Dignidad de la mujer
Germán Mazuelo-Leyton

Igualdad hombre-mujerLa ex comunista y feminista radical María Antonietta Macchiocchi, en su «apasionante viaje en búsqueda de la Verdad» sobre la dignidad de la mujer, que no logró encontrar en las ideologías imperantes del siglo XX, leyó con avidez la carta Mulieris Dignitatem, firmada por Juan Pablo II en 1988, «que supuso el descubrimiento del pensamiento sobre la mujer más revolucionario y de mayor profundidad de todos los que había conocido en su periplo intelectual». Una lectura que le llevó a escribir el libro Las mujeres según Wojtyla, afirmando en él: de improviso, adquieren sentido las tradiciones, se reconquistan los valores culturales y religiosos, luces como la idea de «lo divino que hay en las mujeres». La historia femenina humana es una página blanca, que está toda por escribir. No  hay que llorar por una época de oro del socialismo igualitario hombre-mujer, que no ha sido más que engaño y mentira degradante. La historia vuelve a comenzar y otr os valores se perfilan vivos ante nosotros en el tercer milenio.

A partir de la mitad del siglo XX, se había verificado «una explosión de la cultura feminista», ya que no obstante la conquista del voto femenino en 1945 y otros importantes logros como «la instrucción, el acceso a las profesiones, la igualdad de oportunidades y el ingreso al mundo del trabajo, tardaron en hacerse verdaderamente una posibilidad real para las mujeres».

El Concilio Vaticano II en su mensaje final había afirmado: «Ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar».

El Sínodo de los Obispos de 1987, sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, puso también de relieve la dignidad y la vocación de las mujeres, siguiendo la «revolucionaria» singladura postconciliar.

Juan Pablo Magno, el 25 de marzo de 1987 promulgó su Carta Encíclica «Redemptoris Mater» sobre la Bienaventurada Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina en la pespectiva del año dos mil, en la que el Pontífice puso de relieve, como esencial, la figura de María.

Impulsos con los que, durante el Año Mariano de 1988, el 15 de agosto, Juan Pablo II, lanzó al mundo entero su Carta Apostólica «Mulieris dignitatem» sobre la dignidad y la vocación de la mujer. Documento pontificio, que a pesar de su riqueza, y de la importancia de su contenido, es casi desconocido para la mayoría de los católicos.

I. Igualdad hombre-mujer
Al tratar de la igualdad hombre-mujer, no debemos olvidar que dicha igualdad no puede ser total y absoluta, desde el momento en la misma naturaleza nos modeló distintos.

La anatomía femenina tiene elementos totalmente diversos a los de la masculina, porque también las funciones de los sexos son diversas en la sociedad. Pero se debe hablar de la igualdad entre los sexos en cuanto se refiere a derechos sociales y privilegios divinos y humanos.

En la Mulieris dignitatem, subraya el Santo Padre que la mujer y su vocación se cumplen en plenitud; esta es la hora en que la mujer adquiere en el mundo, una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora (1). Un «signo de los tiempos». Triunfo de la mujer que admite gustosamente el Pontífice y desea defenderlo contra todo machismo.

Pone en guardia a la mujer, para que, en su anhelo de «imitar» al varón, no pierda sus propias características, su originalidad, deformando lo que constituye su «riqueza» esencial, una riqueza que fue «un signo de admiración y de encanto» en cuanto contempló Adán a la primera mujer.

La mujer tiene un camino diverso para su perfección. Los recursos personales de la femineidad von son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son solo diferentes. Por consiguiente, la mujer debe entender su «realización» como persona, su dignidad y su vocación, sobre la base de estos recursos de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que recibió el día de la Creación y que hereda como expresión peculiar de la «imagen y semejanza de Dios» (10).

Dios no la hizo inferior al hombre, sino diferente, con una misión particular que no puede verificar el hombre, pero que ella debe desarrollar plenamente.

Dios madre
La característica de la maternidad femenina es asombrosa, porque la mujer hereda la potestad de seguir creando, como Dios. El mismo Dios se presenta con la preocupación y la ternura de madre para con su pueblo: Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré (Is 66, 13).

