Cristo en nosotros, nosotros en Cristo


En estas líneas pretendo recoger en un solo discurso teológico una serie de afirmaciones que están presentes en el Magisterio del Iglesia de las últimas décadas. No suponen ninguna innovación sino, más bien, una mayor continuidad con el lenguaje de la Sagrada Escritura, de los Padres y de los grandes místicos. Se trata de la presencia de Cristo, con su Santísima Humanidad incluida, en el corazón de los fieles y, recíprocamente de nuestra morada en el Corazón de Cristo. ¿Es éste un modo de hablar poético, simbólico, emotivo o corresponde a una realidad que conocemos por la fe?

¿Cuál es el alcance de este «en» (vosotros en Cristo, Cristo en vosotros) que Pablo escribe 164 veces en sus Cartas?  El alcance permanece entre los velos del misterio, porque ese estar Cristo en mí y yo en Él, no es una realidad sensible, ni siquiera «natural»; es de naturaleza superior, «sobrenatural», pero -es preciso subrayarlo- tan real, o más si cabe, que todo lo natural, como «más real» es la Vida divina que toda vida creada[1].

Cristo mismo nos ofreció una alegoría que nos aproxima al misterio: «Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos» (cf.  Jn 16, 4 ss).  Por los sarmientos corre la misma savia de la vid que los vivifica y les da capacidad de dar frutos riquísimos. 0 sea que, en cierto modo ellos no son la vida y, a la vez, de algún modo lo son.  El fiel cristiano no es idéntico a Cristo, pero en cierta real manera se identifica con Él, porque lo mejor de su vida está «escondido con Cristo en Dios», es vida «en Cristo», porque Cristo es realmente «su vida», esto es, el origen de la vida sobrenatural que diviniza el espíritu del cristiano y aun su cuerpo.  Mucho más verdaderamente que el enamorado de una criatura, el bautizado en Gracia de Dios, puede decir a Cristo: «¡vida mía!».  Porque Él no sólo es el Amor de los amores; no sólo es «otra vida», de la que estoy enamorado, sino que ha venido a estar «en mí», para cumplir el deseo nunca cabalmente realizado del amor entre criaturas, de tal manera que somos «dos en uno».  Permanecen su identidad y la mía, somos dos, pero a la vez somos una sola vida, la suya.

Para seguir un cierto orden comencemos por lo que está más sólidamente establecido en el Magisterio de la Iglesia, que es la presencia de Cristo en la Eucaristía. ¿En qué desemboca la presencia de Jesús en el altar, en la comunión eucarística o en el sagrario?

 

Los otros modos de presencia de Cristo no menos reales

 

Comienzo con esta afirmación hecha por Pablo VI precisamente en ese modo, es decir relacionando toda presencia de Cristo con la Eucaristía. Hay una frase en la Constitución Sacrosanctum Concilium que fue muy comentada en su momento. Refiriéndose    a la obra de la salvación enseñó el Concilio: “Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió : ‘Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos’” (Mt., 18,20).[2]  

Pablo VI completó y amplió esa enseñanza en su Encíclica Mysterium fidei:  “Bien sabemos todos que son distintas las maneras de estar presente Cristo en su Iglesia. Resulta útil recordar algo más por extenso esta bellísima verdad que la Constitución De Sacra Liturgia expuso brevemente. Presente está Cristo en su Iglesia que ora, porque es él quien ora por nosotros, ora en nosotros y a El oramos: ora por nosotros como Sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra y a Él oramos como a Dios nuestro. Y El mismo prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

Presente está Él en su Iglesia que ejerce las obras de misericordia, no sólo porque cuando hacemos algún bien a uno de sus hermanos pequeños se lo hacemos al mismo Cristo, sino también porque es Cristo mismo quien realiza estas obras por medio de su Iglesia, socorriendo así continuamente a los hombres con su divina caridad. Presente está en su Iglesia que peregrina y anhela llegar al puerto de la vida eterna, porque El habita en nuestros corazones por la fe y en ellos difunde la caridad por obra del Espíritu Santo que El nos ha dado.

De otra forma, muy verdadera, sin embargo, está también presente en su Iglesia que predica, puesto que el Evangelio que ella anuncia es la Palabra de Dios, y solamente en el nombre, con la autoridad y con la asistencia de Cristo, Verbo de Dios encarnado, se anuncia, a fin de que haya una sola grey gobernada por un solo pastor.

