Cuestiones debatidas sobre el Episcopado y las Iglesias locales


José Ramón Villar
 




La enseñanza del Concilio Vaticano II ha supuesto un impulso decisivo para ahondar en el significado sacramental y eclesiológico del Episcopado en la Iglesia. De manera característica, el Concilio quiso integrar las definiciones del Concilio Vaticano I sobre el Primado papal con la doctrina sobre el Colegio episcopal. En ese sentido, la aproximación del Concilio al Episcopado tomó como punto de referencia el Colegio episcopal y el Primado como instancias supremas ministeriales al servicio de la Iglesia universal. Lo cual ha comportado una repristinación del significado del Colegio episcopal en el seno de la Iglesia universal en relación con el Primado y en relación con los miembros del Colegio, relaciones traducidas en una serie de instituciones de colegialidad y de colaboración en el nivel universal (Sínodo de los Obispos), o en el nivel regional (Conferencias episcopales), y en otras novedades relevantes (paso del sistema jurídico de concesión de facultades a los obispos al sistema de reserva papal de competencias, etc.).

Sin embargo, la Constitución Lumen Gentium no abordó formalmente la teología de la Iglesia local y de la communio Ecclesiarum como tal. Sus principales afirmaciones sobre las Iglesias locales aparecen indirectamente, con ocasión de exponer las relaciones de los obispos dentro del Colegio, es decir, a partir del estudio de la estructura colegial y primacial de la autoridad en la Iglesia. De manera que, cuando el Concilio trata de la Iglesia particular, ésta no es vista en sí misma, sino desde el obispo y desde el Colegio episcopal.

En cambio, la Eclesiología que sigue al Concilio ha subrayado la noción de communio Ecclesiarum como categoría estructural para comprender la manera de realizarse la Iglesia en su discurrir histórico. De ese modo, el Colegio episcopal y, en general, el ministerio de los obispos, queda enmarcado en el contexto eclesiológico de la relación entre Iglesia universal e Iglesias locales o particulares. La eclesiología contemporánea propugna, pues, una comprensión del Colegio y del ministerio episcopal, no tanto y sólo desde la categoría de Iglesia universal —como hizo intensamente el Concilio Vaticano II—, sino a partir de las Iglesias locales y de su communio universal, cosa también allí afirmada, pero in obliquo. La categoría de communio Ecclesiarum hace emerger con evidencia, en relación con el Episcopado, la centralidad del ministerio de presidencia de las Iglesias locales. Existe una correlación teológica entre Iglesias locales y Episcopado.

Esa correlación, que es total en la dirección que va desde las Iglesias locales al Colegio episcopal —pues toda Iglesia local reclama la presidencia episcopal—, no es sin embargo una correlación total en la dirección inversa —la que va del Colegio episcopal a las Iglesias locales—, pues no todos los obispos ejercen de hecho un ministerio de presidencia de la Iglesia local. En este punto comienza una interesante quaestio en la teología actual.

Hay quienes sostienen la estricta correlación entre el Colegio episcopal y la presidencia de las Iglesias locales. Una tesis que difícilmente puede discutirse, como decimos, en la dirección que va de las Iglesias al Colegio episcopal. En cuanto a la dirección inversa, de los obispos a las Iglesias, dicha corriente constata que la existencia de obispos que no presiden Iglesias locales representa un fenómeno que desarticula la identificación entre Episcopado e Iglesias. Esa constatación —obvia, en cuanto tal— no suele venir acompañada de solución alguna para lo que se considera una disfunción. En efecto, no sería teológicamente convincente concluir la anomalía de todo ministerio episcopal que no preside una Iglesia local, y no menos inviable resulta prescindir de esos ministerios en la práctica.

La vigencia del tema emerge con motivo de publicaciones, en las que se discuten las opiniones al respecto, incluso con precipitadas tipificaciones de «escuelas» o «corrientes». Recientemente el prof. S. Pie-Ninot ha creído encontrar una corriente que denomina «escuela de Navarra/Santa Cruz», en la que amalgama indistintamente canonística y eclesiología [1]. Será sencillo comprobar que las posiciones características que atribuye Pie-Ninot a esa «corriente» no se ajustan a la Eclesiología pensada, escrita y enseñada «en Navarra» durante años por el prof. Pedro Rodríguez y sus discípulos, y continuada ahora por quien suscribe.

1. Las Iglesias Locales

Un tema tratado con relativa extensión por el prof. Pie-Ninot es la cuestión de las Iglesias locales. Al término de su exposición sobre la Iglesia diocesana y el ministerio episcopal, en una Nota o excursus expresa el autor su sorpresa ante lo que califica como una tesis atrevida, que atribuye a mi persona, a saber: la que afirma la existencia de lo que Pie-Ninot llama un «doble episcopado»: un episcopado de derecho divino, y un episcopado de derecho humano (vid. p. 427).

La afirmación de ese «doble episcopado» vendría a ser el corolario correlativo y consecuente de una previa distinción más profunda y radical «de P. Rodríguez, el cual propone —afirma Pie-Ninot— dos tipos de ‘Iglesias particulares’: las ‘de derecho divino’, que son las diócesis, y las ‘de derecho eclesiástico’, que serían tanto las otras formas del canon 368 (prelaturas territoriales, vicariatos apostólicos...), así como ‘otras instituciones que, sin ser Iglesias particulares, responden a la dimensión estructural ‘fieles-sagrado ministerio’ (cf. esta propuesta en El «Opus Dei» como realidad eclesiológica, en P. Rodríguez-F. Ocáriz-J. L. Illanes, El «Opus Dei» en la Iglesia, Madrid 1993, 21-133, referencia en 87)» (p. 427).

A primera vista, no es sencillo identificar la opinión que el autor atribuye en su texto. Según él, el prof. Rodríguez afirmaría que son Iglesias particulares, además de las diócesis, otras formas mencionadas en el c. 368, así como unas instituciones que, en la misma frase, el mismo prof. Rodríguez está diciendo que no lo son (‘otras instituciones que, sin ser Iglesias particulares, responden a la dimensión estructural ‘fieles-sagrado ministerio’). Es evidente que la cita, tomada del libro El «Opus Dei» como realidad eclesiológica, no sostiene esa afirmación [2].

Dejando aparte esa perplejidad, lo que sí ofrece claridad meridiana es el resto de la hipótesis que nuestro autor adjudica al prof. Rodríguez (e indirectamente al equipo de Eclesiología de Pamplona): éste distinguiría entre unas Iglesias particulares (las diócesis) que son de derecho divino; y otras (las demás figuras del canon 368) que son de derecho eclesiástico.

Deberemos comprobar el dato de hecho, es decir, si el prof. Rodríguez distingue esos «dos tipos» de Iglesias particulares (tesis que llevaría luego a mi persona a distinguir correlativamente un «doble episcopado»). Podemos adelantar al lector la respuesta negativa. Lo cual plantea, en un segundo momento, cuál pueda ser la lógica que haya podido llevar a atribuir al prof. Rodríguez una posición verdaderamente ajena a su pensamiento. Abordaremos estas dos cuestiones; y después, el tema del «doble episcopado».

a) Las Iglesia particulares y el canon 368

Según nuestro autor, el profesor de Navarra distinguiría en el canon 368 un tipo de Iglesia particular «de derecho divino», y que sería la diócesis; y las demás figuras mencionadas en ese mismo canon, que serían Iglesias particulares «de derecho eclesiástico». Pues bien, esa afirmación es formalmente contraria a la posición que ha sostenido desde hace años el prof. Rodríguez, y que mantiene hasta hoy (seguido en eso por sus discípulos). Contamos con un análisis del tema, datado en el ya lejano año 1985. Leamos sus palabras (cursivas originales).

«Este canon [c. 368] se presenta conceptualmente con un notable rigor teológico. Su análisis permite contemplar los niveles teológicos y canónicos del tema. Comienza con la afirmación teológica fundamental del Concilio Vaticano II sobre nuestro asunto: ‘Ecclesiae particulares, in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia Catholica exsistit, sunt imprimis dioeceses…’ Lo propio, pues, de las Iglesias particulares es ese contenido teológico que ya hemos estudiado, cuya dimensión capital en sentido estricto es la persona del Obispo: gracias a él se da el proceso sacramental que hace de la portio una Iglesia particular. Esto se verifica de manera eminente —imprimis—, pero no exclusivamente, en la Diócesis. Pero ésta es ya una forma jurídica de esa realidad teológica: la Diócesis es una Iglesia particular dotada del desarrollo institucional que —para el más pleno servicio de su esencia teológica— exige el derecho canónico, es decir, la actual ‘organización eclesiástica’ de la constitución divina de la Iglesia. La Diócesis es la Iglesia particular en su plenum esse canonicum.

»Pero también hay otras figuras jurídicas de la esencia teológica de la Iglesia particular distintas de la Diócesis. El texto continúa: ‘…quibus, nisi aliud constet, assimilantur praelatura territorialis et abbatia territorialis, vicariatus apostolicus et praefectura apostolica necnon administratio apostolica stabiliter erecta’. Todo ese conjunto de figuras se asimilan a las Diócesis. Es importante notar que no dice el texto que se asimilen a las Iglesias particulares, sino a las Diócesis. De su tenor literal se deduce que esas otras figuras son (teológicamente) Iglesias particulares, aunque con peculiaridades institucionales respecto a las Diócesis. Pero estas peculiaridades afectan a la regulación jurídica de esas instituciones, no necesariamente a su esencia teológica. (…).

»El tenor del vigente canon 368, por medio de una ligera modificación del texto, dice mucho más: las Iglesias particulares son teológicamente, primero, las Diócesis y también todas las otras figuras, que jurídicamente se asimilan a las Diócesis. La exégesis que proponemos se manifiesta con toda claridad en el can. 372, que alude ‘a la Diócesis o a otra Iglesia particular’. (…). A mi parecer, el sentido del assimilantur del can. 368 es, sencillamente, el de equiparación jurídica a la Diócesis por razón de la común esencia (teológica) de Iglesia particular. Esta coincidencia de todas esas figuras en la esencia teológica de la Iglesia particular es la que fundamenta teológicamente su asimilación y su equiparación jurídica a la Diócesis. Precisamente por tener los elementos teológicos de una Iglesia particular, a ellas les es aplicable, nisi aliud constet, la compleja normativa que el Código establece para las Diócesis; y a su Pastor, la del Obispo diocesano.

»La técnica de la equiparación in iure viene en este caso facilitada por la identidad de sustancia teológica. En consecuencia, el nuevo Código se limita en los cánones siguientes a definir cada una de las figuras de Iglesia particular asimiladas a la Diócesis, prescindiendo —en contraste con el Código de 1917— de la regulación sustantiva correspondiente» [3].

La exposición del prof. Rodríguez resulta diáfana. Distingue la categorización teológica y la jurídica. La noción de «Iglesia particular» es teológica, y supone una porción del Pueblo de Dios, convocada por el Evangelio, la Eucaristía y el Espíritu Santo, bajo la presidencia del Obispo, con la colaboración de su presbiterio (cfr. Decr. Christus Dominus, n. 11). En cada una de esas portiones del Pueblo de Dios (Iglesias) se hace presente y operativa (inest et operatur) la Iglesia Católica. Las Iglesias particulares son de derecho divino, es decir: el universal Pueblo de Dios existe normativamente convocado por el Evangelio, la Eucaristía, el ministerio de sucesión apostólica, etc., en portiones Populi Dei. «En rigor, en la Iglesia-communio ecclesiarum no hay más portiones en este sentido que las Iglesias particulares, ex quibus una et unica Ecclesia exsistit»; una afirmación ésta que no es compartida por algunos canonistas [4]. En cualquier caso, para el prof. Rodríguez la Iglesia universal coincide con la communio Ecclesiarum [5].

Ahora bien, las Iglesias particulares, que son de iure divino, se configuran en formas históricas de iure eclesiástico que, en cuanto figuras jurídicas (a saber, la diócesis y los demás del c. 368) son creación histórica del derecho. La comunión teológica y sacramental que es cada Iglesia local o portio Populi Dei posee una dimensión visible e institucional, que históricamente se ha concretado en esos tipos jurídicos. En la actualidad, para la legislación latina, tales son las mencionadas en el c. 368: diócesis, prelaturas y abadías territoriales, vicariatos y prefecturas apostólicas, administraciones apostólicas establemente erigidas. Habría que mencionar, por su parte, las eparquías orientales.

De manera que las Iglesias particulares son ante todo (imprimis) las diócesis, no porque sólo ellas sean Iglesia particulares, sino porque la diócesis es el tipo jurídico principal de Iglesia particular. Las demás figuras no se asimilan a la Iglesia particular, por la sencilla razón de que teológicamente también son Iglesias particulares. Se asimilan, en cambio, a la diócesis en cuanto tipo jurídico principal.

(Asimilación quiere decir que el legislador regula la diócesis de manera completa como modelo para los demás tipos del c. 368: regula una figura —la principal— y, por economía legislativa, remite a ella las demás, salvo en aquello que deba ser acomodado a las circunstancias —internas o externas— de esas Iglesias particulares, circunstancias que motivan precisamente la aplicación a ellas —de manera transitoria o estable— de un tipo institucional diferente del de diócesis; y esto no porque no sean Iglesias particulares, sino a causa de las circunstancias en que se encuentran).

La distinción entre la dimensión teológico-sacramental de la Iglesia particular, de una parte; y su dimensión institucional y jurídica, de otra parte, como aspectos —ambos— que convergen en el ser de las Iglesias particulares (pues todas tienen que configurarse según algún tipo canónico) permite comprender la posición del prof. Rodríguez. Para él, todas las figuras enumeradas en el canon 386 son tipos de iure ecclesiastico de la realidad teológica de Iglesia particular de iure divino. Todas son de derecho divino en cuanto teológicamente son «Iglesia particular», y a la vez todas son de derecho eclesiástico en cuanto a su formalidad jurídica concreta. No es que el tipo diócesis sea de iure divino, y los demás sean de iure ecclesiastico. La diócesis es un tipo canónico —principal— tan de iure ecclesiastico como los demás del c. 368. Por tanto, la distinción no se pone entre una Iglesia particular/diócesis de derecho divino, de una parte; y de otra parte unas Iglesias particulares/no diocesanas de derecho eclesiástico; sino entre la Iglesia particular de derecho divino (la sustancia teológica, podríamos decir, de la Iglesia particular), y las figuras institucionales de iure ecclesiastico en que aquella se realiza (entre ellas, la diócesis).