Con estas expresiones, multiplicadas en la Biblia, Dios pretende exaltar la fecundidad de un vientre materno, donde Dios verifica un milagro, cual es de una creación de una compleja maravilla humana. Porque tanto el hombre como la mujer fueron creados a imagen y semejanza de Dios se explica que Dios use de sí mismo cualidades y funciones maternales, siempre teniendo en cuenta que Dios es Espíritu.

En lugar de discutir diferencias inevitables, tanto la mujer como el varón han de reflexionar y admirar la capacidad de engendrar que Dios les concedió en proporción diversa, y que es un parecido con la función del «engendrar» divino, y por lo tanto de creación continuada.

Eva y María
El Demonio, en forma de serpiente, convence a Eva, a la mujer, a pecar; y ella, inficiona, con su inevitable influencia al varón, es la que le tienta hasta llevarle al pecado. ¿Se pierde ahora «la imagen y semejanza de Dios»? No, ni el varón ni la hembra, pero sí se ofusca y se rebaja. Se ha perdido la unidad entre los esposos, con desventaja para la mujer que, en su más elevada función de la maternidad, sentirá el dolor como castigo de su insinuación al pecado.

Pero si la mujer fue la primera artífice del pecado, será también la mujer-María, la primera restauradora de la catástrofe. Juan Pablo II destaca que en la Antigua Alianza solo intervino el varón –Noé, Abraham y Moisés- como interlocutor valioso ante Dios; pero en la Nueva Alianza, la «mujer» adquiere una preponderancia peculiar, porque serán «la mujer y su descendencia», los artífices de la restauración, dando a la mujer un papel activo, no sólo como portadora del Salvador.

En esta función superior, María «es el nuevo principio» de la dignidad y vocación de la mujer. Ya que María reconocerá, sin envidia alguna hacia el varón, que Dios hizo en mí maravillas: es el descubrimiento por María de la propia humanidad femenina, de toda la originalidad de la «mujer» en la manera en que Dios la quiso, como persona en sí misma y que al mismo tiempo puede realizarse en plenitud por medio de la entrega sincera de sí». Jamás varón alguno podrá alcanzar la cima de una realización femenina como es el prestar el útero, el seno, el calor de una mujer a una nueva vida.

Mujer: no eres de menor calidad; fíjate en otra mujer, María. En María, Eva vuelve a descubrir cuál es la verdadera dignidad de la mujer, de la humanidad femenina. Y este descubrimiento debe llegar constantemente al corazón de cada mujer, para dar forma a su propia vocación y a su vida (11).

Iguales en dignidad y derechos; distintos en funciones y vocación.

Alteza de la mujer
Ninguno ignora que en la tradición bíblica -exceptuando la figura excepcional del Salvador, que no admite comparaciones- María, como mujer, es el personaje más venerado, como ha sido la persona más esperada entre; los siglos que median del pecado del paraíso terrenal a la restauración en la Cruz y en la Resurrección.

Ninguno de los profetas, ni patriarcas, ni el mismo José, verificaron un oficio más cercano a Dios y, en consecuencia, de mayor dignidad y calidad. La mujer prometida en el paraíso, entre los castigos con que Dios arroja del Edén a sus primeros moradores, es la aurora en la que sueñan los justos del Pueblo de Dios; saben, que en cuanto asome esta aurora, está ya en camino de cercanía nada menos que el Mesías, el Salvador de toda la humanidad.

María es llamada por el Papa "la mujer de la Biblia": no cualquier mu­jer destacada de la Escritura, como Sara, Ester, Judit, Séfora o Ana; es María «la» Mujer (Gen 3, 16), la única Redentora con su Hijo, la única no inmersa, en el pecado original, la única que engendrará en su vientre al Salvador, la única que cuidará con mimo los primeros pasos del Salvador, cuando El, como niño nece­sitado, era incapaz de valerse.

