Autor: P. Cipriano
Sánchez LC
Cristo nos ama incluso cuando nos atrevemos a negarlo
Lunes Santo. La caridad es ser capaz de servir hasta que ya no pueda mas.
El día de hoy vamos a
ponernos el cristal de la caridad, y bajo esta óptica contemplaremos la Última
Cena.
¿Qué es la caridad? Si alguien quisiese definir la
caridad, podría escribir libros enteros. Si alguien quisiese definir la
caridad, podría llenar bibliotecas, o simplemente tomar una fuente con agua y
lavar los pies a sus discípulos durante la cena: “[...] cuando ya el diablo
había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de
entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que
había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus
vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego hecha agua en un lebrillo y
se pone a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con
que estaba ceñido”.
La caridad es ser capaz de servir hasta que ya no haya
nada más que uno pueda hacer; la caridad es servir hasta la último. “No hay
amor m ás grande que aquél del que da la vida por quien ama”. Cristo,
constantemente, va a unir su caridad con su muerte. Tanto es así, que la cruz
va a ser la mayor expresión de caridad de Cristo.
Nos impresiona cuando vemos a Cristo rebajarse como un
esclavo a lavar los pies, quizá no nos impresiona tanto el hecho de que Cristo
no solamente lava como esclavo los pies a sus discípulos, sino que muere
esclavo en la cruz por sus discípulos. La caridad, la verificación, el amor,
la muerte de Cristo están inseparablemente unidos. La caridad de Cristo es una
caridad que se ofrece en la separación de aquellos que ama. “Hijos míos, ya
poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis y a donde yo voy
vosotros no podéis venir”.
El amor de Cristo es un amor totalmente desinteresado,
no es un amor que se busque a sí mismo. El amor de Cristo no busca la propia
felicidad sino la felicidad de aquellos que ama. Cristo incluso va a aceptar
la separación de aquel los que ama por amor; pero, al mismo tiempo, como todo
auténtico amor, el amor de Cristo va a buscar en todo momento compartir, y por
eso Jesucristo les dice a sus discípulos: “Como yo os he amado, así os
améis también vosotros los unos a los otros”.
Cristo busca encarnar su amor en los que ama. Cristo
busca que aquellos que Él ama también amen como Él: “En esto conocerán que
sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros como yo os he amado”.
La caridad que no se transmite, la caridad que no se manifiesta, la caridad
que no se encarna en aquellos que amamos no puede ser una caridad auténtica.
No hay que olvidar que el Maestro se nos presenta como
modelo de caridad, como dirá San Juan, “en la glorificación”, es decir, en la
muerte, en el don absoluto de sí mismo por amor a los suyos. Éste es el don
más grande que un hombre puede dar: el don de sí mismo. ¿Qué otra cosa podemos
dar más que nosotros? Aun cuando hubiéramos terminado de dar mu cho, todavía
quedaríamos nosotros por darnos. ¿Qué más puede ofrecer un soldado a su señor,
cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puede ofrecer Cristo, cuando ya lo ha dado
todo? ¿Qué más puedo ofrecer yo, como discípulo, cuando ya lo haya dado todo?
La caridad de Cristo tiene, además, una muy especial
característica. En el Evangelio de San Mateo se dice: “aquél que me negare
delante de los hombres yo le negaré delante de mi Padre celestial”.
Justamente en este contexto de caridad se introduce el misterio de la negación
de Pedro. Sin embargo, Pedro no contaba con la última de las delicadezas de la
caridad de Cristo. Dice el Evangelio: “Señor, ¿a dónde vas? Jesús le
respondió: Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde.
Pedro le dice: ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Le
responde Jesús: ¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no
cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces.”
La c aridad ama aun cuando el amado nos niega. Así ama
Cristo. Cristo no solamente ama cuando nosotros somos grandes apóstoles que
entendemos perfectamente los planes del Señor sobre nosotros —¡qué fácil sería
amar así!— Cristo ama incluso cuando nosotros nos atrevemos a negarlo. Y nos
ama con un amor redentor, nos ama con un amor transformador, nos ama con un
amor purificador, nos ama con un amor que es capaz de sacarnos del pozo donde
nosotros podríamos vernos encerrados.
El amor de Cristo no es un amor que arrasa; es un amor
que reconstruye, cuando el alma se deja reconstruir. Es un amor que hace que
aquél que lo ha negado pueda amarlo a Él, como Cristo lo ama. ¿Cómo nos ha
amado Cristo? Hasta dar su vida por nosotros. ¿Cómo tenemos que amar nosotros
a Cristo? Hasta dar nuestra vida por Él.
San Juan va a unir la caridad con la obediencia y con
el sacrificio en la obscuridad: “Si alguno ama, guardará mi palabra y mi
Padre le amará y vendremos a él y haremos mor ada en él”.
Cristo une caridad, obediencia y presencia de Dios. La
esencia de toda santidad y de toda virtud cristiana está en la caridad. No hay
presencia de Dios donde no hay caridad, no hay presencia de Dios donde no hay
obediencia; y donde no hay obediencia, no hay caridad ni presencia de Dios; y
donde no hay caridad no hay obediencia ni presencia de Dios.
Tendríamos que darnos cuenta que esta especie de
trinidad es el corazón del cristiano. Presencia de Dios es obediencia y es
caridad. Quien diga que tiene a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. Y
quien quiera obedecer, primero tiene que amar. Y quien regatea con el egoísmo,
no obedece ni tiene a Dios en su corazón. La caridad se hace obediencia y se
hace presencia. Si no es así, la obediencia es vacía y la presencia ausencia.
