DIOS ES NIÑO

 

Antonio Orozco
Arvo.net, 21.12.2008


Cuando te miro Niño

Dios te contemplo

Cuando Dios te miro

Niño te veo

 

      Se entiende el villancico, es muy teológico, porque en el rostro de este Niño resplandece el rostro de Dios. Es el rostro humano de Dios. Dios ya tiene rostro humano, rostro de niño. Es el gran misterio de la Navidad, la Encarnación del Hijo de Dios, y nos gusta puntualizar: el Hijo de Dios es Dios Hijo, no vayamos a confundir la filiación divina de Jesús de Nazaret con cualquier otra. Este es el misterio proclamado por los testigos de la Resurrección del Señor. Jesús es Señor y Cristo, el Mesías Dios [Hch 2, 36; Rom 6, 23, etc.] Emmanuel, Dios con nosotros, como profetizaron las Escrituras [1]. Dios nació de María Virgen y ha puesto su morada entre nosotros. Y permanecerá hasta el fin de los siglos. Cada uno de sus gestos humanos es gesto de Dios. [2] Con toda verdad y justeza, Dios puede decirnos: Este Niño, Jesús, soy Yo.

De ahí que contemplar su paso por la tierra, embeberse en la figura de Jesús, estudiar y aprender cada uno de sus movimientos, ademanes, palabras, acentos, silencios… es ver a Dios. Dicho de otro modo, es conocer -ver y oír-  a una Persona divina, la Segunda, que ríe, llora, duerme, come, tiene hambre y sed, anda, corre, se sienta, trabaja, se cansa, conversa con la gente, comparte alegrías, compadece (padece-con), … muere y resucita.

Su mirada en Belén y durante algunos años, es de niño y de Dios a la vez, es la mirada de Dios-Niño. El Niño Jesús es Hijo de Dios en lo eterno e Hijo de María en el mundo. Entiéndase bien. «Yo y el Padre somos uno» [Jn 10, 30], ha dicho. ¿Podemos aproximarnos un poco al misterio de unidad y distinción que hay entre las Personas divinas? Un poco sí.

Cuando tú eras una persona pequeñita en el seno de tu madre, erais dos personas distintas, pero como una sola vida. En verdad, no erais una sola, sino dos vidas, creadas, limitadas en el espacio y el tiempo. Tu vida no era la de tu madre ni viceversa, pero la tuya se hallaba del todo inmersa en el seno materno y vivías solo a expensas de ella, ¿correcto?

Con esta analogía, por elevación, se atisba que dos Personas distintas -increadas, sin límite de espacio y tiempo-, puedan ser y vivir en una sola vida, singular, increada, infinita, eterna. Inmanentes, cada Persona vive plenamente en la otra sin dejar de ser distintas.

La vida del puro Espíritu es infinitamente más rica y fecunda que la vida biológica material. Aquel que ES LA VIDA, Dios Padre, engendra, en su eternidad, un HIJO. “Engendrar” aquí es la palabra más aproximada que tenemos. Cuando unos padres engendran a un nuevo ser, el hijo crece material y totalmente en el seno de la madre, porque comienza siendo un embrión, aunque ya es un ser humano de nuestra misma especie. Es otra vida respecto a la de la madre, pero ha de vivir a expensas de la madre, no hay otro modo, hasta el momento en que pueda ser dado a luz, nacer, para desarrollarse más y hacerse adulto, un ser humano autónomo.

En cambio, Dios Padre es puro Espíritu y no tiene límites materiales ni temporales. Así que el Hijo del Padre Dios no ha de crecer en el tiempo ni en el espacio. En un instante eterno, tan eterno como es la Vida del Padre eterno, el Hijo es plenamente Hijo con la misma vida del Padre e igual al Padre. El Padre da todo lo que es, al Hijo, sin perder nada. Tampoco perdemos nada nosotros cuando damos a otros de nuestra vida espiritual. El hijo necesita nacer de la madre, porque no puede llegar a ser lo que debe ser, persona adulta, en el seno materno. En cambio, Dios Hijo, como el Padre no tiene límites de espacio y tiempo, puede permanecer en seno del Padre; necesita permanecer en el seno del Padre y no puede ser de otro modo. Así, la vida del Padre y la vida del Hijo son una sola Vida, absolutamente plena y eterna. Aquí reside la diferencia entre lo que sucede en la intimidad de Dios y en la relación madre e hijo. Dios Padre y Dios Hijo son un solo Dios. El Padre es Padre y no Hijo; el Hijo no es Padre sino Hijo. Hay una distinción clarísima entre Padre e Hijo, siendo ambas Personas la misma Vida. Engendrar no es lo mismo que ser engendrado. Dar no es lo mismo que recibir. Y esto sucede en la Vida íntima de Dios.

Ahora nos gustaría saber cómo del Padre y del Hijo procede el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Trinidad, pero no es poco que hayamos vislumbrado que no es absurdo, al contrario, es razonable que en Dios haya distinción de Personas e identidad de Vida o Esencia o Naturaleza o Sustancia, como quiera decirse, según las premisas filosóficas de cada cual.

Lo cierto es que Dios tiene un Hijo que está «junto a Él» y «en Él» [cf Jn 1, 1], y ese Hijo es tan Dios como el Padre. Habitan en una luz inaccesible a cualquier criatura [1 Tim 6, 16]. Tanta es la luz que nadie pueda verla sin morir . Solo tras la muerte y por una gran elevación transformadora que sólo Dios puede dar, los santos pueden gozar en lo que suele llamarse «Cielo», de la visión de Dios cara a cara. Será el don supremo, la entrada en la Luz inaccesible , la inmersión en el Amor infinito de la Trinidad.