Es cosa clara que se podrá estar de acuerdo, o no, con la posición del prof. Rodríguez (como de hecho sucede entre algunos de sus colegas de Pamplona y de Roma [6]). En cualquier caso, su idea es por completo diversa de la que anunciaba Pie-Ninot.

b) La figura de diócesis, ¿de derecho divino?

Aclarada la cuestión de facto, pasemos a los presupuestos que hayan podido llevar a atribuir al prof. Rodríguez una tesis tan diversa de la que sostiene. A mi juicio, la clave quizá se encuentre en el uso que hace Pie-Ninot de tres nociones, a saber: Iglesia local, Diócesis e Iglesia particular.

Respecto de la noción de «Iglesia local», el autor la identifica -sin ulterior precisión- con la diócesis. Podría parecer que aquí sigue el uso del Decr. Christus Dominus, n. 11; sin embargo, el texto conciliar habla de Iglesia particular, no local. En cambio, para nuestro autor es Iglesia local la Iglesia «diocesana». Esta expresión, «La Iglesia diocesana», encabeza el capítulo que trata de la Iglesia local (cf. p. 333). Más adelante se confirma la identificación al hablar del «concepto teológico de Iglesia local o diócesis» (p. 337). Abunda en la idea cuando leemos: «la diócesis pertenece en sí misma a la ‘estructura esencial de la Iglesia’ (essentialis Ecclesiae structura); no en vano, esto es lo que significa la clásica expresión de ‘de derecho divino’ (de iure divino). Se trata, pues, de una ‘estructura única y destinada a durar siempre’, o sea, una ‘estructura esencial de la Iglesia’» (p. 337). En breve, la Iglesia local es la diócesis, y constituye una realidad de derecho divino.

En cambio, según nuestro autor, «Iglesia particular» sería un concepto más amplio, pues aspira a abarcar a la Iglesia local/diócesis, pero también a las demás figuras del canon 368. En efecto, Pie-Ninot entiende que en el Código de Derecho Canónico la expresión Iglesia particular ha sido «escogida de forma exclusiva para designar a la diócesis con el fin de posibilitar la inclusión de otras realidades eclesiales que se le ‘asimilan’, tales como las prelaturas y abadías territoriales, los vicariatos apostólicos, las prefecturas apostólicas y las administraciones apostólicas» (p. 336). Sin embargo, a su juicio, «esta opción puede oscurecer la verdadera naturaleza de la Iglesia local, que tiene como su modelo primario a la diócesis tal como se recuerda al afirmar que ‘las Iglesias particulares son ‘principalmente’ (imprimis) las diócesis’ (canon 368)» (pp. 336-337).

(El autor habla en esa frase de la diócesis como modelo primario de Iglesia local, expresión que podría sugerir la existencia de modelos secundarios; sin embargo, se trata sólo de un énfasis estilístico, puesto que en ninguna parte del libro se mencionan eventuales modelos secundarios de Iglesia local).

En síntesis, la Iglesia local es la diócesis, que es de derecho divino; los demás tipos del canon 368 son, en cambio, Iglesias particulares, esto es, una noción introducida por el legislador codicial con el fin de designar de forma exclusiva a la diócesis, pero también para abarcar a las demás figuras del c. 368. Podría haberse utilizado en el c. 368 –deducimos de la lógica del autor- la expresión Iglesia local si el Código sólo contemplara la diócesis; pero, como el legislador ha querido incluir ahí otras «realidades eclesiales» que se asimilan a la diócesis, el Código utiliza una expresión más abarcante: la de «Iglesia particular». En otras palabras, todas esas figuras del c. 368 son Iglesias particulares, pero no todas son locales, término que sólo se aplicaría a la diócesis.

Al indagar algo más la diferencia entre Iglesia local e Iglesia particular, encontramos otro elemento. En efecto, cuando nuestro autor reflexiona sobre el hecho de que, a su juicio, la noción de Iglesia particular puede oscurecer la naturaleza de la Iglesia local/diócesis, se pregunta en relación con el canon 368: «¿por qué la excepción que es la Iglesia ‘no territorial’ se convierte en la categoría que engloba la normalidad que es la Iglesia local, llegándose a la expresión ambigua de ‘Iglesia particular’?» (p. 337, nota 12). Este interrogante tiene sentido sólo si, para el autor, lo que caracteriza a las Iglesias locales/diócesis —como sucede con obviedad— es la territorialidad. La diócesis es la Iglesia local porque connota la territorialidad; la Iglesia particular, en cambio, no la connotaría necesariamente (la Iglesia no territorial, nos dice, es una excepción). Por eso, con la expresión Iglesia particular el Código abarcaría tanto a unas Iglesias (territoriales/diócesis), como a otras (no territoriales, esto es, los demás tipos del c. 368). La noción de Iglesia particular —debemos completar ahora— sería la solución que ofrece el Código para abarcar unas realidades eclesiales que son Iglesias excepcionales —por no locales/territoriales— distintas de las territoriales/diócesis, aunque asimiladas a éstas.

Así pues, y en una primera aproximación, para el autor existen:

1) las Iglesias locales o diócesis;

2) Las Iglesias particulares «no diocesanas» y «no territoriales», que son las demás enumeradas junto con la diócesis en el canon 368, y que introducen una cierta sombra o distorsión en el concepto de Iglesia local, que es principalmente la diócesis (territorial).

Surge de inmediato un interrogante: en efecto, las demás figuras no diocesanas del canon 368 son también territoriales (prelaturas y abadías territoriales, prefecturas y vicariatos apostólicos, administraciones apostólicas estables). La duda viene resuelta cuando el autor afirma que tanto el Decr. Christus Dominus, n. 11, como «el Código de derecho canónico de 1983, excepto el canon 372, § 1, silencian la naturaleza territorial de la diócesis, que aparece simplemente presente ‘sobre’ un territorio a causa del interés por agruparla con sus ‘asimiladas’, las cuales están delimitadas también según el concepto de territorialidad (prelaturas y abadías territoriales, vicariatos, administraciones apostólicas...)» (p. 341).

Por tanto, reconoce el autor que también las Iglesias particulares no diocesanas enumeradas en el canon 386 son territoriales [7].

De manera que habría que completar la visión global del siguiente modo: junto con las Iglesias locales/diócesis del canon 368, las demás figuras en él contempladas son también Iglesias particulares territoriales (aunque también, excepcionalmente, no territoriales). La diferencia entre ambas la pone el autor, en última instancia, en la condición jurídica diocesana (Iglesia local) o no diocesana (Iglesia particular).

Como nuestro autor no se pronuncia explícitamente sobre si esas figuras no diocesanas del canon 368 se connumeran o no -como Iglesias- junto con las Iglesias locales/diócesis en la communio Ecclesiarum, quedamos sin saber con precisión cuál sea el preciso estatuto teológico de esas realidades eclesiales no diocesanas del canon 368 (prelaturas territoriales, prefecturas y vicariatos apostólicos, etc.). Sólo podemos avanzar alguna hipótesis verosímil siguiendo la lógica del discurso: jurídicamente esas figuras se llaman Iglesias particulares, porque así lo determina el Código; pero teológicamente resultaría una categoría ambigua -entiende el autor- pues la Iglesia particular, en realidad, es principalmente (¿exclusivamente?) la Iglesia local/diócesis.

En cualquier caso, lo que resulta nítido en el pensamiento de nuestro autor es la afirmación de «dos tipos» de entidades. El canon 368 abarcaría la «Iglesia local diocesana» de iure divino («la diócesis –nos ha dicho- pertenece en sí misma a la ‘estructura esencial de la Iglesia»), junto con «Iglesias particulares» (no diocesanas), que toman su origen del derecho eclesiástico, pues han sido incluidas por el Código bajo la categoría de Iglesia particular, y asimiladas jurídicamente a las Iglesias locales/diócesis. El prof. Rodríguez distinguía, como vimos, entre la noción teológica de Iglesia particular (siempre de iure divino), y sus realizaciones jurídicas histórico-institucionales (la diócesis y todas las demás mencionadas en el c. 368). En cambio, nuestro autor sostiene la existencia de una Iglesia local/diócesis de derecho divino, y otras Iglesias particulares no diocesanas de origen jurídico-codicial (las demás figuras del canon citado). Si no resultara desconcertante, se diría que Pie-Ninot, al atribuir la idea de «dos tipos» de Iglesias particulares al prof. Rodríguez (de derecho divino y de derecho eclesiástico), ha proyectado su propia tesis sobre el teólogo de Navarra.

A mi parecer, al no distinguir los aspectos jurídico y teológico de nuestro tema, el autor ha considerado que la condición jurídica diocesana de una Iglesia condiciona su status teológico como Iglesia particular, que en la práctica será aquella Iglesia erigida en diócesis (lo que sostiene, por lo demás, algún colega canonista de Pamplona) [8]. Como las demás figuras del c. 368 también se basan en la territorialidad (y son, en ese sentido, «locales»), pero no son diocesanas, Pie-Ninot no las considera como Iglesia local (ésta sería sólo la diócesis), y finalmente las mantiene en la categoría de Iglesia particular del Código (noción, a su juicio, de iure ecclesiastico, pues sólo la Iglesia local-diócesis sería de iure divino).

En realidad, el fondo de la idea no es nuevo, y nos retrotrae al criterio jurídico en uso durante tiempo, por ejemplo, en el ámbito misionero, cuando la «erección de la jerarquía ordinaria (diocesana)» era el criterio para hablar de «Iglesias» en las llamadas «misiones». Un criterio jurídico que llevaría a la consecuencia de que antes de proceder a la erección formal de diócesis la eclesialidad de esas realidades (Prefecturas y Vicariatos apostólicos, etc.) no podría calificarse —al no tener la condición «diocesana»— como Iglesia local (en crecimiento y desarrollo), y responderían a un status jurídico (extra-teológico) de «tierras de misión».

Como es sabido, el Decr. Ad Gentes propició un cambio de paradigma en la comprensión tradicional de las «misiones», en la línea de lo que decía, con fuerza y belleza, Louis Bouyer: que las Iglesias particulares no surgen, ante todo, por fraccionamiento, sino «como por reproducción y trasplante» [9]. El modelo teórico de «territorios de misión» ha dejado paso a una comprensión propiamente eclesiológica -no sólo jurídica- de la actividad misional en el seno de la comunión de las Iglesias.

Llama la atención que la reflexión actual apenas haya tenido en cuenta para nuestro tema lo que comporta el hecho de que la Iglesia crece mediante la generación de nuevas Iglesias (portiones Populi Dei). Esto es bien significativo porque, si se consideran los tipos jurídicos no diocesanos de Iglesias particulares del c. 368 (salvo la administración apostólica estable, de carácter excepcional) todos tienen que ver con la dilatación de la Iglesia mediante verdaderas Iglesias locales, cuya forma jurídico-institucional se va acomodando progresivamente a sus circunstancias y desarrollo existencial (misión sui iuris; prefecturas y vicariato apostólicos, prelaturas territoriales, diócesis). Tengo la convicción de que este punto de partida podría clarificar unos planteamientos que, a la postre, impedirían -por ejemplo- comprender como verdadera Iglesia local a un Vicariato apostólico mientras no alcance el status jurídico de Diócesis… [10].

2. Las formas del ministerio episcopal

Vengamos a la descripción que hace nuestro autor de la tesis sobre un «doble episcopado», de derecho divino y de derecho eclesiástico que me atribuye. Esta posición sería, a su juicio, la prolongación correlativa en el ámbito del ministerio episcopal de los «dos tipos» de Iglesias particulares que (presuntamente) sostendría el prof. Rodríguez, a saber, de derecho divino y de derecho eclesiástico; en esa última categoría «es donde encajaría la prelatura personal del Opus Dei» (p. 427). Esta referencia al encaje de la prelatura personal no es casual, pues la afirmación de un doble episcopado también habría que comprenderla —según nuestro autor— bajo esa intencionalidad. En efecto, según su descripción, mi posición consistiría en lo siguiente.

1) «Proponer sin un fundamento teológico-histórico consistente unos obispos que serían ‘de derecho divino’ (iure divino) y otros obispos que serían ‘de derecho eclesiástico’ (iure ecclesiastico); así, en el primero se incluiría el ministerio episcopal de la presidencia de una Iglesia local en sus formas colegial y personal, que son ‘las originarias y fundantes’, mientras que en el segundo se incluirían ‘otros ministerios episcopales’ que ni sustituyen al originario, ni son alternativos a la presidencia de una Iglesia local, pero que presiden formas sociales ‘de’ Iglesia, de algún modo relacionados con la Iglesia local —como ordinarios militares y rituales, prelados personales—» (p. 427).

2) En consecuencia, esa posición procedería a «sustituir la presidencia del obispo de una Iglesia local por un genérico ‘ministerio de la comunidad’ (ministerium communitatis), que así podría ‘incluir’ también las prelaturas personales, cuya función, descrita sin referencia al triple ministerio episcopal (cf. LG 25-27), se centra en cambio en ‘regular y presidir la interrelación fieles-ministerio’» (ibid). A continuación, el autor refiere los textos que sostendrían esta propuesta [11].

Puedo adelantar que la descripción no es todo lo exacta que sería deseable. Como bien recoge el autor, el ministerio de presidencia de la Iglesia local responde al sentido fundante, sacramental y eclesiológico, del Episcopado, es decir, es de iure divino. Otras formas de ministerio episcopal no sustituyen ni son alternativos –como literalmente afirmo, y el autor anota- al ministerio de presidencia de una Iglesia local. En los textos referidos puede comprobarse que no se habla ciertamente de «sustituirlo» [12].

La doble posición así referida de un «doble tipo» de Iglesias y de un «doble tipo» de obispos (de derecho divino y de derecho eclesiástico), tendría en última instancia –según insinúa el autor- un objetivo, a saber, el de abrir un espacio eclesial para encajar: a) la prelatura personal del Opus Dei; b) el ministerio episcopal de su Prelado. A los ojos del autor, todo concuerda. En un primer momento, la Prelatura personal del Opus Dei sería, para el prof. Rodríguez, una «Iglesia particular de derecho eclesiástico» (según una distinción inexistente, como hemos mostrado); y, en un segundo momento, a partir de ese presupuesto, yo mismo procedería a encajar el ministerio episcopal de su Prelado en un «ministerio de la comunidad» de derecho eclesiástico, «sustitutivo» del ministerio episcopal de presidencia de las Iglesias locales, de derecho divino.

