El
gozo (y la responsabilidad)
de ser cristiano
Introducción.-
Querido amigo, si te consideras cristiano, católico, pero no vives con gozo
tu fe, algo falla y vale la pena que descubras qué es, porque los cristianos
hemos de estar “siempre alegres en el Señor”, como enseña San Pablo; “de
nuevo os digo: alegraos” (Fil 4,4).
Estas líneas van dirigidas a otros, como tú, que quizás viven su fe con
cierto complejo, con cierta resignación, sin acabar de descubrir la suerte
-que Dios no niega a quien la busca- de tener fe. Las causas pueden ser
diversas -conocimiento insuficiente de la doctrina de la Iglesia, una vida
de piedad poco cultivada...-, pero entre ellas posiblemente se encuentra hoy
la agresividad del ambiente que nos ha tocado vivir, y la falta de recursos
intelectuales y morales para hacer frente con garbo a esa situación, de tal
modo que tú puedas influir positivamente en ese ambiente, bien convencido de
la coherencia y valor de las verdades en las que crees, en vez de ser
derrotado por costumbres y modas que, aunque griten mucho y estén más o
menos difundidas y aplaudidas por medios de comunicación, son erróneas y
perjudiciales porque van contra la dignidad y la grandeza de la persona
humana, hija de Dios y llamada a un destino más alto y más importante que el
que esas modas parecen marcar. Y si no sientes el gozo de tu fe, ¿cómo vas a
vivir con entusiasmo y convencimiento la misión a la que has sido llamado?
En estas páginas deseo recordarte, brevemente, algunos motivos por los que
tú y yo, y todos los que tenemos la luz de la fe católica, debemos y podemos
vivir gozosamente nuestra fe, con un bien entendido “complejo de
superioridad”, sin creernos “más” ni “mejores” que nadie, sin atribuirnos
méritos que en todo caso son fruto de la gracia de Dios, pero bien
convencidos de que, aún siendo gente corriente -ni sabios, ni poderosos, etc,
como escribía San Pablo a los de Corinto (1 Cor 1, 26-28)- Dios quiere
contar con nosotros, “apoyarse” en nosotros para hacer cosas importantes en
el mundo: para ser, nada menos, “la sal y la luz” (Mt 5,13-14), lo que da
sabor y sentido y la orientación debida a las acciones libres de los
hombres. Tanto es así, que sin nuestra aportación, la sociedad estaría en
tinieblas, por muchos watios que le pongamos a las “candilejas” del gran
teatro del mundo.
El Papa nos está animando a los cristianos, en el inicio de este tercer
milenio, a vivir nuestra vocación con un “renovado impulso”, con una fe
fuerte “inspiradora de nuestro camino”, que nos lleve a un “confiado
optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas” (Tertio Millennio Ineunte,
n. 29). Una buena ocasión, por tanto, para sacar brillo al don de la fe.
La visión de la vida.-
En nuestros días no somos muy dados, en general, a plantearnos cuestiones de
fondo: predomina una visión pragmática de la existencia, nos interesa sobre
todo lo útil, lo eficaz, lo que sirve para ganar dinero, disfrutar y tener
influencia social. Otros temas “menos prácticos”, aunque consideremos (en
teoría y en abstracto) que son importantes -como el sentido de la vida y de
la muerte, el más allá, qué es el hombre, cuál es su origen y su fin, qué
relación tiene con Dios, etc- los dejamos para otros momentos, para cuando
se presente una ocasión más propicia, etc. Y así pueden pasar los años y los
decenios... Pero resulta que esos temas “de fondo” son más prácticos de lo
que parece, porque acaban afectando a cuestiones vitales que van
configurando nuestra vida de un modo o de otro, y no son aspectos
secundarios o indiferentes sobre los que dé igual un sentido u otro, como
por ejemplo, la finalidad del trabajo, el sentido de la sexualidad, cómo se
debe entender el amor y el matrimonio, etc. Por tanto, querámoslo o no, o
“me paro” a organizar mi vida, por dónde quiero ir, qué busco, qué me
interesa, o me la “organizarán” el ambiente, las corrientes de opinión, las
modas, etc.
En la visión de la vida que tengamos, la fe no es indiferente; por el
contrario, es decisiva, si descubres en serio las implicaciones de esa fe en
tu vida ante Dios, ante los demás y ante ti mismo. Y si las descubres,
necesariamente estarás contento de la “respuesta” y la “solución” que la
vida de fe nos da de todos los acontecimientos que puedan afectar a la vida
de los hombres sobre la tierra. Estarás contento, y darás gracias a Dios, y
sentirás la necesidad de comunicar esos descubrimientos a otras personas.
En el tono casi coloquial de estas reflexiones, podemos detenernos un
momento a echar una mirada a nuestro alrededor, y ver el sentido de la vida
que tienen algunas personas, y luego compáralo con el tuyo, con el que has
de tener como creyente. ¿Cuál prefieres, cuál te parece más convincente, más
interesante, más correcto?
Posiblemente, algunas de las personas que tú ves, distintas a ti en su
visión de la vida, son también creyentes, pero quizás poco o nada
practicantes. En todo caso, si sus preferencias son, en la práctica,
opuestas a las tuyas, podemos deducir que sus creencias son poco operativas.
Señores o “esclavos”.-
Hay personas que parecen más interesadas en la “buena vida” (en la “vida
padre”, como se decía en otras épocas) que en la vida buena. En ellas
prevalece el “tener” sobre el “ser” -tener más bienes fungibles, en vez de
ser más virtuosos-. Son personas para las que la felicidad -anhelo
irrenunciable de todo ser humano, si no queremos caer en la frustración, en
la depresión, en la desesperanza, en el sinsentido de la vida, etc- parece
que es principalmente algo “adquirible”, algo que se consigue si se tiene
dinero suficiente para comprarlo: sea un buen coche, un buen chalet, unas
buenas vacaciones, etc. No se trata de negar el valor de “medios” que los
bienes materiales tienen para el trabajo, el descanso, y hasta para ese
mínimo de bienestar necesario para vivir dignamente. Pero ¿es correcto
convertir en fines lo que son sólo medios? ¿Se puede creer sinceramente que
la verdadera felicidad que todo corazón humano busca se va a colmar sólo con
los productos apetecibles a los sentidos de una sociedad de consumo? ¿No
hemos visto una y mil veces que hay “cosas” que no se venden en las “grandes
superficies” y que son imprescindibles para que el corazón esté satisfecho?:
por ejemplo, el amor verdadero, la unidad familiar, la visión esperanzada de
la vida cuando surgen contrariedades, la lealtad en las relaciones humanas,
la confianza en las personas con las que convivimos y trabajamos, el interés
real y sincero por los que nos rodean, la confianza en Dios, etc. ¿No parece
que esas personas, tal vez dueñas de muchas cosas, son más bien esclavas de
ellas? Tener el corazón tan pegado a lo material, a lo que se ve y se toca,
¿no lo empequeñecerá y lo hará incapaz de dar y de darse?
Si tú tienes fe, has de tener una visión distinta de la vida. Has de
alegrarte con tener el señorío de los hijos de Dios, que miran todas las
cosas creadas como realidades que Dios ha puesto en sus manos para que las
administremos, pero sin apegarnos a ellas, porque su valor no es permanente,
ni en sí mismas nos sirven para irnos al Cielo. Es necesario experimentar
que hay más alegría en dar que en recibir, que nos enriquecemos más dando
-parte de nuestro tiempo, de nuestros afectos, de nuestro dinero...- que
recibiendo. Ninguno de los santos que han seguido al Señor, imitándolo en su
desprendimiento, han tenido envidia de los que tenían mucho, pero lo
guardaban todo para sí mismos. Por el contrario, si has tenido ocasión de
conocer y tratar a hombres o mujeres de Dios -que le han entregado sus
vidas, renunciando a lo que tenían o podían llegar a tener- te habrás dado
cuenta de que ante ellos, tú posiblemente tenías la sensación de ser un
pobre, porque ellos, en su pobreza, tenían una enorme “riqueza” (espiritual)
de la que tú carecías.
El señorío sobre las cosas materiales te hará más libre interiormente para
dedicarte a los demás. Y te dará también una adecuada jerarquía de valores,
para que pongas más tiempo, más ilusión, más interés en empresas que valgan
más la pena -tareas de servicio a los demás por amor a Dios- y que
indudablemente llenarán más tu corazón que todos los bienes “fungibles”.
Amar el mundo, no adorarlo.-
El señorío del cristiano del que te acabo de hablar nos lleva a otra idea
interesante y atractiva que debe distinguir también al cristiano del que no
lo es: la actitud ante el mundo, como lugar en el que vivimos, trabajamos,
descansamos y gastamos nuestra existencia.
Algunos -por ignorancia o por mala fe- han dicho a veces que los cristianos
viven pensando en el “más allá”, pero se desentienden del “más acá”: serían
ciudadanos “de segunda”, que están como de paso, que no “se meten” a fondo
en las cosas de este mundo, porque lo miran con desconfianza y recelo, como
se mira a un enemigo al que hay que mantener lejos para que no nos ataque.
