufrimiento son un acto de amor a Dios?

Puesto de esa manera, yo también me sorprendí. Pero tenía razón: eso estaba diciendo.

Y es que, estimado Alo, el amor puede doler y sufrirse; puede ser ocasión de gozo o de zozobra. Puede ser lo uno y lo otro, lo que sea, porque el amor es gratuito, porque es independiente de lo que haces o de lo que te hacen. El amor no crece de lo que das o recibes. Si fuera de otra manera, el amor tendría razones, y no las tiene. ¿Qué es lo que amas de alguien cuando le dices que lo quieres? Todos los místicos y apasionados de la historia concuerdan en que el amor no tiene argumentos. “Yo te amo porque te amo... -sin razones”, dice Drummond en uno de sus poemas. “La rosa no tiene por qués, ella florece porque florece”. Y el amor sabe que su felicidad sólo puede existir en la ignorancia de sus razones. Por esto, el Paraíso se perdió -en el relato de Adán y Eva-, cuando el amor se dejó morder por el deseo de saber.

El amor, Alo, es estado de gracia, gratuidad absoluta. Nada más falso que el dicho de que “amor con amor se paga” El amor no se rige con la lógica de los cambios comerciales. “Nada te debo, nada me debes”, como diría Rubem Alves. Así como la rosa florece porque florece, yo te amo porque te amo.

Por esto mismo, el amor no se puede domesticar; escapa a diccionarios y reglamentos. Acontece.

Es más bien el amor el que nos posee, Alo. Somos nosotros el actor pasivo del amor. Y si amamos, es porque el amor nos ha amado primero.

Pero si bien el amor no tiene razones, también es cierto que sólo por el amor se ve, sólo con el amor se ve, el amor es quien ve. Como aseguraba José Martí: "espíritu sin amor no puede ver". Así como la luz no se puede ver en sí misma, sin la luz no podemos ver las cosas reales. Y lo que de ellas vemos, es la luz que rebota. Por esto, Juan, el evangelista, tiene razón cuando asegura que quien no ama a su prójimo, a quien ve, no puede decir sin mentira que ama a Dios, a quien no ve. Es decir, no se puede ver la luz si no se mira lo iluminado.

El amor es, entonces, como una sacudida que un desconocido nos da. Es respuesta gratuita a la interpelación que, sin razones, nos demanda y nos requiere. Es -dice Amílcar Legazque-, como uña metida dentro de la carne de nuestro ser.

Entonces, Alo amigo, es igualmente falso aquello de que el amor es ciego. Por el contrario, como el viejo y cariñoso Viudo -Alberto Navarro, S.J.-, no se cansaba de repetir cuando una luz inmensa le llenaba la mirada: el amor es clarividente. Permite ver más allá de lo aparente.

Herman Hesse lo sabía: “lo que amamos es siempre un símbolo”, decía. Y un símbolo remite siempre a otra cosa. Por eso san Agustín podía plantearse una pregunta que ningún enamorado podrá jamás hacerse: “¿Qué es lo que yo amo cuando amo a mi Dios?” Su pregunta revela que al amar a la amada o al amado estamos amando una cosa que no son ellos. En el amado amo una cosa misteriosa que no conozco, pero que aflora para mí cuando lo veo. Es metáfora él de otra cosa.

Pues bien, querido Alo, porque el amor es gratuito, porque al no tener razones participa del misterio, porque nos posee antes de que nosotros lo pretendamos, porque revienta prescripciones y evidencias colectivas, porque permite que veamos lo que los ojos confunden, porque es luz que ilumina de modo peculiar la realidad, el amor es parte de Dios mismo. O mejor: Dios mismo es amor. Puro, absoluto y simple amor.

Esta no es una declaración ideológica, Alo querido; es mi experiencia y la experiencia milenaria de la humanidad frente a Dios.

Pero esto ya lo sabes, amigo mío. Una ministro de la Iglesia Unitaria Universialista lo recordó también recientemente al ofrecer su testimonio en una homilía brillante y hondamente cristiana, con motivo de la incorporación de varios jóvenes en esa Iglesia. En esa homilía, la religiosa Unitaria logró decir lo que te he querido comunicar a lo largo de esta carta: si Dios es amor, tenemos entonces en nosotros la vida misma del amor y la obligación del amor. En donde ob-ligación adquiere un carácter de vínculo metafísico, es decir, constitutivo de nuestro ser.

Porque lo primero que nos enseñan en el catecismo, y que en realidad se nos queda grabado para toda la vida –dice la Reverenda Di Sciullo-, es que “Dios es amor”. Un poco más tarde eso, sin embargo, se nos desdibuja y nos hacemos bolas cuando nos hablan de cosas terribles como el infierno o nos amenazan con castigos impuestos por Dios si no hacemos lo que los adultos dicen. Y entonces uno empieza a razonar: “Pero si Dios es un Dios de amor, no creo que mande a nadie al infierno”. Pero uno se desconcertaba bastante cuando lo amenazaban con aquello de que “Dios te va a castigar”.

“Dios es amor” es una hermosa frase abstracta, querido Alo. Por esto, mucho hay que reflexionar para desentrañarla. Como decía la Reverenda Unitaria, afirmar que “Dios es amor” es hacer teología simple, pero no simplista.

“Dios es amor” es teología muy radical, si se le mira bien.

Quizá tus papás, Alo amigo, recuerden algunas insidiosas tiras cómicas que salían en el periódico a mitad de los setentas. Comenzaban con la frase de “Amor es...” La peor era una que decía “Amor es... no aprovecharte de la debilidad de tu mujer en los deportes”. Claro, porque si ella era mejor que tú, te podía dar una arrastrada y tu tendrías una excelente excusa.

Otra era “Amor es... la familia: nosotros tres juntos”. Y aparecía un hombre protegiendo a su linda mujercita embarazada. ¡Eran tan debilitadoras de la mujer, tan machistas...!

Amor es...

Limpiar el desorden que él hace sin repelar.

Cuidar al niño para que ella pueda ir de compras.

Apoyar el interés que ella tiene por el trabajo artesanal”.

No es este, por cierto, el tipo de amor al que me estoy refiriendo.

El amor del que hablo y hablaba la Reverenda Di Sciullo no es el amor tan estrecho, restrictivo y sofocante de que trataban esas caricaturas. No es el amor empalagoso de las tarjetas Hallmark. De lo que estamos hablando es de la relación correcta entre individuos –entre grupos de personas, entre países, entre el cielo y la tierra, entre la naturaleza y los seres humanos. Otro nombre para este amor es justicia . La justicia es el amor que opera a la distancia. Por eso es tan radical. La justicia y el amor tratan acerca de relaciones adecuadas, tal como Dios manda.

Una religiosa norteamericana dice que la inocencia en un niño es hermosa y adecuada; pero que la inocencia en un adulto es pecado. Tiene razón. Cuando damos la espalda y no queremos ver, no queremos oír, no queremos sentir el dolor de los otros, estamos negando el amor. Necesitamos mantener los ojos abiertos. Necesitamos ver el sufrimiento en el mundo, en nuestra sociedad, en nuestro barrio. Usar entonces el poder de nuestra indignación para hacer que el amor sea posible.

La justicia es el amor que opera a la distancia. El amor son relaciones como Dios manda. El amor es mantener los ojos abiertos. Por eso, el amor son vigilias y protestas, marchas y cartas reclamando derechos. El amor es desobediencia civil, es trabajar por los prisioneros. El amor es comercio justo, igualdad de oportunidades, encarar al poder con la verdad.

Es curioso, la única verdadera sabiduría que he adquirido en todos estos años ya la tenía desde que iba al catecismo. Consiste en tener fe y en trabajar por una teología simple pero radical: “Dios es amor”.

El Dios amor –Papá-Mamá, según hemos dicho- es entonces quien nos posibilita continuar marchando sin miedo, a pesar de las amenazas y las presiones sobre nuestra persona y nuestras familias.

Por la experiencia del amor de Dios conocemos que si tenemos miedo es porque no sabemos qué nos pasará. Y si no sabemos qué nos pasará, es porque quizá no hemos elegido entre el cálculo de probabilidades y Dios mismo. Optar por el amor de Dios es optar por vivir en conflicto con el mundo.

Y así, el Dios amor hace que la lucha por hacer posible el amor en la historia llegue a revelarnos el misterio último de la vida, sobre todo si el resultado es limpio, es decir, si fracasamos. ¿Acaso no sabemos ya que, en la lucha, el fracaso es el fracaso del éxito y no del hombre? (¡Escándalo para las religiones seculares en boga del éxito y la productividad!)

Y es que el Dios amor hace que entendamos que la paz nada tiene que ver con la tranquilidad. Porque todo es posible en este mundo menos ponerse públicamente del lado de Jesús, de los pobres y sus derechos, sin que pase nada. Y si nada pasa, es que –como dice Blai Bonet- de la vida hacemos prudencia, filosofía, letras.

Quiera Dios, querido amigo, que no hablemos mucho, y que mejor actuemos. Que no nos preocupemos mucho por las palabras. Porque Jesús no nos salvó con palabras:

"Mira cómo te he redimido: era tan pobre como cualquiera;

hacía a la vez dos cosas difíciles

como son crecer y hacer la voluntad de mi Padre.

Tuve dieciocho años, como tú,

y, guardándolos para mi Dios, redimí los dieciocho años del mundo;

a los treinta años, una vez conocidos los crecimientos,

el vacío, la necesidad y la flor de un hombre entre los hombres,

dejé a mis padres, el oficio, el pueblo;

nada en el bolsillo, nada en el otro,

me fui por la carretera

literalmente a la buena de Dios, a dar la cara

y a luchar contra el mal sin explicarlo nunca".

(Blai Bonet, Cristo de Port-Royal)

 

Hasta la próxima, Alo amigo.