Es comprensible que el autor manifieste asombro ante semejante idea. Lo insólito de la misma, en efecto, podría haberle llevado fácilmente a otorgar el beneficio de la duda ante hipótesis tan extraña. Procedamos por pasos para clarificar la cuestión.

a) Iglesias locales y prelatura personales

Vengamos en primer lugar al presunto objetivo. Según el autor, la opinión del prof. Rodríguez sobre un doble tipo de Iglesias particulares tendría la finalidad de diseñar un espacio para encajar la prelatura personal del Opus Dei dentro de una noción de «Iglesias particulares de derecho eclesiástico».

Como vimos, la idea de «Iglesias particulares de derecho eclesiástico» es del todo ajena a la posición sostenida por el prof. Rodriguez. No hace falta insistir en ese punto. Las prelaturas personales, además, no son un nuevo tipo jurídico de Iglesia particular connumerable con los del c. 368. (Cosa totalmente distinta es que la técnica jurídica se sirva de equiparaciones con la figura de la diócesis a la hora de organizar, por ejemplo, los Ordinariatos militares, los Ordinariatos rituales o las Prelaturas personales; es de esperar que esto se entienda: equiparar jurídicamente tales figuras a la diócesis, no significa que teológicamente sean Iglesias particulares). Según el prof. Rodríguez, «las nuevas Prelaturas [ad peculiaria opera pastoralia] no son Iglesias particulares, pues son otros los elementos que las cualifican: pueden no estar circunscritas a un territorio o referidas a él y, aunque tengan —como corresponde a la naturaleza de toda Prelatura— un coetus fidelium confiado al Prelado, este conjunto de fieles no es, sensu stricto, el elemento teológico-canónico característico de las Iglesias particulares que llamamos portio populi Dei, es decir, no es una congregatio fidelium puesta bajo la plena jurisdicción de un Obispo que la apacienta como Pastor propio» (cursiva original) [13].

Como puede advertirse, para la comprensión teológica de las Prelaturas personales el prof. Rodríguez no necesita acuñar una extraña categoría de «Iglesias particulares de derecho eclesiástico» en donde encajar las prelaturas personales. En consecuencia, resulta totalmente inverosímil –por innecesaria y contraria a su pensamiento- la intencionalidad que cree descubrir nuestro autor [14]. Pero no son las Prelaturas personales el tema que ahora nos debe ocupar.

(En su libro Iglesias particulares y Prelaturas personales [2ª ed. ampliada, Pamplona 1986], el prof. Rodríguez desarrolla lo que son las «Prelaturas personales para peculiares obras pastorales» y su estatuto teológico, que es formalmente diverso del que tienen las Iglesias particulares. Resulta significativo que nuestro autor no haya prestado atención a ese escrito. Tanto más, cuanto constituye, por el momento, la única monografía teológico-canónica sobre el tema [15], en la que el profesor de Navarra propone una comprensión de la prelatura personal que Hervé Legrand calificó como la «más coherente con los textos legislativos; a decir verdad, la única coherente con ellos», a diferencia de otras interpretaciones [16]. Aunque sólo fuera por esa razón, la Nota que el prof. Pie-Ninot dedica a las Prelaturas personales en pp. 341-343 necesita, en su estado actual, una verdadera sanatio in radice [17]).

b) Un ¿doble? episcopado

Analicemos ahora la cuestión del «doble episcopado», cuya motivación de fondo -de nuevo, al presunto servicio a una «causa»- sería justificar el ministerio episcopal en las prelaturas personales.

El autor recoge acertadamente mi valoración del ministerio de presidencia de una Iglesia local; como ya se ha dicho, es la forma originaria de ministerio episcopal –de derecho divino-, mientras que otros posibles ministerios episcopales responderían a las determinaciones históricas de la Iglesia en la realización de su misión. Ahora bien, según la interpretación que hace Pie-Ninot, 1) esos ministerios episcopales presuponen –a su juicio- la noción de Iglesias particulares de derecho eclesiástico, ya mencionada; y 2) supondrían «sustituir» o depreciar la tarea de presidencia de la Iglesia local.

La objeción es importante. Debemos remontarnos, pues, al origen de nuestro tema, de modo que el lector pueda hacerse cargo de la cuestión que se ventila.

Como es sabido, el canon 376 del CIC distingue entre aquellos obispos a los que se ha encomendado la presidencia de una diócesis, y se llaman diocesanos; y los demás obispos, que se denominan titulares. De hecho, como anotaba en su momento H. Legrand, según reflejaba el Annuario pontificio del año 2000, de los 4.329 obispos de la Iglesia Católica, el 43% de ellos (entre los cuales sólo un 17% son eméritos) no presiden una Iglesia local. Los datos actualizados no cambiarían sustancialmente esa proporción. Adviértase que prelado obispo del Opus Dei hay sólo uno; de manera que quedan muchos, numerosísimos obispos por explicar o encajar, por usar la expresión del autor. (Es sabido, además, que esas formas episcopales también existen en las Iglesias Ortodoxas). La cuestión planteada es, pues, más amplia que la que pueda afectar a una prelatura personal.

En efecto, los datos y porcentajes mencionados muestran que la correlación entre la pertenencia de los obispos al Colegio episcopal y su presidencia de una Iglesia local, no sucede de manera estricta y total. Sin duda, un dato empírico no es un dato teológico, ni comporta su automática justificación. Precisamente porque una ordenación episcopal constituye en pastor en la Iglesia, se plantea la cuestión de los numerosísimos obispos que no presiden una Iglesia local. Por otra parte, este dato se ha asumido con autoridad: «como resulta evidente para todos, hay muchos Obispos que, aun ejerciendo funciones propiamente episcopales, no presiden una Iglesia particular» [18]. «A lo largo de su historia la Iglesia, además de la forma propia de la presidencia de una Iglesia particular, ha admitido también otras formas de ejercicio del ministerio episcopal, como la de Obispo auxiliar o bien la de representante del Romano Pontífice en los Dicasterios del Santa Sede o en las Representaciones pontificias, hoy, según las normas del derecho, admite también dichas formas cuando son necesarias» [19]. Se prevé, por ejemplo, que cada Conferencia episcopal debe comprender no sólo «los Obispos diocesanos del territorio» sino también -entre otros- «los demás Obispos titulares que cumplen en dicho territorio una función peculiar por encargo de la Sede Apostólica o de la Conferencia Episcopal» [20], o «que ejercitan un especial encargo pastoral en beneficio de los fieles» [21], o bien «un oficio para el bien de la Iglesia universal» [22].

En consecuencia, la praxis y el reconocimiento oficial de miembros del Colegio episcopal que realizan funciones diversas de presidir una Iglesia local no es tan excepcional como afirma nuestro autor (cf. p. 423), ni se debe a la influencia de corrientes teológicas recientes, pues se remonta hasta el mismo Concilio Vaticano II. Recordemos, por ejemplo, que el Decr. Christus Dominus habla con naturalidad –y no como una excepción- en la sección III de su Capítulo 3 de los Episcopi munere interdioecesano fungentes [23], entre los que el Decreto considera los Ordinarios militares (cf. n. 43). Por otra parte, como es sabido, la idea de que la ordenación episcopal incorpora primariamente al Colegio episcopal –y solo en un momento segundo (lógico, no cronológico) vendría la presidencia de una Iglesia particular- era ampliamente compartida durante los trabajos conciliares [24].

Con todo: sigue en pie que la presidencia de una Iglesia local de manera alguna resulta algo secundario o accidental al episcopado. Ahora bien, la originaria (y habitual) correlación entre la presidencia de la Iglesia local y la pertenencia al Colegio episcopal, ¿significa que hay que considerar teológicamente anómalos todos los casos de obispos que no presiden una Iglesia local? A mi parecer, esa conclusión no se compadece con los documentos eclesiales antes mencionados, ni resulta realista declarar esos ministerios como una anomalía. La existencia fáctica de otras formas de ministerio episcopal ha emergido en el curso de la vida de la Iglesia, y supone ciertamente una excepción a la correlación estricta entre Colegio episcopal y presidencia de la Iglesia local. Ahora bien, y esto resulta decisivo, no hay elemento alguno teológico-histórico que obligue a concluir que la communio Ecclesiarum, en cuanto tal communio universal (o a nivel regional), excluye todo ministerio episcopal que no sea el de presidir las Iglesias que la componen [25].

Lo cual no significa legitimar que cualquier tipo de ministerio deba ser episcopal. Desde luego, no hago mía la apreciación de Karl Rahner según la cual prácticamente cualquier tarea eclesial significativa podría legitimar el episcopado de su titular (un rector de universidad católica, un superior religioso provincial, etc.) [26]. Sin embargo, la problemática que planteaba el teólogo alemán –al margen de sus propuestas concretas- mantiene, a mi juicio, su vigencia. Y puesto que el dato está ahí, resulta pertinente preguntarse por su posibilidad y límites teológicos [27]. Merece la pena pensar si ese factum acaso no está desvelando un aspecto también verdadero a la hora de considerar la naturaleza y estructura del Colegio episcopal en su servicio a la communio Ecclesiarum y en sus diversos niveles de realización, como se recoge en documentos oficiales [28].

En primer lugar, hay que señalar que la distinción del c. 376 entre diocesanos y titulares puede ser útil a efectos jurídicos, pero no es teológicamente clarificadora. Sin duda, todos los obispos diocesanos presiden una Iglesia local (o son eméritos de una Iglesia local). Pero no todos los obispos no diocesanos carecen de un ministerio en la Iglesia local, aunque no la presidan: por ej., los obispos coadjutores y auxiliares. Por el contrario, un prelado territorial preside una Iglesia local, pero no es jurídicamente obispo diocesano; o bien, un vicario apostólico, o un administrador apostólico estable, no son jurídicamente obispos diocesanos, pero presiden de hecho una Iglesia local (en nombre del Papa). Por tanto, la distinción jurídica del c. 372 entre obispos diocesanos y obispos titulares no se solapa con la presidencia o no de una Iglesia local.

Por otra parte, un Ordinario militar, un Ordinario ritual, o un Prelado de una Prelatura personal para peculiares obras pastorales, pueden ser obispos -como sucede en bastantes casos- y no presiden una Iglesia local. En rigor, desde el punto de vista dogmático e incluso canónico, no es estrictamente necesaria la condición episcopal de quienes presiden esas instituciones (lo que sólo sucede en las Iglesias locales); sin embargo, si de hecho son obispos, no parece que su ordenación episcopal sea absoluta -en el sentido del canon 6 de Calcedonia-, ni puede afirmarse que los casos mencionados sean un ministerio episcopal abstracto de tipo general, pues ejercen un servicio pastoral bien concreto para una comunidad de fieles en y de las Iglesias locales (cosa que no sucede en otros servicios de obispos titulares) [29]; finalmente, esos obispos llevan a cabo un ministerio episcopal que no es sustitutivo o alternativo al de presidencia de la Iglesia local, y justo por ese motivo es perfectamente compatible con él (como sucede, por ejemplo, con el ministerio episcopal de los Ordinarios militares).

Esos ejemplos pueden bastar para advertir que, aparte de los tipos y denominaciones jurídicas que adopte el ministerio episcopal (diocesano o titular, según el citado canon 376), lo decisivo es analizar el contenido eclesial del ministerio de esos obispos, aunque no se trate de la presidencia de una Iglesia local, para así discernir su coherencia con la naturaleza sacramental-eclesiológica del episcopado. En otras palabras, hay que comprobar si, aunque no venga exigido dogmáticamente el episcopado para esas tareas, al menos se trata de un ministerio que resulta coherente con la naturaleza sacramental y la condición pastoral del episcopado a la luz de la misión del Colegio episcopal en el seno de la communio Ecclesiarum, a su nivel universal o regional.

En ese sentido, distingo varios tipos de ministerio episcopal: 1) la tarea episcopal originaria y constitutiva iure divino para la Iglesia, pues el universal Pueblo de Dios es convocado en las portiones Populi Dei, presididas por el ministerio episcopal; 2) otros ministerios que pueden ser realizados por pastores-obispos según la determinación de la Iglesia (de iure ecclesiastico) para la realización de su misión, ministerios coherentes con la condición pastoral, sacramental y eclesiológica del episcopado, y concebidos de modo teológicamente respetuoso con la articulación orgánica de la communio Ecclesiarum; y 3) otros servicios que, bien examinados, pueden tener sentido (prefectos de dicasterios romanos, nuncios, etc.), o bien son ajenos a la naturaleza del episcopado.

Mi propuesta se refiere principalmente a los ministerios de tipo 2), que la Iglesia puede configurar institucionalmente (en la práctica lo ha hecho de iure ecclesiastico), y situar al frente de ellos a un obispo (Ordinarios militares, rituales o prelado personal ad peculiaria opera pastoralia perficenda), aunque la condición episcopal no venga exigida estrictamente iure divino, puesto que no presiden una Iglesia local; en ese sentido, tales ministerios son teológicamente segundos ante la tarea primera de presidir la Iglesia local, que es –como afirmo y sostengo- el ministerio originario (analogatum princeps) del Episcopado. Pues bien, la coherencia sacramental y eclesiológica de tales ministerios estriba en que al menos consistan en presidir y regular la interrelación fieles/ministerio (que constituye la socialidad eclesial más propia del ministerio episcopal), ejerciendo así la sacra potestas y el triplex munus episcopal para alguna comunidad de fieles en y de las Iglesias locales, pero con un objeto y en un nivel eclesial distinto y articulado -no sustitutivo ni alternativo- con la común interrelación fieles/ministerio originaria y constitutiva que se realiza en la Iglesia local [30].

(Una observación incidental. El Episcopado viene exigido constitutivamente para el ministerio de presidencia de las Iglesias; se trata del ministerio originario episcopal y, en ese sentido, de derecho divino. En cambio, otros ministerios que pueden desempeñar los obispos por determinación de iure ecclesiastico no poseen esa característica. Entiéndase bien: son los ministerios los que vienen determinados de iure ecclesiastico. El Episcopado, en cambio, se constituye ontológicamente por el don sacramental que incorpora al Colegio de sucesores de los Apóstoles, y hace partícipe de una misión y de una autoridad -sacra potestas personal y colegial- de origen divino, no humano. El Episcopado siempre es de iure divino y se ejerce –en comunión jerárquica- en el ministerio de presidencia de las Iglesias, o bien en un ministerio determinado canónicamente. Resulta desorientador hablar, por tanto, no de «ministerios» episcopales de derecho divino y de derecho eclesiástico –como hablo-, sino de «obispos» o de «episcopado» de derecho divino y de derecho eclesiástico, con una terminología que nos atribuye el autor -cf. p. 427-, y que evocaría un diverso origen y naturaleza –sacramental o jurídico- del Episcopado como tal, idea que es totalmente ajena a nuestros textos).