Presente está en su Iglesia que rige y gobierna al pueblo de Dios, puesto que la sagrada potestad se deriva de Cristo, y Cristo, Pastor de los pastores, asiste a los pastores que la ejercen, según la promesa hecha a los Apóstoles. Además, de modo aún más sublime, está presente Cristo en su Iglesia que en su nombre ofrece el Sacrificio de la Misa y administra los Sacramentos. A propósito de la presencia de Cristo en el ofrecimiento del Sacrificio de la Misa, Nos place recordar lo que San Juan Crisóstomo, lleno de admiración, dijo con verdad y elocuencia: “Quiero añadir una cosa verdaderamente maravillosa, pero no os extrañéis ni turbéis. ¿Qué es? La oblación es la misma, cualquiera que sea el oferente, Pablo o Pedro; es la misma que Cristo confió a sus discípulos, y que ahora realizan los sacerdotes; ésta no es, en realidad, menor que aquélla, porque no son los hombres quienes la hacen santa, sino Aquél que la santificó. Porque así como las palabras que Dios pronunció son las mismas que el sacerdote dice ahora, así la oblación es la misma.

Nadie ignora, en efecto, que los Sacramentos son acciones de Cristo, que los administra por medio de los hombres. Y así los Sacramentos son santos por sí mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en la almas.

Estas varias maneras de presencia llenan el espíritu de estupor y dan a contemplar el misterio de la Iglesia. Pero es muy distinto el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el Sacramento de la Eucaristía, que por ello es, entre los demás sacramentos, el más dulce por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo por el contenido; ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos.

Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro. Falsamente explicaría esta manera de presencia quien se imaginara una naturaleza, como dicen, “pneumática” y omnipresente, o la redujera a los límites de un simbolismo, como si este augustísimo Sacramento no consistiera sino tan sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los fieles del Cuerpo Místico”.[3]

 

El Espíritu Santo y la presencia real de Cristo en la Eucaristía

 

La restauración plena de la eplíclesis anteconsecratoria en la misa ha sido un gran bien para la Iglesia, porque  permite identificar la fe profesada y la fe celebrada. Al Espíritu Santo, en efecto, se atribuye la transubstanciación del pan y del vino. Para impetrar la intervención misteriosa del Espíritu, la Iglesia, antes de las palabras de la consagración, implora: “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre  de Nuestro Señor Jesucristo” [4]A este propósito el Papa también es explícito: “ El signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya anticipadas y actualizadas en la Iglesia es la Eucaristía. En ella el Espíritu, invocado en la epíclesis, “transubstancia” la realidad sensible del pan y del vino en la nueva realidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor resucitado está realmente presente en la Eucaristía y, en él, la humanidad y el universo asumen el sello de la nueva creación. En la Eucaristía se gustan las realidades definitivas y el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor.” [5]

El mismo Espíritu  artífice de la Encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen hace presente al mismo Cristo   de un modo   sustancial bajo las apariencias del pan y el vino eucarísticos. Pedimos al Padre en la epiclesis, “Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para Ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios”[6]. Como dice el Papa: “En efecto, sin la potencia del Espíritu divino, ¿cómo podrían unos labios humanos hacer que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor hasta el fin de los tiempos? Solamente por el  poder del Espíritu divino puede la Iglesia confesar incesantemente el gran misterio de la fe: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía y el Orden son frutos del mismo Espíritu: “Al igual que en la Santa Misa el Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación  del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, así en el sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal” (Don y Misterio, p.59)[7].

 

También podemos añadir otra cita del Papa: “El signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya anticipadas y actualizadas en la Iglesia es la Eucaristía. En ella el Espíritu, invocado en la epíclesis, “transubstancia” la realidad sensible del pan y del vino en la nueva realidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor resucitado está realmente presente en la Eucaristía y, en él, la humanidad y el universo asumen el sello de la nueva creación. En la Eucaristía se gustan las realidades definitivas y el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor”.[8]

 

 

Una vez más se advierte aquí la relativa precedencia de la misión del Espíritu sobre la de Cristo. Pero también será el Espíritu Santo quien nos una a Cristo glorificado a través de la recepción del Sacramento. No pueden ser más explícitas estas palabras del Papa: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” Ga 2,20). Las palabras del Apóstol Pablo a  los Gálatas  que acabamos de escuchar en la segunda lectura, expresan sintéticamente el fruto existencial de la comunión eucarística: la inhabitación de Cristo en el alma, por obra del Espíritu Santo.[9]

 

 

 La actuación inmediata del Espíritu Santo

 

Me parece importante  comprobar que Cristo está presente, con su Humanidad Santísima, entre nosotros, de un modo inefable, por una actuación del Espíritu Santo, una actuación que en sí misma es inmediata.