 

 

DIOS ES COMUNIDAD

Carta octava

 

Estimado Alo:

Ya sé, me vas a decir que eso de que Dios es comunidad es un contenido de la fe cristiana, pero que otras religiones no lo aceptarían y que, por tanto, eso no es un atributo divino.

En parte tienes razón, pero no completamente. Efectivamente el Dios de Jesucristo se nos ha revelado como Trinidad (un sólo Dios verdadero en tres personas distintas, como dice el catecismo); pero eso que en el fondo nos quiere decir el dogma católico lo considero tan esencial en Dios que, creo, debe estar presente, aun sin desentrañarlo, en todas las religiones honestas.

Me explico con una historia.

En otra de mis experiencias apostólicas en el noviciado, me tocó ir a Tabasco; en concreto a la zona de La Isla, en el centro del estado. A la sazón, esa región era, antes de la explotación del petróleo por parte de PEMEX, un paraje con agua limpia y abundante, cuajado de platanares y cacaotales. El único inconveniente, para mí, al menos, era la existencia de miles de millones de voraces mosquitos que se cebaban en las carnes de sus habitantes. Al caer la tarde, por ejemplo, la visibilidad era de escasos metros: tan densa era la nube de los insectos que medraban en los pantanos.

Entre muchas otras cosas que me resultaron sorprendentes, fue que la mayoría de los lugareños no conocían las piedras. Sí, las piedras comunes y corrientes; las que ruedan y con las que se construyen catedrales. Esto era así porque el suelo ahí es sedimentario, prácticamente sólo humus fértil, sin piedra alguna. Cuando PEMEX llegó a construir sus instalaciones y a perforar sus pozos esto, por supuesto, cambió. Pero entonces era así.

Igualmente me impresionaron los relatos de los indios chontales sobre la naturaleza y sus fenómenos. Sus dioses, por ejemplo, durante las tormentas, arrojan hachas enormes hacia la tierra, con lo que derriban árboles e incendian la selva. Se refieren, claro, a los rayos. Y los relámpagos son combates que entablan los dioses por disputas sólo por ellos conocidas.

Pero, anécdotas aparte, la historia que quiero narrarte comienza con la organización social y pastoral que ahí se fue gestando a raíz del trabajo que realizara un equipo interreligioso de laicos, monjas y curas. Luego de varios años de presencia entre los campesinos, este equipo consiguió la organización de decenas de comunidades chontales, mismas que fueron desarrollando, entre otras cosas, varias cooperativas de consumo, para la compra en común de bienes de consumo básico. Con ello ahorraban algunos pesos y se fortalecían como organización social.

En el tiempo en que yo llegué a la región existían ya cerca de treinta cooperativas. La gente estaba animada por los palpables logros alcanzados con su organización, y el nacimiento de cada nueva cooperativa era un día de fiesta en la comunidad en la que se asentaba.

Pues bien, es obvio que una organización de estas características comenzó a afectar intereses particulares en la zona, señaladamente los de los intermediarios comerciales, y a generar temor por parte de grupos políticos que controlaban tradicionalmente a los campesinos.

Cierto día en que nos disponíamos a cenar, llegó a casa un grupo de personas alarmadas y exhaustas.

- ¡Le prendieron fuego a la cooperativa de La Lupe! –nos dijeron apresuradamente mientras se arrebataban la palabra.

Nuestra Señora de Guadalupe era una comunidad muy pequeña y pobre, que estaba a una media hora en automóvil de nuestra comunidad. La cooperativa allí tenía escasos dos meses apenas. Había crecido con gran fuerza y había ayudado mucho a fortalecer la autoestima y el poder de la comunidad. El golpe que significaba la quema de la tienda podía ser demoledor.

De inmediato partimos hacia La Lupe. Cuando llegamos, la gente estaba ya reunida frente al gran incendio aquel. La tienda era un jacalón de otate y guano que ardía como tea en la oscuridad.

El rostro de quienes observaban parecía de bronce: sereno, hierático, la mirada perdida más allá de las llamas. Un par de mujeres, si acaso, se mordían las uñas mientras las lágrimas escurrían sobre su piel morena.

Nadie preguntó por el autor de la agresión. Probablemente todos se imaginaban quién había podido cometer semejante fechoría. El ánimo, al contrario, se orientaba a procurar de inmediato los medios para reconstruir la tienda.

- Nuestra tienda ya la quemaron –dijo el presidente de la cooperativa-, pero nuestra comunidad sigue existiendo. Y a ésa no la van a poder derrotar. Y si nos vuelven a quemar la tienda, la volveremos a construir otra vez. Y así, hasta ver quién se cansa primero.

Sus palabras fueron recibidas con vítores y aplausos. Luego comenzó a circular el café, la infusión de canela, el agua fresca. Eran las doce de la noche y el pueblo había hecho de su desgracia una fiesta.

El equipo apostólico me pidió entonces que me quedara en La Lupe una semana al menos para apoyar a la comunidad. Así lo hice. Allí aprendí a dormir en hamaca, a cazanguear la milpa y a apreciar la fortaleza de la unión comunitaria.

Cuando me despedí del pueblo, la gente lloró más que cuando le quemaron su tienda. Eso me impresionó. Y antes de que yo subiera al camión para partir, me fueron regalando lo poco que tenían: seis huevos, una gallina y un pato vivos, algunos plátanos y una bolsa de pozol. Cuando quisieron darme el guajolote, pedí autorización para regalarlo más delante. Me dijeron que sí, y lo regalé de vuelta a la comunidad para que festejaran con mole la reinauguración de la tienda.

Esta es la historia, Alo querido. Tan sencilla y tan real. ¿Y qué tiene que ver con Dios? Fácil…

La experiencia humana primordial es la de ser comunidad, cuerpo colectivo, familia. Aun antes de que el bebé tenga conciencia de ser autónomo, tiene conciencia de ser en otro, de ser en su mamá; y le resulta imposible discernir entre su ser y el de quien lo amamanta. Luego se experimenta como hijo, como hermano, como familia. Más tarde, al crecer, podrá asumirse como iglesia, como club deportivo, como ciudadano de una nación particular; pero siempre su experiencia será comunitaria.

Para relacionarnos con Dios, también los seres humanos asumimos una personalidad colectiva. Así, formamos movimientos religiosos, iglesias, congregaciones, comunidades de base.

Además de que, en esta experiencia de que el otro está en nosotros –como aseguraba Octavio Paz- somos también imagen y semejanza de Dios, el que adoptemos una personalidad colectiva para encontrar a Dios nos habla también de que nuestra contraparte también es una realidad colectiva. Dios responde, pues, a esta realidad nuestra.

Lo digo ahora de otra manera, Alo: Dios es principio de todas las realidades humanas. Una realidad humana primordial –nunca mejor dicho- es el ser colectividad. Así, este ser comunitario se funda en el ser comunitario de Dios. De hecho, la experiencia fundante de toda cultura es la entidad colectiva. Dios es entonces el fundamento de toda comunidad.

Y ahí donde existe comunidad auténtica, donde hay experiencia de fraternidad, de solidaridad, de referencia mutua, está Dios presente. No es, pues, gratuito que en la revelación de Dios en Jesús de Nazareth, se nos muestre como Padre, es decir, como cabeza de familia. Y toda religión sabe que, en el fondo, nos relacionamos con Dios como hijos e hijas suyos. Y que entre nosotros somos hermanos y hermanas. Somos pueblo de Dios...

Juan Pablo II lo dijo en Puebla: “Dios no es alguien solo, sino comunidad. Por eso es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Y este es el modo cristiano de hablar de Dios, siempre en forma trinitaria y no exclusivamente monoteísta, como en el Islam o en el judaísmo. Decir que Dios es comunidad es establecer la relación, el amor y la interdependencia de todos con todos como la estructura fundamental de todo el ser, del universo y de cada persona, hechos a imagen del Dios comunión. En términos políticos significa que a Dios se le comprende y representa en el mundo mediante comunidades y formas participativas de relación, y no, en cambio, por formas autoritarias en las que sólo rige la voluntad de un jefe, tanto en la familia, como en la escuela, la sociedad y las iglesias. Dios no está solo: es una comunidad de personas plurales.

Esta realidad la evidencia también la ciencia moderna cuando afirma que el phylum precede a los individuos. Es decir, que la especie es previa a cada individuo. Y, efectivamente, es la especie la que se particulariza en cada sujeto individual, y no la suma de sujetos la que constituye una especie, un phylum biológico.

Lo que ahora estoy diciendo, Alo estimado, no es intrascendente, ni es un mero lujo intelectual. Es especialmente relevante para la sociedad contemporánea. ¿Por qué?

En nuestro mundo posmoderno estamos presenciando una seria ruptura en los cimientos tradicionales de la sociedad. El divorcio y la separación de las parejas son ahora comunes; la ruptura de las familias por distintos factores como la migración o la violencia son frecuentes. Con la integración mundial, las comunidades se hallan bajo la amenaza del desmembramiento. La desconstrucción de la posmodernidad está desmantelando algunas de las instituciones tradicionales más importantes de la humanidad, como las iglesias o los estados-nación. El mercado alienta el individualismo y hace que las personas pierdan confianza en sus comunidades. Amenaza, además, uno de los sistemas de apoyo más vitales para los seres humanos: la comunidad básica.

Hay, pues, un sentido actual en los jóvenes de “estar-sin-hogar”, un disminuido sentido de comunidad y de pertenencia. Y como ya he dicho, Alo amigo, la comunidad es el sitio privilegiado y más profundo del florecimiento humano. Y esto lo han entendido los grandes fundadores religiosos y los grandes líderes de la historia.

Por esto es importante resaltar la identidad comunitaria de Dios: porque necesitamos redescubrir y fortalecer un instrumento crucial de humanización: la comunidad. Mira ahí a quienes han dedicado parte de su vida al trabajo comunitario, o a compartir su existencia en comunidades de vida: han redescubierto su fe en la experiencia humanizadora de la comunidad. La comunidad es lugar de curación, de crecimiento, de maduración.