Si la propuesta antes descrita carece de fundamento, entonces habrá que asumir la siguiente tarea: o bien, 1º ofrecer otra explicación alternativa para esos ministerios, que de hecho existen; o bien, 2º afirmar la estricta correlación entre Colegio episcopal y la presidencia de las Iglesias locales; a continuación, declarar anómalo todo episcopado que no preside una Iglesia local, y desearle finalmente su pronta extinción [31].

3. «Potestad sacramental» y Teología del laicado

Otra cuestión hace referencia al origen y naturaleza de la autoridad pastoral (sacra potestas) en la Iglesia, un tema clásico del debate posconciliar, y bien conocido donde los haya. Pie-Ninot afirma lo siguiente.

«Una perspectiva similar [a la del prof. Ghirlanda] es la propuesta de ‘vinculación sacramental pero no exclusiva’ por parte de J. L Arrieta y la escuela de Navarra/Santa Cruz, que interpreta la Nota explicativa previa, 2, en el sentido de que ‘vincula la potestas, es decir, el ejercicio jurídico de los manera sacramentalmente recibidos, a una posterior determinación canónica de la autoridad competente, pero conceptualmente no la hace depender en exclusiva de los munera recibidos mediante el sacramento del orden’. Desde ahí resulta posible afirmar que la ‘potestad de régimen’ ‘goza de cierta autonomía’. (…) Este enfoque minoritario sobre la interpretación de la ‘potestad sacramental’ promovido por ‘la nueva escuela de la Pontificia Universidad Gregoriana’ y ‘la escuela de Navarra-Santa Cruz’, que tiende a privilegiar la Nota explicativa previa sobre el capítulo III de la LG, se deja sentir en el Código de derecho canónico de 1983, así como en recientes documentos romanos sobre todo referidos a los obispos, como Apostolos suos (1998), Pastores Gregis (2003) y el Directorio para el ministerio pastoral de los obispos (2004)» (pp. 317-318).

Abordaremos más adelante la alusión final del autor a la eventual influencia en documentos de la Santa Sede. Vengamos ahora al asunto de la sacra potestas.

1. La opinión que el autor describe en ese pasaje puede ser sin duda legítima, pero ciertamente no forma parte de la docencia eclesiológica de las aulas de Pamplona. Basta leer con atención el escrito del prof. Rodríguez titulado Sobre un punto de la Nota praevia [32], esto es, sobre el célebre texto que acompaña a la Const. Lumen gentium y que, como es sabido, constituye un verdadero banco de pruebas para la cuestión que nos ocupa. Dice Rodríguez lo siguiente.

«La Nota praevia, pues, propone la siguiente interpretación del texto conciliar: los munera de que habla Lumen gentium, 21 son verdaderas potestates y se les podría haber llamado así perfectamente. Si esto no se hizo, e intencionadamente (consulto) se empleó la voz munera, era para evitar que alguien confundiera la potestad en su sentido radical u ontológico con esa misma potestas ya expedita para los actos jurídicos. Para que se dé esa manera expedita de ejercicio de la potestad hace falta una determinación jurídica por parte de la Autoridad jerárquica. Y esto, no por insuficiente colación de la potestas en la ordenación episcopal, sino por la naturaleza misma de la función a realizar, que es social y coordinada, ejercida dentro de la communio. El lenguaje, pues, de Lumen gentium, 21 es un lenguaje prudencial, destinado a dar el debido relieve a un dato doctrinal (la necesidad de la misión canónica para el recto ejercicio de la potestas regendi et docendi). Pero es precisamente la nota praevia la que excluye que, apoyándose en ese lenguaje (munera en vez de potestates), pueda alguien decir que, según el Concilio Vaticano II, la ordenación episcopal no confiere la potestas regendi y la potestas docendi. No, según la doctrina de Lumen gentium, al obispo en la ordenación se le confiere la totalidad de la sacra potestas: no sólo la de santificar, sino la de regir y enseñar. Otra cosa es —y no se opone en nada a esta radical y fundamental afirmación— que esa potestad del obispo, de origen sacramental, por darse constitutivamente en el seno de la communio hierarchica, necesite de ulteriores determinaciones jurídicas».

La ordenación episcopal confiere la totalidad de la sacra potestas. Por lo demás, puede verse lo que yo mismo he escrito sobre el tema: la donación sacramental de la sacra potestas episcopal acontece en toda su extensión con la ordenación.

«Al considerar la necesidad de esta determinación jurídica, podría pensarse que proviene de una insuficiencia de la sacra potestas recibida con la consagración episcopal, ya que una potestas que no es expedita ad actum no parece completa como potestad. O bien, que aquello que teológicamente se llama potestas, y que cabría admitir que sacramentalmente se recibe completa, no coincide, sin embargo, con el concepto jurídico de potestas, que no se recibiría completa con el sacramento. La determinación jurídica de la comunión jerárquica sería, pues, necesaria –según eso- por una ‘insuficiente’ colación de la potestas en la ordenación episcopal (que habría de ser ‘completada’ extrasacramentalmente por la misión canónica). En realidad, no es ésta la razón de la necesidad de la determinación canónica. La donación sacramental de la sacra potestas episcopal coincide en toda su extensión con la ordenación: la consagración episcopal confiere toda la autoridad. Ahora bien, para que esta autoridad sea operativa, necesita una habilitación canónica, como condición de ejercicio legítimo, que delimita el campo de su acción. Esta delimitación es competencia propia de la Cabeza del Colegio, el Papa. La determinación jurídica es, por tanto, necesaria por la naturaleza misma de la función episcopal, que debe ejercerse dentro de la communio pastorum en la que inserta la ordenación episcopal. No es la colación de ‘otro’ poder distinto -sustantivo y autónomo- que complete una sacra potestas dada de modo insuficiente por la ordenación episcopal, sino su formalización jurídica, imprescindible para que se ejercite en comunión» [33].

2. En relación con la teología del laicado, nuestro autor afirma que, entre las diversas corrientes al respecto, algunas son claramente teológicas, pues se fijan en la «índole secular» como nota positiva y característica del laicado. Dentro de esa corriente identifica dos escuelas. Una, la escuela teológico-canónica representada por E. Corecco; la otra («de Navarra», según nuestro autor) se caracteriza por considerar –y cito- «la secularidad como fruto de un carisma del Espíritu, el cual proporciona al laicado una posición estructural en la Iglesia (P. Rodríguez, J. L. Illanes)» [34].

Se puede aceptar la descripción, con un matiz importante: la opinión que refiere el autor –la «posición estructural» del laicado- es característica sólo del pensamiento del prof. Rodríguez. Esta idea no consiste, sin más, en la consideración positiva de la «índole secular», sino sobre todo en su comprensión como carisma «estructural», asunto que tiene su presupuesto en una amplia reflexión eclesiológica sobre la estructura fundamental e histórica de la Iglesia, en la que ahora no podemos entrar [35]. En todo caso, esta precisión impide amalgamar eclesiología y canonística en la misma corriente [36].

4. «Mutua interioridad» o «Prioridad»

Nuestro autor estima que la «escuela» prestaría un apoyo militante al tema de la prioridad ontológica y cronológica de la Iglesia universal respecto de las Iglesias locales, lo cual habría influenciado en los últimos años algunos documentos de la Santa Sede (cfr. p. 357, nota 49; p. 359, nota 56). Atribuye, pues, una opinión, y afirma su influencia [37]. Verifiquemos lo primero, y analicemos luego lo segundo.

a) El prof. Rodríguez trataba la relación entre Iglesia universal e Iglesias locales en el año 1982, cuando apenas se vislumbraba en la teología española la importancia del tema de la communio Ecclesiarum. Decía lo siguiente.

«El Concilio Vaticano II —puede decirse ya a los 20 años de su celebración— fue lugar de encuentro de diversas líneas teológico-pastorales y, sobre todo, solemne punto de partida para el desarrollo de algunas de ellas, las que fueron más apreciadas por los Padres conciliares. Una de éstas, a mi parecer, es la que lleva a considerar la Iglesia no sólo como congregatio fidelium, sino como corpus Ecclesiarum; es decir, la Iglesia de Cristo no sólo reúne a las personas, sino que esas personas son convocadas en Iglesias locales, presididas por los Obispos, cuya comunión constituye la Iglesia única de Cristo. La Constitución Lumen Gentium ha podido decir que es la misma Iglesia Católica y Apostólica la que se realiza en cada Iglesia particular (LG 26). Claro está que eso ocurre cuando esta Iglesia local vive en esa communio de todas las Iglesias, que es la Iglesia Católica, y en la medida en que la vive. La mutua implicación de Iglesia universal e Iglesias locales (o particulares) es una dimensión constitutiva del misterio de la Iglesia aquí en la tierra. La importancia de la Iglesia local y la exigencia de su comunión en la Iglesia universal aparecen así como cara y cruz de una misma realidad: la Iglesia de Cristo. Dicho de otra manera: pertenece al misterio de la Iglesia el que esa doble dimensión no sea nunca una alternativa —Iglesia local o Iglesia universal—, ni, por tanto, pueda resolverse excluyendo uno de los términos, sino por la afirmación simultánea de ambos: en efecto, según la fe católica, la Iglesia, que es una y única, es a la vez un ‘cuerpo de Iglesias’, o, si se prefiere, ‘el cuerpo de las Iglesias’» (Lumen Gentium, 23)» [38].

Llamo la atención sobre un aspecto subrayado por Pie-Ninot en su libro, que es el de la simultaneidad, la co-originariedad y la mutua inclusión entre Iglesia universal e Iglesias particulares (cf. pp. 353.355-359). No parece eso muy distinto de lo que afirmaba hace 25 años el prof. Rodríguez en el texto citado: la mutua implicación de Iglesia universal e Iglesias locales es una dimensión constitutiva del misterio de la Iglesia aquí en la tierra. La relación entre ambas no es nunca una alternativa entre Iglesia local o Iglesia universal, sino su afirmación simultánea.

En 1988, el prof. Rodríguez organizaba el IX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra con el tema «Iglesia universal e Iglesias particulares» [39]. Encomendó la ponencia nuclear de esas jornadas al recordado Mons. Eugenio Corecco, que expuso su idea bien conocida sobre nuestra cuestión: «El dogmático, como el canonista, debe, en efecto, convenir en que si no existe una prioridad teológica de la Iglesia universal sobre la particular, es igualmente cierto que no existe una prioridad de esta última sobre la Iglesia universal. Sostener lo contrario es teológicamente imposible. Jesucristo no ha fundado ni la Iglesia universal ni la particular, sino una única Iglesia, con una doble dimensión, universal y particular. Es ésta la sustancia de la enseñanza eclesiológica conciliar sobre la Iglesia» [40]. El lector observará, al leer esas palabras, que nos encontramos todavía en 1988, años antes de la Carta Communionis notio.

También el prof. Rodríguez se pronunciaba en 1989, y esta vez de manera explícita sobre el tema de la prioridad, aún no planteado en los nuevos términos en que lo situará posteriormente la Carta Communionis notio. Al tratar de la comunión dentro de la Iglesia local, el prof. de Navarra decía lo siguiente.

«El Concilio en estos textos [los clásicos sobre el tema] no toma posición ante una cuestión mal planteada: si hay prioridad de la Iglesia universal o de la Iglesia particular. La teología bien fundada en la doctrina conciliar sabe que no hay un prius cronológico en una de ambas magnitudes, como si la otra fuera mera derivación; sino que se da una simultaneidad teológica de ambas en el ‘cuerpo de las Iglesias’. Pero, de manera clara, el Concilio señala a la Iglesia universal —es decir, no lo olvidemos, a la socialidad total del sacramentum universale salutis— como modelo en el orden del ser y de la operación para la Iglesia particular. Esto, para el teólogo sistemático, es consecuencia necesaria de la dialéctica eclesial del todo y la parte. La Iglesia particular (…) implica la presencia del todo en la parte —pars pro toto— pero en la medida en que la parte se sabe parte del todo. Por eso el todo, que no tiene ciertamente prioridad temporal respecto a las partes, es sin embargo el punto de referencia axiológico de todas ellas, su analogatum princeps» [41].

La prioridad de la Iglesia universal debe plantearse en su verdadero sentido, pues no hay un prius cronológico entre Iglesia universal e Iglesias particulares, sino simultaneidad de ambas dimensiones. A la vez, la Iglesia, en su universalidad, es el punto de referencia axiológico de las Iglesias locales. En 1993 formulaba de nuevo –tras la Carta Communionis notio- la misma posición en el libro El Opus Dei en la Iglesia. Queda al lector sacar sus propias conclusiones.

b) La influencia en documentos oficiales, que afirma Pie-Ninot, puede quedar clarificada si analizamos dos escritos -de diverso carácter- publicados en los últimos años en el entorno de la Santa Sede.

1. En primer lugar, me refiero a un comentario aparecido en L’Osservatore romano con tres asteriscos y sin firma (lo cual, según los comentaristas, denota un carácter «oficioso»), que llevaba por título: La Iglesia como comunión. A un año de la publicación de la Carta Communionis notio [43]. Este texto trata de la recepción de la citada Carta, y de algunas cuestiones debatidas tras su aparición; en concreto, señala el sentido en que Communionis notio afirma la prioridad ontológica y cronológica de la Iglesia-misterio sobre las Iglesias particulares (cf. n. 9). El dato decisivo de ese artículo es su siguiente acotación: «La Iglesia universal de la que se habla en ella [en la Carta Communionis notio] es la Iglesia de Jerusalén en el acontecimiento de Pentecostés» [44]: de ésta (de la Iglesia-misterio tal como se manifiesta en Pentecostés) es de la que se afirma su prioridad ontológica y cronológica. Veremos luego el alcance de la precisión.

El artículo ha sido valorado de diversas maneras, habitualmente favorables. Sin ánimo de exhaustividad, sirvan algunos ejemplos. H. Legrand consideraba el artículo como una «afortunada clarificación» [45]. J. Komonchak lo calificaba sobriamente como una explicación más extensa de algunos puntos de la Carta Communionis notio [46]. Para D. Valentini el artículo superaba algunas dificultades suscitadas por la Carta Communionis notio, especialmente mediante la afirmación de la «mutua interioridad» entre Iglesia universal e Iglesia particular [47]. El salesiano italiano se fijaba también en la idea de la originalidad única de la Iglesia en Jerusalén, en la que se combinan de manera irrepetible las dimensiones de universalidad y particularidad [48]. Pero es, sobre todo, el alemán Medard Kehl quien ha dedicado una amplia atención al artículo del periódico vaticano por cuanto aporta «algunas aclaraciones que relativizan enormemente o incluso alteran sustancialmente las afirmaciones [de Communionis notio] que hemos criticado» [49]. Este autor ha vuelto recientemente a insistir en su relevancia [50].