Varias veces  ha salido ya en este trabajo la calificación de “inmediata” atribuida  a la actuación del Espíritu Santo. Me parece un punto de gran interés. A ello se refiere el Papa en diversos documentos, incluso refiriéndose a la obra de la Creación . El Espíritu Santo es  “don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios,  en el orden de la creación  el principio directo  y, en cierto modo,  el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia”[10]   Nada media entre el Espíritu y el alma en gracia, nada le es previo en el alma, porque la misma gracia previniente es gracia del Espíritu Santo. Sí, es verdad, le  preceden al Espíritu  las Personas del Padre y del Hijo pero sólo en el orden de las procesiones  y  de las misiones, pero en la criatura no hay nada de orden sobrenatural que sea previo a la acción del Espíritu Santo. Me parece que sintetiza muy bien este pensamiento un texto autorizado: “El Espíritu es la Persona divina a través de la cual Dios Padre, inmediatamente, infunde la vida. Él es el último ‘toque’ a través del cual Dios alcanza a sus criaturas, las ‘salva’ de la no-existencia, las conserva, las renueva y las conduce a su plenitud. Estar en el Espíritu es estar en la ‘vida’”[11]

De un modo correlativo, el Espíritu es el principio, en la criatura, de la reditio ad Deum , es el punto de reversión hacia las otras dos Divinas Personas

El Espíritu Santo en su condición personal de nexus[12] causa  esa realidad sobrenatural que llamamos in Spiritu  en la que el alma es como un espacio y un tiempo en los cuales comunica el cristiano  con Cristo y, a través de Cristo, con el Padre.

El Padre es Eterno, pero en Cristo están resumidos todos los tiempos; por eso en Cristo podemos comunicar con todos los misterios de su vida y, también, con  María y todos los santos.

La mediación universal de María y la acción inmediata del Espíritu Santo

Mühlen, en su obra El espíritu Santo en la Iglesia, dice:  “cada vez que nos volvemos a María estamos ya en el Espíritu” (p. 721, 13.43). Eso vale  también de Cristo porque nadie puede decir “Jesús es el Señor” si no es en el Espíritu (cfr.  ). E igualmente se puede decir del Padre puesto que “nadie va al Padre si no es a través del Hijo”. Lo propio del Espíritu es su actuación inmediata en el alma . En este sentido es cierto que Él no es mediado, sino que es la mediación que nos lleva a Cristo y al Padre; también a María y a través de María a Cristo. A eso debe referirse el autor cada vez que dice “la mediación que se comunica a sí misma”.

Me parece que hay cierto recelo a  que la mediación maternal de María quede  relegada a un plano subordinado. Ciertamente lo es.  Pero si analizamos bien los pasos de un  discurso teológico sereno, la importancia de María queda realzada si  comprobamos que el Espíritu nos lleva a Cristo (de quien procede) y también a María. A María nos lleva, en primer lugar, Cristo que nos la señala como Madre, pero también el Espíritu que es el maestro y memoria de toda la Iglesia. Si María adquiere una dimensión creciente en el panorama  total de la Iglesia es por voluntad y acción decisivas de las tres divinas Personas. Dios mismo nos señala  a María  como camino seguro.  Pero si nos fijamos en María es porque, antes, actúa de un modo inmediato el Espíritu en las almas. En un segundo momento el recurso a la mediación maternal de María nos asegura una mayor efusión del Espíritu y una mayor proximidad a Cristo en su condición humana. Jamás un mejor conocimiento del Espíritu Santo pondrá en entredicho al aforismo sabio de Maria nunquam satis.  El  mayor partidario de María es Dios mismo.