El Cardenal O'Connor, Arzobispo de Westminster, lo dejó claro hace poco tiempo: la comunidad –dijo él- es sumamente importante en una cultura posmoderna, suspicaz ante las instituciones y la evangelización de arriba hacia abajo. Y en ello acierta: una de las experiencias más profundamente formativas en la evangelización de los jóvenes es la experiencia de un camino de fe compartido.

Los cristianos, Alo querido, creemos que Dios es Padre-Madre, que es Hijo y que es Espíritu Santo. Y creemos también que el amor entre estas tres personas es lo que los une. Pero independientemente de las finas disquisiciones teológicas o de las diferencias que han separado a las iglesias cristianas orientales y latinas en torno de este punto, lo verdaderamente trascendente y revolucionario es comprender que si somos pueblo, familia, país, municipio, es porque Dios mismo es así y nos lo ha comunicado.

La Tradición cuenta que una vez caminaba Agustín de Hipona sobre la playa reflexionando acerca del misterio de la Santísima Trinidad cuando advirtió la presencia de un niño que, a lo lejos, parecía jugar con la arena. Al acercarse, san Agustín vio cómo el niño acarreaba agua con una conchita de mar y la depositaba en un pequeño agujero a unos metros de la orilla.

•  ¿Qué estás haciendo?- preguntó Agustín entre divertido y curioso.

•  Intento cambiar el mar de lugar –respondió el chiquillo-.Traerlo de allá para acá.

Agustín rió sin embozo.

•  ¿No te das cuenta de que eso es imposible? Estás gastando tu tiempo en vano. ¿Cómo va a poder caber el mar en ese agujerito?

•  Pues es más fácil que yo cambie el mar –respondió sonriendo el niño- a que tú puedas comprender el misterio de la Trinidad.

Así es, mi querido Alo. Sobre Dios hay cosas que no podemos comprender. Acaso las intuimos, las experimentamos. Y cuando nos sentimos parte de un pueblo, de una familia, de los demás, estamos, entonces, experimentando también a Dios.

Es bueno, Alo, saber que las cosas marchan bien para ti. Ahora que estás por concluir tu trabajo voluntario entre campesinos habrás de decidir lo que harás con tu vida en el futuro. Estoy seguro de que la experiencia que has tenido de trabajo con la gente sencilla, tratando de construir comunidad, de fortalecer la organización, te va a marcar para el resto de tus días. La cicatriz estará siempre ahí, presente, fresca, para recordarte que nadie se hace solo, ni crece solo, ni se debe a sí mismo.

Junto con mis oraciones, recibe un fuerte abrazo.

 

 

DIOS Y LA PLURALIDAD

Carta novena

 

Alo querido:

El que Dios sea comunidad también tiene una implicación adicional, quizá más significativa para el mundo de hoy, y es que Dios acoge la pluralidad en su seno. Esta es una característica divina profundamente liberadora en los tiempos que corren, transformadora de la historia.

El ser humano tiene miedo de lo diverso, odia al que es distinto probablemente porque cuestiona las propias seguridades y certezas, porque rehúsa los caminos trillados. Pero también el ser humano prefiere considerar inferior o peor al que es distinto para poder aprovecharse de él. Como sabes, amigo, en muchos puntos de la tierra existe hoy una relación perversa entre lucro, militarismo y racismo o exclusión. De hecho, el sexismo, las presuntas supremacías raciales, se han construido y se construyen aun ahora sobre el poder desnudo y sobre la avaricia. Y esto vale lo mismo para los negros en Estados Unidos, los kurdos en Europa Central, los hutus y tutsis en el África Negra, las mujeres en Afganistán, o los indios en México.

En todas estas situaciones es observable la brutalidad de un sistema presuntamente ordenado por Dios pero, en realidad, favorable a un orden estrictamente humano e injusto: un orden que se sostiene en la exclusión de las mayorías, a quienes, por cierto, se hace pasar como minorías.

El sostén ideológico de estas situaciones siempre pasa por argumentos de moralidad y de religión. A las víctimas de la exclusión se les comienza por regatear su condición de seres humanos y se les termina por afirmar que están condenados por Dios. ¿Te suenan familiares los encabezados de prensa que hablan de “pervertidos”, “bestias”, “mujercitos”, “hienas”, para hablar de los que son diferentes? ¿Y luego de las conclusiones que sacan de que “no tienen perdón de Dios” o de que “atentan contra la civilización cristiana”?

Hace algunos meses tuve la fortuna de estar en Colombia para una reunión de varios días. Me aterró, allí, la violencia que todo lo pervade y todo lo destruye. Me sorprendió igualmente el carácter profundamente creyente del pueblo y de sus autoridades. ¿Cómo pueden convivir ambas realidades en un mismo país?, me preguntaba con insistencia. ¿De qué manera religión y violencia están ligadas?, le pregunté entonces a un dignatario eclesiástico. Con humildad, el hombre me respondió: “probablemente la religión cristiana que hemos enseñado sea la raíz de la intolerancia, de la dificultad para aceptar al otro que es distinto”. Fue esa una lección de honestidad y sabiduría para mí, y una interpelación muy honda sobre la distorsionada imagen de Dios que hemos transmitido como Iglesia.

Distorsionada, digo, porque lejos del purismo fariseo con el que a veces nos conducimos los cristianos, Jesús, en cambio, acogió a todo mundo, sin distinciones. Ahí está, como ejemplo, María Magdalena, la del evangelio, quien no es la “mujer arrepentida” de la que habla Lucas, ni “la que vivía en la ciudad y era pecadora”. María Magdalena, por el contrario, era una discípula, al igual que los apóstoles, probablemente prostituta, mujer de las calles, cuya única pretensión era ser una más entre los demás, que demandaba que le dejaran ser persona y no una cosa. Y Jesús la acoge así como ella es, sin condiciones de ninguna especie.

Por ella, María de Magdala, Jesús establece, por ejemplo, que las prostitutas nos precederán en el Reino. Y con ellas, estoy cierto, irán también los indios, los niños, las mujeres oprimidas, las personas que viven con SIDA, los gays y las lesbianas, los negros, los gitanos, los palestinos y los bosnios; irán hacia el Reino de los Cielos todas esas personas que sufren marginación y son víctimas de la intolerancia por aquello que les tocó ser, a causa de algunos rasgos humanos en lo que no tuvieron intervención alguna. (Es curioso que a la gente se le desprecie por aquello que está más allá de su libertad).

En un mundo amenazado por guerras étnicas y por la dominación sobre los pueblos originarios, con un sexismo disfrazado de religión, se hace necesario apostar fuerte por la tolerancia de unos para con otros, por esa intertolerancia de la que habla Juan Goytisolo. Tolerarnos, es cierto, no es lo máximo. Pero es lo mínimo exigible, la utopía al alcance de la mano, es lo que resulta posible y mejor en estos momentos.

Como ideal necesario habría que celebrar la diversidad, como dicen los Canadienses. Pero contentémonos hoy con aceptarnos tal cual somos, con reconocernos los unos a los otros al mirarnos en los ojos.

Simone Weil gustaba de decir que debemos estar siempre preparados para cambiar de sitio. Esto significa, entre otras cosas, que todos los sitios son buenos, pero que en no todos se ve el mundo de la misma manera. Por eso se hace necesario tener la osadía de ver el mundo desde otras perspectivas, afincados en distintas percepciones de una misma realidad.

El mensaje de los profetas, por cierto, es muy duro en contra de quienes se sienten los elegidos de Dios. En esencia, demandan que olvidemos la cantidad de dinero que depositamos en las ofrendas; que abandonemos nuestra pretensión de ser valorados por el número de misas a las que vamos; que dejemos de medir nuestra estatura por el tamaño de nuestros donativos. Dios, dicen los profetas, quiere mucho más que eso. Dios quiere nuestro corazón. Dios quiere que tengamos una nueva perspectiva al valorar a las personas. Dios quiere que queramos más la voluntad de Dios que nuestro propio consuelo. Dios quiere que prestemos atención a los que sufren, a los pobres y a los excluidos. Dar a cada cual lo que le corresponde. Dar a cada cual lo que Dios quiere para ellos, todos iguales frente a Su mirada.

Los profetas de ayer y de hoy, el evangelio mismo, nos dicen realmente de qué se trata la religión. Y por eso el mundo, tal cual está conformado, no aprecia una religión profética. Desea, en cambio, una religión que lo haga sentir a gusto con lo que es. El mundo quiere una religión de consuelo privado más que una religión basada en el compromiso público; no tolera una religión que ponga en cuestión las desigualdades, el racismo, el clasismo y la inequidad basada en razones de diferencia sexual.

En mi opinión, Alo, si una religión es auténtica debe poner las condiciones para que todos podamos oír la voz de Dios en nuestra propia vida; hacernos capaces de abrirnos al otro sin sucumbir; prepararnos para dejar lo que hacemos y para aprestarnos a abrazar las causas que este mundo da por perdidas; capacitarnos para hacer espacio a la voz de los que sufren discriminación y, si es necesario, para hablar por ellos y con ellos; hacernos aptos para construir la justicia en lugar de hacernos tontos con esas filigranas piadosas de ciertas religiones que, en el fondo, nos alejan crecientemente de la voluntad de Dios.

En cierta ocasión, hace ya varios años, al Centro de Derechos Humanos llegó un individuo distinguido, moreno, de alrededor de treinta años, enfundado en una chamarra de cuero negra. Podía haber sido policía político, pero no lo era. Ya estaba anocheciendo. Estaba yo por cerrar el local para ir a descansar. No había nadie más en el edificio.

Lo primero que hizo el sujeto, nomás abrirle la puerta, fue extenderme la fotografía de un hombre desaliñado, con el pelo largo y la barba crecida, que con sus manos sostenía frente a la cámara un ejemplar del día del periódico El Universal.

