CUANDO VIVIR PARECE IMPOSIBLE

JOSÉ JOAQUÍN CASTELLÓN MARTÍN

ECLESALIA, 16/11/04.- El debate sobre la eutanasia se ha puesto de nuevo en el candelero social a través de la magnífica película de Alejandro Amenabar “Mar adentro”. Esta película narra la lucha y la muerte de Ramón Sanpedro, un hombre que hizo de su muerte el sentido de su vida durante años.

A la realidad de la enfermedad y el sufrimiento personal de quien pide la ayuda para morir podemos acercarnos desde una perspectiva meramente intelectual, una perspectiva fría y racionalista, que por ser éste un problema tan serio, tan humanamente doloroso no es la más adecuada. Esta perspectiva racionalista es doble, una supuestamente religiosa y otra supuestamente democrática. La perspectiva supuestamente creyente parte de un axioma inviolable: “la vida es de Dios, nadie la puede quitar”; la perspectiva supuestamente democrática parte de otro principio axiomático: “la vida propia es de cada uno, y cada uno puede acabar con ella cuando quiera”.

Son tan claros y evidentes los dos axiomas, que no pueden ser, si no falsos, sí falseadores, ocultadores de la complejidad de una realidad tan dolorosa, tan humana e inhumana a la vez. A un enfermo que sufre, se acerca uno siempre con respeto sagrado, con temor reverencial, como quien se acerca al sagrario. La persona que sufre remueve tantas dimensiones profundas de nuestra existencia, que intentar reducir a conceptos claros y distintos su situación, siempre es ofensivo. Era ofensivo para el hermano de Ramón Sanpedro oír hablar de su suicidio. Había sacrificado toda su vida por cariño fraternal, había abandonado su trabajo, sus amigos, el mar... Era tan terriblemente doloroso para su padre oír hablar de su suicido que se negaba a escucharlo y se hacía el loco: “hay algo peor que se te muera un hijo, que se te quiera morir”; y es que hay sufrimientos que hacen palidecer y oscurecen la razones más luminosas. Por eso, cuando el cura fue con razones al lecho de un hombre sufriente, hizo el ridículo.

En hospitales, en residencias de ancianos, en muchas casas de nuestro pueblo hay enfermos en peores situaciones que las del protagonista de nuestra película. Razones para acabar con su vida muchas, de las más importantes acabar con nuestra angustia al verlos. Razones para cuidar su vida, paliar sus sufrimientos, y mostrarle nuestro cariño, solamente una, el amor. Hay tantas madres, tantas esposas, tantas hijas que, en medio de una abnegación y de un sacrificio heroico ofrecen tantas razones para la vida, que a cualquiera que se acerca a ellas les dan energías y fuerzas para vivir.

Perdónenme que lo diga: el enfermo, y más el enfermo terminal, ofrece muchas posibilidades de vida, aunque parezca un contrasentido. No nos conocemos, ni conocemos el amor que hay en nuestro corazón, hasta que no tenemos el privilegio de cuidar a un enfermo, de renunciar a nuestra vida por la suya, de supeditar nuestros proyectos a su bienestar. Si por miedo al sufrimiento, los enfermos acabaran con su vida voluntariamente cuando descubren una enfermedad irreversible los hombres y mujeres nos perderíamos mucha humanidad, el mundo perdería mucha humanidad; no sabríamos a qué extremo llega el amor humano que nos une con el mismo amor divino, y que es signo de plenitud.

Nadie quiere el sufrimiento, y todo el que ama quiere evitar el sufrimiento de la persona a la que quiere. El dolor no nos hace más humanos (no salva), lo que nos hace más humanos es el amor incondicional, absoluto, gratuito. Ningún sufrimiento por enfermedad debe pasarse sin los medicamentos apropiados para paliarlo, aunque su resultado sea acortar la vida.

El personaje de Amenabar, Ramón, no quería a nadie, no sabía expresar su cariño a nadie –y me permito decir esto porque hablo del personaje de la película. A ninguna de las dos mujeres que se enamoran de él las llega a querer, no puede decir a su sobrino “te quiero como a un hijo”, no puede dar las gracias a su hermano por el sacrificio que había hecho por cuidarlo, no llora con él la angustia del sin sentido de su cuerpo enfermo. No priva a su padre del dolor de la muerte de un hijo. Si me preguntan ustedes por un enfermo con nombres y apellidos, la única respuesta humana y cristiana es el silencio: ¿quién es nadie para enjuiciar a un enfermo que desespera de su dolor?

Nuestra vida no es de Dios, como si nos tuviera apuntados en el registro de la propiedad. Nuestra vida no es de nosotros mismos, como si los otros no fueran parte de nuestra vida, y nuestra vida no fuera parte de la vida de los demás. Nuestra vida es del amor. Por él vinimos al mundo, por él nos cuidaron, por él nos hablaron y nos enseñaron lo que significa ser persona, por él somos quien somos, a él hemos de entregarnos por completo, sólo por él merece la pena humanamente perder la vida.

La vida de la mujeres que cuidan a enfermos absolutamente incapacitados tiene un sentido tan grande... La vida de esos enfermos que desde su sonrisa sincera, desde su agradecimiento, desde su capacidad de sufrimiento hacen (hacéis..., que alguno leerá estas sencillas letras) un servicio muy importante a la vida. (Que nadie os quite las ganas de vivir, ni la esperanza de recuperación).