 

El recinto de la oración cristiana

 

El Espíritu Santo es el artífice de la presencia de Cristo en la Eucaristía (y en los demás Sacramentos), pero  también lo es en el alma de quienes le están unidos por la fe, la esperanza y la caridad.[13]  Esa presencia de Cristo, por la acción del Espíritu Santo, es atractiva hacia Sí y  desde el Padre (cfr.Jn 6, 44). Existe además un recinto en el que la realidad de la Iglesia y de su Liturgia de interiorizan , un recinto en el que la Trinidad se comunica mediante las misiones a los fieles y los introduce en su intimidad divina mediante el movimiento de sentido inverso de las misiones: a Spiritu per Filium ad Patrem, secuencia llamada reditio ad Deum. Ese recinto es la oración .Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n.2655):”La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración interioriza y asimila la liturgia durante su celebración y después de la misma. Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto” (Mt 6,6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Santísima Trinidad.”[14]

San Bernardo sitúa en el centro de  ese recinto interior del alma orante al mismo Cristo:“Que nuestra vida tenga su centro en nuestro interior, donde Cristo habita”.[15]
 Sabido es que Santa Teresa ve en la Humanidad de Cristo el
centro de toda su oración:  “Este, pues, es buen tiempo para que nos enseñe nuestro Maestro, para que le oigamos y besemos los pies porque nos quiso enseñar, y le supliquéis no se vaya de con nosotros. Si esto habéis de pedir mirando a una imagen de Cristo, bobería me parece dejar la misma persona por mirar el dibujo. ¿No lo sería si tuviéramos un retrato de una persona que quisiésemos mucho y la misma persona nos viniese a ver, dejar de hablar con ella y tener toda la conversación con el retrato? ¿Sabéis para cuándo es bueno y caso en que yo me deleito mucho?: para cuando está ausente la misma persona y quiere darnos a entender que lo está con muchas sequedades, es gran regalo ver una imagen de quien con tanta razón amamos. A cada parte que volviésemos los ojos la querría ver”[16]

 

No veo, por tanto, ningún inconveniente, explicando bien las cosas, en aceptar pacíficamente que el único Cristo, que nació de María Virgen por obra del Espíritu Santo y ahora está en el seno del Padre, ese único Cristo, se hace presente en la Eucaristía principalmente sub speciebus  (también lo está, de otro modo, en  el celebrante) y, además, a través de la Eucaristía, vive en el alma en gracia, quien se nutre de Cristo comiéndolo y bebiéndolo espiritualmente [17] y también adorándolo ante el Sagrario  o uniéndose a Él en el recogimiento interior.

Decía el Beato Josemaría: “Dios nos espera siempre en el Sagrario. Pero, además, ha querido bajar hasta la profundidad de nuestro corazón: para perdonarnos, para consolarnos, para llenarnos de paz. ¡No podemos sentirnos solos! Por eso, es muy importante que todo el amor de nuestras almas sea para ese Señor, que ha querido asentarse dentro de nosotros.[18]

Al mismo tiempo, el alma cristiana lo descubre  en los demás, especialmente en los enfermos, en los más despreciados. Con estas palabras  estamos repitiendo lo que se lee en San Juan y en San Pablo casi al pie de la letra: por ejemplo, vita vestra abscondita est cum Christo in Deo (Col 3,3). [19]

Quizá sea necesario subrayar el modo espiritual (en el Espíritu) de esa presencia. También  debe destacarse que  esa presencia es per prius en el alma. Así se aleja todo desconcierto de una imaginación  habituada  a lo corpóreo, a lo espacial, a  lo sensible[20]

Otra cosa es la redundancia que esa presencia de Cristo pueda tener en la sensibilidad espiritual de un cristiano en determinadas ocasiones.    

 

El “tercer Adviento” en San Bernardo

 

San Bernardo  habla en un famoso sermón suyo de un adviento intermedio que ocurre de modo discreto en los hombres piadosos. Es como una venida distinta de la Encarnación de Cristo y de su futura Parusía. La describe así: “Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan.  De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo. Y para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo de esta venida intermedia, oiga a él mismo: El que me ama –nos dice- guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos  a  él. He leído en otra parte: El que teme a Dios obrará el bien; pero pienso que se dice algo más del que ama, porque éste guardará su palabra. ¿Y dónde va a guardarla?  En el corazón, sin duda alguna, como dice el profeta: En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti. (....)   Si es así como guardas la palabra de Dios, no cabe duda que ella te guardará a ti. El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran Profeta, que renovará Jerusalén, el que lo hace todo de nuevo.”[21]

Son, pues, tres los efectos de  la Eucaristía que guardan entre sí una clara secuencia en el mismo orden señalado en otros lugares de este trabajo: 1) el Espíritu Santo es participado: Él nos prepara para la recepción espiritual de Cristo mediante la  comida y bebida eucarísticas; 2) El Espíritu Santo  fructifica esa comunión eucarística con la inhabitación de Cristo en el alma, como ha señalado el Papa en una  homilía y 3) Cristo, que es perfecta imago Dei nos transforma, cooperando el Espíritu Santo, en  una similitudo , en una  semejanza o  reflejo suyo.