- Es Fulano de Tal –me dijo el recién llegado-. Lo tenemos secuestrado hace meses y mandó esta carta para usted.

El papel que me dejó leer estaba arrugado, era del tamaño de una libreta para taquigrafía. En síntesis, la carta decía que el hombre de la fotografía me pedía por caridad que aceptara ser mediador entre su familia y quienes lo retenían para efectuar el pago del rescate.

Sobra relatarte, Alo, el escalofrío que me recorrió la espalda y el sudor frío que comenzó a descender de mi frente. Me asusté, la verdad.

- ¿Por qué yo? –pregunté.

- Conocemos su trayectoria. Además, se dedica a los derechos humanos, ¿no?

Ya sabía yo que, a diferencia de otros países, en México no se castigaba entonces el auxilio o la intermediación en casos de secuestro. De cualquier manera, la empresa era riesgosa desde cualquier punto de vista.

- ¿Y qué garantías tengo de que van a respetar los acuerdos?

- Ninguna –me respondió en un alarde de sinceridad-. Tiene usted nuestra palabra, nada más. Si acepta, recibirá en su momento las instrucciones pertinentes. Evidentemente le recomendamos no acudir a las autoridades.

No te voy a narrar, Alo amigo, todas las incidencias que se siguieron de mi decisión de aceptar, ni las distintas personas que se involucraron, ni cada una de las fases por las que pasó el encargo de la intermediación. El asunto es que, de pronto, me vi conduciendo un automóvil recién salido de la agencia, seguido por otro más, en cuyas cajuelas llevábamos varios millones de dólares para el pago del rescate.

El rumbo de la ciudad que nos señalaron para entregar el dinero era absolutamente desconocido para mí. Es más, si ahora me preguntaran dónde dejamos los coches, no sabría decirlo. El caso es que yo conducía por parajes ignotos, lleno de ansiedad por la carga que llevaba y por lo que podía acontecer.

Torpe como andaba, casi llegando al lugar de la entrega del dinero, sin darme cuenta me pasé de la avenida donde tenía que dar vuelta a la izquierda. Los compañeros que venían en el carro de atrás me hicieron señales con los faros para advertirme sobre mi error, pero continuaron detrás de mí.

Intempestivamente resolví darme vuelta en U en un sitio prohibido, atravesar abruptamente el flujo vehicular en contrasentido, y regresar sobre mis pasos. Lo malo fue que hice justo enfrente de una patrulla de tránsito. Cuando me di cuenta de su presencia, ya era demasiado tarde.

- ¡Lo que faltaba! –me dije, mientras yo mismo reía por lo bajo-. Ya metí las patas.

Los amigos del otro auto hicieron exactamente lo mismo que yo, pero a señas me dejaron saber lo que pensaban de mí: ¡que qué bruto era!

Haya sido el destino, o la suerte, o la casualidad, el hecho fue que los patrulleros ni se inmutaron. Nos vieron claramente infringir la ley y nos dejaron continuar. Nunca me pasó por la mente sospechar siquiera que supieran algo sobre nosotros y sobre nuestra encomienda, hasta que sucedió lo que a continuación te voy a narrar.

Finalmente dejamos los coches con el dinero en donde nos habían indicado los secuestradores, y yo entregué las llaves al individuo treintañero que me había buscado en el Centro Pro.

- Espero que cumplan con su palabra –le dije, y me retiré despacio, solo, con un ligero estremecimiento en la nuca.

Los mismos secuestradores me habían instruido a que esperara el anuncio telefónico de la liberación del secuestrado en un determinado domicilio, así que hacia allá me dirigí junto con quienes me habían ayudado con el otro automóvil.

Las horas pasaban con una lentitud pasmosa. Habrás de imaginarte, Alo, la incertidumbre que vivíamos quienes esperábamos el desenlace de esta historia que llevaba ya varios meses. La inquietud central tenía que ver con la pregunta acerca de si los secuestradores liberarían al retenido.

De pronto, el teléfono sonó.

- Diga...

- Ustedes no cumplieron con lo pactado –me dijo a bocajarro una voz al otro lado de la línea.

- ¿Cómo que no? –le repliqué con violencia.

- ¡Detrás de ustedes llegó la policía! –remarcó con igual rudeza-; así que aténganse a las consecuencias.

- ¡No sean cobardes! –intenté replicar-. Cumplan con... – y colgaron el teléfono.

Dicen mis compañeros que cuando me oyeron gritarle al secuestrador y vieron cómo el rostro se me desencajaba, creyeron que ya habían matado al secuestrado.

Pero no, no era eso lo que me habían dicho. Sólo que nos atuviéramos a las consecuencias.

Nosotros ciertamente no habíamos acudido a la autoridad. Sabíamos que la familia del que sufría el secuestro le había informado al presidente Salinas acerca de las negociaciones en marcha. Pero el propio presidente había juzgado prudente no acudir a la policía: existía el riesgo de que estuviera involucrada en el crimen. Además, nosotros no habíamos advertido ninguna presencia policíaca, ni cuando llegamos al lugar, ni cuando nos marchamos a pie, en distintos tiempos, solos. ¿Nos había seguido la patrulla de tránsito? ¿Sabía la policía de la entrega y quiso asegurarse de que todo marchara bien? ¿O realmente quisieron detener a los secuestradores?

La sensación de fracaso, de dolor, de frustración se adueñó de todos los que esperábamos en aquella casa la resolución del secuestro. Nos reprochábamos el haber confiado en lo dicho por unos delincuentes, nos preguntábamos cómo se había enterado la policía, preveíamos lo peor.

Pero diez minutos después, por la televisión, en el noticiero de Zabludowsky nos enteramos de que Fulano de Tal había sido liberado sano y salvo, y se encontraba ya con su familia.

Conjeturamos, entonces, que el reproche de los secuestradores había sido sólo para ganar tiempo, o bien, para subrayar que, aun con todas las condiciones cumplidas, ellos tenían la sartén por el mango.

Como puedes ver, estimado amigo, hasta ahora la historia que te he platicado y que narro por primera vez, no tiene mucho qué ver con el tema de nuestra carta.

Ni lo tendría, si no fuera porque varios años más tarde de los hechos referidos, me encontré por casualidad, de nuevo, con el hombre distinguido, moreno y de alrededor de treinta años –ahora con un poco más, ciertamente- que me buscara en el Centro de Derechos Humanos al principio de esta historia.

- Realmente, Padre –me dijo en tono de confidencia- llegó la policía después de que se fueron ustedes.

- Pues nosotros nada tuvimos que ver en ello –repliqué.

- Puede ser... A lo mejor los tenían bajo vigilancia. Pero nosotros, a pesar de eso, cumplimos con la palabra empeñada.

- Nomás faltaba que no lo hubieran hecho. Además es un crimen sin nombre lo que ustedes hacen.

- Nosotros, Padre, sólo recuperamos lo que se la ha quitado al pueblo –me dijo con convicción-. Y usted lo sabe. Además, algunos de los nuestros también son cristianos.

Desde entonces, Alo amigo, suelo recordar lo que decía Morris West en su Proteo : “todas las personas tienen razones para hacer lo que hacen”. Y me detengo antes de emitir un juicio sobre las propias personas. No sobre sus actos, por cierto.

Por supuesto que el secuestro me parece un delito abominable. Igual que la detención desaparición: porque el individuo está inerme, a merced de la voluntad de sus captores, porque hay tortura psicológica y porque también se castiga a la familia y los amigos del detenido. Ahí mi juicio es claro, no hay duda alguna.

Pero lo que ahora entiendo, es lo que la Iglesia a la que pertenezco ha dicho desde siempre: de internis neque Ecclesia. De lo interno no puede juzgar ni la Iglesia.

Y adicionalmente, comprendo que en un mundo como en el que estamos, para no destrozarnos con enfrentamientos y crímenes estériles e inhumanos, para no desgarrar el tejido social, crecientemente amenazado, debemos hacerle espacio al diálogo abierto, a la confrontación de perspectivas y la búsqueda de consensos, al acercamiento con quienes son y piensan distinto de nosotros. Y esto, porque Dios mismo da fundamento a la diversidad y la recibe en sí mismo. El riesgo de no hacerlo es, como ya dije, la destrucción mutua de los seres humanos, la resurrección de Caín.

Hoy me alargué, estimado amigo. Y no dije todo lo que quería decir. Así de maravilloso y limitado es el lenguaje: dice, pero no puede decirlo todo. De todos modos, en estas materias las palabras se quedan siempre cortas.

Recibe un abrazo.

  

 

DIOS Y LA MUERTE

Carta décima

 

Mi estimado amigo:

La muerte me ha rondado toda la vida. Lo habrás notado seguramente por algunos de los relatos que te he hecho en estas cartas. Pero para que te dieras una cabal idea de lo que quiero decir, haría falta narrarte muchas experiencias más que he vivido: cuando, por ejemplo, un camión de cuarenta toneladas de cemento se nos echó encima mientras yo manejaba y murieron Pepe y Enrique, dos extraordinarios jesuitas, en la entrada a Tulancingo; o cuando Gabriel, un joven y prometedor ingeniero, se nos murió la víspera de un gran acontecimiento, víctima de una congestión alcohólica, y yo lo sacudía de un lado a otro, esperando que reaccionara, sorprendido por lo ligero que estaba el cuerpo luego de varios meses de preferir la bebida al alimento; o aquella ocasión en que la oración dolorida de dos papás campesinos provocó que su hijo de brazos literalmente resucitara después de haber muerto en la camioneta en la que yo los conducía de emergencia a una clínica rural; o cuando se suicidó un amigo que no debía haberse suicidado...

La muerte ha rondado mis años no porque mi biografía sea especial, sino porque la muerte es parte de la vida. Y sin embargo, a la muerte le tenemos miedo, nos asusta. La vida entera oímos hablar mal de ella. Y las religiones hacen todo lo posible para matar la muerte y ofrecernos, así, un pretendido consuelo.