Con personas así no se podría contar para tareas que supongan implicarse
seriamente en el “tejemaneje” de las actividades diarias. Nada más lejos de
la realidad. Eso sería una visión negativa del mundo y del cristianismo. Eso
es no haber descubierto que el mundo, como realidad creada por Dios, es
bueno porque todo lo que procede de Dios lo es originariamente; si el mundo,
nuestro mundo, tiene cosas malas es por la ignorancia y los pecados libres y
conscientes de los hombres. Es no haber descubierto que Dios ha puesto al
hombre al frente de todo cuanto existe para que “lo trabaje” (Gen 2,15), y
lo lleve, tras el pecado original, a su primitivo y original sentido, aquel
para el que Dios lo creó: lugar de encuentro del hombre con Dios, su
Creador, desarrollándolo, haciéndolo cada día más habitable, más humano, más
justo, más perfecto, con la inteligencia que Dios dio al hombre,
participación de su Inteligencia divina, y con la protección amorosa de la
Providencia que cuida de todos y cada uno de nosotros. Es también no haber
descubierto que con la Encarnación del Hijo de Dios ya no hay realidades
humanas nobles que no sean santificantes y santificadoras, porque el mismo
Jesucristo ha asumido esas tareas, trabajando con manos de hombre, pensando
con inteligencia de hombre, amando con corazón de hombre... (Juan Pablo II,
Redemptor hominis, 8).
Nadie como los cristianos pueden tener una visión tan valiosa, profunda y
certera de lo que es el mundo, y por eso los cristianos podemos y debemos
amarlo más apasionadamente que nadie. Y hemos de sentirnos responsables de
su “marcha”, contribuyendo a orientar correctamente las decisiones que
marcan el rumbo de la humanidad. Es uno de los grandes retos que el Papa ha
señalado a los laicos cristianos para el tercer milenio que estamos
iniciando (Tertio Milllennio Ineunte, n. 52 ): codo con codo con tantos
otros hombres de buena voluntad, los cristianos, con libertad y
responsabiliad, sin representar a la Iglesia pero actuando coherentemente
con su fe, deben procurar estar presentes en todas las encrucijadas humanas.
No hay soluciones únicas en las cuestiones opinables, y la economía, la
enseñanza, la investigación, la información, la medicina, el tiempo
libre..., tienen multitud de aspectos opinables. El cristiano tampoco tiene
una solución única para esos grandes temas, pero sí tiene una “idea del
hombre” -como ser trascendente, imagen de Dios, portador de un alma
inmortal, llamado a un destino eterno...- que debe estar presente en
cualquier decisión o actuación que lleve a cabo.
Amar al mundo, por tanto, pero no adorarlo, porque sólo es una “criatura” de
Dios, no es Dios, y sólo a Dios debemos adorar. Y como el Cardenal Ratzinger
ha recordado en más de una ocasión, los que no adoran a Dios acaban adorando
a los “dioses” actuales -que no son muy diferentes a los de todos los
tiempos-, el poder, el dinero, el placer: en definitiva, el mundo, pero
considerado ahora de modo distinto: no como lugar de encuentro con Dios,
sino como sustituto de Dios. Y así se vive para el placer, o para el dinero
o para el poder, en vez de vivir para Dios. Y a esos “dioses” se les da
culto, y se supedita a ellos cualquier otra cosa (la familia, la fidelidad,
la honradez, la ejemplaridad, etc).
Aquí tienes otro aspecto importantísimo de tu vocación cristiana que hay que
vivir en serio y gozosamente.
Amores grandes, no pasiones pasajeras... y peligrosas.-
Posiblemente uno de los motivos por los que tu vida de cristiano no es
gozosa, sino un tanto renqueante es porque, en la práctica, no has
descubierto el verdadero valor de la pureza y tienes -consciente o
inconscientemente- una cierta envidia de los que -más “audaces” que tú- se
han “liberado” de “ataduras” y viven a sus anchas la sexualidad, buscando
aquí y allá el placer, como algo divertido, moderno, sin compromiso, sin
complejos propios de otras épocas o de mentalidades antiguas... Con esa
visión de las relaciones sexuales, es lógico que la pureza te resulte un
peso, algo poco atractivo, y por tanto es fácil que luches -si es que
luchas- con poco empeño y caigas frecuentemente. Tienes que cambiar de
óptica cuanto antes. No es el problema más grave, pero es uno de los más
extendidos hoy, y es causa de repercusiones serias en la vida de mucha
gente, jóvenes y mayores, que pueden marcarles para siempre si no tienen
ideas claras y luchan por vivirlas. Tienes que estar convencido que las
normas morales referentes al sexto y noveno Mandamientos, no sólo no son
ataduras -como no lo son las normas de tráfico que previenen los
accidentes-, sino las “alas” para volar alto y ser capaces de un amor “de
altura”, de categoría, y no estar pegados a la tierra, con amorcillos chatos
y engañosos.
No podemos entrar aquí a fondo en el amplio y complejo tema de la sexualidad
humana, estupendamente tratado en tantos libros y documentos del Magisterio,
en el Catecismo de la Iglesia, etc. Me limitaré a recordarte algunos puntos.
Todos necesitamos querer y ser queridos. Como escribió Juan Pablo II en su
primera encíclica, “el hombre no puede vivir sin amor” (Redeptor Hominis, n.
10). Pero podríamos añadir que no vale un amor cualquiera; o dicho de otra
manera, que si ese amor no es verdadero, no se le debe llamar amor, porque
no lo es, sino pequeño placer (pequeño porque se acaba enseguida), pasión,
excitación, etc. Pues bien, la pureza, que regula y orienta correctamente la
sexualidad, es virtud imprescindible para que los sentimientos y afectos
entre un hombre y una mujer crezcan firmes, fieles, duraderos, responsables,
maduros, generosos... Todos deseamos tener un amor así, pero no todos están
dispuestos a pagar el precio necesario para conseguirlo. ¡Y se arrepentirán,
antes o después! De modo que no tengas ninguna envidia de los que se dejan
llevar del simple “pasarlo bien”, porque posiblemente acabarán pasándolo
mal: acaban hartándose el uno del otro, porque se han dejado llevar más del
deseo que del verdadero cariño, no han ido a darse sino a recibir, a
“utilizar” al otro o a la otra, y las personas no pueden ser “utilizadas”,
porque acabarían despersonalizadas: esa persona ya no sería para mi algo
irrepetible, sino algo cambiable, como un objeto o una cosa que ya no me
atrae, no me sirve y la cambio por otra más novedosa o atractiva.
A ti te han de dar pena los amigos o amigas que parecen estar dominados por
sus instintos, en vez de someterlos a la razón, a la responsabilidad, y a la
fe, si la tienen. Te tiene que preocupar que esas personas tengan tan poca
estima de sí mismos, y “jueguen” con aspectos muy importantes de su vida,
que quiéranlo o no, van a condicionar bastante su modo de entender el amor,
el matrimonio, la procreación, el compromiso para siempre... Si una persona
no se esfuerza en vivir la sexualidad tal y como Dios quiere, no sólo ofende
a Dios, sino que -como todo el que comete un pecado grave- se ofende a sí
mismo y, en parte, en el mismo pecado lleva la penitencia, porque le será
más costoso después vivir correctamente la sexualidad.
Dios nos ha creado así -varón y mujer, complementarios- para ser
cooperadores suyos en la procreación, en un amor y ayuda mutuos y para
siempre bajo el vínculo indisoluble del matrimonio. Así el amor humano no es
sólo lícito y querido por Dios, sino santo y medio necesario para la
transmisión de algo sagrado como es cada nueva vida humana. Nadie como la
Iglesia tiene un valor tan alto del cuerpo humano, íntimamente unido a
nuestra alma, y por tanto de la misma vida sexual, cuando se vive
rectamente. Por eso no podemos hacer de la atracción sexual -que Dios ha
puesto en la naturaleza para facilitar la procreación- un mero juego; sería
desvirtuarla, adulterarla. Y, como decía, se corre el serio peligro de
pagar, hasta en lo humano, las consecuencias. Basta mirar el panorama a que
ha llevado a muchos el relativismo y la permisividad sexual; el amor pierde
las cualidades que lo hacen verdadero: se hace egoista y no se abre a la
procreación (la natalidad cae en picado, los hijos se ven como una carga;
las prácticas anticonceptivas pasan a ser “norma común”); se separa del
compromiso estable del matrimonio y proliferan como “normales” las
relaciones prematrimoniales, que muchas veces habría que llamarlas, más
bien, relaciones antimatrimoniales, porque de hecho acaban siendo un
obstáculo para llegar al matrimonio; la misma capacidad de comprometerse
para siempre se ve cada vez más como algo poco exigible, por lo que crece la
mentalidad divorcista y el matrimonio “a prueba”.
De personas con esta mentalidad proceden la mayor parte de las familias
rotas, con el grave daño psicológico y afectivo para los hijos, si los hay,
y las graves consecuencias morales de los padres: el que se vuelve a casar
se incapacita para recibir los sacramentos, y pone en serio peligro su fe.
En este panorama sombrío habría que hablar también del aborto, al que
lamentablemente pueden llegar -y de hecho llegan- algunas de esas personas
cuando les ha fallado el método anticonceptivo habitual. Y ahora, con la
tristemente famosa “píldora del día siguiente” en cualquiera de sus
modalidades, mucho más, porque el aborto queda en la penumbra de la duda.