Como vemos, las valoraciones se mueven desde considerar al artículo como una simple clarificación hasta ver en él una alteración sustancial de las afirmaciones más características de la Carta Communionis notio. Dejemos ahora la justeza de esa última apreciación, algo inexacta a nuestro juicio. Interesa, en cambio, advertir la conexión del texto de L’Osservatore romano con el comentario sobre Communionis notio que publicaba el prof. Rodríguez el mismo año de su aparición, titulado La comunión en la Iglesia. Un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicado en español e italiano [51].

Entre nosotros, Bernardo Alvarez Afonso, en su monografía sobre la Iglesia diocesana, hacía una mención de ese texto del prof. Rodríguez. Tras desarrollar la idea de la correlación simultánea entre Iglesia universal e Iglesias particulares [52], B. Álvarez citaba una frase del artículo de L’Osservatore romano como apoyo de su argumentación: «La Iglesia que se manifiesta en Pentecostés es simplemente la Iglesia de Cristo, la que en el Símbolo confesamos con sus cuatro propiedades y que por esto sigue siendo siempre matriz de la Iglesia universal –entendida como Communio Ecclesiarum- y de las Iglesias particulares, tal como se dan en el tempus Ecclesiae». A continuación, B. Álvarez añadía en nota: «algunas afirmaciones de este comentario –quizá las más importantes-, se encontraban ya textualmente en un artículo de P. Rodríguez, La comunión en la Iglesia. Un documento de la Congregación para la doctrina de la fe, en Scripta Theologica 24 (1992), sobre todo pp. 562-563» [53].

Santiago Madrigal, de la Universidad Pontificia de Comillas, recoge una anotación similar cuando dice: «Sobre la tesis de la anterioridad cronológica y ontológica de la Iglesia universal respecto de las Iglesias locales llovieron, inmediatamente, numerosas criticas que motivaron una oficiosa clarificación, calificada por algunos de ‘retractación’ y publicada al cabo de un año (…). El principio de la prioridad cronológica y ontológica de la Iglesia universal respecto de las Iglesias locales quedaba matizado de esta manera: ‘La Iglesia como totalidad no se diferencia de la comunión de las Iglesias particulares, sin que ello signifique que sea una mera fusión de las mismas’. La única Iglesia de Cristo no existe en abstracto, sino que se manifiesta en la historia, simultáneamente, como Iglesia universal y como Iglesia particular o local; es este sentido se afirma: ‘La Iglesia que se manifiesta en Pentecostés es simplemente la Iglesia de Cristo, la que en el Símbolo confesamos con sus cuatro propiedades y que por esto sigue siendo siempre matriz de la Iglesia universal –entendida como communio Ecclesiarum- y de las Iglesias particulares, tal como se dan en el tempus Ecclesiae». A continuación, en nota, el autor refiere el artículo del prof. Rodríguez [54]. Merecería algún comentario, de nuevo, la calificación del artículo de L’Osservatore romano como «retractación»; no es exactamente eso, a nuestro juicio. Pero sigamos con el tema que nos ocupa.

El propio Pie-Ninot valora el escrito de L’Osservatore romano en relación con la prioridad ontológica y cronológica de la Iglesia universal. Dice así nuestro autor: «no es extraño que tal afirmación [de Communionis notio] haya suscitado interrogantes, hasta tal punto que un año después fue matizada por una nota ‘oficiosa’ en el sentido de que en ‘Pentecostés no se da mutua interioridad de la Iglesia universal y de la Iglesia particular, puesto que estas dos dimensiones no existen aún como cosas distintas’». El autor señala a continuación que esa nota oficiosa otorga importancia al ephapax cristológico en que se incluye Pentecostés; y añade a pie de página: «nótense las coincidencias de este texto con el matizado comentario de P. Rodríguez, especialmente por su referencia al ‘ephapax cristológico (cf. Heb 7, 27) que es Pentecostés’ (La comunión en la Iglesia: Scripta Theologica 24 (1992) 559-568)» (p. 361, nota 62).

Vengamos al traído y llevado artículo del prof. Rodríguez. En él se lee lo siguiente.

«Una anotación por mi cuenta. La Iglesia de Pentecostés, como Pentecostés mismo, pertenece de algún modo al ‘ephapax’ (Heb 7, 27) de Cristo, a la irrepetible singularidad del evento salvífico (es la Iglesia que presiden Pedro y, con él, los demás Apóstoles). Y a la vez funda la manera de darse la Iglesia en el tiempo futuro (la Iglesia que preside el Sucesor de Pedro y, con él, los Sucesores de los Apóstoles). Porque así como en Pentecostés el Espíritu Santo viene a la Iglesia y ya no la deja -porque dejaría de ser Iglesia-, así la Iglesia que se manifiesta en Pentecostés, a pesar de su irrepetible singularidad, es sencillamente la Iglesia de Cristo, la que en el Símbolo confesamos con sus cuatro propiedades y por eso permanece siempre como matriz tanto de la Iglesia universal como de las Iglesias particulares, tal como se dan en el ‘tempus Ecclesiae’. En este horizonte ha de inscribirse, a mi parecer, la ulterior profundización, que debe hacer la teología, en el misterio de la Iglesia una y única, con su doble y esencial dimensión universal y particular; dimensiones que existen en relación de ‘mutua interioridad’ (Juan Pablo II)» [55].

Comparemos las siguientes afirmaciones del artículo de L’Osservatore romano.

«La Iglesia que se designa a sí misma como preeminente es indudablemente la ‘Iglesia misterio’ que se manifestó en Pentecostés, la Iglesia ‘una y única’. Esa Iglesia de Jerusalén, que aparece ‘localmente circunscrita’, no era, sin embargo, una iglesia local (o particular), en el sentido que hoy se atribuye a este concepto; no era, por tanto, una portio Populi Dei (una parte del Pueblo de Dios: cf. Decreto Christus Dominus, 11), una ‘única Iglesia particular’, como es denominada en nuestro escrito, sino Populus Dei (Pueblo de Dios), ecclesia universalis, la Iglesia que habla todas las lenguas y que, en este sentido, es madre de todas las iglesias particulares que, gracias a los Apóstoles, brotan de ella como hijas... La Iglesia universal de la que allí se habla [en la Carta Communionis notio] es la iglesia de Jerusalén, la Iglesia del acontecimiento pentecostal. Ahora bien, nada hay más concreto y más precisamente localizado que las ciento veinte personas allí reunidas. La originalidad única y el misterio de los ciento veinte radica en el hecho de que la estructura eclesial que les hace ser Iglesia es la de la Iglesia universal: allí están los doce apóstoles, con Pedro a la cabeza, y en comunidad con ellos vemos a toda la Iglesia -que está creciendo (al principio son 5.000 personas) y que habla todas las lenguas- en un momento de su unidad y su universalidad; una Iglesia que, a la vez que es absolutamente local, no es en modo alguno, como Iglesia pentecostal que es, una ‘iglesia local individual’ en el actual sentido de esta expresión. En Pentecostés no se da ‘interioridad recíproca’ alguna entre Iglesia universal e iglesia particular, porque aún no se distinguen ambas dimensiones. Lo que se da es el efapax cristológico (cf. Heb 7,27), la anticipación escatológica de la Iglesia del Cuerpo místico de Cristo como tal... La Iglesia que, a pesar de su unicidad irrepetible, se manifiesta en Pentecostés, es sencillamente la misma Iglesia de Cristo que profesamos en el Credo con sus cuatro propiedades y que, por ello, sigue siendo en todos los tiempos el origen de la Iglesia universal -en el sentido de la communio ecclesiarum- y de las iglesias particulares, tal como subsisten en el tempus ecclesiae, en el tiempo de la Iglesia» [56].

Medard Kehl comenta estos párrafos del artículo de L’Osservatore romano de la siguiente manera: «Yo puedo estar más o menos de acuerdo con semejante visión de la Iglesia: la pretendida ‘primacía’ corresponde únicamente a la Iglesia ‘mysterium’, que, en cuanto Iglesia una, santa, católica y apostólica de Cristo, se realiza históricamente de manera originaria en la comunidad primitiva de Jerusalén, a la vez, ciertamente, como Iglesia universal y como iglesia local (en un sentido especial): la iglesia local de Jerusalén es la Iglesia universal, y viceversa. Es de ella de la que proceden la figura de la Iglesia universal (como comunidad de las iglesias), que no deja de desarrollarse históricamente, y cada una de las iglesias particulares. Con ello se afirma que la Iglesia universal (históricamente existente) y las iglesias particulares tienen un origen común en la Iglesia mysterium y en la comunidad de Jerusalén, realización única e irrepetible de la misma y de la que proceden ambas formas de iglesia. Ella es el ‘fundamento’ permanente de la Iglesia universal y de las iglesias particulares» [57].

El autor alemán ha captado perfectamente la posición del prof. Rodríguez, en la medida en que viene recogida y desarrollada en el artículo de L’Osservatore romano. Esa hermenéutica del prof. Rodríguez es respetuosa con la afirmación de la Carta Communionis notio según la cual la Iglesia «en su esencial misterio, es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia», tal como «se manifiesta el día de Pentecostés en la comunidad de los ciento veinte reunidos en torno a María y a los doce Apóstoles» (n. 9); y, juntamente, su aproximación da razón, en el tempus Ecclesiae, de la «mutua interioridad» (simultaneidad) que afirma Communionis notio entre la Iglesia universal y la Iglesia particular [58]. Es la hermenéutica que también inspira la solución propuesta por Arturo Cattaneo en su tratamiento de la «prioridad» en su tesis doctoral, defendida el año 2001 en la Facultad de Teología de Pamplona y luego publicada en Roma [59]. Permítasenos finalmente abundar en esa línea con una reciente aportación personal.

«El binomio ‘Iglesia universal’ e ‘Iglesia particular’ es pertinente a partir del momento en que la Iglesia una y única se realiza a la vez en numerosas Iglesias. De este modo, la Iglesia de Pentecostés fue ‘matriz’ no sólo de las Iglesias particulares sino también de la Iglesia universal en su forma de communio Ecclesiarum, tal como se da en el tempus Ecclesiae. Por ello, la Iglesia-misterio manifestada visiblemente en la Ecclesia universalis reunida con María, los Apóstoles y Pedro, es ‘ontológica y temporalmente previa’ a cada concreta Iglesia particular que procederá de ella. La Iglesia de Pentecostés es la ‘que se califica [en la Carta Communionis notio] como previa’. Esta prioridad de la Iglesia de Pentecostés ha suscitado equívocos, a nuestro juicio, porque en ocasiones se ha proyectado sin matices a la Iglesia universal tal como se realiza a partir del momento en que se dilata en otras Iglesias, como sucede en la actualidad. Pero ‘Iglesia universal’ significa hoy ‘comunión universal’ de Iglesias particulares, lo cual no sucedía en la Ecclesia universalis de Jerusalén. En su nuevo ‘estado’ de ‘Iglesia universal-communio Ecclesiarum’ no hay prioridad temporal de ésta respecto de las Iglesias particulares, sino ‘mutua interioridad’, pues todas las Iglesias particulares constituyen la comunión universal, y no se distinguen adecuadamente, ya que en cada una de ellas la Iglesia Católica vere adest (cf. LG, n. 26), inest et operatur (cf. CD, n. 11)» [60].

De esas afirmaciones concluíamos las siguientes consecuencias.

«En primer lugar, ‘la universal comunión de los fieles y la comunión de las Iglesias no son la una consecuencia de la otra, sino que constituyen la misma realidad vista desde perspectivas diversas’. Lo que significa que el cristiano se incorpora simultánea e inmediatamente por un único y mismo acto (fe y bautismo sacramental) a la Iglesia Católica en sus dos dimensiones, universal y particular: a la Iglesia universal o communio Ecclesiarum (por este motivo quien pertenece a una Iglesia particular pertenece a todas las Iglesias), y a la vez el ‘ingreso y vida en la Iglesia universal se realizan necesariamente en una particular Iglesia’. Por tanto, y en segundo lugar, los cristianos pertenecen por una misma razón teológica a la Iglesia universal en una Iglesia particular: ‘todo fiel se encuentra en su Iglesia, en la Iglesia de Cristo, pertenezca o no, desde el punto de vista canónico, a la diócesis, parroquia u otra comunidad particular’. Su pertenencia a una Iglesia particular es tan sacramental como su pertenencia a la Iglesia universal, y las necesarias dependencias jurídicas, aun permaneciendo firmes, no pueden, sin embargo, sustituir u oscurecer dicha pertenencia radical» [61].

2. Un segundo documento que, a mi entender, ha podido acoger alguna influencia del prof. Rodríguez tiene relación con la importante cuestión del primado papal.

Como se recordará, la Cong. para la Doctrina de la Fe organizó en 1996 un Simposio dedicado a la invitación de Juan Pablo II a los teólogos, en la Enc. Ut unum sint, para estudiar la forma de ejercicio del primado a la luz de la esencia del ministerio petrino. Se reunieron una veintena de especialistas, de ámbito internacional, del ámbito bíblico, histórico, ecuménico y dogmático. En total, se presentaron diez ponencias, acompañadas de las correspondientes reazioni. Correspondió al prof. Rodríguez ofrecer una reazione a la ponencia del P. Antón sobre el ministerio petrino y el papado en perspectiva ecuménica [62].

A la hora de la edición de las Actas del Simposio, la Cong. para la Doctrina de la Fe añadió en apéndice al volumen unas Consideraciones, firmadas por el entonces Card. J. Ratzinger, y el secretario del Dicasterio, Mons. Bertone, bajo el título Il primato del successore di Pietro nel mistero della Chiesa. Estas Consideraciones fueron publicadas el año 2002 por la citada Congregación, como documento autónomo -retocado en algún detalle- acompañado de algunos textos a modo de comentarios, en un volumen que lleva el mismo título Il primato del successore di Pietro nel mistero della Chiesa. Testo e commenti (Roma). Esta segunda publicación respondía, como puede advertirse, al deseo de divulgar los resultados del Simposio. Pues bien, entre los siete comentarios que acompañan al documento, tres corresponden a intervenciones en el citado Simposio: las ponencias de los prof. Pesch y Minnerath y la breve reazione del prof. Rodríguez, notablemente desarrollada ahora bajo el título Natura e fini del primato del Papa: il Vaticano I alla luce del Vaticano II [63].