“Pero al matar la muerte la religión nos quita la vida –dice Octavio Paz-. Porque la vida y la muerte son inseparables. Quitándonos el morir la religión nos quita la vida. En nombre de la vida eterna la religión afirma la muerte de esta vida”.

Y, en efecto, Alo amigo, ¡cuánta gente quita consistencia a su vida actual en nombre de otra vida en el futuro! Gente rica que se desentiende de sus obligaciones de justicia porque, finalmente, eso es irrelevante para la suerte definitiva de las víctimas de la iniquidad. O gente pobre que se resigna en su sufrimiento porque Dios se lo premiará en la otra vida.

Pero éstas, Alo, son también ideas erróneas sobre la vida y sobre Dios.

Cuando disfruto de un platillo exquisito o de una extraordinaria obra musical, el gozo que experimento depende también del tiempo que pasa. El deleite llegará a su fin y yo diré: “lástima que se acabó”.

Y es que la vida y la belleza sólo existen a causa de la muerte. Ésta hace posible que se experimenten aquéllas.

¿Recuerdas que don Juan Matus –viejo sabio y brujo- le decía a Carlos Castaneda que la muerte era su consejera?

“La muerte es nuestra eterna compañera –decía don Juan con un aire sumamente serio-. Siempre está a nuestra izquierda, a la distancia de un brazo. 1

La muerte y su cercanía nos hace más sabios. “Es la única consejera sabia que tenemos” –insistía don Juan. No en balde a la vejez se le asocia con la sabiduría. Y Hegel sostenía que el búho de Minerva vuela al caer la tarde, que es otro modo de decir lo mismo.

Pero, ¿qué es lo que nos dice la muerte?, o mejor dicho: ¿qué sabiduría nos enseña Dios con la muerte?

Al caer la tarde, cuando la muerte asoma, nos damos cuenta de que el trabajo quedó inacabado. El trabajo queda siempre inacabado. Con la vejez no pensamos ya, como cuando jóvenes, que la vida va a empezar a vivirse después de que hayamos puesto la casa en orden. No decimos más: ¡es que hay tantas cosas por hacer! Con el declinar del día vemos que el tiempo se ha encargado de deshacer lo que hicimos. Dejamos de lado, entonces, las herramientas para construir y regresamos pacificados al hogar. Al crepúsculo, pues, se regresa a la verdad sencilla de la vida, y se termina por saber que lo que importa es ser, simplemente ser... En palabras de Patricia Gutiérrez-Otero:

Ser humanos,

Humildemente humanos

(de humus, tierra y agua).

Sin pretensiones de ángel

Ni de centro del universo.

Sólo carne y viento y una promesa que es memoria.

(...)

Ser hombres, simple, gozosamente y, de nuevo, para siempre.

Conocer sólo el lugar, el propio lugar señalado.

Y no es que el interés por los demás, por el sufrimiento de la humanidad, por los otros, se haya perdido. Al contrario. Pero se comienza a comprender que los mundos mejores no se hacen por decreto, sino que van naciendo morosos, tenaces, al margen del control de nuestra sola voluntad.

La muerte, además, se constituye en la medida de todas las cosas. Apunta su dedo a la vida y nos dice el precio de lo que nos rodea. También nos dice que el tiempo pasa y que no hay manera de detenerlo; nos grita a la cara que la vida, como el río, fluye hacia la muerte.

Y por eso, mi querido Alo, la muerte nos dice también que gocemos la vida, que hagamos que valga la pena. Es lo que quiere decir la locución latina que determina la trama de la película de “La Sociedad de los Poetas Muertos”: Carpe diem . En interpretación de Rubem Alves: “recoge el día como quien recoge un fruto delicioso”. No es, como suponen algunos posmodernos desprevenidos, el consejo superficial de “vive el momento”. Es algo mucho más profundo, más vital y direccional. Es lo que dice Ricardo Reis:

El día que no gozaste no fue tuyo: fue sólo un paso por él. Cuando vivas sin que lo goces, no vives.

No midas lo que amas, bebas, o sonrías:

Basta el reflejo del sol que se va en el agua del charco, si te es grato.

Feliz el que por tener en cosas mínimas su placer puesto, ningún día niega

la natural ventura.

Frente a la muerte, a la hora del crepúsculo, comprendemos finalmente que la vida no tiene mayor secreto que vivirla. Que la propia existencia no puede ser tomada demasiado en serio porque es un regalo. Y eso nos hace libres y humildes, lejanos del mareo del poder y del prestigio.

En la vida, jugamos como niños sobre la arena. Luego –dice estupendamente el mismo Rubem Alves, teólogo protestante- la marea durante la noche borrará todo y por la mañana la playa estará maravillosamente lisa, todas las cicatrices sanadas, como si nada hubiese pasado. ¿Habrá metáfora más bella para el perdón? Y el juego podrá comenzar de nuevo. Aquello que fue amado debe ser repetido. Por eso afirmamos: “Creemos en la resurrección de la carne”: lo que fue, volverá. 2

Por eso, a mi hermana María Luisa le dije un día que no creía que esta creación fuera desechable. Ahogada en lágrimas me preguntaba si su perrita recién muerta iba a resucitar.

Y por eso, el Eclesiastés asegura:

Ve, pues, come tu pan y alégrate con él, bebe tu vino con un corazón feliz.

Viste siempre de blanco,

y que nunca falte el óleo perfumado en tus cabellos.

Goza la vida con quien amas todos los días de tu vida...

Pues Dios está ya contento con tus obras.

Eclesiastés 9, 7-8

Y ahora que lo pienso mejor y que nos hemos metido de lleno en estos temas, Alo querido, creo que conviene que te platique al menos de la vez en que murieron Pepe Olmo y Enrique. A lo mejor así me puedes intuir un poco más.

Fue casi llegando a Tulancingo. Por supuesto que no podré olvidarlo mientras siga viviendo. Era un día nublado, 13 de junio. El viento no dejaba de soplar. Las nubes, altas, ponían un collar oscuro al sol y hacía frío.

Fueron esa nubes y ese frío los que se confabularon para marcar la historia.

Iba yo junto con un amigo –el Tigre- rumbo a Huayacocotla, Veracruz, cuando el Valiant en el que viajábamos se descompuso. Luego de una media hora de batallar con la avería, en un inesperado golpe de suerte, tres hermanos jesuitas llegaron en un Volks-wagen rojo a auxiliarnos. De hecho, todos íbamos al mismo sitio, pero habíamos pensado que los del vocho rojo iban ya muy adelante de nosotros y, sin embargo, se habían retrasado...

La bobina del Valiant estaba quemada. Tomé, pues, las llaves del Volks-wagen y me preparé para recorrer solo los diez minutos que nos separaban todavía de Tulancingo. Alfredo se ofreció entonces a acompañarme, y yo acepté agradecido.

Se quedaban ahí, pues, junto al Valiant, el otro Alfredo –el de Ajusco- el Tigre y los recién llegados, Pepe Olmo y Enrique Gutiérrez, a quien llamábamos “el Pajarito”.

Pero las nubes, el viento y el frío estaban conjurados.

A punto de arrancar, Enrique pidió que lo lleváramos junto con Pepe a algún café a la entrada de la ciudad. Querían matar el tiempo mientras reparábamos el Valiant. Tenían frío –dijo- y necesitaban conversar.

Fue esa urdimbre misteriosa la que permitió que, de pronto, sin pretenderlo, los cuatro jesuitas nos viéramos montados en un Volks-wagen rojo, rumbo a Tulancingo, conmigo al volante.

En el auto, Enrique condujo la conversación. Comenzó por mostrar a Pepe, quien era dominicano, las antenas parabólicas que abren el último descenso a la ciudad de Tulancingo.

Allí la pendiente es pronunciada. Y después de la estación satelital, la carretera está bordeada de restoranes y casas aisladas, la gasolinera y el asilo san José.

Me dirigí a Enrique:

- ¿Los dejamos en el restaurante del hotel “La Joya” para que platiquen?

Alfredo rió. A veces lo hace sin motivo. Pero ahí tal vez lo hizo porque “La Joya” es un sitio caro y el Pajarito un “viejo pobre como una rata”, según palabras del mismo Alfredo un par de horas después.

- No, no –cortó Enrique rápidamente-. Mejor nos dejas por ahí y nosotros vamos luego caminando al centro. Nos pueden buscar después en la placita.

- Mejor los llevo a algún café para que estén cómodos.

- No –insistió Enrique-. Tú, despreocúpate. Donde vean una refaccionaria nos detenemos y nosotros nos vamos caminando. Al cabo no es una gran distancia al centro de la ciudad. En México se camina mucho más.

- Sí –le contradije-, pero en México se camina por necesidad, no por necedad, Pajarito. Ahorita los podemos llevar a donde quieran.

Alfredo cedió. Sabía que la discusión era inútil. Enrique no aceptaría que nos molestáramos por él. Al contrario: aceptaría él las molestias necesarias con tal de ayudar un poco.

- Te paras en la refaccionaria, y más tarde los vamos a recoger –determinó, pues, Alfredo.

Esta conversación, Alo amigo, así de banal como se oye, así de ordinaria y pedestre, traza el espíritu más hondo de Enrique.

Nos descolgamos entonces por la pendiente de la carretera. Delante de nosotros se había formado una larga hilera de autos que marchaba a unos 60 kilómetros por hora, preparando su entrada a la ciudad. Todavía pudimos rebasar un par de camiones lentos, y nos acomodamos al centro de la fila. Todo marchaba bien.

Entonces vino eso... Una gran explosión oscura, sin ruido, sin dolor. Una nada negra. Nada más.

La muerte nos alcanzaba por la espalda.

Desde entonces, Alo, sé que la muerte no duele; que no es nada más que un súbito apagón, sin memoria, sin recuerdos, sin rencores. Sé que la muerte es no ser y que, por eso, una vez muerto, la muerte no existe.