Pero no hay disculpa ninguna, porque es sabido que esas píldoras, además del
efecto anovulatorio tienen siempre otro antiimplantatario, por lo que si ha
habido fecundación, el aborto es seguro. Lo de menos es la fase de
desarrollo embrionario en que se encuentre.
Por el contrario, el que a pesar de las debilidades humanas y la agresividad
del ambiente, se esfuerza, con la gracia de Dios, en vivir la pureza -el
soltero como soltero y el casado como casado, que la virtud afecta a todos,
aunque de modo diverso- , tendrá el gozo de ser más capaz de amar fielmente,
de comprometerse para toda la vida, y ese compromiso no se verá como un
imposible, sino como algo deseable a lo que de ningún modo desea renunciar;
las mismas dificultades de la convivencia -en el noviazgo o en el
matrimonio- se llevarán con más fortaleza y ayuda mutua y servirán para
madurar afectivamente; serán más generosos, cuando se casen, para engendrar
hijos, fruto y expresión natural de un amor que desea ser fecundo. Y en fin,
ese amor humano, limpio, delicado, fuerte, será un modo estupendo de crecer
también en el amor a Dios, el mejor fundamento y la mejor garantía del amor
entre sí.
La fe nos permite ver más claramente la grandeza del amor, ligado a la
transmisión de la vida, y la dignidad de la persona, hija de Dios, a quien
debo respetar, de la que no me debo aprovechar, que si ha de ser la madre (o
el padre) de mis hijos, vale la pena poder mirarla siempre a los ojos con el
orgullo de haberse querido noblemente, no torpemente. Y si alguna vez no ha
sido así, no se busca justificar esa debilidad, sino que se reconoce y, si
es preciso, se pide perdón a Dios en el sacramento de la reconciliación.
¿Cómo no ver la suerte de la vida de fe, que nos permite conocer mejor el
sentido auténtico de la sexualidad, enmarcada en una antropología cristiana?
Revélate contra películas, lecturas, modas, etc, que pretendan rebajarte,
engañarte, empobrecerte; más aún, y perdona la claridad: prostituirte. Vive
con señorío y elegancia el pudor en el modo de vestir, hablar y comportarte:
respeta y haz respetar tu intimidad, no exhibiéndote por ahí,
desvergonzadamente, como si fueras un objeto que se ofrece a los deseos y
concupiscencias más torpes. Contribuye a llevar a cabo esa “cruzada de
virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes
creen que el hombre es una bestia” (Camino, 121). Y saca a tus amigos de
esos ambientes enrarecidos, que favorecen la irresponsabilidad en el estudio
o en el trabajo, que con frecuencia lleva al alcoholismo o a la droga, y a
veces a neurosis. Si Freud levantara la cabeza tendría que revisar su teoría
de la líbido: no imaginó que lo que él consideraba la “medicina” para curar
neurosis -la “liberación” sexual- iba a ser justamente la causa de no pocos
trastornos afectivos y psicológicos, y desde luego morales.
Si procuras vivir el amor humano en toda su grandeza, en toda su pureza,
entonces entenderás bien que alguien pueda dar su corazón entero al Señor en
plena juventud: ese corazón que se habría puesto noblemente en una criatura,
y que el Señor puede invitar a que se lo demos a El: “si alguno quiere venir
en pos de mi...”(Mt 16,23): el celibato apostólico es posible, cuando Dios
llama, si se sabe amar con generosidad. Y como Dios nos ama infinitamente
más que nosotros podamos amarle a El, y puede más, y es más digno de ser
amado que todas las criaturas de la tierra, salimos ganando.
”Triunfar” o servir.-
Otro posible motivo que dificulte, en la práctica, el modo gozoso de vivir
la fe puede ser una actitud desenfocada ante los objetivos profesionales.
Vivimos en una sociedad fuertemente competitiva, que obliga a trabajar mucho
si se quiere destacar, pero que también ofrece notables alicientes humanos a
los que sobresalen en su profesión: buenos sueldos, influencia social,
puestos relevantes en la vida pública, fama, etc.
Una persona que no tenga un especial interés en poner a Dios en el centro de
su vida, y no procure dar, por tanto, un sentido cristiano a todas sus
actuaciones y a sus proyectos profesionales, tiene el riesgo de sustituir
ese objetivo fundamental por otros más de “tejas abajo”. Como enseguida te
recordaré, la fe no es un obstáculo para el verdadero progreso humano
-profesional, técnico, económico, etc- pero sí debe llevarnos a un modo de
entender el trabajo que nos obliga a hacerlo siempre rectamente, justamente,
solidariamente, y sin desatender otras obligaciones, para con la familia y
para con Dios. Por otra parte, sin estas exigencias no puede haber verdadero
progreso.
Quizás tú tienes amigos o conocidos de gran valía profesional, pero que, tal
vez llevados por el deseo de una cierta gloria humana, y alagados por otros
que exaltan sus cualidades -no siempre con buena intención-, parecen
obsesionados por la idea de triunfar, de subir lo más alto posible. Está
claro que, en principio, destacar, estar entre los primeros, es un deseo
legítimo. La bondad mayor o menor de ese deseo dependerá del fin. Un
cristiano tiene la obligación de trabajar en serio, para santificarse en su
profesión, y para estar bien preparado y poder servir a la sociedad. Cuanto
más prestigio tenga, más podrá influir entre sus amigos y en su ambiente, y
contribuirá a difundir un sentido cristiano de la parcela del saber a la que
se dedique. En este contexto puede decirse que “al que pueda ser sabio no le
perdonamos que no lo sea”; en todo caso, “si has de servir a Dios con tu
inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave” (Camino, 332 y 336).
Pero si no se tiene un sentido cristiano del trabajo como servicio y lugar
de encuentro con Dios, es más fácil que se tuerza la intención y, poco a
poco, vayamos poniendo nuestro yo en el centro de nuestros objetivos: lo que
ahora se busca es ser más que los demás, saber más, tener más, mandar más,
ser más importante, ser admirado, envidiado, deseado, ser imprescindible,
tener la última palabra... En esa espiral creciente de egocentrismo, es
difícil no perder la objetividad, es difícil no cegarse, es dificil no
faltar a la justicia y no caer en egoísmos, es difícil no maltratar a los
demás y marginar a los que puedan hacernos sombra; es difícil también no
desatender otras obligaciones, por lo que todo o casi todo se supedita al
afán de triunfo personal: la familia, los amigos, las prácticas
religiosas...
De otra parte, este empeño desordenado de crecer se presta a caer en
desánimos, en tristeza y frustración cuando las cosas no vienen como
deseamos. No se acepta un fracaso, una contrariedad fuerte porque se ha
buscado la propia gloria. Una persona así no tiene la grandeza y la
sencillez del que busca servir, y por tanto, sin que se diluya su
responsabilidad, no personaliza los éxitos o los fracasos (aparentes o
reales), como si todo dependiera de él, y como si las dificultades no fueran
también una manera de aprender, sacar experiencia y progresar. Y, sobre
todo, el que orienta su trabajo como un servicio y un lugar de encuentro con
Dios, sabe que mientras se trabaja con seriedad y con rectitud, no hay
verdaderos fracasos, pues nadie puede quitarle el mérito de haber trabajado
con sincero deseo de acertar y hacer el bien. Eso es siempre positivo, y da
su fruto, en él y en otras personas que ven el modo noble de desempeñar esas
tareas. Si, no obstante, hay que variar el rumbo y recomenzar de otro modo,
lo hará sin tensiones ni agobios, con elegancia y señorío: con esperanza en
la providencia de Dios, que no dejará de ayudarnos para hacer el bien.
Otra diferencia importante entre el hombre de fe y el que vive como si no la
tuviera, es la distinta valoración ante unos trabajos y otros. El primero,
aún contando con el deseo de mejorar su preparación y promocionarse
legítimamente, sabe o debe saber -y si no se vive así se cae en la tensión
dicha antes- que, en último término la importancia de un trabajo no depende,
sobre todo, de la consideración social que ese trabajo tenga “en el
mercado”, y de la retribución que lleve consigo, sino de la perfección con
que se realice y del amor a Dios que se ponga al desempeñarlo. El que está
convencido de que esto es así, no tendrá envidia de otros que tengan
trabajos más vistosos, y en el fondo -al margen de la legítima ilusión
profesional que todos debemos tener y de las aptitudes personales- le da lo
mismo trabajar en un sitio que otro, en una tarea u otra, porque es
consciente de que lo esencial en su tarea es lo que acabo de recordar
-perfección humana y amor a Dios-, cualidades imprescindibles para que el
trabajo sea verdaderamente servicio a los demás.
Otra consecuencia muy importante de enfocar el trabajo con sentido cristiano
es que resulta mucho más fácil entender y respetar la dignidad de la
persona, de toda persona, y por tanto el valor sagrado de toda vida humana,
que no debe violarse nunca. Es imprescindible que desaparezca de las leyes y
las costumbres el aborto, la eutanasia, y técnicas reproductivas que la
manipulen, la “fabriquen”, convirtíendose el hombre en árbitro de la vida y
de la muerte, suplantando la Dios. En vez de poner la técnica y la ciencia
al servicio del hombre, acaba siendo al revés, y así los adelantos
biocientíficos se vuelven contra el hombre (fecundación in vitro, clonación,
etc). Lejos de Dios es fácil que la conciencia se oscurezca y se confunda lo
que técnicamente es posible hoy hacer, con lo que moralmente se debe hacer.