El modo de vivir Cristo en el cristiano, es en palabras del Papa “como sólo una persona divina puede vivir «en» una persona creada: sin dañarla, ni alterarla sustancialmente, ni suplantarla en modo alguno, dejándola a la vez intacta, pero enriquecida indeciblemente por un principio vital superior no creado, sino creador; en concreto: la misma Vida originaria increada: «Yo soy la Vida», les había dicho Jesús; «el que cree en el Hijo, tiene vida eterna» (no «va a tener», o «tendrá», sino tiene) (Jn 3, 13; cf Jn 5, 24; 6, 47; 6, 54). «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).”   

El Espíritu Santo y la presencia de Cristo en el alma

El artífice de esa instalación mística y real de Cristo en el alma es, en la enseñanza de Juan Pablo II, el propio Espíritu Santo: “Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1,14). Sí, yendo al Padre, dice: Yo estoy con vosotros...hasta el fin del mundo (Mt 28,20), se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia tendrán que reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo aquella presencia  del Verbo-Hijo, que durante su misión terrena era física y visible en la humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia (Él mora con vosotros y en vosotros está: Jn 14,17), hará presente a Cristo invisible de modo estable hasta el fin del mundo. La unidad transcendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe donde quiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación.”[22]

En la Liturgia de las Horas aparece esta idea igualmente recogida en la oración siguiente: Iesum...Da nobis mandata tua servare ut per Sanctum Spiritum in te maneamus et tu in nobis (Heb. I., fer III, Ad laudes).

En otra oración dirigida a Cristo, la Iglesia pide: Per Spiritum tuum nos tibi coniunge” (Hebd. VII temp. pasch. feria V ad laudes).

También rezamos: Verbum Dei, quod in sinu Mariae Virginis caro factum est et in hunc mundum venisti, in cordibus nostris per fidem semper inhabitare digneris (Preces ad laudes, 8 de enero).

San Agustín comenta sobre esta permencia nueva de Cristo en nosotros: “Porque no se retardó, sino que corrió dando voces con sus palabras, con sus obras, con muerte, con su vida, con su descendimiento y su ascensión, clamando que nos volvamos a él, pues si partió de nuestra vista fue para que entremos en nuestro corazón y allí le hallemos; porque si se partió, aún está con nosotros”.[23]

Vemos  también que  en la actuación de las Personas divinas se da un orden inverso o de reditio ad Deum si lo comparamos con el orden de las misiones. El Espíritu actúa de inmediato en el alma, en la materia de la eucaristía, en la celebración del sacerdote, en la transusbstanciación, en el fruto de la comunión eucarística, en traer y conservar a Cristo en el alma. A su vez, Cristo nos lleva al Padre. El es el Mediador eterno entre Dios y los hombres precisamente en su condición humana, en su Humanidad glorificada.  Santa Teresa, por experiencia, sabía de esa mediación permanente de Cristo: “Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita”[24]
Cristo es, por una parte, el icono del Padre, es Aquel a quien viéndole se ve al Padre; por otra parte, Jesús a través de su Humanidad glorificada nos comunica el Espíritu suyo, Espíritu de adopción que nos hace sabernos hijos de Dios, a Quien clamamos Abba, Padre!

Si hemos hablado de una cierta precedencia de la misión del Espíritu sobre la de Cristo hay que señalar con igual fuerza la precedencia lógica que se da siempre en la misión del Hijo sobre la del Espíritu: Es Hijo Quien envía desde el seno del Padre (ex Patre per Filium o Ex Patre Filioque) al Espíritu Santo. Es el Hijo hecho hombre, muerto y glorificado, Quien a través de su Santísima Humanidad nos concede su Espíritu. Hemos de recordar una vez más que el Espíritu Eterno entra en la historia como Espíritu de Cristo, del Jesús Ungido. Por tanto si es cierto que el Espíritu “precede” al Cristo eucarístico en la transubstanciación y en preparar al alma para que en ella inhabite Jesús de un modo nuevo, también hay que afirmar (en la línea de la mutua implicación de la doble misión conjunta) que Cristo eucarístico nos da el Espíritu  Santo, alma de la Iglesia. Por ello Santo Tomás dirá que la res tantum de la Eucaristía es la unidad del Cuerpo místico de Cristo.