Para sopesar el alcance de la intervención del prof. Rodríguez basta hacer una sencilla comparación entre los núcleos más sustantivos de su intervención y algunos pasajes de las citadas Consideraciones. Como es natural, aquí no podemos detenernos en analizar el texto por extenso. Fundamentalmente se trata de un proyecto de relectura de la definición dogmática sobre el primado papal de la Const. Pastor Aeternus a partir de las claves hermenéuticas teológicas que ofrece el Prólogo mismo de la citada Constitución, de manera que la doctrina del Concilio Vaticano I puede ser bien integrada, desde ella misma, en la enseñanza eclesiológica del Concilio Vaticano II. Una perspectiva ésta con el relieve suficiente para que el cardenal Walter Kasper la tuviera en cuenta en su ponencia durante un reciente diálogo entre católicos y ortodoxos sobre el ministerio petrino [64].

Consideración conclusiva

Para comprender las divergencias actuales en torno a las Iglesias locales, la communio Ecclesiarum, la Iglesia universal, el ministerio episcopal, etc., es importante, a mi juicio, advertir de dónde venimos –desde el punto de vista teórico- y dónde estamos hoy. Conviene preguntarse por el motivo de las dificultades, reales o nominales, que han emergido a lo largo de estas páginas; por qué no se atina en alcanzar una aproximación conceptual y una terminología clara sobre esos temas, etc.

Hay que recordar que nos encontramos ante una cuestión –como tantas otras referentes a la Eclesiología dogmática- que ha sido tratada sólo recientemente, a raíz del Concilio Vaticano II. En el tiempo anterior al Concilio, el tema de las Iglesias locales carecía de tradición sistemático-dogmática y de su correspondiente utillaje conceptual y terminológico; sólo aparecía en el marco de la organización de la Iglesia, bajo la perspectiva canónica y con los conceptos jurídicos al uso (diócesis, circunscripciones y divisiones eclesiásticas, etc.), ajenos a la eclesiología de communio Ecclesiarum. En la práctica, la mayoría de los Padres del Vaticano II, y numerosos teólogos peritos, tuvieron su primer encuentro con la teología de Iglesia local durante el Concilio mismo, y con los recursos -escasos a este respecto, hay que decirlo- que les brindaba la formación recibida.

Por ejemplo, suele observarse que el Concilio no acometió un tratamiento sistemático de la communio Ecclesiarum como dimensión orgánica de la Iglesia, sino que sus afirmaciones al respecto aparecen con motivo de otros temas (Colegio episcopal, Obispos, Liturgia, Misión, Ecumenismo, Eucaristía, etc.). Es dudoso que ese tratamiento hubiera sido posible entonces. Sencillamente se carecía de un patrimonio teológico compartido y arraigado, que pudiera precipitar en unos resultados seguros en el escaso tiempo de las sesiones y tareas del Concilio. Esta circunstancia explica, a mi juicio, las vacilaciones de los textos conciliares, que evidencian esas carencias. Suele señalarse a ese respecto, p. ej., la fluctuación de las expresiones «Iglesia particular» e «Iglesia local». Designan habitualmente la Iglesia «diocesana» presidida por su Pastor; pero también un conjunto geográfico y cultural de Iglesias episcopales de una misma zona; o también un grupo de Iglesias que comparten una misma disciplina, rito y patrimonio histórico-espiritual [65]. Por otra parte, los documentos usan con frecuencia los términos jurídicos más afines a la formación intelectual y a la praxis de gobierno de los Padres. En este sentido, no debe sorprender el uso de conceptos jurídicos para designar, sin embargo, contenidos eclesiológicos. Es paradigmático, por ej., el sentido ambivalente de la palabra «diócesis» (y sus derivados). Así, en el n. 11 del Decr. Christus Dominus se ofrece una descripción teológica de Iglesia particular bajo el término -como tal, jurídico- de diócesis. O bien, encontramos un uso teológico similar, que trasciende el contenido jurídico del término «diócesis», cuando leemos que los sacerdotes religiosos que colaboran en la cura de almas vera quadam ratione ad clerum dioecesis pertinere dicendi sunt (cf. Decr. Christus Dominus, n. 11) [66].

Se podrían rastrear otros ejemplos. Son botones de muestra de que la eclesiología y la ciencia canónica contemporáneas –también el magisterio eclesial o la tarea legislativa de la Iglesia- han tenido que afrontar una tarea novedosa, para la cual ya se dispone ciertamente de algunos principios de orden teológico, pero sin que se haya alcanzado todavía una koinè conceptual y terminológica consolidada. No ha transcurrido suficiente tiempo para armonizar la elaboración teológica con la sistemática canónica y sus conceptos técnicos.

En consecuencia, no debe sorprender que los actuales intentos de dar razón del tema de la communio Ecclesiarum, tanto desde la teología como desde la canonística, sean intentos más o menos logrados. En todo caso, hay que reconocer el espacio que otorga Pie-Ninot al análisis de la institucionalidad eclesial, poniendo en práctica la necesaria atención que la Eclesiología debe otorgar a las realidades sociales y jurídicas de la Iglesia. Precisamente porque existen equívocos en un ámbito tan complejo, estos esfuerzos han de ser saludados con aprecio, conscientes de la novedad del tema, y pertrechados de una buena dosis de ponderación y diálogo.

 

Resumen

La Constitución Lumen Gentium no abordó la teología de la Iglesia local como tal. En cambio, la Eclesiología que sigue al Concilio ha subrayado la noción de communio Ecclesiarum como categoría estructural para comprender la manera de realizarse la Iglesia en su discurrir histórico. La categoría de communio Ecclesiarum hace emerger la centralidad del ministerio de presidencia de las Iglesias locales. Quienes sostienen la estricta correlación entre el Colegio episcopal y las Iglesias locales, constatan que el episcopado que no preside Iglesias locales representa una disfunción. El autor plantea la quaestio y una posible solución.

Palabras clave: Episcopado, Iglesia local, Iglesia universal

Notas

[1] S. Pie-Ninot, Eclesiología. La sacramentalidad de la comunidad cristiana, Sígueme, Salamanca 2007. De distintas maneras, aparece mencionada en pp. 297; 304, n. 28; 317, n. 55; 341-343; 345, n. 25; 355, n. 45; 357, n. 49; 359, n. 56; 361, n. 62; 388, n. 30; 422, n. 100; 427; 493, n. 126; 522, n. 185; 526, n. 193; 532, n. 206. El autor es profesor de teología fundamental y eclesiología en la Facultad de Teología de Catalunya y en la Universidad Gregoriana de Roma.

[2] En la p. 87 referida dice el prof. Rodríguez: «La Iglesia particular —‘ante todo, la Diócesis’, como dice el CIC 368— es la comunidad en la que de iure divino y de manera eminente se verifica lo que acabamos de decir. La Iglesia particular, por otra parte, precisamente por ser un elemento de la essentialis Ecclesiae structura —según la fórmula de la Comisión Teológica Internacional—, aparece históricamente en una pluralidad de formas de iure ecclesiastico (las que describe el citado canon 368: Diócesis, Prelaturas territoriales, etc.), que pertenecen a la Ecclesiae definita et mutabilis forma. La comunión de todas ellas en la Iglesia Universal constituye el Corpus Ecclesiarum de que habla el Concilio Vaticano II. Este carácter ‘eminente’ de la Iglesia particular hace de ella el connatural analogatum para comprender teológicamente las otras instituciones que, sin ser Iglesias particulares, responden a la dimensión estructural ‘fieles/sagrado ministerio’». Como se ve, el prof. Rodríguez no hace de las instituciones mencionadas al final de su frase unas Iglesias particulares «de derecho eclesiástico». Dice algo bien distinto: que para entender teológicamente esas instituciones, que no son Iglesias particulares, el elemento clave es la dimensión estructural fieles/sagrado ministerio, dimensión ésta que se realiza de manera originaria en las Iglesias particulares, pero que puede realizarse con otra orientación teológico-pastoral, que no sustituye ni es alternativa a la que se realiza en las Iglesias particulares y que, por esa razón, es perfectamente compatible con ella, pues la presupone. Precisamente porque la dimensión ‘fieles/sagrado ministerio’ sucede de manera primaria en la Iglesia particular, ésta es el «analogatum connatural» para comprender cualquier otra manera segunda de darse la relación fieles/sagrado ministerio en la Iglesia. Lo cual no implica –aún más, lo excluye- que las instituciones eclesiales en que se configuren esas posibles formas segundas sean Iglesias particulares «de derecho eclesiástico» (por usar esa expresión, si tiene algún sentido).

[3] P. Rodríguez, Iglesias particulares y Prelaturas personales, Eunsa, Pamplona 2 ed. ampl. 1986, pp. 170-172.

[4] Ibid., p. 211. De otra opinión es el prof. Hervada: «Algunos parecen inclinarse por tener la expresión ‘portio Populi Dei’ como sinónima de diócesis y por lo tanto como sinónima de Iglesia particular. No lo creo así. Pienso más bien que dicha expresión es sinónima de división mayor o circunscripción eclesiástica completa» (Pensamientos de un canonista en la hora presente, Eunsa, Pamplona 22004, p. 160). A. Viana comparte esa opinión: «Aunque hay autores que defienden un significado restringido del término porción del Pueblo de Dios, en el sentido de limitarlo técnicamente a las Iglesias particulares, parece más adecuado aplicarlo a todas las estructuras jerárquicas de la Iglesia, con independencia de su calificación teológica y siempre, claro está, que presenten algunos elementos comunes en su composición y gobierno» (Introducción al estudio de las Prelaturas, Eunsa, Pamplona 2007, pp. 70-71).

[5] Para una visión diferente, de nuevo cf. J. Hervada, Elementos de Derecho Constitucional Canónico, Eunsa, Pamplona 22001, pp. 83-84; Idem, Pensamientos de un canonista en la hora presente, Eunsa, Pamplona 22004, pp. 159-173.

[6] Distinta es, por ejemplo, la opinión de J. Miras-D. Cenalmor, El Derecho de la Iglesia. Curso básico de Derecho Canónico, Eunsa, Pamplona 2004, p. 273: «Así pues, dejando claro que la diócesis es la principal figura jurídica de la Iglesia particular, el CIC no se pronuncia sobre la naturaleza teológica de las otras figuras asimiladas jurídicamente a la diócesis por el c. 368». El canonista romano J. L. Gutiérrez distingue entre la figura de la diócesis (Iglesia particular), y otras «dimensiones particulares de la Iglesia»; no se pronuncia sobre la condición teológica de esas otras «dimensiones particulares» (cf. Las dimensiones particulares de la Iglesia, en P. Rodríguez (dir.), Iglesia Universal e Iglesias Particulares. Actas del IX Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 251-272). A. Viana, Introducción al estudio de las prelaturas, Eunsa, Pamplona 2006, pp. 123-124, toma posición: «El canon 368 dice que las Iglesias particulares son imprimis, principalmente, las diócesis y que las comunidades allí enumeradas ‘se asimilan’ a las diócesis. Estas expresiones parecen indicar que las circunscripciones no diocesanas propiamente no son Iglesias particulares sino que sólo se asimilan a las diócesis bajo el aspecto jurídico; pero el empleo de la expresión imprimis, ‘principalmente’, da a entender que las diócesis no son las únicas Iglesias particulares. No se ve aquí una respuesta clara al problema. (…). En mi opinión el concepto teológico de Iglesia particular no es perfectamente aplicable a todas las entidades que el derecho canónico equipara con las diócesis».

[7] Si esas figuras están también delimitadas –como así es- por el concepto de territorialidad, al igual que la diócesis, no se acaba de entender bien el nexo causal –según el autor- de ese dato con el silencio que guardaría el Código sobre la territorialidad de la diócesis para facilitar la asimilación de aquellas. En cualquier caso, este punto es secundario para nuestro discurso.

[8] Cuando se aplica exclusivamente el criterio jurídico a la hora de pensar sobre las Iglesias particulares, entonces se lee: «son las diócesis y solamente ellas las entidades canónicas que realizan plenamente la noción de Iglesia particular» (A. Viana, Introducción al estudio de las prelaturas, Eunsa, Pamplona 2006, p. 124-125). Elevando el solo criterio jurídico a principio metodológico se llega, por ejemplo, a otras consecuencias: «si la condición canónica histórica es común, si ambas entidades [prelaturas territoriales y prelaturas personales] son verdaderas prelaturas, ¿por qué ha de corresponderles un estatuto teológico diferente?» (ibid., p. 125). Viana no dice cuál sea el eventual estatuto teológico común a ambas, salvo que no son Iglesias particulares (puesto que, en su opinión, sólo la Diócesis lo es). Habría que preguntarse por qué la condición canónica determina –en opinión de Viana- la naturaleza teológica de una institución, a no ser que la cuestión deba resolverse en puro positivismo. Desaparecido así el criterio teológico, el autor pone la diferencia entre las prelaturas territoriales y las personales solamente en que las primeras tienen un territorio delimitador de la potestad del prelado, y las segundas no lo tienen (cf. ibid. p. 126). Nos parece que la naturaleza canónica de una institución es un criterio que sin duda debe tenerse en cuenta, pero no es a la postre un criterio suficiente, como el propio Viana ilustra con tino al echar mano en otro contexto del criterio teológico: «La equiparación de un ordinariato militar o de una prelatura personal con el modelo diocesano, no implica la participación del ordinariato o de la prelatura en todas las características jurídicas de la diócesis; pero además tampoco existe una identidad teológica entre las circunscripciones mencionadas (…), ya que las diócesis son Iglesias particulares y no lo son en cambio los ordinariatos militares ni las prelaturas personales» (Organización del gobierno en la Iglesia, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 130-131).

[9] L. Bouyer, L'Église de Dieu, Cerf, París 1970, p. 337.