Es otro de los grandes retos que el Papa ha recordado en la Novo Millennio
Ineunte (n. 51), para enfocarlo adecuadamente. De igual modo podría hablarse
de las leyes que protejan el matrimonio y la familia, en las que un católico
tanto debe influir, para evitar el grave deterioro de la institución
familiar.
Me parece que aquí está, en síntesis, un amplio campo más por el que tú,
hombre o mujer creyente, has de agradecer la repercusión importante de tu fe
en tu vida diaria.
Manos limpias.-
Qué duda cabe que la honradez es una cualidad -una virtud- que hemos de
cultivar todos los hombres. No es exclusiva de los cristianos. En este
sentido no tiene por qué haber distinción entre creyentes y no creyentes. Y
afortunadamente encontramos hombres no creyentes que son ejemplares en el
desempeño de sus tareas profesionales, sociales, políticas, etc: hombres
veraces, que huyen de la doblez y el engaño y del provecho propio: hombres
que procuran no mancharse las manos “metiéndolas” en lo que no les
pertenece. Quienes viven así tienen una gran credibilidad y se ganan la
confianza y la estima de mucha gente, que aprecia esa cualidad,
particularmente necesaria en quienes desempeñan cargos representativos en la
vida pública. Quienes no viven así -y antes o después la verdad suele salir
a la luz- pueden hacer mucho daño a otros, y ellos mismos acabarán mal: Dios
perdona siempre, cuando nos arrepentimos, pero a los hombres nos cuesta
perdonar cuando hemos sido engañados por aquellos en los que confiábamos de
buena fe y la mayoría les retirarán su confianza y su afecto.
En sentido contrario, podemos encontrar creyentes que no han sido ejemplares
en su comportamiento social, en el modo de vivir la justicia, que no tienen
las manos limpias. Estas personas pueden escandalizar con su conducta, pero
sería injusto atribuir a sus creencias esos errores. Es lo contrario: por no
vivir de acuerdo con las creencias religiosas es por lo que esa persona ha
incurrido en malversación de fondos, en fraude fiscal, en apropiación
indebida, en amigismo, o en cualquier otro delito contra la justicia
distributiva, conmutativa o legal. O ha cumplido la letra de la ley, pero ha
sido tacaño con los más necesitados, o le ha faltado amplitud de miras para
favorecer más allá de lo estrictamente pactado a quien razonablemente se lo
pide, etc.
En todo caso, lo que no se puede negar es que el hombre creyente, el
cristiano, junto con todos los motivos de ley natural que tiene cualquier
hombre de buena voluntad para vivir íntegramente la justicia, tiene además
otras fuertes razones para comportarse, de hecho, así. Hoy no faltan ciertas
facilidades en el ámbito de los negocios y en los cargos públicos, en
lugares donde se maneja dinero abundante, para lucrarse indebidamente por
procedimientos tan variados como la competencia desleal, el chantaje (casi
siempre oscuro y sin apariencias de tal, para no levantar sospechas), el
desvío de fondos públicos o privados en beneficio propio, etc. Cuanto más
dinero se maneje, más margen de decisiones personales haya y menos control,
más fácil ceder a la tentación, que puede ser muy fuerte. Por eso cuanto
mejor formación de conciencia se tenga, cuanta más virtud, cuantos más y
fuertes motivos tengamos para vivir con honradez, mejor. En caso contrario,
el séptimo mandamiento (no robar) se puede tambalear, como se tambalea el
octavo (no mentir), el sexto, el noveno..., cuando no se tiene la suficiente
fuerza interior, en todo momento y en toda circunstancia. Y nadie tiene
tantas razones como un buen cristiano para vivir ése y los demás
Mandamientos. Por tanto, otro gran motivo de gozo para el hombre de fe.
Inquietud o paz en la conciencia.-
Llegamos a otro punto en el que la diferencia entre tener o no tener fe es
muy importante. Pocas cosas hay que necesitemos más para ser felicies que la
tranquilidad de conciencia. Nuestra vida es muy diversa de unos a otros en
sus circunstancias externas -abundancia o indigencia, salud o enfermedad,
juventud o ancianidad..-, pero ninguna de éstas puede suplir a la necesidad
de tener una conciencia en paz. El remordimiento, la conciencia de culpa, es
algo dificilmente soportable. Es como una tortura interior que no deja
vivir, que quita la alegría, la esperanza y la paz.
¿Qué hacen, en estos casos, los que no tienen fe? Para empezar, pasarlo mal,
como acabo de decirte. Y mientras no “resuelvan” esa situación, lo harán
pasar mal a los que tienen alrededor, porque si les falta la paz interior lo
que tendrán será desasosiego, inquietud, rebeldía contra cosas o personas en
las que de algún modo se trata de descargar toda o parte de la culpa que
pesa sobre su conciencia... Ante una persona así hay que estar atentos,
porque es fácil que haga daño de palabra o de obra al que se le cruce por
delante: no tiene dominio de sí, no controla sus palabras y sus reacciones y
puede “salir” por cualquier lado.
Después, esas personas pueden hacer varias cosas: la más probable, echar
tierra encima y dejar que el paso del tiempo mitigue o borre esa conciencia
de culpa. Efectivamente puede ser que con el tiempo, se olviden esos
remordimientos. Pero si se ha cometido un mal -contra el prójimo, y siempre
contra Dios aunque esta dimensión del mal tal vez no la capte el hombre sin
fe-, ese mal requiere ser reparado, por lo que el mero olvido no arregla la
injusticia originada, ni ante Dios ni ante los hombres.
Otras veces, la probable falta de formación moral en las personas sin fe es
causa de cometer errores -pecados- de lo que no se tiene conciencia: casi
con toda seguridad en aspectos diversos del sexto y noveno mandamiento,
tanto en solteros como en casados. Tampoco es, en principio, una disculpa.
Es cierto que puede haber casos de conciencia invenciblemente errónea, que
disculpa de los errores cometidos por no saber que determinados
comportamientos son contrarios a la ley de Dios y, por tanto, pecados. Pero
lo más frecuente es el caso de personas que, si quisieran, saldrían
fácilmente de esa conciencia invenciblemente errónea, porque el error de
conciencia no se debe, en esos casos, a incapacidad intelectual para
entender el fundamento de las normas morales, sino a unas disposiciones o
hábitos de conducta que no se está dispuesto a cambiar. Estas conciencias,
que han “pactado” o que se han “entregado” a modos de vida contrarios al
sentido cristiano de la vida -como decía, sobre todo en el modo de vivir la
sexualidad-, antes de llegar a esa situación en la que ya la conciencia “no
distigue” entre el bien y el mal -porque casi todo le parece bien, le parece
lícito al menos en este campo-, sí distinguían, y cuando cedían y caían la
persona era consciente de que se estaba portando mal. Pero si no se cambia
de conducta, llega un momento en que lo que cambia es la conciencia. Y llega
a esa situación práctica de error invencible, por hábitos adquiridos,
contrarios a la ley moral, y crónicos.
En otros casos, sí se tiene conciencia de culpa, y es posible que se acuda a
pedir perdón a la persona a la que se ha perjudicado, y si es el caso se
restituya o compense de algún modo el mal ocasionado. Esa actitud es noble y
buena, y traerá al menos en parte la paz a la conciencia. Pero a un
cristiano no le basta, porque hay que pedir también perdón a Dios, al que se
ha desobedecido y ofendido. En último término, el fundamento de la ofensa a
la persona es porque tienen una dignidad inviolable que proviene justamente
de ser imagen y semejanza de Dios. Y en la ofensa a la criatura es al mismo
tiempo ofendido Dios, autor y creador del ser humano, en quien se refleja
una parte de su Dignidad.
Frente a las dudas, zozobras e incluso auténticas torturas de conciencia del
que carece del cauce adecuado para el perdón y la paz, el cristiano tiene la
gran suerte de poder encontrar siempre el perdón, si en verdad está
arrepentido de las malas acciones cometidas. Dios, a través de su Hijo
Jesucristo, nos ha dejado en el Sacramento de la Reconciliación o del
Perdón, una de las muestras más grandes de su amor por nosotros. Ha venido a
salvarnos, y no deja de darnos una y otra oportunidad, mientras manifestemos
nuestro deseo de recomenzar. No se cansa de perdonarnos. No se escandaliza
de nuestros errores y debilidades. No quita importancia a lo que la tienene:
llama pecado a lo que lo es, como en el caso de la samaritana (Ju 4,4-19) o
de la mujer adúltera (Ju 8,3-11), pero perdona, a la vez que aconseja no
pecar más. La parábola del hijo pródigo (Luc 15,11-32) es uno de los mejores
ejemplos del corazón misericordioso de Dios Padre; una misericordia, como ha
escrito el Papa en la encíclica “Dives in misericordia”, que se inclina
sobre toda miseria humana y moral y extrae el bien de todas las formas de
mal; una misericordia que vence al mal con el bien, con un amor que es más
fuerte que el pecado (n. 13).