Recobré después el sentido en medio de una sensación de bienestar, de blandura optimista. “Qué extraño –me dije conforme el humo se disipaba-, algo sucedió y todos estamos bien”. Ya había visto dos cuerpos desplomados atrás, prensados entre la chatarra, pero mi cerebro se negaba a registrar la verdad.

- ¿Qué sucedió? –pregunté una, dos, tres veces, mientras la angustia se iba trepando al corazón.

Alfredo volvía en sí y preguntaba lo mismo. Se quejaba. Tomaba su cabeza y la sacudía. “¿Qué pasó?…” No había otro balbuceo que el de su desconcierto.

Salí del auto y finalmente registré lo que había sucedido.

Enrique, el Pajarito, estaba inclinado sobre el respaldo del asiento delantero derecho; sangraba por la boca y la nariz; temblaba. Estaba inconsciente. Su cuerpo se hallaba prensado.

Pepe Fernández Olmo, junto a Enrique, tenía una expresión de asombro. Ya había muerto, pero continuaba interrogándose sobre lo ocurrido. Pepe falleció en el mismo instante del golpe: se había desnucado.

La gente corría hacia nosotros. Nos decía que un tráiler sin frenos nos había embestido por detrás. Un hombre no daba crédito a que yo estuviera ileso. Me informó entonces que el camión de carga había arrollado a otros dos autos más. A lo lejos advertí una cabina destruida, en medio de una nube de polvo.

A gritos pedí una ambulancia. También grité por los bomberos: era necesario violentar los hierros retorcidos para rescatar las dos almas buenas atrapadas en el asiento de atrás.

Pudimos, con todo, romper el asiento de la derecha y sacar en peso, como se carga a un pajarito enfermo, a Enrique Gutiérrez.

Su cuerpo nos cabía en los brazos. Un alma enorme y generosa cabía completamente en esa fragilidad exangüe. Era la imagen misma del abandono.

Pepe cayó, laxo, sobre sus propias piernas. El asombro continuó en su rostro todo el tiempo. Yo comencé a llorar.

Alfredo se arrodilló sobre la tierra pedregosa que cargaba con el peso de la tragedia. Puso la cabeza de Enrique sobre su regazo, y comenzó a luchar contra su propio llanto. Alfredo daba voces. Repetía constante: “Enrique, Enrique, Enrique”. Las lágrimas vencían. Enrique respiraba sangre.

Ahora yo sólo miraba. Estaba como ido. Ni siquiera podía concebir la posibilidad de su muerte.

En la ambulancia miré su agonía: serena, medida, sencilla, como había sido su vida entera.

E igual como había vivido, compartía ahora su agonía con dos trabajadores gravemente heridos, con dos macheteros del tráiler que nos había embestido, con dos macuarros cubiertos de cemento y sangre. Como Jesús de Nazaret, Enrique compartía sus últimos y difíciles momentos con dos humildes hijos de Dios, con dos hermanos a quienes el mundo despreciaba.

Sobre mi vientre cargué su cabeza cana. Le acaricié una gran mancha morada en la parte derecha del rostro. Cuando el llanto me dejaba, le hablaba al oído. No en voz alta, por vergüenza quizás con los socorristas, pero con la certeza de que Enrique me escuchaba. Y le hablé entonces de la bondad del Padre, de nuestra confianza en Él, de lo mucho que todos queríamos a Enrique… le hablé también de la esperanza, de la paciencia y de la Resurrección; de aquello mismo que aprendí de él: le hablé de Enrique mismo.

Tal vez murió al llegar; quizá un par de minutos antes.

Luego de tomar los signos vitales, el médico de turno me miró, y con la fórmula del caso indicó:

- No pudimos hacer más.

- ¿Ya murió?

- Sí –dijo, y me pidió que le ayudara con el cuerpo para hacer lugar a los otros heridos.

Enrique había entregado su espíritu y cedía ahora su lugar.

Era cerca de la una de la tarde de ese día en que las nubes, el viento, el tiempo y –quizá- Dios mismo, se confabularon para darnos una lección de sabiduría.

De entonces proviene la certeza, Alo estimado, de que si no morí en el accidente, de que si me quedé en esta tierra a seguir bregando con la vida, fue porque Dios quería que cumpliera con alguna tarea que me tenía encomendada. Descubrir ese encargo es lo que he intentado hacer todos los días de mi vida a partir de ese momento.

Además, amigo mío, desde entonces vivo con la conciencia de estar viviendo tiempos extras. Por tanto, agradeciendo cada minuto adicional de mi existencia y estando libre para partir en el momento en que resulte necesario. Libre, pues, para morir y, por ello, para vivir con absoluta libertad.

De esto y no de otra cosa trata la paradoja de la muerte.

Que el Señor Dios, Padre y Madre nuestra, te llene de su bendición, Alo amigo, y te conduzca a la libertad.

Hasta pronto.

 

1 Castaneda, Carlos. Viaje a Ixtlán . Fondo de Cultura Económica, México, 1999. p. 61

2 Rubem Alves. “ Tempus fugit; Carpe Diem”, Revista Tempo e presenca No. 275, mayo-junio, 1994. Traducción de Jesús Ramírez Funes.

 

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA POSMODERNIDAD

Carta undécima

 

Mi estimado y leal amigo:

La interpelación que me haces en tu última carta no es, en absoluto, desdeñable: de nada vale hablar hoy de Dios de manera doctrinal, puesto que todas las certezas se encuentran profundamente cuestionadas. En el mundo actual –me dices- la verdad no se percibe más, ni se recibe como tal. Ya nada es más verdadero que lo otro. Así, lo que te estoy presentando como verdad en estas cartas –argumentas- es, en todo caso, “mi” propia verdad personal acerca de Dios, acaso una simple posibilidad entre muchas otras.

A esto respondo, querido Alo, que tienes razón: que actualmente toda verdad nos parece relativa, pero que, de esta manera, las preguntas reales se nos quedan sin contestar, y que así no se puede vivir.

Como siempre, dame la oportunidad de explicarme a profundidad con otra experiencia de mi vida. Te ruego me tengas paciencia y llegues al final del siguiente relato. Sólo de esta forma puedo desentrañar lo que pretendo comunicarte.

Cuando era rector de nuestra universidad en Guadalajara, se organizó en ella un concierto del grupo Jaguares, abierto al público en general. Luego de haber triunfado con el nombre de Caifanes, este grupo de rock mexicano iniciaba una nueva etapa de su existencia con mayor libertad y menos ataduras comerciales. El concierto en el ITESO se había organizado, entre otras cosas, para apoyar la labor de defensa y promoción de los derechos humanos en Chiapas, y Saúl Hernández, el carismático vocalista del grupo, había accedido a pronunciarse en apoyo a la Ley de Derechos y Cultura Indígenas.

En este contexto, el concierto era relevante, pero previsiblemente con poca concurrencia. Y así fue.

Apenas unos setecientos muchachos y muchachas gozaron de aquel espectáculo mientras coreaban las melodías y brincaban como azogados. Los medios informativos allí estuvieron y dieron fe de lo acontecido.

Pero la historia íntima suele ser más importante que los contextos exteriores.

En el intermedio del concierto, mientras caminaba hacia los sanitarios, un joven menudo y risueño, de cabello rubio y ojos verdes, me detuvo para saludar. El chavo vestía con ropa holgada y llevaba una camiseta estampada cualquiera. Su actitud era entusiasta. Dicho en términos actuales: estaba bien prendido .

- Señor rector -me dijo-, lo felicito por el concierto y por la causa que se quiere apoyar.

Le agradecí sus palabras y su calidez, y luego me olvidé del asunto.

Días más tarde, sin embargo, ese mismo chavo se atravesó en mi camino en uno de los pasillos de la universidad para hablarme de la necesidad de tomar medidas de protección ambiental en el campus. Lo oí con atención y le sugerí que acudiera con los responsables de los servicios generales de la institución.

Un tercer encuentro tuvo lugar después, durante la inauguración de alguna actividad académica. El muchacho me simpatizaba, me parecía audaz, más o menos desparpajado pero claro en sus planteamientos. Intuía yo, sin embargo, que, además, quería tratar algún tema especial conmigo, del cual no se atrevía a decir palabra. Le pedí, entonces, que me buscara; le aseguré con franqueza que me alegraría mucho poder conversar con él.

La cita se dio pronto. Fuimos a comer sushi y platicamos sobre mi vida, mis ideales, mis planes. Él casi no dijo nada de sí mismo. Recuerdo, por ejemplo, que en ningún momento dejó de sujetar con su mano izquierda el refresco que había pedido: tan pendiente estaba de mis palabras. Y así, sin oírle hablar mucho de sí, supe, sin embargo, que deseaba conversar sobre Dios, saber de espiritualidad, llenar un vacío que sentía en medio del pecho.

El muchacho aquel era brillante. Tenía todo lo que un muchacho de 24 años puede desear. Además, estaba por concluir su carrera en Ciencias de la Comunicación con las mejores calificaciones. Afortunado como era, podía tener un estilo de vida “a la carta”, referido al mercado de consumo, como hacen millones de jóvenes en la actualidad: elección, inmediatez y oportunidad serían sus ganancias.

No obstante, ese joven audaz sabía que lo que realmente le ofrecía la sociedad era la libertad de montarse en una ilusoria e interminable ola de pseudo-elecciones, y que eso produce muy poca o ninguna satisfacción. En lo más hondo de sí mismo, sabía que le quedarían entonces muchas preguntas sin contestar, muchos huecos qué llenar. Y eso aquel muchacho no lo deseaba.