La dignidad humana.
Juan Pablo II destaca que la cima de la dignidad humana es participar en la función mesiánica de Jesús. María, desde el primer momento de su ma­ternidad divina, de su unión con el Hijo que "el Padre ha enviado al mundo para que el mundo se salve por El, se inserta en el servicio mesiánico de Cristo. Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual "servir" quiere decir "reinar". Cristo "Siervo del Señor" manifestará a todos los hombres la dignidad real del servicio, con la cual se relaciona directamente la vocación de cada hombre (5).

En este servicio de Dios, María ocupará uno de los puestos más bajos y oscuros en la escala de valores terrenos; pero Dios no mira la dignidad como los hombres, estimando sobre todo el dinero, el poder, la sabiduría hu­mana. Destaca el Papa esta visión que es fundamental para comprender la razón de nuestra dignidad personal: En la expresión "yo soy la esclava del Señor" se deja traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura en relación con Dios. Sin embargo, la palabra "esclava" que encon­tramos en el diálogo con el Ángel, se encuadra en la perspectiva de la his­toria de la Madre y del Hijo. De hecho, este Hijo, que es el verdadero y consubstancial "Hijo del Altísimo", dirá muchas veces de sí mismo, especial­mente en el momento culminante de su misión: "El Hijo del hombre no ha vea nido a ser servido sino a servir (5).

Importante puntualización, ya que Dios no concibe la dignidad humana como la mayoría de los mortales, sino de un modo totalmente contrario, pues que el ser­vir a los demás es la más digna dedicación de toda persona. Así lo demos­traron Jesús y María eligiendo libremente el servicio para la salvación.

Intimidad de Jesús
Contra la tradición de la época, en la que la mujer se considera como persona secundaria, incapaz de ocupar puestos de responsabilidad, y casi re­legada a sus funciones de hogar, Jesús "habla con las mujeres acerca de las cosas de Dios y ellas le comprenden; se trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón, una respuesta de fe. Jesús manifiesta aprecio por di­cha respuesta, tan "femenina" y -como en el caso de la mujer cananea- también admiración. A veces propone como ejemplo esta fe viva impregnada de amor; Él enseña, por lo tanto, tomando pie de esta respuesta femenina de la mente y el corazón. Así sucede en el caso de aquella mujer "pecadora" en casa del fariseo, cuyo modo de actuar es el punto de partida por parte de Jesús para explicar la verdad sobre la remisión de los pecados: Quedan per­donados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra (15). Ante el desprecio por la mujer de par­te del fariseo, Jesús defiende su dignidad y la aplaude; ante el atónito de los Apóstoles, Jesús atiende las demandas de la Samaritana; ante la con­denación por parte de todos los varones, de la mujer adúltera, Jesús no la condena.

Permite a las mujeres que le acompañen en su vida apostólica, entre ellas la ex-prostituta; el amor las congrega al pie de la Cruz, y siguen con su testimonio hasta el entierro. Había muchas mujeres allí, en el Calva­rio, mirando a Jesús; con mayor fidelidad y valentía que los Apóstoles mismos. Y será una mujer la portavoz oficial de la Resurrección. Y hasta la esposa de Pilato intuye la bondad de Jesús y pone en guardia a su marido para que no condene a Jesús.

Es imposible comprender que tanta mujer, tan diversa, se dedique plena­mente a la obra de Jesús, sino porque Él las comprende, las estima, las ele­va, las considera dignas de su Misión, acepta sus colaboraciones; en una palabra: acepta y honra, como nadie, la dignidad femenina.

Magdalena es "la apóstol de los Apóstoles», porque fue la primera en dar testimonio de Jesús antes que los mismos Apóstoles (16).

Lo importante es comprender lo que es la dignidad humana ante Dios y no según los hombres. Se debe hablar de una igualdad esencial de ambos, pues al haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, hombre y mujer son, en la misma medida, susceptibles de la dádiva de la verdad divina y del amor en el Espíritu Santo; los dos experimentan igualmente sus «visitas» salvíficas y santificantes (16).