Esta concatenación está reflejada en las Plegarías Eucarísticas renovadas, en la epíclesis anteconsecratoria se vive litúrgicamente la precedencia de la misión del Espíritu sobre la   de Cristo eucarístico:[25]

 

La  eterna alteridad entre Cristo  y el  cristiano

 

Me parece importante precisar más algunas expresiones que se vienen  repitiendo en este trabajo, para deshacer  algunos equívocos sembrados por frases piadosas.      

La relación entre Cristo y el alma  se recoge de modo adecuado con la  palabra  comunión.  Es la que usa  el Catecismo, recogiendo una frase de la Exh. Ap Catechesi tradendae, 5:  Catechesis scopus: ‘Ut quis [...] ad communionem cum Eo [cum Iesu Christo][...] perveniat; Ipse enim solus conducere aliquem potest ad amorem Patris in Spiritu et ad Sanctissimae Trinitatis vitam participandam’[26]Con la palabra comunión queda siempre clara la alteridad entre Cristo y el alma. Nunca se confunden  Cristo y la persona humana.  La santidad no es una “fusión” con Cristo. El mismo Catecismo lo recuerda: spiritualis progressus ad semper arctiorem cum Christo tendit unionem[27].  El hombre santo identifica su voluntad con la de Cristo en el sentido de querer lo mismo, pero no son idénticas  la potencia volitiva del santo y la de Cristo (que son dos: la voluntad divina y la voluntad humana; ambas distintas entre si aunque coincidan en querer lo mismo). La identificación con Cristo  nunca  significa una identificación substancial , puesto que la Persona de Cristo siempre es el Verbo y la del cristiano será siempre la propia. La alteridad entre Cristo y el alma es irreducible; siempre tiene una estructura dialogal yo-tú.  Por eso expresiones como “morir a uno mismo”, “pisotear el propio yo” tienen un sentido bien preciso que no se refiere a la substantividad personal del yo humano abierto y entregado al Tú divino. Se refieren a  la renuncia a proyectos  o afectos que no  sean los de Cristo y a permitir un “lleno”  de Cristo en el  “vacío” de la propia humildad; si se quiere se refiere a una cierta “despersonalización”  en el sentido de “no vivir para sí sino para Él que por nosotros murió y resucitó”[28]; pero jamás es aniquilada la persona en su sentido ontológico. La  hipostatización de una naturaleza humana en la Persona del Verbo sin que se dé ónticamente una persona humana  sólo se ha dado y se da para siempre en un solo caso, numéricamente uno,  y ese caso es  Nuestro Señor Jesucristo.  Los demás estamos llamados a unirnos  a Él y  vivir  en Él y con Él, y para Él, pero siendo distintos de Él.  

En el discurso espiritual de muchos autores se pueden encontrar expresiones como transformación en Cristo, llegar a ser Ipse Christus. Son dichos válidos y antiguos, pero siempre requieren una matización posterior para no caer en afirmaciones contrarias al realismo del ser. La noción de comunión es más antigua; está en la Escritura y en los Padres y, actualmente, es usada por el Magisterio de un modo muy reiterativo, con una semántica analógica amplia, que la hace eficazmente útil al hablar de la Trinidad, de la Iglesia y de la vida personal cristiana. Tiene como ventaja esta noción de comunión la de incluir las nociones de persona, de recíproca interioridad y de alteridad.

Todo lo que pretendo expresar en estas paginas está plasmado en una sencilla plegaria del Beato Josemaría que consta de diez peticiones dirigidas todas a Jesús:

Señor, que desde ahora sea otro: que no sea “yo”, sino “aquél” que Tú deseas. Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo. Que ame al Padre. Que te desee a Ti, mi Jesús, en una permanente Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda (Forja, 122).

 

Toda la aspiración a una vida cristiana plena se resume en esos anhelos, que no son sino los mismos que tiene el Señor respecto a nosotros. Citando al mismo autor termino estas líneas :“ No me aparto de la verdad más rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro corazón. Hemos de pedirle perdón por nuestra ceguera personal, por nuestra  ingratitud. Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de nuestras  almas.”[29]

Jorge Salinas

Madrid, 2.4.01

 

Notas                                     



[1] Vease Antonio Orozco en ARVO

[2] Const. Sacrosanctum concilium, n. 7.