Pues bien, querido Alo, lo has adivinado desde el principio: ese muchacho eres tú. Perdona que traiga ahora a cuento la historia de nuestra relación. Pero tú eres el mejor ejemplo de lo que te quiero argumentar. Las verdades relativas, las elecciones que nos permite la sociedad de consumo, las veredas trilladas de las convenciones sociales ya no responden nada, no satisfacen nada, no conducen a ninguna parte. Y eso tú lo sabes perfectamente.

Por eso dejaste las brillantes posibilidades que tenías en el futuro si sólo te hubieras dejado llevar por los automatismos del sistema. Por el contrario, tomaste las riendas de tu propia vida, y comenzaste a buscar aquello que te faltaba: una experiencia personal de Dios, una honda experiencia espiritual. Te fuiste a trabajar, entonces, con campesinos y niños con discapacidad, con la intuición certera de que los pobres son un lugar privilegiado de encuentro con el Señor.

Y así comenzamos nuestro epistolario.

Pero el encuentro personal con Dios, mi querido Alo, no se puede enseñar, mucho menos puede forzarse. Se trata, como te dije desde la carta primera, de una experiencia personal y gratuita, de un don que Dios mismo da según su voluntad.

Yo no puedo fabricar para ti un encuentro personal con Dios, pero sí puedo compartirlo contigo. De hecho esto es lo que hemos estado haciendo con nuestro intercambio epistolar. Con él he querido animar el deseo tuyo de oración, de tener ese encuentro personal con la trascendencia.

Recuerdo que en alguna de nuestras primeras conversaciones sobre espiritualidad decías encontrarte en un proceso de “creciente fe”. Esa fue una intuición profunda, Alo querido. Porque la fe auténtica crece una vez que se ha iniciado el camino.

Con frecuencia -al menos así me ha sucedido- el encuentro con Dios llega cuando estamos en nuestro momento más desolado, en nuestras más profundas cavernas. Al mismo Jesús de Nazareth le ocurrió de esta manera: se entregó completamente a su Padre-Madre Dios justamente en el momento en que se sentía más solo: en la cruz, en el momento de la muerte.

Douglas Coupland, el de la novela Generación X , autor posmoderno si los hay, lo entiende muy bien. En su obra Life after God , en un alarde de sinceridad, nos lo confiesa:

“Ahora –aquí está mi secreto: Se lo digo con una apertura de corazón que dudo alcanzar nunca más, así que rezo porque estén ustedes en un cuarto tranquilo al leer estas palabras. Mi secreto es que necesito a Dios y que estoy enfermo y no puedo salir adelante yo solo. Necesito que Dios me ayude a dar, pues me parece que ya no soy capaz de dar; que me ayude a ser amable, pues me parece que ya no soy capaz de amabilidad; que me ayude a amar, pues me parece que estoy lejos de poder amar”.

Tu encuentro personal con Dios, Alo amigo, es más importante que cualquier cantidad de información acerca de Dios. Esto es así porque necesitamos descubrir personalmente el sentido último de nuestra vida: por qué estamos aquí, por qué somos humanos. ¿Por qué Dios nos hizo humanos?: he ahí la verdadera pregunta última de toda nuestra existencia. Y esa no puede ser contestada por terceras personas.

Desde mi propia fe cristiana, y desde mi propia experiencia personal, confieso que es Cristo quien puede responder a esa pregunta. Dios nos da a su hijo, un ser humano como nosotros, para que podamos comprender que estamos llamados simple y sencillamente a ser completa y auténticamente humanos, a amar y respetar perfectamente a los demás y a vivir como hijos e hijas plenamente amados por Dios Padre y Madre, justamente como Jesús amó y vivió.

Como enfatizara recientemente el Arzobispo de Westminster: “Dios nos hizo así como somos, precisamente para que pudiéramos aprender qué significa ser verdaderamente humanos” 1.

En realidad, Alo, nunca llegaremos a saber cabalmente lo que significa precisamente ser humano; pero lo vamos descubriendo despacio, experimentándolo en la experiencia personal con Dios y con Jesucristo. Nuestros encuentros místicos nos revelan quiénes somos a nosotros mismos; son como un continuo viaje de descubrimiento, como la aventura que implica un viaje al centro de la tierra (con el perdón de Julio Verne).

Esta sociedad posmoderna, de la que eres un hijo dilecto y un ejemplar paradigmático, subraya y hace más sensible la inquietud y la inseguridad de las personas. Esto es así porque muchas de las bases que anteriormente nos daban apoyo se han puesto bajo sospecha. Pero es desde esa inquietud e inseguridad (¿Quién soy? ¿Por qué soy?) desde donde se llega a Cristo y al Dios de Jesucristo. ¡La misma desolación que hace parte de la experiencia posmoderna nos está llevando nuevamente a Dios! De esto, y no de otra cosa, nos está hablando Coupland en la cita que traje a cuento.

Así que no tienes que cambiarte a ti mismo para experimentar a Dios y para integrarte como persona. La experiencia personal de Dios nace desde lo que somos, se da desde la propia psicología y desde las personales circunstancias históricas. No suplanta a la persona, la integra, sí, pero en su propia personalidad.

La experiencia espiritual nos hace crecer, como personas y como creyentes. Ella integra todo lo humano: lo psico-afectivo-sexual, la voluntad, lo social. Con frecuencia, por querer mutilar aspectos de nuestra identidad se mutila también la experiencia de Dios.

¿Qué estoy queriendo decir con todo esto? Que es equivocado querer desterrar nuestros deseos, dejarlos de lado, como postulan algunas filosofías orientales. Al contrario, para experimentar cabalmente a Dios tenemos que dialogar con nuestros deseos; preguntarnos por aquello que realmente queremos.

El deseo, querido Alo, es algo poderoso; es lo que linda con la pasión. No es posible, pues, arrancarlo de nosotros. La experiencia de Dios, en todo caso, hace que contactemos con nuestros deseos más hondos y más auténticos, y que pasemos por encima de los superficiales y transitorios. Una auténtica experiencia espiritual hace, por ejemplo, que superemos envidias y odios, deseos de venganza –algo superficial- y vayamos a nuestros más profundos deseos de solidaridad, de amor y de perdón.

Una experiencia espiritual fuerte es, con frecuencia, permanente, nos introduce en lo que los teólogos llaman “la vida teologal”. Es empezar a trabajar con Dios, acoger el Espíritu. De ahí que quienes han experimentado a Dios en sí mismos puedan, como dijera Rahner, trabajar “en silencio y sin jornal”, en multitud de campos apostólicos, sin esperar más recompensa que el realizar lo que en el fondo más desean. De ahí que puedan hacer de su vida una oración permanente, ser “contemplativos en la acción”. De ahí que haya en ellos y ellas una disposición continua a asumir la muerte cuando ésta llegue. En la fórmula del Padre Ignacio: no querer de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta…

Experimentar a Dios no nos saca del mundo, Alo, sino que nos sume en él. Nos lanza en la búsqueda del amor, de la justicia y la equidad para todos. La experiencia personal de Dios nos lleva a integrar nuestra propia debilidad, nos lleva a integrar lo femenino, los sentimientos, nuestra tontería (como me dices en tu última carta a propósito de la enorme valentía de los imbéciles), nuestras limitaciones y potencialidades todas. Seremos divinos si somos humanos, profundamente humanos, en el sentido nietzscheano. Jesús –ya lo he dicho- es divino al hacerse hondamente humano. Y como dice Jon Sobrino, formulando la más profunda paradoja de nuestra fe: “tan humano, sólo Dios”.

(De paso, te digo que una experiencia así permite que dejemos de lado los roles que hemos aprendido socialmente. Al hacernos auténticos, al integrar nuestras áreas débiles, no requerimos ya utilizar las máscaras a las que nos hemos acostumbrado).

Y para concluir, Alo amigo, con la enumeración de lo que acontece con una experiencia espiritual en estos tiempos aciagos, tengo que decir que cuando se ha experimentado a Dios se hace uno capaz de permanecer en el misterio, de acogerlo con paz. Sucede así porque Dios es inabarcable, inmedible, inmanipulable: es el misterio en sí mismo (y de esto hablaremos en nuestra siguiente comunicación). Experimentarlo nos capacita, entonces, para convivir con la incertidumbre, con lo mudable, con lo sorpresivo. Estarás de acuerdo que si el ser humano se aferrara sólo a la lógica cartesiana no existiría ningún Picasso, ni un Kandinsky, ni un Nietzche.

Por eso probablemente la poesía es el vehículo más apto para hablar de Dios. A ella recurrieron san Juan de la Cruz, santa Teresa, sor Juana y todos los que, aun sin saberlo, han perseguido la trascendencia.

Uff…, Alo querido. Ahora sí que me prendí con este rollo. Dejé que la loca de la casa tomara las riendas de mi discurso. Sé que sabrás disculparme. Nada que vale la pena puede hacerse sin pasión, y eso tú lo sabes bien.

Esta época, pues, Alo amigo, la que a ti te ha tocado vivir, es tanto o más apta que cualquier otra para experimentar a Dios. Es más, existe hoy un vivo deseo de que el Espíritu fecunde nuestra historia, tan ahogados como estamos por una multitud de cosas que se compran y se venden y que ha llegado, incluso, a sustituir a los amigos.

Con mi amistad y mi gratitud para contigo, sinceramente.

1 Cardenal Cormac Murphy-O'Connor, Arzobispo de Westminster. “Evangelizar a los Jóvenes en una Europa Post-Moderna”, alocución en el X Symposium de los Obispos Europeos. Roma, 24-28 de abril de 2002.

 

 

DIOS ES MISTERIO INABARCABLE

Carta duodécima

 

Alo, amigo entrañable:

Comienzo ahora la última de nuestras cartas sobre Dios. Como ves, también en el papel sucede lo que en la vida: todo lo que comienza tiene que terminar. No puede ser de otra manera: somos creaturas, finitas y frágiles como el tiempo mismo.

Y ahora, mi estimado amigo, cuando te dispones a partir al exterior a continuar con tu formación profesional, quiero concluir nuestra larga charla epistolar con un solo consejo más, quizá el más importante de todos: olvida completamente lo que te he dicho hasta ahora.