Podría hacerte muchas consideraciones sobre la maravilla de poder ser
perdonado y encontrar así la paz de la conciencia y, a la vez, la fuerza de
la gracia para vencer en las tentaciones. Podrían citarse muchos textos del
Magisterio, del Papa, de los Santos... Algunos los conocerás tú. Te invito,
más bien, para no alargarnos, a que hagas personalmente la prueba.
Comprobarás, si acudes contrito -con verdadero dolor de tus pecados- a la
confesión, que el encuentro con Jesucristo en este tribunal de misericordia
te llena de paz, de deseos de corresponder al amor de Dios -nada arrastra
tanto como el cariño-, y con el perdón viene la alegría al alma, que
inevitablemente desaparece o se nubla cuando nos apartamos del bien y
hacemos el mal. A la vez, la confesión frecuente es uno de los mejores modos
de formar bien la conciencia, de no perder sensibilidad hacia el error, de
no justificarnos o de no echar la culpa a otros. La confesión es una muestra
de valentía, de humildad, de sinceridad y deseos de rectificación. La gracia
nos devuelve la dignidad que habíamos perdido por el pecado. Volvemos a
gozar de las cualidades de un hijo de Dios que -como el hijo pródigo- no
debíamos haber perdido.
Termino este apartado con un sucedido real. En una audiencia con el Santo
Padre una señora, al saludar al Papa, le pidió que dijera algo a su marido,
que llevaba diez años sin confesarse. El Papa le escuchó y poniendo una mano
cariñosamente sobre el hombro del marido se limitó a decirle con voz
cariñosa: ¡Qué mal se está lejos de Dios! Y la gracia de Dios actuó a través
de ese sencillo pero certero comentario de Juan Pablo II; aquel hombre quedó
removido..., y se confesó.
Sin miedo a la vida
Llegamos a uno de los aspectos en que más se ha de notar la diferencia entre
vivir de fe o vivir sin ella: la actitud ante las dificultades de la vida,
el dolor, la enfermedad... y la muerte. Es importantísimo que tu fe llegue a
calar en estas cuestiones fundamentales, porque sería una pena quedarse a
medias y no extraer la riqueza de sentido que la fe nos ofrece con respecto
a los graves problemas con los que, queramos o no, nos vamos a tener que
enfrentar. Aquí se ha de notar tu “superioridad” sobre los que por desgracia
no vivan iluminados por la fe: vivir sin miedo a la vida, y como después
comentaremos, sin miedo a la muerte.
Cuando la vida se vive demasiado pegado al terreno, con la nariz demasiado
cerca del muro -el muro de la vida, la frontera que nos separa del incierto
más allá, el sentido último de las cosas-, cuando no se tiene o mejor no se
quiere tener tiempo para pensar en el sentido de la vida del que hablábamos
antes, todo va bien..., hasta que comienza a ir mal. Entonces, ¿dónde
agarrarse?, ¿qué me sostiene cuando los vientos son adversos? Cuando
aparecen dificultades serias en el trabajo, cuando vienen enfermedades
importantes u otro tipo de dolores físicos o morales, o simplemente cuando
empiezan a faltar las fuerzas, y se pierde el atractivo físico, y los demás
ya no se fijan en nosotros, ya no nos necesitan; o incluso cuando parece que
ya estamos de más, que sobramos -sobramos en la empresa, sobramos en el
partido político, sobramos hasta en nuestra propia casa...- entonces, ¿para
qué me ha servido triunfar, qué ha quedado de los amorcillos con los que
tanto me divertí, donde están los afectos de esas personas que me buscaban
(¿o es que lo hacían interesadamente...?) ?. La vida, que parecía tener a
mis pies con todos sus atractivos, ahora me derrota y me deprime. No me
había preparado para este momento, como si no fuese a llegar nunca, como si
yo fuera eterno, como si, siguiendo a Epicuro, el sentido de la vida fuera
buscar el máximo placer y evitar el mínimo dolor. Tenía el presente en mis
manos, y el futuro no me importaba, o lo veía muy lejano. Pero el futuro se
ha hecho presente, con más rapidez de lo que imaginaba, y no sé cómo
abordarlo. Me encuentro vacío y defraudado. He vivido engañado, sin querer
darme cuenta. Me dejé llevar de estímulos perecederos. Mi corazón está
vacío. Un montón de años malgastados. ¿A qué se reduce todo este tiempo
delante de Dios, qué queda de válido y meritorio para la vida eterna?
Ideas y sentimientos parecidos es muy posible que, en un momento dado de la
vida, pasen por la cabeza de los que, consciente o inconscientemente, han
vivido al margen de Dios, sin un empeño serio en buscar la verdad y hacer el
bien. Esto no debe pasarle nunca al cristiano responsable. Tú y yo, y todos,
pasaremos también por momentos de dificultad, de posibles incomprensiones o
injusticias, de dolores y enfermedades que harán mella en nuestro ánimo. Sin
duda, una de las manifestaciones más importantes de la vida de fe es estar
preparado para llevar con sentido sobrenatural esos momentos, es decir, con
esperanza, y convencidos del verdadero valor del dolor en cualquiera de sus
formas: un valor corredentor, santificador. Un valor que proviene de unirlo
a los sufrimientos de Cristo, que nos redime muriendo en la Cruz. Y
nosotros, para aprovecharnos de esos méritos infinitos, hemos de participar
también, libremente, de la Cruz del Señor: el misterio del dolor, que se une
al misterio del pecado. Tú no puedes ver el dolor, si tienes fe, como una
locura, o como un escándalo, como si fueras un pagano más.
Pero el miedo a la vida puede darse en otras muchas circunstancias que
podemos llamar ordinarias, si falta fe. Miedo -en el sentido amplio de la
palabra- ante muchas ocasiones en las que se precisa confianza en la
Providencia de Dios, o valor para enfrentarse a ciertas dificultades, o
generosidad para olvidarse de sí y pensar en los demás... Por ejemplo, hay
muchas personas que tienen miedo al esfuerzo que supone abordar honradamente
las tareas, con perfección y hasta el final. Otros temen defender la verdad
y ser coherentes con sus creencias cuando el ambiente o las opiniones
mayoritarias son contrarias. Otros tienen demasiados respetos humanos y
actúan condicionados por el qué dirán o qué pensarán. Otros tienen miedo a
reconocer sus errores, sus fallos o su ignorancia, por orgullo, por falta de
humildad y de valor. Otros desconfían de las personas con las que trabajan o
conviven -les temen- porque tienen una visión negativa de los demás, y
conceden poco margen a la posibilidad de mejorar que todos tenemos. Otros no
se deciden a tener hijos y educarlos, para ahorrarse esfuerzos y
molestias...
Tú, hombre de fe, no puedes ser derrotado por estos temores. Tienes
argumentos para vencerlos. De una parte, la confianza en la Providencia de
Dios, para afrontar con serenidad el presente y el futuro, convencido de que
tu Padre Dios no te va a dejar solo en ningún momento, y te dará la gracia
necesaria para vivir tu fe y santificarte en toda situación. Y estarás
seguro de la verdad de tu fe y de la necesidad de difundirla, aunque el
ambiente pueda ser adverso. Y te comportarás con seguridad, aunque
prudentemente, sin miedos al que dirán, porque actúas con rectitud de
intención, de cara a Dios, que es lo más importante.Y tendrás la sencillez y
la valentía de reconocer tus equivocaciones, cuando incurras en ellas,
porque buscas la verdad y no el quedar bien a toda costa; y así serás más
humilde, y más “humano” y cercano a los demás. Y si estás casado, tendrás
una visión más fecunda y responsable del matrimonio, y desearás tener los
hijos que razonablemente puedas mantener y educar, con generosidad.
¿Te parecen pocos motivos para vivir gozosamente tu fe, para no tener miedo
a la vida?
...Y sin miedo a la muerte
Como es lógico, suele haber relación entre el modo de enfrentarnos a la vida
y el modo de aceptar la enfermedad y la muerte. Se muere como se ha vivido,
aunque por la misericordia de Dios -que “quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 2,4)- es frecuente un
cambio de actitud en esos momentos finales, cuando hay tiempo para
reflexionar y ante la cercanía de “la hora de la verdad”: no es raro
reconocer los errores y los pecados y pedir perdón a Dios de todo el mal que
haya podido hacer, y de todo el bien que ha dejado de hacer. La muerte, “el
máximo enigma de la vida humana” (Gaudium et Spes, 18), nos pone a cada uno
frente a la verdad de nuestra vida. Ya no valen autoengaños o subterfugios.
Es cierto que la misericordia de Dios es infinita, pero no puede suprimir la
justicia, que también lo es. Si no hemos buscado a Dios durante nuestra
vida, el miedo a ese juicio particular (Catecismo, nn. 1021 y 1022) -el
encuentro del alma con Dios, para dar cuenta de cómo ha empleado los años de
vida que El le concedió para ganarse el cielo- será inevitable. Si hemos
procurado vivir de cara a El, amarle y servirle a pesar de nuestros errores
y debilidades, buscando su perdón en el sacramento de la Confesión siempre
que lo hemos necesitado, no tendremos miedo a ese encuentro, porque ya nos
hemos acostumbrado a buscar su Rostro y a escuchar su Palabra; lo que nos
dolerán serán las omisiones y la falta de amor que hayamos tenido: las
faltas de correspondencia ante las muestras constantes de su amor por
nosotros. Soñamos, no obstante, con poder escuchar aquellas palabras,
“venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para
vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34).
