Dios es nuestro Padre, todos somos hermanos

• Arnold Omar Jiménez Ramírez, semanario.com.mx

Pocas veces durante el año recordamos la figura paterna: Dios es Nuestro Padre, y como tal, nos ama; cada padre de familia es, o puede ser, reflejo de este Padre amoroso.

Definitivamente esto no es novedad, pues todos de alguna manera sabemos o al menos hemos escuchado que Dios es nuestro Padre. Más aún, la oración más conocida y universal de todas, es la del Padrenuestro. Pero desafortunadamente muy pocos comprendemos la totalidad de este gran misterio, de esta verdad aclamada en todos los rincones del mundo. La Paternidad divina es uno de los temas más hermosos en la Doctrina de la Iglesia y que comporta consecuencias para la vida cotidiana de cada uno de los seres humanos.

Por ello, Semanario lo invita a reflexionar en esta verdad de fe, y a que juntos asumamos este Don, que también es compromiso.

La figura de Dios como Padre en el Antiguo Testamento

En el AT se constata que existe en el pueblo de Israel una imagen específica de la Paternidad divina a partir de las intervenciones salvíficas de Dios; por ejemplo, cuando Dios los salva de la esclavitud de Egipto y llama a Israel a entrar en una relación de alianza con Él, e incluso, a considerarse su primogénito. De este modo Dios se revela como «Padre» de manera singular, como lo atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: ‘Así dice el Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito’» (Ex 4, 22).

A pesar de la infidelidad del pueblo, y de las consecuentes amenazas de castigo, Dios se muestra incapaz de renunciar a su amor, y lo expresa con palabras llenas de profunda ternura, incluso cuando se ve obligado a quejarse de la falta de correspondencia de sus hijos: «Yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que atan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer (...) ¿Cómo voy a dejarte, Efraín?, ¿cómo entregarte, Israel? ( ... ) Mi corazón está en mí trastornado y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 3-8; cfr. Jr 31, 20). Incluso la reprensión se convierte en manifestación de un amor de predilección, como lo explica el Libro de los Proverbios: «No desdeñes, hijo mío, la instrucción del Señor; no te dé fastidio su represión, porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (3, 11-12). Encontramos pues, ya desde el AT, una paternidad divina que se manifiesta de manera tan «humana», por los modos en que se expresa.

Jesús nos revela al Padre

Y desde luego, con Jesucristo, se nos reveló de manera más clara esta paternidad en el Nuevo Testamento (NT).

Como muestra, baste citar la designación de Dios en los Evangelios, en los que aparece unas 170 veces; por lo tanto, es claro que Jesús ve a Dios como Padre. De entre los evangelistas, en San Juan aparece más veces esta expresión (109), le sigue Mateo (42), luego Marcos (4) y en última instancia, Lucas (15). Dos ejemplos del NT en el Evangelio de San Mateo, pueden iluminamos para entender mejor la paternidad divina:

1. «Todo me ha sido revelado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 27). Esta revelación a la que se refiere Jesús, habla de una relación única en su género, que existe entre el Padre y Jesús. Es una revelación que está colocada en el contexto de instrucciones referidas de manera particular a sus discípulos; es decir, la realidad de la Paternidad divina pertenece a la enseñanza que Jesús reservaba a ellos. «Mi padre» es una expresión de revelación dirigida exclusivamente a sus discípulos, como previamente había advertido el mismo Jesucristo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños».

2. Abbá (papi) es una palabra que Jesús utilizaba constantemente para referirse a Dios. Y esto es una característica muy particular, algo propio de Jesús. En el conjunto de los textos judíos no encontramos esta fórmula aramea como invocación a Dios. Y la razón de esta ausencia es sencilla: Este término, Abbá, pertenece al lenguaje de los niños; era un término usado en la vida familiar, pero no era exclusivo de los niños; también era empleado por un hijo ya mayor, en sentido de intimidad y respeto. Ahora, para los judíos era una falta de respeto dirigirse a Dios con un término tan familiar.

Implicaciones de la Paternidad Divina

Arnold Omar Jiménez Ramírez

Antes de abordar cuáles serían las consecuencias de la Paternidad divina, es importante señalar que podemos malentender la paternidad de Dios, porque sin darnos cuenta cometemos este error: Querer comprender a Dios por las cosas humanas, y por lo tanto miramos la paternidad humana, para ver si desde ahí podemos entender la paternidad de Dios, cuando debiera ser al revés; ¡es al revés!

Ser auténticos hijos de Dios

«Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios Padre nuestro, de que debemos comportamos como hijos de Dios», decía San Cipriano. «No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad, si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial», señalaba a su vez San Juan Crisóstomo; por ello, la importancia de vivir como hijos de Dios, es decir, buscando en todo momento hacer libremente su voluntad. El fundamento de la vida cristiana está en sabernos hijos de Dios. La filiación divina da sentido a toda nuestra espiritualidad y a nuestro compromiso apostólico.

Fraternidad universal

Si Dios es Nuestro Padre, luego, los hombres creados por Él, al igual que yo, son mis hermanos: Si nos atrevemos a llamar a Dios como Nuestro Padre, entonces hemos de asumir la responsabilidad de que los hombre son nuestros hermanos. ¿Cómo sería el mundo si asumiéramos esta verdad? No estaríamos hablando de terrorismo, ni de intervenciones militares, ni de pobreza, ni de injusticia social. Para no ir tan lejos, no habría familias desunidas.

Inmenso regalo

¿Cuántas veces la vanidad del hombre lo lleva a presumir parentescos, amistades o relaciones con personalidades del mundo de la cultura, la política, la vida social o de la farándula? Sin embargo, los bautizados tenemos un motivo de mucha valía para sabernos importantes, valorados, ricos, honrados: ¡Somos hijos de Dios!

Confianza plena

Sabernos hijos de Dios nos da una profunda confianza. No tememos a nadie ni a nada: «Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?». Confianza porque sé que Dios no puede permitir que un hijo suyo sea perjudicado. Incluso la prueba, el dolor, la enfermedad, se nos presentan como una bendición que nos ayuda a crecer como personas y como cristianos: «Todo es bueno para el que cree».

Alegría constante

La filiación divina nos hace vivir con verdadera alegría, que ya no es la alegría del hombre que tiene todas las necesidades cubiertas, sino la alegría profunda que da el saber que Dios no es un ser lejano, ajeno a la vida de los hombres y, en concreto, a la mía; sino que me ama hasta el punto de haberme creado y, desde toda la eternidad, haberme elegido y hecho hijo suyo. ¡Es mi Padre!; y no sólo eso, sino que lleva al extremo su amor al sacrificar a su Hijo por amor mío... ¿Quién podrá entender la «locura» de la Cruz? ¿Quién podrá entender la «locura» del amor de Dios? ¿Quién podrá entender la «locura» del amor de Dios en la Eucaristía?