Lo asombroso es que la Luz inaccesible se hace en alguna medida accesible en la mirada del Niño de Belén. La Persona Jesús  es el Hijo eterno en el seno eterno de la vida plena e infinitamente fecunda de Dios Padre.

--¡No es tan difícil, aunque misterioso!

-- El Hijo en el seno del Padre no ha de ser «dado a luz».  Es eterna Luz de Luz. No ha de nacer propiamente, y de ningún modo crecer o evolucionar dentro o fuera de Dios. ES eternamente. El Padre y Yo somos (dos en) uno [Jn 10, 30]. Este misterio es la sencillez suma. Es Amor eterno, Son dos Personas eternamente enamoradas –en el Amor del Espíritu Santo-, rostro con rostro [cfr. Jn 1, 1]. Sabemos que el Verbo o Logos, el Hijo, es Imagen perfecta del Padre [2 Cor 4, 4].  Por tanto el Padre se muestra en el Hijo, el Hijo nos muestra al Padre. Dice Jesús: «Quien me ve a mí ve al Padre»  [Jn 14, 9]. Así que el Padre también presenta rostro de niño, aunque no solo. San Agustín, decía: Dios es el más joven de todos. Está claro, la Trinidad es más niño que todos. Las barbas blancas son un símbolo ingenuo de la eternidad, pero la realidad es que  Dios es niño. La eternidad no es tiempo: ¡en la eternidad no hay tiempo, ni para para envejecer! No se trata de infantilismo, sino de sencillez, descomplicación, compatible con la plenitud de vida interminable. No solo compatible sino necesariamente intrínseca a la inmensa sabiduría u omnisciencia.

         La plenitud del Reino de los Cielos, que se nos anuncia para el futuro en los Evangelios por boca del mismo Jesús de Nazaret, requiere infancia espiritual. ¿Cómo entrar, si el Reino va regido por la más pura y honda ingenuidad?

San Pablo dice «cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las  cosas de niño.» [1 Cor 13, 11] Porque habla del progreso en el conocimiento de Dios y de las virtudes; y en esto es preciso crecer siempre. Pero por otro lado invita a los efesios a despojarse del hombre viejo, y a renovar el espíritu de vuestra mente  y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad [ Ef  4, 22-24]. Y a los Colosenses: Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento pefecto, según la imagen de su Creador [Col 3, 9-10]. Y, finalmente, en correspondencia con la imagen de la vejez espiritual,  atestigua el Apóstol que aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día.  En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna,  a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas. [2 Cor 4, 16-18]

 Hombre exterior, hombre interior; hombre viejo, hombre nuevo. Qué conceptos tan ricos y fecundos para el que sabe leer las Escrituras.  Cabe evocar ahora el Salmo 103, 5: el hombre interior, el hombre nuevo en Cristo, satura de bienes su existencia, mientras su juventud se renueva como el águila [cf Sal 103, 5].

Renace su ilusión de vivir enamorado del Amor eterno manifestado con rostro humano, de hermano, de amigo, de maestro, de señor soberano, creador, padre, redentor, en Jesús de Nazaret, en quien habita la plenitud de la divinidad corporalmente [Col 2, 9]. En ese cuerpo se halla toda la sabiduría y todo el amor de la Divinidad, del Hijo en Persona, y por inmanencia comunicativa de uno en los otros -o en griego, pericoresis- el amor del Padre y del Espíritu Santo. Amar pues a ese hombre que es Jesús de Nazaret no tiene nada que ver con un enamoramiento sensual ni tiene por qué manifestarse con emociones sensibles , es un enamoramiento del corazón humano a lo divino, de mujeres y de hombres que entran con su mente (en el más hondo y amplio sentido de la palabra) en el misterio de Dios encarnado , el Emmanuel, Dios con nosotros, que se muestra humano, humanado, hecho verdadero hombre para que las mujeres y los hombres lleguemos a ser como Dios.

De este modo a los siete, a los quince, a los ochenta, a los cien años, la criatura humana en la tierra vive en el amor ilusionado del niño y del joven, con la humildad que dan los años. El anciano ya no es un ser acabado, que ve cómo se desmoronan sus fuerzas sin remedio, cómo sus posesiones naufragan o se pierden, cómo su familia se deshace y sus obras quizá estupendas son ignoradas. Tal vez aterrado ve cómo se ponen en pie sus frustraciones pasadas, sus errores y miserias.

Pero un Pablo, un cristiano consciente de la riqueza espiritual de que dispone, ve su futuro eterno por delante, interiormente es un niño, o si se prefiere, un joven con un espíritu de tono vital increíble, en virtud del niño que lleva dentro, del Rostro de Dios Hijo, del Rostro del Padre y del Rostro del Espíritu. Y a pesar de su experiencia, larga o corta, proclama: «no vivo yo, sino Cristo en mí» [Gal 2, 20]… ,« pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia.» [Fil 1, 21] El Engendrado de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle.[1 Jn 5, 18] Con su cuerpo y sangre eucarísticos el Hijo primogénito, robustece su  juventud y le renueva de continuo la ilusión de vivir, como el niño feliz, nacido de padres enamorados, que le adoran, le miman y alguna vez le propinan un cachetón para que aprenda a distinguir el bien del mal. Entonces, el niño lo agradece infinitamente, porque se sabe amado, bien dirigido y orientado en el camino que le conduce a ser perfecto «como es perfecto vuestro Padre celestial» [Mt 5, 48], es decir, a la super plenitud eterna del vivir. Vivir en Cristo es vivir en Aquel que renueva constantemente todas las cosas [cf Apc 21, 5].


[1] Is 7, 14.

[2] «Cada uno de esos  gestos humanos es gesto  de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad» [San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 109]

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