A la vez, sin fe, el “más allá” se presenta oscuro e incierto. Puede ser que
no se crea en él, pero eso significa que con la muerte desapareceríamos
totalmente y para siempre. En ese caso, ¿qué sentido tiene el bien y el mal
en esta vida, portarse bien o portarse mal? : ¿para qué, si no hay un Juez
infalible y un premio o un castigo?; ¿qué sentido tiene el dolor y las
injusticias que a veces hemos de soportar en esta tierra?; ¿en qué se apoya
entonces la justicia de este mundo?.Y si se cree en el más allá, porque el
alma es espiritual y por tanto no puede desaparecer con la muerte -no es
corruptible porque no es materia-, se ha de creer en el juicio, en el premio
o en el castigo. En ese caso, lo que le pueda estar reservado al que se ha
apartado conscientemente de la fe, sólo Dios lo sabe; de cualquier modo, no
es deseable estar en esa situación.
Nosotros ahora no nos hacermos cargo bien de ese premio o ese castigo.
Imprudentemente, temerariamente, podemos no darle importancia, como si fuera
una cuestión menor o para gente un tanto timorata o inmadura. No hemos visto
ni el cielo ni el infierno -ni el purgatorio- y aunque posiblemente hemos
leído cosas sobre estos dogmas de fe -como por ejemplo, las revelaciones de
algunos santos, como Santa Teresa, o de algunos videntes, como los
pastorcillos de Fátima-, por superficialidad quitamos trascendencia a lo que
significan, y eso aún creyendo en lo que enseña la Iglesia, apoyada en la
Sagrada Escritura y en el Magisterio. Y no es bueno minimizarlos.
Pongamos algún ejemplo a lo humano, para hacernos una idea de lo que
significan esos destinos o estados del alma, de los que nos habla el
Catecismo . Supongamos que tenemos la suerte de poseer, aquí en la tierra,
el mayor de los amores de la persona o personas más grandes, más poderosas,
más bondadosas, más bellas, más magnánimas y misericordiosas... Y que esa o
esas personas nos quieren, a cada uno, como si sólo existiéramos nosotros,
que somos poca cosa, pequeños, indigentes, egoístas, y que además muchas
veces nos hemos portado mal con quien tanto nos quiere. Y sin embargo, esas
personas, nos introducen en su casa, nos quieren como hijos, nos hacen
participar de su amor; llegan incluso a dar la vida por nosotros, para
salvarnos de peligros muy graves, y además nos dan a su Madre por madre
nuestra, y nos alimentan con buenos y abundantes alimentos que nos permiten
participar de su mismo cuerpo y su misma sangre (la Eucaristía), y nos
perdonan siempre que nos dolemos de nuestros fallos (la Confesión). ¿Cómo
podríamos vivir si supiéramos que, por culpa nuestra, no vamos a poder ver,
estar, amar jamás a esas personas? Moriríamos de pena, de sufrimiento, de
tristeza, de dolor y del remordimiento de no haber querido corresponder
cuando estábamos a tiempo de hacerlo. Ahora ya no tiene remedio, nunca,
nunca, jamás...
Imaginemos, además, los más grandes dolores físicos y morales que pudiéramos
padecer; y que nos digan que no son nada en comparación con los sufrimientos
físicos del infierno. Y que no tienen fin, son para siempre, para siempre,
para siempre...
Creo que nuestra imaginación no alcanza a hacerse cargo suficientemente de
lo que significará tener ese Amor infinito, o no tenerlo; padecer esos
sufrimientos o, por el contrario, toda la dicha, todo el bien, todo lo que
place a los sentidos, sin que nuestra felicidad termine nunca... No es
posible calar en todo lo que esto significa, pero sí lo suficiente como para
estar prevenidos, sí lo suficiente para poder elegir ahora: o con Dios o
contra El. No pretendamos una cómoda vía intermedia, que sería muy
peligrosa, porque en el mejor de los casos termina en el Purgatorio, que si
bien no es para siempre, y tenemos la seguridad de llegar al Cielo una vez
purificados de nuestras culpas -que aunque no maten el alma son
incompatibles con la visión de Dios-, el alma es privada de Dios y sometida
a sufrimientos reparadores no pequeños (Catecismo, nn. 1030 y 1031). Pero
además ese camino nos haría más vulnerables a los peligros, por falta de
amor y fortaleza, y nos alejaría de la intimidad de Dios, fuente de la
alegria.
De otra parte, asumir que nuestro destino definitivo es el cielo, para lo
que hemos sido creados, nos ayuda a tener ahora señorío sobre las cosas de
la tierra: señores, y no esclavos de ellas, como antes recordábamos.
Desprendidos de la vida, y a la vez amándola apasionadamente; no
indiferencia, no provisionalidad, amor apasionado y a la vez desprendido.
Parece difícil y lo es, pero es posible, porque si no lo fuera Dios no nos
lo pediría. Es posible poner la cabeza y el corazón en tantas tareas humanas
buenas y nobles, personas, proyectos, empresas culturales, científicas,
artísticas, políticas, etc., con deseos de servir y hacer bien a la
humanidad -a muchas personas, individualmente consideradas-, conscientes de
que Dios nos ha dado por heredad este mundo, que es por eso nuestro, más de
los cristianos que de nadie -decíamos antes- porque somos más conscientes
del origen, el sentido y la responsabilidad de esta herencia. Amor
apasionado al mundo -así titulaba el Beato Josemaría Escrivá una homilía
paradigmática sobre la tarea y la misión de los cristianos- y a la vez, el
corazón libre de ataduras -incluso de ataduras buenas, como son todas stas,
y otras semejantes-, porque sabe que su destino definitivo está en Dios, que
este mundo es el paso necesario y obligado para ganarse el cielo; que aquí
abajo todo tiene un valor relativo, aunque sea grande; el valor de ser
“medio” para llegar al “fin” al cual hemos sido destinados desde la
eternidad, antes de la creación del mundo: la santidad (Efe 1,4), la visión
y posesión gozosa de Dios para siempre.
En resumen, el cristiano tiene la gran posibilidad de vivir “sin miedo a la
vida y sin miedo a la muerte”, como solía decir el Beato Josemaría. Si
procuramos vivir así, muchos sentirán una envidia buena de nosotros, y les
acercaremos a Dios.
Convivencia fraternal o “lobos rapaces”.-
La historia está llena de casos recientes y antiguos: cuando los hombres se
alejan de Dios pueden convertirse en lobos rapaces para sus iguales, a los
que ya no consideran ni iguales ni menos aún hermanos, sino obstáculos o
enemigos para los propios intereses, sean económicos, ideológicos,
políticos, etc. A la vista de tantos problemas Hobbes podría ver reforzada
su teoría acerca de “el hombre es un lobo para el hombre” (aunque se
equivoca al absolutizarla, así como al atribuir a la convivencia social las
causas de los males del hombre y también en pensar que la solución es un
Estado totalitario con un poder suficientemente fuerte para poner orden). La
causa de los males está, sobre todo en el corazón del hombre, que, como
decía, se puede endurecer hasta esos extremos al alejarse de Dios.
Es lamentable ver en qué poco puede llegar a valorarse la vida humana del
prójimo: la mentira, la extorsión, los desprecios, las violencias y hasta
los homicidios están a diario en las páginas de los periódicos, los
telediarios, las crónicas de actualidad. Y las bibliotecas no guardan menor
número de casos, desde que el mundo es mundo: desde que Caín, por envidia y
odio a su hermano Abel (Gen 4,8), cometió el primer crimen de la humanidad.
Y en “nuestros días” -en los últimos veinte siglos-, desde las persecuciones
de los primeros siglos contra los cristianos, hasta las del siglo pasado por
los regímenes totalitarios ateos, comunismo y nazismo en particular. Y las
violencia y odios de unos pueblos y razas contra otros, sea en el corazón de
Africa, o en el corazón de la “civilizada” Europa. Salvo los casos de
legítima defensa -entre los que pueden darse casos inevitables de “guerras
justas”, con unos requisitos imprescincibles para que así puedan
considerarse, como recuerda el Catecismo (nn. 2308-2309)-, la mayor parte de
las veces las guerras podrían y deberían haberse evitado, tanto más cuanto
más devastadoras han sido.
Pero además de los grandes conflictos entre pueblos y naciones, que son
señal clara de que Dios no es punto de referencia necesario en las
relaciones humanas-, están los problemas menores en extensión pero a veces
nos menores en intensidad que se dan en la convivencia diaria, en las
relaciones labores, o en la vida política, o incluso en el ámbito de la
propia familia, o en el deporte. ¿Por qué la desconfianza de unos hacia
otros, por qué ver en el otro a un “competidor” o a un enemigo actual o
potencial, por qué las críticas, las murmuraciones o las calumnias?; ¿por
qué la dificultad real de distinguir entre las personas y sus ideas en la
vida diaria y más en la vida política?: podemos estar o no de acuerdo en las
ideas, pero a las personas que las defienden hay que respetarlas, siempre
que sean expuestas pacíficamente.