Solamente cuando hay esta presencia, esta caridad y esta obediencia, el hombre
posee luminosidad para poder guiar su vida en la autenticidad.
“El Paráclito, e l Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo cuanto os he
dicho”. La presencia amorosa de Dios en nosotros es la garantía de la
luminosidad interior. No puedes guiar tu vida si estás cegado por el egoísmo.
No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe luminosidad y la
disposición de vivir en la obediencia. No puedes guiar tu vida si en tu
interior no existe la verdadera presencia de Dios. La caridad, como obediencia
que se hace presencia, es la clave que Jesús mismo nos deja.
Después de hablar del amor, Cristo empieza hablando
del Príncipe de este mundo. No hay que olvidar que la auténtica caridad se
hace testimonio precisamente ante las persecuciones del Príncipe de este
mundo. Y así como la luz expulsa la noche, y la obscuridad se ve alejada por
la aurora, la caridad expulsa de nuestra vida al Príncipe de este mundo.
¿Quién no le tiene miedo al contagio del mundo del
demonio y de la carne en su propia vi da? ¿Alguien puede sentirse inmune a
esto? ¿Alguien puede decir que tiene las manos limpias? Y, sin embargo, ¿cómo
podemos resistir al Príncipe de este mundo? Sólo quien vive en la caridad
tendrá la capacidad suficiente para desencadenarse una y otra vez del Príncipe
de este mundo. Sólo el que tenga caridad como ley auténtica de su vida podrá
estar liberándose de las ataduras que el Príncipe de este mundo le ponga a su
corazón. Solamente quien no es capaz de vivir la caridad acabará por vivir con
el demonio dentro del corazón.
La caridad es el testimonio del cristiano. Ante las
asechanzas del demonio, que muchas veces podrá buscar encimarse, apoderarse de
la vida del hombre, más aún, que muchas veces hará fracasar las obras buenas
del hombre, sólo la caridad continuará siendo la coraza con la cual el hombre
vence, con la cual el hombre es capaz—a pesar de los errores, a pesar de los
fallos propios o de los demás—, de volver a amar y de entregarse.
No hay que te nerle miedo al demonio si en nosotros
hay caridad, si en nosotros hay amor verdadero. No hay que tenerle miedo al
demonio de las tentaciones y de las dificultades, en el seguimiento de Cristo,
si en nosotros verdaderamente existe un corazón lleno de amor a Dios.
Aun cuando el corazón pueda estar en la soledad, en el
abandono, en la dificultad y en la prueba, tenemos que saber que la caridad de
Cristo se convierte en paz en nuestra alma, consuelo de nuestra soledad.
“Os dejo la paz; mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe
vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré
a vosotros.’ Si me amarais, os alegrarías[...]”.
Éste es el rostro de la caridad que Cristo nos
presenta. Una caridad que se ofrece, una caridad que se comparte, una caridad
que se hace testimonio, una caridad que ama incluso en la negación del amor. Y
al mismo tiempo, es una caridad que se convierte en presencia por la
obediencia, es una caridad que no se contamina a pesar de las asechanzas del
demonio o de la soledad en la que nosotros podamos vivir.
Este amor —lo vemos en Cristo—, no es simplemente un
bonito sentimiento interior. Este amor tiene obras que efectivamente
manifiestan el amor, obras que realmente realizan el amor, obras que
demuestran que estamos auténticamente entregados a Cristo. Porque si no
prestamos más que a aquellos de quienes esperamos recibir, ¿qué mérito
tendremos que no tengan también los pecadores? Si no saludamos más que a los
que nos saludan, ¿en qué nos diferenciamos de los gentiles? Y si no amamos más
que a los que nos aman, ¿qué hacemos que no hagan también los publicanos?
También a nosotros se nos exige una caridad que se
hace celo apostólico, como el mejor servicio hecho a los hombres. ¿Qué más les
puedes dar a los hombres sino la presencia de Dios en sus corazones? No existe
la caridad sin celo apostólico, no existe la caridad sin esfuerzo por
conquistar a los hombres para Cristo. Y la podremos disfrazar de lo que
queramos, pero sin celo apostólico que influya verdaderamente en las
sociedades en las que vivimos, en los ambientes en los que nos movemos, no hay
caridad. Sin un corazón que arda por sus hermanos los hombres, no hay caridad,
porque Cristo, por amor a nosotros, busca introducir la presencia de Dios en
nosotros. “En el que me ama moraremos”.
¿Realmente mi amor a los hombres es un amor que busca
hacer que la presencia de Dios esté dentro de mis hermanos? ¿O es un amor
platónico, o es un amor romántico? ¿O es un amor que arde, y porque arde
quema, y porque quema transforma, y transforma en celo apostólico?
Cuando revisemos la caridad, veamos el amor de Cristo
por nosotros, veamos nuestro amor por Cristo, veamos nuestro corazón, y veamos
si verdaderamente hay caridad que es obediencia y es presencia. Pero nunca
olvidemos la tercera dimensión de la caridad: el celo apostólico.
Recordemos que se nos va a exigir. “Tuve hambre y
no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; estuve desnudo y no me
vestiste, en la cárcel, enfermo y no me fuiste a ver”. Si a ésos, Cristo
los manda lejos de sí, lejos del amor, lejos de la vida eterna, ¿qué será de
aquellos que le negaron a sus hermanos los hombres, por falta de caridad, la
presencia de Dios en su corazón? ¿Qué será de aquellos que, llevados por la
pereza o por la soledad, o por el Príncipe de este mundo, o por el orgullo, se
permitieron el lujo de no llenar el corazón de sus hermanos los hombres con la
presencia del Señor?