[3] Enc. Mysterium fidei, n.5

[4] Plegaria Eucarística III

[5] Juan Pablo II:Audiencia general, 2.12.98.

 

[6] Plegaria Eucarística III.

[7] Juan Pablo  II: Carta a los sacerdotes, 1998, n.2

[8] Juan Pablo II:Audiencia general, 2.12.98.

[9] Homilía del  Papa en la misa para el seminario mayor de Roma, 14.6.1998

[10] Enc. Dominum et vivificantem, n.50 (el subrayado es mío)

[11] El Espíritu del Señor, Comité para el Jubileo del Año 2000, p. 38.

[12] quodammodo in cognitione Patris includitur cognitio Filii, non enim esset Pater si Filium non  haberet, quorum nexus est Spiritus Sanctus. et quantum ad hoc  bene moti sunt qui posuerunt unum articulum trium personarum. (Sth, II-II, q 1, a 8, ad 3).

[13]  La naturaleza inmediata de la actuación del Espíritu Santo es un tema anunciado pero aún sin desarrollar suficientemente: “Del hecho de que el Espíritu Santo es ‘la nueva alianza” deriva que la obra de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad consiste en hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de Dios” (Juan Pablo II: Audiencia general, 17.6.1998, n. 5)

[14] Missio Christi et Spiritus Sancti, qui, in sacramentali Ecclesiae liturgia, salutis mysterium annuntiat, efficit actuale et communicat, in corde prosequitur oranti. Patres spirituales quandoque cor altari comparant. Oratio liturgiam reddit interiorem et sibi propriam, eius perdurante celebratione et post eius celebratione. Oratio, etiem cum in vitam ducitur “in abscondito” (Mt 6,6), semper est Ecclesiae oratio, eadem communio est cum Sanctissima Trinitate” (CEC 2655).

 

[15] Antologia de textos n. 5338: San Bernardo, Sermón 5.

[16] Antología de textos n. 3195:Santa Teresa, Camino de perfección, 34, 10-11.

 

[17] Así leemos en el oficio de lectura el sábado de la octava de Pascua: cum sumpseris corpus et sanguinem Christi, concorporeus et consenguineus ipsi efficiaris. Sic enim et christiferi efficimur, distributo in membra nostra corpore eius et sanguine      (...)  confirma cor tuum, panem illum tamquam spiritalem sumens, et animae tuae faciem exhilara (Ex Catechesibus Hierosolymitanis,  Cat. 22, Mystagogica 4, 1. 3-6.9; PG 33, 1098-1106)

[18] J. Escrivá de B., textos tomados de la predicación oral.

[19] “Por tanto, Navidad significa la presencia de Cristo en el alma mediante la gracia.” (Juan Pablo II: Hom. a los universitarios, Roma,18-XII-1979).

[20] La Liturgia es la”fe celebrada”. Con mucha frecuencia pedimos esa presencia de Cristo en nosotros: Tu, qui Apostolis saepius apparuisti et Sanctum eis Spiritum insufflasti, creatorem Spiritum renova in nobis. Tu, qui discipulis tuis promisisti te cum esi mansurum usque ad consummationem daeculi, mane nobiscum hodie, semperque nobis adesto (Preces de Laudes, feria III  infra octavam  Paschae)

[21] San Bernardo: Sermón 5 en el Adviento del Señor, 1-3; Opera omnia, edición cisterciense, 4, 1966, 188-190: segunda lectura del oficio del miércoles de la 1ª semana de Adviento

 

[22] Juan Pablo II: Audiencia general, 24-V-1989

[23] San Agustín,  Confesiones, IV, 12, 19

[24] Antología de textos n. 3193: Santa Teresa, Vida, 22

[25] PE II:...por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor...

PE III:...Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro..

PE IV: ...Por eso, Padre, te rogamos que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor...

 

Las epíclesis de antes de la comunión reflejan el efecto posterior a la recepción del Sacramento:

 

PE II: ...Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo...

PE III: ...para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.

Que El (Ipse, es decir el Espíritu Santo, razón por la que esta palabra debiera escribirse con mayúscula para evitar que se pueda entender de otro modo) nos transforme en ofrenda permanente---

PE IV: ...concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo victima viva para alabanza de tu gloria...

[26] CCE n. 426

[27] CCE n. 2014

[28] cf Plegaria Eucarística  IV

[29]  Es Cristo que pasa, n. 19