Un capítulo particularmente doloroso de las consecuencias del odio ha sido
la “lucha de clases” del marxismo comunista: ha dejado la herencia de
millones de muertos en la historia reciente del pasado siglo. Afortundamente
la utopía marxista se ha desmoronado, se ha descompuesto desde dentro por
insostenible: la libertad y la verdad acaban teniendo más fuerza que los
cañones, los muros electrificados y la alambradas. No obstante -aunque esto
no quede reflejado en los libros de historia al uso-, sin la protección
especial de la Providencia a través de la Virgen, ¡quién sabe hasta cuándo
habría durado y qué más podría haber pasado!. Ahí están las profecías de
Fátima, ya conocidas en su totalidad, para reflexionar sobre ello. Pero la
mentalidad de “clases”, que lleva a enfrentar a unos con otros -ricos y
pobres, patronos y obreros- no desaparece dae golpe, y puede seguir haciendo
mucho daño en las relaciones laborales, en el entendimiento empresarial,
etc. Y no es cristiana, porque lleva al enfrentamiento, no al entendimiento;
a la desconfianza y a los prejuicios, no a la defensa serena y prudente de
los propios derechos.
Por la actualidad que tiene en nuestro país, y también en otros de Europa u
otros continentes, hay que detenerse un poco en otro gran foco de
conflictos, que tampoco deben darse nunca entre cristianos: la
absolutización de la raza, de la lengua, de la tierra, o de la religión.
Todos estos valores son legítimos, pero no pueden absolutizarse hasta el
punto de despreciar o menospreciar a los que pertenezcan a otros grupos, y
menos recurrir a la violencia para defenderlos. ¿Por qué los nacionalismos
que ciegan hasta el punto de despreciar al que no pertenezca a ese grupo
étnico, lingüistico, ideológico o religioso?; más aún, ¿cómo no ver que
ninguna idea puede pretender legitimidad si para sostenerla o difundirla se
recurre a la violencia, al terrorismo, a los asesinatos?;¿cómo no entender
que quien así se comporta pierde toda credibilidad?:¿cómo es posible pensar
que del terror y la muerte pueda surgir la vida y la paz?: es completamente
imposible, y no faltan casos históricos para demostrarlo (los regímenes que
se impusieron por la violencia), y si esas personas llegan a tener el poder,
seguirían empleando los mismos métodos con todo aquel que se opusiera a sus
fines. ¿Cómo puede pensarse que quien se comporta así pueda buscar,
sinceramente, proyectos de paz, de entendimiento, de convivencia civilizada?
Mientras no desaparezca el odio de los corazones -alimentado conscientemente
muchas veces- no hay cambio posible, no habrá luz y objetividad en los
entendimientos, ni prudencia en las decisiones. El odio, en la medida en que
se apodera del corazón, hace que los hombres se comporten de modo
irracional; ya no se piensa, o peor aún se piensa sólo en cómo hacer daño al
contrario. Y donde hay odio no hay verdad, ni puede estar Dios. Donde hay
odio y mentira está el “padre de la mentira” (Ju 8,44, Catecismo, nn.
391-392), el diablo, que es un ser personal, que vive y actúa (Catecismo, n.
2851), en un intento inútil de eliminar a Dios de la faz de la tierra
(Catecismo, n. 1086 y 1673). No lo conseguirá, aunque tenga éxitos
parciales, más o menos sonoros. Dios puede más. Y por tanto nosotros
también, unidos a El. Así podemos vencer en esta batalla de paz y de amor
que los cristianos han de llevar a cabo hasta el fin del mundo. La paz entre
pueblos y grupos no puede ser un mero equilibro de fuerzas o un simple
consenso de interesadas concesiones puntuales. Mientras no haya paz en los
corazones, los acuerdos serán inestables, precarios, formales, pero las
relaciones humanas seguirán frias, y fácilmente deteriorables. ¡Qué
importante es la fe cristiana para conseguir un modo de ser y de tratar a
los demás que haga posible la paz!
Otro capítulo importante de la alteración de la paz en el ámbito familiar
son los malos tratos. ¿Por qué esa violencia incluso entre familiares? Los
medios de comunicación y los políticos airean alarmados y hasta
escandalizados los malos tratos de mujeres por sus maridos, o sus ex-maridos
o sus amantes..., pero llama la atención que casi nunca unos u otros pongan
el dedo en la llaga, y analicen las causas de esos lamentables casos, para
los que el remedio no es sólo mejorar los servicios sociales, o facilitar
las denuncias, etc. Estas medidas están al final del proceso, pero al
comienzo hay que abordar otras sin las cuales no se conseguirá casi nada.
Esas medidas son complejas, pero entre ellas no pueden faltar las que ayuden
a un mayor respeto mutuo, a una mayor comprensión, a una mayor fidelidad
conyugal, a una mayor madurez personal antes y después del matrimonio, para
la que es muy conveniente la formación doctrinal y moral, la vida de fe, la
ayuda de la gracia del sacramento. Naturalmente estas medidas afectan no
sólo a los legisladores; afectan también a los padres y por supuesto a la
Iglesia. Parece que se tiene miedo a hablar -a reconocer, en primer lugar-
estas causas, pero en realidad no es posible avanzar en la paz familiar
mientras no haya paz y madurez en los corazones.
Y hay que considerar también la paz y el buen entendimiento en las
relaciones humanas ordinarias en el trabajo, en el tiempo libre, en el
deporte, etc. Hay que superar las calumnias, murmuraciones y
descalificaciones a espaldas del interesado; hay que tener la lealtad de
hablar siempre a la cara y con deseos de ayudar; hay que vivir la
fraternidad cristiana, rasgo esencial de las enseñanzas evangélicas. Hasta
tal punto lo son, que Nuestro Señor la señaló como cualidad distintiva de
los cristianos: “en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos
a otros como yo os he amado” (Ju 13,35).
Podemos concluir este apartado con estas palabras: “un discípulo de Cristo
jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que
está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no
le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que
disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en
todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor” (Beato
Josemaría, Amigos de Dios, n. 9).
“La paz os dejo, mi paz os doy” (Ju 14,27). La paz es, sin duda, rasgo
fundamental de la vida del cristiano. En el orden humano, bastaría esta gran
fruto para que cualquiera deseara tener “aquello” que hace posible ser capaz
de vivir en paz.
Hijos de Dios o “huérfanos”
Te he ido recordando aspectos diversos por los cuales vale la pena ser
cristiano. Pero en esta relación, aunque incompleta, no puede faltar otra
gran maravilla, que hay que llegar a descubrir para sentir, a fondo, el gozo
de la vocación cristiana: nuestra condición de hijos de Dios. Como en los
demás apartados, me limitaré a algunas consideraciones que te sirvan de
estímulo para profundizar por tu cuenta.
Sabernos y sentirnos hijos de Dios es otra de las grandes diferencias entre
los cristianos que procuran tomarse en serio su fe, y los que no lo son o no
se esfuerzan en vivir como tales. Es cierto, como enseña la Teología, que
todo cuanto existe, en cuanto ha sido creado por Dios, es, en último
término, en un sentido muy amplio, hijo de Dios: por ejemplo, los animales,
o la misma naturaleza. De una manera más propia, son hijos de Dios todos los
hombres, por su condición de seres racionales, creados a imagen y semejanza
del Creador: participamos así no ya sólo de su existencia -como los seres
irracionales o el universo-, sino de su naturaleza racional, inteligente y
libre: somos más semejantes a El que los seres no racionales. Pero aún
podemos ser más intensa y propiamente hijos de Dios: en la medida en que
participemos no ya del ser o existencia de Dios, sino de su misma vida
divina, lo que es posible mediante la gracia santificante, que es, como dice
San Pedro, una participación en la naturaleza divina (2 Ped 1,4). Por esta
participación sobrenatural, que Cristo nos alcanza con los méritos infinitos
de su Pasión, Muerte y Resurrección, podemos vivir no ya como criaturas de
Dios, sino como verdaderos hijos (1 Ju 3,1). Una filiación, efectivamente,
no natural, sino adoptiva, pero que puede y debe ser más fuerte y
condicionante aún que la filiación de la carne; filiación divina por la que
somos constituidos en un nuevo ser, como afirma Santo Tomás (S. Th, 2-2, q.
8,1,c), que nos transforma por dentro y debe impregnar nuestro modo de
pensar, de obrar. y de ser. Se dice que todas las virtudes teologales y
morales que vienen al alma con la gracia santificante son para ayudarnos a
vivir como hijos de Dios.
La dignidad de la filiación divina es superior a la de cualquier filiación
humana, por ejemplo a la filiación de un príncipe con respecto a su padre el
rey. Y si los hijos de reyes procuran guardar la dignidad de la realeza
delante de su padre el rey, ¿qué no habremos de hacer nosotros, si somos
conscientes de estar siempre delante del Gran Rey, nuestro Padre-Dios?
(Camino, 265).
Probablemente estarás pensando que aún admitiendo la importancia de la
filiación divina, te queda mucho por descubrir, porque te parece que
habitualmente no la sientes como algo que condicione e influye en tu vida
diaria. Tal vez por eso no tienes suficientemente el gozo, y la
responsabilidad, de un cristiano.