No, no es broma. Lo digo absolutamente en serio.

Lo que en estas cartas he plasmado, lo que he intentado delinear como perfil, es apenas un bosquejo impreciso, son balbuceos, si acaso, de algo infinitamente mayor. Porque tratar de definir a Dios en una centena de páginas es una enorme estupidez. Lo sabía desde un principio, pero sabía también que el esfuerzo valía la pena.

Esto no quiere decir que las letras que te he dedicado en todo este tiempo no apunten a desentrañar una verdad maciza. No quiere decir esto que Dios no sea experimentable, querible, parcial hacia los pobres, mujer y completo amor. Lo que estoy diciendo es que Dios es el Misterio por antonomasia, el Dios Siempre Mayor, el Eternamente Inabarcable.

Los seres humanos necesitamos poner en palabras aquello que nos cuesta trabajo entender. E intentamos entonces definiciones, dogmas, doctrinas. Ellas nos dan seguridad. Recogemos, además, en esas formulaciones, las experiencias de la humanidad entera. Pero nuestro discurso se queda siempre corto respecto de lo que quiere definir. Hablar sobre Dios requiere de una gran audacia, que pudiera ser simple desvergüenza si las palabras no son dichas con una genuina humildad. Por eso –ahora te lo confieso- no me gustó nada el libro que me regalaste, las Conversaciones con Dios. Es pretencioso y hasta un poco descarado, pretende manipular lo que es radicalmente libre, inmanipulable.

Pero dejemos eso de lado.

Muchas veces, a lo largo del siglo XX, diversos autores han escrito libros –unos sesudos y sensatos, otros completamente ideologizados y prescindibles- en los que describen al Dios en el que han dejado de creer. Esto es más fácil que hacer un retrato del Dios en el que se cree, y más fácil aún que hacer un escrito cuya pretensión sea develar la naturaleza misma de Dios.

Yo, por ejemplo, ya no puedo creer en los pequeños ídolos que como sociedad hemos ido fabricando en el nombre de Dios. No creo en el dios castigador, ni en el que justifica las situaciones de hecho –y menos cuando se trata de injusticias-, ni en el que se escudan los poderes de este mundo para justificarse. Éste y no otro es el sentido profundo de la manida sentencia de Jesús relativa a Dios y al César: dar a Dios lo que es de Dios significa dejar de avalar la opresión en el nombre del Creador, y no, como algunos mañosamente pretenden, separar a Dios de lo que acontece entre los seres humanos.

Tampoco creo en ese dios que demanda sacrificios, ni en el que encabeza guerras de odio, ni en el que se opone al avance del conocimiento humano.

Creo, en cambio, en el Dios verdadero: el que protege la vida realmente existente, el que quiere el bien de toda la humanidad sin distingos, el que nos cubre con su designio amoroso.

Dios no es una parábola moral, querido Alo. No es una metáfora de nuestras mejores características como seres humanos, ni es una proyección de nuestro deber ser. Es una persona real. Es un ser amoroso del que somos sus hijos. Y en tanto que persona libérrima es incansablemente sorprendente, novedoso, siempre yendo más allá de sí mismo (a pesar de lo que la filosofía artistotélico-tomista pueda comprender con su idea del Motor Inmóvil).

Las personas, aun aquellas a quienes decimos conocer bien, siempre nos sorprenden, no podemos atraparlas para siempre. Cuando más firmemente creemos tenerlas en nuestras manos, más se nos escapan, afianzan su autonomía, su propio misterio.

Una vez me enamoré, amigo mío. De una persona real, sí, con un amor real, tangible, hecho de cumbres de luz y de abismos misteriosos. Y por ese amor que le tuve y le tengo puedo entender ahora la verdad profunda de la “otredad”. Se trata de otra persona, que no soy yo, ni mis deseos, ni mis fantasías, ni mi voluntad; que no está a merced mía ni a merced de mis ocurrencias o antojos. Y cuando, por mi trabajo, la creía en riesgo, el terrible dolor que sentía ante la posibilidad de que la lastimaran, hizo que yo intentara que se fuera lejos, a donde no pudieran tocarla. Pero ella decidió quedarse, a pesar mío, por su propia libertad.

Si esto sucede con cualquier persona de carne y hueso, qué no acontecerá con Dios mismo. ¡Si Dios es el infinitamente Otro, ¿cómo va estar entonces a disposición de mis caprichos, definiciones o elucubraciones?!

No sería honesto contigo si no dejo claramente asentada esta verdad antes de que te marches lejos, amigo mío.

Dios es el Otro por definición.

La única verdad maciza que puedo ofrecerte, en cambio, es que su amor es incondicional. Como el del propio amor humano, del que te hablaba un poco más arriba. Pero radicalmente mejor: aunque yo quiera que se marche, ahí está, siempre ofrecido, por su propia y libre voluntad.

Además, Dios es siempre mayor. Mayor que lo imaginable, que lo decible, que lo intuíble. Es misterio insondable.

Esto de ninguna manera quiere decir que Dios sea lejano, o por completo ajeno a nosotros mismos. Por el contrario: al ser misterio inimaginable, está dentro de cada uno de nosotros. San Agustín lo decía en latín, y lo decía bien: Dios es intimior intimo meo , esto es: más íntimo que mi propia intimidad.

Esta realidad la expresa en toda su amplitud la paradoja de mi propia fe cristiana –como ya te lo he dicho en alguna otra carta- al postular que ese Dios siempre mayor es también el Dios menor, el de los pequeños, el de la vida, lo mínimo a lo que tenemos derecho, la máxima aspiración de nuestros pueblos. Es el Dios que está donde está la vida amenazada, donde abundan las carencias, en la exclusión social. ¡Esto es parte del Misterio de Dios!

Pero Dios también es una pregunta abierta, y la respuesta a esa pregunta... ¿Y cómo puede ser eso? Ya te decía en mi carta anterior que el deseo es importante en nuestra vida. Los seres humanos somos seres hechos de deseo: nos enamoramos, trabajamos, buscamos, cuando somos libres, por puro y mero deseo.

Y el deseo, en palabras de Luis Cernuda, es una pregunta cuya respuesta no existe. Sin embargo, Javier Sicilia, un gran místico viviente, dice que no es que no haya una respuesta, sino que ésta pertenece al orden de lo inefable y que, por eso mismo, no puede ser dicha.

En efecto, el deseo es “incompletitud”, insatisfacción siempre viva. Y lo que puede satisfacer por completo al ser humano no pertenece al orden de lo material, sino de lo trascendente. Por eso, cuando nuestro deseo cree haberse satisfecho con la posesión de lo deseado, inmediatamente caemos en la cuenta de que no es así, que la posesión de lo querido nos decepciona, que de nuevo estamos incompletos, siempre deseantes.

Cito in extenso a Javier:

“La posesión nos decepciona porque, como sucede en la parábola zen, confundimos ‘el dedo que señala la luna, con la luna'. El misterio de las cosas que excava nuestro deseo, si bien revela el lugar de la plenitud, no es la plenitud, sino su reflejo en ella; es, permítanme volver a la parábola zen, el dedo que señala el lugar del reposo, el lugar en donde el deseo cumple su saciedad. Ese sitio es, como lo afirman todas las grandes tradiciones religiosas, Dios, lo inefable que se participa y se revela en su Creación” 1

La bronca del mundo y de los seres humanos, pues, es que confundimos las cosas con lo que nos satisface. Y eso no es así. Las cosas materiales son, acaso, el reflejo de lo que verdaderamente nos sacia: Dios mismo. Por eso los grandes místicos desprecian las posesiones y abrazan la pobreza: para acercarse a las cosas no mirándolas en ellas mismas, sino en Dios que las funda.

Por eso la pregunta de Cernuda sí tiene respuesta. San Agustín la formula maravillosamente: “Señor, nunca estaremos en paz hasta que lleguemos a Ti”.

Detrás, pues, de aquellos que amamos, de los cuerpos que deseamos y de las cosas que nos atraen, detrás de cada uno de tus deseos, Alo amigo, está el misterio de lo inefable, el Dios Siempre Mayor, aguardándonos, llamándonos, respondiendo por nuestro deseo.

Y ahora sí, mi querido Alo, es tiempo de que nos despidamos. ¡Claro!, se trata sólo de un hasta luego. Estoy cierto de que esta amistad, nacida de la gratuidad como los arroyos en el monte, continuará floreciendo a pesar de la distancia.

Agradezco ese trozo de sabiduría, hermoso y vital, brotado de la pluma de George Bernard Shaw que me enviaste como despedida hace unos días. Ojalá que tú y yo lo hagamos carne y hueso:

“La verdadera alegría de la vida es ser usado por un propósito reconocido por uno mismo como poderoso: ser una fuerza de la naturaleza en lugar de un coágulo de alimentos y de quejas, febril y egoísta, que se lamenta porque el mundo no se dedica a hacerte feliz.

Soy de la opinión de que mi vida pertenece a la comunidad y, conforme vivo, es un privilegio hacer por ella lo que puedo.

Quiero estar minuciosamente agotado cuando muera, porque mientras más trabajo, más vivo. Me alegro en la vida por sí misma. La vida no es para mí una ‘llama breve'. Es como una espléndida antorcha que sostengo por el momento, y quiero hacerla arder tan brillantemente como sea posible, antes de entregarla a las futuras generaciones”.

Que Dios te ayude, querido Alo. Y cuando dejes de lado todo lo que te he dicho, no abandones, en cambio, ese interés tuyo por la experiencia personal de Dios que dio origen a nuestras cartas. Ese deseo será siempre tu tesoro.

Sinceramente.

David Fernández, S.J.

 

1Sicilia, Javier. El deseo , en “La Casa Sosegada”. La Jornada Semanal , 15 de diciembre de 2002, Núm. 406, p. 12