[10] La praxis de la Congr. para la Evangelización de los Pueblos considera acertadamente los Vicariatos apostólicos como Iglesias locales. Una Iglesia local que inició su génesis y crecimiento bajo la modesta forma canónica de missio sui iuris, y pasó a prefectura apostólica, y luego a vicariato apostólico o prelatura territorial, para después ser erigida en diócesis, recorre un camino jurídico e institucional, no teológico. Teológicamente esa Iglesia particular inició su andadura como una porción germinal del Pueblo de Dios (‘aun pequeña y dispersa’..., cf. LG 26), convocada por el Evangelio y la Eucaristía, y por los enviados de otras Iglesias locales bajo la moderación del Papa; una pequeña portio que va madurando hasta tener un desarrollo suficiente para configurarse jurídicamente en diócesis. Es decisivo comprender que la eclesialidad de esa pequeña portio como Iglesia no comenzó con el instante formal de su erección diocesana. La diócesis será la plenitud canónico-institucional de una previa realidad eclesial que ya desde su inicio era teológicamente Iglesia local. Vid. J. R. Villar, Génesis y protagonismo de las Iglesias jóvenes, en Estudios de Misionología. vol. 13. El Decreto «Ad gentes»: desarrollo conciliar y recepción postconciliar, Inst. de Misionología, Burgos 2006, pp. 122-167; Genesis and protagonism of the young Churches / Genèse et protagonisme des Églises jeunes, en «Omnis terra» 40 (2006) pp. 363-372; 246-255.

[11] Pie-Ninot ofrece las siguientes referencias: «(cf. esta propuesta en Ministerio episcopal y laicado: Teología del sacerdocio 24 [2001] 175-223, referencia en 206s; esta idea ya se encuentra esbozada en Il ministero episcopale nella ‘communio Ecclesiarum’, en P. Goyret [ed.], otro experto del Sínodo sobre el episcopado de 2001 y profesor de la Universidad de Santa Cruz, I Vescovi e il loro ministero, Città del Vaticano 2000, 75-84, en especial 82-84 = Ius Canonicum 39 [1999] 555-573, y apuntado en El Colegio episcopal, Madrid 2004, 166-170)» (p. 427).

[12] «Estas formas de ministerio episcopal ponen de relieve que, junto a la función más evidente –y originaria– de presidir una Iglesia particular, se dan también –articulados con aquella- otros oficios in Ecclesia de naturaleza ‘episcopal’. No todo Obispo preside una Iglesia particular porque también puede presidir otras formas iure ecclesiastico de interrelación fieles-ministerio. Como antes dijimos, junto con las formas de ministerio episcopal de ejercitar iure divino la sacra potestas recibida, que son las originarias y fundantes en la communio ecclesiarum (colegial, para la Iglesia universal; y personal, para la Iglesia local) la Iglesia ha conocido otras formas del communitatis ministerium episcopal, como soluciones pastoralmente adecuadas a las necesidades históricas. Se trata de formas iure ecclesiastico de ejercer la misma y única sacra potestas episcopal: son iure ecclesiastico, es decir, pertenecen a la relatividad histórica, y no sustituyen a la forma originaria: no se trata de un ministerio alternativo a la presidencia de una Iglesia particular, sino formas históricas sostenidas teológicamente –repetimos- en la condición del Obispo como miembro del Colegio. Tales configuraciones no son nuevas formas jurídicas de la episkopé propia de la Iglesia particular, sino formas de ‘episcopalis operatio et functio’ diversas de aquella y –justamente por ser diferentes– compatibles con ella y armónicamente articuladas» (en J. R. Villar, Ministerio episcopal y laicado, en «Teología del sacerdocio» 24 [2001] p. 208). Me he permitido poner en mayúsculas algunas palabras.

[13] P. Rodríguez, Iglesias particulares y Prelaturas personales, Eunsa, Pamplona 2 ed. ampl. 1986, pp. 170-172.

[14] Dar razón de la institucionalidad en la Iglesia, sean las Prelaturas personales u otras instituciones, es tarea que afecta a la Eclesiología como tal. Pero es lógico, además, que la figura de Prelatura personal haya constituido una fuerte motivación personal, por razones obvias, para la reflexión del prof. Rodríguez y del equipo de Eclesiología de Pamplona. Insinuar que esa motivación pueda condicionar la reflexión teológica con presuntos objetivos estratégicos debería hacerse con suma cautela. Por lo demás, la descripción parcial de la posición del prof. Rodríguez, confusamente entrelazada con otras distintas, y presentada como una opinión casi «corporativa», no es buen método para esclarecer las cosas (cf. Pie-Ninot, p. 342).

[15] Nuestro autor afirma en p. 341 que la monografía más representativa sobre las Prelaturas personales es la de P. Rodríguez, El «Opus Dei» como realidad eclesiológica, en P. Rodríguez-F. Ocáriz-J. L. Illanes, El «Opus Dei» en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993, 21-133. En realidad, ese breve capítulo que cita Pie-Ninot no es la amplia monografía que hemos mencionado, que apareció varios años antes y está traducida a diversos idiomas. Vid. la voz Opus Dei (Prelatura) en Profesores de la Facultad de Teología de Burgos, Diccionario del Sacerdocio, BAC, Madrid 2005, donde se menciona a «P. Rodríguez, autor de la única (por el momento) monografía sobre el tema (Iglesias particulares y Prelaturas personales, 2ª ed. ampliada, Pamplona 1986)» (p. 523).

[16] H. Legrand, Un solo Obispo por ciudad, en H. Legrand-J. Manzanares-A. García y García, Iglesias locales y catolicidad, Univ. Pont. de Salamanca, Salamanca 1992, p. 524.

[17] A mi entender, Pie-Ninot se precipita al afirmar que la posición de Rodríguez se encontraría en un espléndido aislamiento en la eclesiología actual (cf. p. 342). Por el contrario, y resulta significativo, los (escasos) eclesiólogos que se han interesado seriamente por el tema de las Prelaturas personales han coincidido con él en sus líneas básicas: «Las Prelaturas personales tienen por finalidad ‘peculiares obras pastorales o misionales’, lo que supone una cierta novedad (aun relativa, pues los Ordinariatos militares, p. ej., constituyen una estructura jurisdiccional también finalizada en una determinada tarea). Son pocos los autores que se han ocupado del tema desde la eclesiología. Para J.-M. R. Tillard, O.P., una característica es la incorporación de los laicos y la incardinación de los clérigos bajo la presidencia de un Ordinario –que puede ser Obispo-, y cuya autoridad y jurisdicción es de naturaleza diversa de la que se da, por ej., en el caso de un superior religioso (cf. L’Eglise Locale. Ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995, 281). Para H. Legrand, O.P. la ‘cooperación orgánica’ de los laicos de que habla el can. 296 significa que los laicos son sujetos activos de la peculiar obra pastoral de la Prelatura. ‘Por el convenio –dice- no se convierten [los laicos] en destinatarios de las obras pastorales emprendidas por los clérigos de la Prelatura; de éstos vienen a ser, por el contrario, ‘cooperadores orgánicos’ (Un solo Obispo por ciudad, en H. Legrand-J. Manzanares-A. García y García, Iglesias locales y catolicidad, Salamanca 1992, p. 522). Este autor señala que no es la Prelatura personal una forma de agrupación del clero, ni pertenece al género de las asociaciones de fieles, laicales o religiosas. ‘Las prelaturas dependen de otra lógica’, y constituyen una posibilidad de la Iglesia de desarrollar su propia organización jerárquico-pastoral (o. c., 523)» (J. A. Abad, Opus Dei [Prelatura] en Profesores de la Facultad de Teología de Burgos, Diccionario del Sacerdocio, BAC, Madrid 2005, p. 523). No deja de ser sintomático que los dos autores mencionados sean bien conocidos precisamente por su reflexión sobre la communio Ecclesiarum. Finalmente, puede encontrarse una orientación autorizada sobre la Prelatura personal del Opus Dei en las siguientes palabras de Juan Pablo II: «Voi siete qui, in rappresentanza delle componenti in cui la Prelatura è organicamente strutturata, cioè dei sacerdoti e dei fedeli laici, uomini e donne, con a capo il proprio Prelato. Questa natura gerarchica dell'Opus Dei, stabilita nella Costituzione Apostolica con la quale ho eretto la Prelatura (cfr Cost. ap. Ut sit, 28-XI-82), offre lo spunto per considerazioni pastorali ricche di applicazioni pratiche. Innanzitutto desidero sottolineare che l'appartenenza dei fedeli laici sia alla propria Chiesa particolare sia alla Prelatura, alla quale sono incorporati, fa sì che la missione peculiare della Prelatura confluisca nell'impegno evangelizzatore di ogni Chiesa particolare, come previde il Concilio Vaticano II nell'auspicare la figura delle Prelature personali» (Udienza ai partecipànti all’incontro sulla Novo Millennio Ineunte promosso dalla Prelatura del’Opus Dei, 17-III-2001).

[18] Juan Pablo II, Carta apost. en forma de motu proprio "Apostolos suos" sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias de los Obispos, 21-V-1998, nota 55.

[19] Juan Pablo II, Exh. apost. postsinodal Pastores Gregis, 16-X-2003, n. 8.

[20] Ibid., n. 17, con referencia al C.I.C., c. 450, § 1.

[21] Cong. para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos "Apostolorum successores", 22-II-2004, n. 29.

[22] Ibid. n. 12: «Para poder ejercitar el munus episcopal se necesita la misión canónica concedida por el Romano Pontífice. Con ella, la Cabeza del Colegio episcopal confía una porción del Pueblo de Dios o un oficio para el bien de la Iglesia universal». Según eso, no parece exacto afirmar que «en todo el directorio no se dice ni una sola palabra sobre los obispos que no están al frente de una Iglesia local» (Pie-Ninot, p. 422; cf. también pp. 421.423.424).

[23] «42. Cum necessitates pastorales magis magisque requirant ut quaedam pastoralia munia concorditer regantur et promoveantur, expedit ut in servitium omnium vel plurium dioecesium alicuius determinatae regionis aut nationis nonnulla constituantur officia, quae etiam Episcopis committi possunt».

[24] Presidir las Iglesias locales «è il fatto normale. Ma è altrettanto vero che la qualità di membro del collegio viene prima. In forza di essa ciascun vescovo è e rimane per sempre ordinato alla Chiesa universale» (U. Betti, La doctrina sull’episcopato del Concilio Vaticano II, Città Nuova, Roma 1984, p. 399). La Comisión redactora de la Const. dogm. Lumen gentium era consciente que no todos los obispos ejercen su ministerio al frente de una Iglesia particular (cf. ibid., p. 298). «È quindi la stessa consacrazione sacramentale ad incorporare nel collegio episcopale tutti indistintamente i vescovi: sia quelli residenziali che quelli titolari; sia lo stesso Romano Pontifice. Di conseguenza: dal momento della consacrazione ciascun vescovo unito al successore di Pietro è, appunto, in quanto membro del collegio, ordinato alla Chiesa universale» (ibid. p. 380); cf. también pp. 108-109 .

[25] La configuración histórica del servicio del Colegio episcopal no se agota necesariamente sólo en la presidencia de las Iglesias locales, porque la comunión de las Iglesias, en cuanto comunión, tiene su entidad propia, sin ser distinta existencialmente de las Iglesias que la forman en cada momento: «la pluralidad o multiplicidad de las Iglesias locales constituye, quiérase o no, un todo que tiene sus exigencias propias como tal todo. (…) Un todo, una comunión universal tiene sus exigencias propias, que reclaman unas estructuras determinadas» (Y. Congar, Mysterium salutis. IV/1: La Iglesia, Cristiandad, Madrid 1973, p. 415).

[26] Cf. K. Rahner, Sobre el episcopado, en Idem, Escritos de Teología, vol. VI, Taurus, Madrid 1969, pp. 359-412, esp. pp. 376-377.

[27] Salvando las distancias, y en el contexto de la reiterada admiración y sorpresa que refleja Pie-Ninot al comentar mi propuesta (cf. 427), casi podría hacer mías –ahora sí- las palabras de Rahner: «Tampoco es que yo proponga un ‘nouvelle genre d’évêques’, sino que procuro únicamente encontrar un sentido teológico en una institución existente (la de obispos titulares) para tener un principio con que defenderla de los malos usos. No veo por qué hago con ello algo absurdo» (ibid., p. 363).

[28] «El Colegio episcopal no se ha de entender como la suma de los Obispos puestos al frente de las Iglesias particulares, ni como el resultado de su comunión, sino que, en cuanto elemento esencial de la Iglesia universal, es una realidad previa al oficio de presidir las Iglesias particulares» (Carta apost. Apostolos suos, n. 12); idea reiterada en la Exh. apost. Pastores Gregis, y de la que se concluye: «Precisamente porque el Colegio episcopal es una realidad previa al oficio de ser Cabeza de una Iglesia particular, hay muchos Obispos que, aunque ejercen tareas específicamente episcopales, no están al frente de una Iglesia particular» (n. 8).

[29] Por ejemplo, un obispo-Ordinario militar es un caso totalmente diverso de la figura genérica de obispos titulares que analiza nuestro autor en pp. 424-425. Estamos ante un pastor, con un equipo de presbíteros colaboradores, al servicio de una comunidad cristiana (identificada por un criterio específico), y sin constituir por ello «otra Iglesia» en el seno de las Iglesias locales a las que esos fieles pertenecen.

[30] ¿Cómo denominar esa forma de ministerio episcopal, que no es presidencia de una Iglesia local, pero está al servicio concreto –no es un ministerio genérico- de una comunidad de fieles (por ej., militares católicos, católicos orientales, fieles que realizan una peculiar obra pastoral en el seno de sus Iglesias locales, etc.)? Pie-Ninot señala que la expresión «ministerio de la comunidad», que tomo en préstamo de la cita de LG 20, y que remite a Ignacio de Antioquía, no resulta válida, pues para Ignacio ese ministerio de la comunidad no sería otro que la presidencia de la Iglesia local. Non lis de verbis. De todos modos, la fluidez ministerial en la época de Ignacio ¿permite conclusiones tan seguras a ese respecto? Cf. el interrogante de F. A. Sullivan, From Apostles to Bishops. The Development of the Episcopacy in the Early Church, Newman Press, New York/Mahwah 2001, p. 221: «One Bishop the Rule Everywhere in Early Second Century?».