Para crecer en este rasgo definitorio de tu fe has de empezar por vivir
habitualmente en gracia, como condición imprescindible: sino, careceríamos
de la vida de Dios en nosotros, seríamos hijos “muertos” de Dios. Después,
has de esforzarte en vivir siempre como corresponde a tu condición de hijo,
y procurar imitar en todo a tu Padre, pareciéndote cada día más a
Jesucristo, el Hijo unigénito, el Modelo que nos da a conocer al Padre hasta
el punto de que El y el Padre son una misma cosa (Ju 10,30); y para eso, has
de dejarte llevar, “moldear” por la acción santificadora del Espíritu Santo,
el encargado de continuar la obra salvadora y santificadora iniciada por el
Hijo (Ju 14,26). El Espíritu Santo es el “modelador”, que desea hacer en
cada uno de nosotros una “obra maestra” -otro Cristo-, si le dejamos actuar
siendo dóciles a su gracia. El Artista es prodigioso, pero no hará su obra
si le ponemos obstáculos. Hay que querer dejarse formar, moldear, quitar lo
que sobra (los defectos) y añadir lo que falta (las virtudes). No esquivemos
los “golpes” del escultor: son amorosos, aunque a veces puedan doler, como
puede doler la acción del médico cuando saja la herida, pero lo hace para
curarnos, para quitarnos la infección y devolvernos la salud. ¡Animo, que se
puede y vale la pena!
Como decía el Beato Josemaría, al que el Señor hizo sentir de modo muy
especial la filiación divina, saber que somos hijos de Dios es una gran
“receta” para todo. No es un decir: por ejemplo, ¿qué te puede hacer perder
la paz y la alegría si sabes que nada de lo que suceda es ajeno al querer de
tu Padre Dios, y que El no te enviará nada que no pueda contribuir a tu
bien?; no necesariamente a un bien temporal (más salud, más dinero, más
influencia, más poder...), pero sí siempre al bien espiritual (más amor a la
voluntad de Dios, más amor a la Cruz, más santidad, más eficacia espiritual,
más virtudes...). Tampoco la constatación de tus propias limitaciones y
defectos te ha de desanimar, porque tu Padre te conoce mejor que tú, cuenta
con esas deficiencias para que seas humilde y sientas más la necesidad de
acudir a su ayuda, sin la que nada podrías hacer (Ju 15,5). ¿Y qué te puede
dar más fuerza para las tareas que quieres llevar a cabo, al servicio de los
demás?: con un Padre tan poderoso nos atrevemos a todo. Y la convivencia y
el trato con tus semejantes, que no estará exento de dificultades y roces
por el modo de ser propio y ajeno, ¿qué mejor modo de ver hermanos en los
demás y tratarles como tales, que saber que también ellos son, como tú,
hijos de Dios?; y en una familia numerosa puede haber hijos más o menos
“descarriados”, aunque sus padres sean unos santos. Obligación gustosa de
los hermanos “mayores” es querer y ayudar siempre a los “pequeños”, y en
especial a los más necesitados.
Hijos de Dios, e hijos de la Iglesia. Decía San Cipriano que no puede tener
a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre. Los hijos de Dios
nos sentimos también hijos de la Iglesia, fundada por Jesucristo para
continuar hasta el final de los tiempos su misión salvadora. La Iglesia
visible la componemos los hombres, y por tanto los pecadores. Pero no debe
desanimarte, porque Jesús vino precisamente a buscar a los pecadores (Mt
9,13). Y aunque lo seamos, podemos llegar a ser santos, como han llegado los
innumerables bienaventurados que están en el cielo, algunos de los cuales
han sido canonizados por la Iglesia para ejemplo nuestro. Y tenemos la
suerte de llamar Padre al Vicario de Cristo, el Papa, que asistido por el
Espíritu Santo y en unión con los Obispos nos señala siempre la buena
doctrina, distinguiendo la buena semilla de la cizaña (Mt 13,25 ) que el
enemigo no dejará de sembrar. ¡No tiene precio la importancia de este
Magisterio orientador! A lo largo de la historia, cuántas mentes
privilegiadas han errado en sus planteamientos vitales -filosóficos y
teológicos- por no seguir la doctrina clara y segura del Magisterio de la
Iglesia. Y cuántas personas sencillas han alcanzado la verdadera sabiduría
-don del Espíritu Santo-, por haber escuchado y seguido la voz segura y
paterna del Buen Pastor.
Y, en fin, tú y yo, tenemos otra gran joya, que nos distingue también de los
no cristianos: tenemos por Madre a la misma Madre de Dios, la Virgen María.
Nosotros la tratamos y queremos como tratamos y queremos a nuestra madre de
la tierra, adornándola de todas las perfecciones y privilegios que le
corresponden por su misión singular y única de Madre del Redentor. Sabemos
que la devoción a María es señal cierta de buen espíritu (Camino, 505) y el
mejor atajo para ir a Jesús (Camino, 495). Quiere mucho a la Virgen y
comprobarás que toda tu vida cristiana mejora y se enriquece.
Si procuramos vivir así, ¡cómo no ilusionarnos con amar cada día más la
“contemplación del rostro de Cristo” que suscitará en nuestras vidas un
“dinamismo nuevo” y el deseo de darle a conocer a otros muchos! (Tertio
Millennio Ineunte, n. 15).
Y tu responsabilidad de cristiano.-
Vamos a terminar este repaso de temas importantes que, como cristiano, has
de procurar vivir, y que da sentido y profundidad a tu vocación. Me parece
que, simultáneamente, ha ido quedando claro que todo ese conjunto de grandes
cualidades que deben acompañar necesariamente a tu vida de fe, supone, a la
vez, la necesidad de difundirlas, por lo que no parece necesario extenderse
ahora más en glosar esa responsabilidad. Si los cristianos hemos de ser sal
y luz, como te recordaba al comienzo (Mt 5,13-14), no podemos vivir para
nosotros sólos, desentendidos de los demás. Dar luz y sabor a este mundo
nuestro nos obliga en primer lugar a ser coherentes con nuestra fe, y a la
vez a pensar constantemente qué podemos hacer para que otros muchos
encuentren también a Jesucristo, y le sigan. Nunca podemos estar de espaldas
a la muchedumbre. El Señor nos pedirá cuentas de qué hemos hecho con los
talentos que nos ha entregado (Mt 25,15), entre los que ocupan un lugar
especial la fe. Hay que salir a sembrar (Mt 13,1-10), no podemos quedarnos
en casa: la semilla es buena; los frutos dependerán de las disposiciones del
que recibe el grano, pero a cada uno nos corresponde sembrarlo en
abundancia. Siempre es tiempo de frutos, y los habrá si rezamos, damos buen
ejemplo y trabajamos por el reino de Dios; aunque crezca lentamente en
apariencia llegará a ser árbol frondoso (Mc 4,26-34). El Señor mismo nos
promete que “mis elegidos no trabajarán en vano” (Is 65,23).
Tienes que sentirte enviado por el Señor, como los Apóstoles (Luc 9,1-2),
para prepararle el camino, para darle a conocer con el ejemplo alegre y
coherente de tu vida cristiana. Apóyate no en tus cualidades, sino en la
gracia que El te dará abundamentemente para esparcir la semilla. Siente la
urgencia de esa labor, que la mies es mucha y los obreros pocos (Luc 10,2 ),
y no pases indiferente ante la gente que te rodea, tanto más si les ves
necesitados, como ovejas sin pastor (Mt 9,36): has de tener compasión por
esas muchedumbres, uno a uno, empezando por los más cercanos y conocidos. El
Señor sigue diciendo a sus discípulos -es decir, a todos los cristianos- “Yo
os he elegido para que vayáis y para que deis fruto” (Ju 15,16), y no
debemos hacer oidos sordos a esa misión apostólica a la que nos convoca.
Piensa en la responsabilidad que tienes con los que te rodean: que ninguno
de ellos, necesitado de ayuda -como el paralítico de la piscina de Betsaida-
pueda decir ante Dios “hominem non habeo” (Ju 5,7), no he tenido un amigo
que me echara una mano y me sacara de la parálisis del alma durante tantos
años.
El apostolado no es una simple iniciativa humana, sino un querer de Dios, y
El nos ha prometido que estará con nosotros hasta la consumación de los
siglos (Mt 28,20). Unamos nuestro pequeño esfuerzo al de innumerables
santos, confesores de la fe, mártires..., que han corespondido con
generosidad a lo que Dios les pedía. A ellos les debemos nuestra fe. De
nosotros depende el que otros muchos también la reciban y “de que tú y yo
nos portemos como Dios quiere -no lo olvides- dependen muchas cosas grandes”
(Camino 755).
Pongamos “el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos”,
contando con “la fuerza del mismo Espíritu que fue enviado en Pentecostés y
que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza ‘que no defrauda’ (Rom
5,5)” (Tertio Millennio Ineunte, n. 58). La Santísima Virgen, “Estrella de
la nueva evangelización”, como la llama el Papa, nos iluminará y nos guiará.
Termino con estas palabras, que podrían servir como un bello resumen de lo
recordado en estas páginas: “grande es nuestra responsabilidad: porque ser
testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su
doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su
figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan
decir, al vernos: ‘este es cristiano, porque no odia, porque sabe
comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos,
porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama”
(Es Cristo que pasa, n. 122).
Juan Moya
Madrid, 25-VII-01
Solemnidad de Santiago Apóstol
Fuente: arvo.net