[31] Nuestro autor obviamente no propugna –yo tampoco- la desaparición de ministerios episcopales que no presiden Iglesias locales, que sería la consecuencia de una rígida correlación entre el Colegio y la presidencia local. Para evitar esa consecuencia el autor ofrece una solución que supone, a mi entender, un cierre en falso del problema. En efecto, el argumento de que también los obispos titulares, como los diocesanos, están «formalmente referidos a un lugar» (cf. Pie-Ninot, p. 362), es decir, a una Iglesia (la del título) aunque de hecho no la presidan, desactiva el problema por su eliminación: en efecto, de ese modo no habría excepción alguna a la correlación estricta entre el Colegio y la presidencia de las Iglesias, y el esquema teórico quedaría intocado. No haría falta componer, de una parte, la estricta correlación entre el Colegio y la presidencia de Iglesias, que se afirma, con el hecho de los numerosos obispos que no presiden Iglesias, que se niega: todos presidirían Iglesias (existentes o no). A mi juicio, esa argumentación justificaría cualquier ordenación episcopal (incluso absoluta), que siempre vendría legitimada en todo caso por una presidencia formal (ficticia). Por ese camino, difícilmente podrá mantenerse libre de riesgos el genuino significado pastoral del episcopado. Si una ordenación episcopal se justifica por una motivación puramente formal, no será entonces la naturaleza (episcopal) de un ministerio concreto el fundamento eclesiológico que legitime el episcopado de su titular; lo contrario será cierto: carecerá de relevancia (como ilustra la historia) el servicio concreto de un obispo cualquiera, cuyo episcopado siempre se encontraría a priori eclesiológicamente legitimado por una presidencia formal (ficticia).

A mi parecer, para comprender teológicamente esos ministerios episcopales resulta innecesaria la apelación (problemática) a una presidencia formal. (Asunto diverso es que el título recuerde muy oportunamente el permanente significado pastoral del Episcopado). Será decisivo, en cambio, discernir el contenido del ministerio de que se trate, a partir de unos mínimos eclesiológicos que garanticen al menos una coherencia suficiente con el significado pastoral del episcopado. Por ejemplo, sin presidir una Iglesia (real o ficticia) ¿no constituye base eclesiológica suficiente para el episcopado de un obispo-ordinario militar el munus interdiocesano -como lo denomina el Decreto Christus Dominus, cap. 3- que realiza con sus presbíteros al servicio de fieles de las Iglesias de su país, en comunión con los obispos que las presiden? El servicio a la communio Eccclesiarum, en los distintos niveles de su realización (universal o regional), puede requerir tareas (ciertamente no exigidas de iure divino) que sean incluso en su caso más coherentes –teológicamente- con el ministerio de capitalidad episcopal que con el ministerio de colaboración de los presbíteros.

[32] Sobre un punto de la «Nota praevia», en «Paolo VI e i problemi ecclesiologici al Concilio», Istituto Paolo VI, Brescia 1989, pp. 426-427.

[33] J. R. Villar, El Colegio episcopal. Estructura teológica y pastoral, Rialp, Madrid 2004, p. 158.

[34] «La primera es claramente teológica, puesto que considera la índole secular como la nota positiva y constitutiva del laicado. Esta línea está defendida por dos corrientes de pensamiento: por un lado, la escuela teológico-canonística de E. Corecco, profesor de Milán y después obispo de Lugano, que define la secularidad teológicamente por tres constitutivos esenciales: la propiedad, el matrimonio y la libertad; por otro lado, y con un acento diverso, se ubica la escuela de la Universidad de Navarra del Opus Dei, que subraya el carácter teológico-escatológico de la secularidad como fruto de un carisma del Espíritu, el cual proporciona al laicado una posición estructural en la Iglesia (P. Rodríguez, J. L. Illanes)» (p. 297).

[35] Vid. J. R. Villar, La Estructura Fundamental de la Iglesia en la obra eclesiológica del Prof. Pedro Rodríguez, en J. R. Villar (ed.), Communio et Sacramentum. En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 515-533; y en J. R. Villar (dir.), Iglesia, ministerio episcopal y ministerio petrino, Rialp, Madrid 2004, pp. 33-48.

[36] Para el prof. J. Hervada, el laico es sin más el fiel cristiano (y, en este sentido, su posición se acerca más a la corriente teológica italiana del «laico, cioè cristiano», o del laico como «cristiano sine addito»). Es notoria la diferencia de ambos profesores en sus ponencias y diálogos, recogidos en A. Sarmiento (dir.), La misión del laico en la Iglesia y en el mundo. VIII Simposio internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona 1987; vid. pp. 507-510.

[37] Tal como plantea la cuestión nuestro autor, parece prejuzgada negativamente de antemano la prioridad ontológica y cronológica de la Iglesia universal. En realidad, el asunto depende de una lectura atenta de lo que realmente afirma la Carta Communionis notio. La prioridad ontológica y temporal no tiene el mismo sentido si se predica de la Iglesia-misterio manifestada en Pentecostés (como dice la Carta), o si se afirma de su actual forma de Iglesia universal-communio ecclesiarum. Esta es la cuestión clave, como podrá comprobar el lector más adelante.

[38] Iglesia local e lglesia universal, en P. Rodríguez (dir.), Sacramentalidad de la Iglesia y Sacramentos. Actas del IV Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona 1983, pp. 399-405, cita en p. 399.

[39] P. Rodríguez (dir.), Iglesia Universal e Iglesias Particulares. Actas del IX Simposio Internacional de Teología, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, S. A., «Colección Teológica» n. 66, Eunsa, Pamplona 1989.

[40] Su ponencia llevaba el título Iglesia particular e Iglesia universal en el surco de la doctrina del Concilio Vaticano II, ibid., pp. 82-99; cita en p. 83.

[41] La comunión dentro de la Iglesia local, en P. Rodríguez (dir.), Iglesia Universal e Iglesias Particulares. Actas del IX Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 469-495, cita en pp. 477-478.

[42] Vid. P. Rodríguez-F. Ocáriz-J. L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus Dei, Rialp, Madrid 1993, pp. 54-55.

[43] La Chiesa come comunione. Ad un anno dalla pubblicazione della Lettera «Communionis notio» della Congregazione per la Dottrina della Fede, en L’Osservatore Romano 23 giugno 1993, p. 4; ed. esp. 25-6-93, p. 18. Publicado en Cong. para la Doctrina de la Fe, El misterio de la Iglesia y la Iglesia como comunión. Introducción y comentarios, Palabra, Madrid 1995, con el título: Reflexiones sobre algunos aspectos de la relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares, a un año de la publicación de la Carta Communionis notio, pp. 177-189.

[44] Reflexiones sobre algunos aspectos de la relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares, a un año de la publicación de la Carta Communionis notio, en o. c., p. 181.

[45] «Une Explication dans l’Osservatore romano du 23 juin 1993 qui lui apporte d’heureuses clarifications» (H. Legrand, Les évêques, les Églises locales et l’Église entière. Évolutions institutionelles depuis Vatican II et chantiers actuels de recherche, en H. Legrand-Ch. Théobald (dir.), Le ministère des évêques au concile Vatican II et depuis, Cerf, Paris 2001, p. 233, nota 2).

[46] «If nothing is formally retracted in the article, several matters are explained more fully» (J. Komonchak, The Epistemology of Reception, en H. Legrand, J. Manzanares, A. García y García, La recepción y la comunión entre las Iglesias. Actas del Coloquio Internacional de Salamanca, 8-14 abril 1996, Univ. Pont. de Salamanca, Salamanca 1997, p. 232).

[47] «L’intervento La Chiesa come comunione. Ad un anno dalla pubblicazione della Lettera "Communionis notio" della Congregazione per la Dottrina della Fede orienta al superamento di alcune difficoltà mosse alla Lettera La Chiesa come comunione, ricentrando il discorso sull’eucaristia, e insistendo sul concetto-chiave della letrera, cioè sulla ‘reciproca interiorità’, nel senso che non solo ‘nelle chiese e dalle chiese è costituita la chiesa universale’ (Ecclesia in et ex Ecclesiis), ma anche, come abbiamo sottolineato, chie ‘le chiese locali sono fatte ad immagine della chiesa universale’ (Ecclesiae in et ex Ecclesia) (cf. La Chiesa come comunione. Ad un anno…, in ‘L’Osservatore Romano’, cit., p. 4», en D. Valentini, La cattolicità della Chiesa locale, en Associazione Teologica Italiana, L’Ecclesiologia contemporanea, Mesaggero, Padova 1994, p. 118, nota 120).

[48] «Certo, la chiesa di Gerusalemme fu una chiesa ‘particolare’, unica nella sua dimensione di universalità» (se remite a La Chiesa come comunione. Ad un anno dalla pubblicazione della Lettera "Communionis notio" della Congregazione per la Dottrina della Fede, en L’Osservatore Romano 23 giugno 1993, p. 4) en D. Valentini, La cattolicità della Chiesa locale, en Associazione Teologica Italiana, L’Ecclesiologia contemporanea, Mesaggero, Padova 1994, p. 92.

[49] M. Kehl, ¿A dónde va la Iglesia? Un diagnóstico de nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1997, pp. 97-100.

[50] M. Kehl, Zum jüngsten Disput um das Verhältniss von Universalkirche und Ortskirchen, en P. Walter-K. Krämer-G. Augustin (Hrsg.), Kirche in ökumenischer Perspektive. Kardinal Walter Kasper zum 70. Gerburtstag, Herder, Freiburg 2003, pp. 88-89.

[51] Aparecido en «Scripta Theologica» 24 (1992) pp. 559-567; y con el título Ecclesiologia. La comunione nella Chiesa, en «Studi Cattolici», luglio-agosto 1992, pp. 495-498.

[52] «Esta única Iglesia de Cristo no existe en abstracto sino que se manifiesta en la historia, simultáneamente, como ‘Iglesia universal’ e ‘Iglesia particular/local’: ‘los obispos son principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única’ (LG 23a); es decir, que ‘ni la Iglesia universal’ ni la ‘Iglesia particular’ existen en sí mismas, lo cual significa que ninguna de las dos –aisladamente- es correlativa a la única Iglesia, sino que son correlativas entre sí, y, conjuntamente, por mutua interacción son correlativas a la única Iglesia de Cristo; pero, -al mismo tiempo- esta correlación tampoco significa que la una se defina a partir de la otra, como si alguna de las dos fuera la otra» (B. Alvarez Afonso, La Iglesia diocesana. Reflexión teológica sobre la eclesialidad de la diócesis, Producciones Gráficas, La Laguna (Tenerife) 1996, pp. 40-41.

[53] Ibid., pp. 41-42, nota 11.

[54] Problemática actual en torno al binomio Iglesia universal-Iglesias locales, en F. Rodríguez Garrapucho (coord.), La Iglesia local: hogar de comunión y misión, Univ. Pont. de Salamanca, Salamanca 2006, pp. 54-55.

[55] P. Rodríguez, La comunión en la Iglesia. Un documento de la Congregación para la doctrina de la fe, en «Scripta Theologica» 24 (1992) pp. 562-563.

[56] Reflexiones sobre algunos aspectos de la relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares, a un año de la publicación de la Carta Communionis notio, en Cong. para la Doctrina de la Fe, El misterio de la Iglesia y la Iglesia como comunión. Introducción y comentarios, Palabra, Madrid 1995, pp. 180-182.

[57] M. Kehl, ¿A dónde va la Iglesia? Un diagnóstico de nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1997, pp. 99-100.

[58] Expresión que la Carta toma de Juan Pablo II, Discurso a la Curia Romana, 20-XII-1990, n. 9, en L'Osservatore Romano, 21-XII-1990, p. 5.

[59] A. Cattaneo, La Chiesa locale. I fondamenti ecclesiologici e la sua missione nella teologia postconciliare, Librería Editrice Vaticana, Roma 2003.

[60] J. R. Villar, Génesis y protagonismo de las Iglesias jóvenes, en Estudios de Misionología. vol. 13. El Decreto «Ad gentes»: desarrollo conciliar y recepción postconciliar, Inst. de Misionología, Burgos 2006, pp. 128-129.

[61] Ibid. pp. 129-130. Distinta opinión sostiene el prof. Hervada: «Tiene, pues, el fiel una doble posición: miembro de la Iglesia universal (fiel, hijo de Dios, miembro de la Iglesia) y miembro de la Iglesia particular (destinatario de los medios salvíficos, agrupación para organizar particularizadamente la vida cristiana). No es miembro de la Iglesia universal por ser miembro de la Iglesia particular y a través de ella, sino que lo es de modo directo e inmediato. (…) Asimismo, los efectos eclesiales de los sacramentos son de naturaleza universal y no particular. Por ejemplo, el bautismo incorpora a la Iglesia universal, pero no a la Iglesia particular, a la que el fiel se incorpora por el domicilio» (Pensamientos de un canonista en la hora presente, Eunsa, Pamplona 22004, pp. 168.170). Una posición similar a la de Hervada es la de A. Miralles, El binomio Iglesia universal-Iglesia particular visto de la relación del bautizado al Papa, en P. Rodríguez (dir.), Iglesia Universal e Iglesias Particulares. Actas del IX Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 403-417.

[62] Il primato del successore di Pietro. Atti del Simposio Teologico. Roma, dicembre 1996, Libreria Editrice Vaticana, Roma 1998. El texto del prof. Rodríguez en pp. 454-466.

[63] En Il primato del successore di Pietro nel mistero della Chiesa. Testo e commenti, Libreria Editrice Vaticana, Roma 2002, pp. 81-111.

[64] «Un articolo pubblicato recentemente dalla Congregazione per la Doctrina della Fede presenta nuovamente tale formulazione [Proemio de Pastor Aeternus] nella sua fondamentale importanza per un’interpretazione teologica delle affermazioni giuridiche sulla doctrina del primato». El Cardenal remite en nota al artículo del prof. Rodríguez, Natura e fini…, que hemos mencionado: W. Kasper (ed.), Il ministero petrino: cattolici e ortodossi in dialogo, Città Nuova, Roma 2004, p. 19. Cf. también Idem, Una discussione sul ministero petrino, en W. Kasper, Vie dell’unità. Prospettive per l’ecumenismo, Queriniana, Brescia 2006, p. 204.

[65] Así sucede, por ej., en el Decr. Orientalium Ecclesiarum, nn. 2 y 3, que habla de las «Iglesias particulares o ritos»; y en la Const. dogm. Lumen gentium, n. 23, donde se califica a las «Iglesias patriarcales» como «Iglesias locales». «Iglesia particular» equivale a «diócesis» en CD 11; LG 23, 27, 45; SC 13, 111; AG 19, 20, 32; «Iglesia particular» es sinónima de «Iglesia local» en UR 14, OE,1, 5, 68. Sobre el tema es clásico H. de Lubac, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Sígueme, Salamanca 1974.

[66] Es cosa evidente que esos sacerdotes no están jurídicamente incardinados en la diócesis; a pesar de ello, el Decreto dice que pertenecen de algún modo –no se menciona cuál sea ese modo- no al «clero diocesano» sino al «clero de la diócesis» (pensamos: al clero de la Iglesia particular, en cuanto ésta es una realidad teológico-sacramental, no sólo una estructura jurídica o diócesis).