El gozo (y la responsabilidad)
de ser cristiano

 

 

 

Introducción.-

Querido amigo, si te consideras cristiano, católico, pero no vives con gozo tu fe, algo falla y vale la pena que descubras qué es, porque los cristianos hemos de estar “siempre alegres en el Señor”, como enseña San Pablo; “de nuevo os digo: alegraos” (Fil 4,4).
Estas líneas van dirigidas a otros, como tú, que quizás viven su fe con cierto complejo, con cierta resignación, sin acabar de descubrir la suerte -que Dios no niega a quien la busca- de tener fe. Las causas pueden ser diversas -conocimiento insuficiente de la doctrina de la Iglesia, una vida de piedad poco cultivada...-, pero entre ellas posiblemente se encuentra hoy la agresividad del ambiente que nos ha tocado vivir, y la falta de recursos intelectuales y morales para hacer frente con garbo a esa situación, de tal modo que tú puedas influir positivamente en ese ambiente, bien convencido de la coherencia y valor de las verdades en las que crees, en vez de ser derrotado por costumbres y modas que, aunque griten mucho y estén más o menos difundidas y aplaudidas por medios de comunicación, son erróneas y perjudiciales porque van contra la dignidad y la grandeza de la persona humana, hija de Dios y llamada a un destino más alto y más importante que el que esas modas parecen marcar. Y si no sientes el gozo de tu fe, ¿cómo vas a vivir con entusiasmo y convencimiento la misión a la que has sido llamado?

En estas páginas deseo recordarte, brevemente, algunos motivos por los que tú y yo, y todos los que tenemos la luz de la fe católica, debemos y podemos vivir gozosamente nuestra fe, con un bien entendido “complejo de superioridad”, sin creernos “más” ni “mejores” que nadie, sin atribuirnos méritos que en todo caso son fruto de la gracia de Dios, pero bien convencidos de que, aún siendo gente corriente -ni sabios, ni poderosos, etc, como escribía San Pablo a los de Corinto (1 Cor 1, 26-28)- Dios quiere contar con nosotros, “apoyarse” en nosotros para hacer cosas importantes en el mundo: para ser, nada menos, “la sal y la luz” (Mt 5,13-14), lo que da sabor y sentido y la orientación debida a las acciones libres de los hombres. Tanto es así, que sin nuestra aportación, la sociedad estaría en tinieblas, por muchos watios que le pongamos a las “candilejas” del gran teatro del mundo.

El Papa nos está animando a los cristianos, en el inicio de este tercer milenio, a vivir nuestra vocación con un “renovado impulso”, con una fe fuerte “inspiradora de nuestro camino”, que nos lleve a un “confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas” (Tertio Millennio Ineunte, n. 29). Una buena ocasión, por tanto, para sacar brillo al don de la fe.

La visión de la vida.-

En nuestros días no somos muy dados, en general, a plantearnos cuestiones de fondo: predomina una visión pragmática de la existencia, nos interesa sobre todo lo útil, lo eficaz, lo que sirve para ganar dinero, disfrutar y tener influencia social. Otros temas “menos prácticos”, aunque consideremos (en teoría y en abstracto) que son importantes -como el sentido de la vida y de la muerte, el más allá, qué es el hombre, cuál es su origen y su fin, qué relación tiene con Dios, etc- los dejamos para otros momentos, para cuando se presente una ocasión más propicia, etc. Y así pueden pasar los años y los decenios... Pero resulta que esos temas “de fondo” son más prácticos de lo que parece, porque acaban afectando a cuestiones vitales que van configurando nuestra vida de un modo o de otro, y no son aspectos secundarios o indiferentes sobre los que dé igual un sentido u otro, como por ejemplo, la finalidad del trabajo, el sentido de la sexualidad, cómo se debe entender el amor y el matrimonio, etc. Por tanto, querámoslo o no, o “me paro” a organizar mi vida, por dónde quiero ir, qué busco, qué me interesa, o me la “organizarán” el ambiente, las corrientes de opinión, las modas, etc.

En la visión de la vida que tengamos, la fe no es indiferente; por el contrario, es decisiva, si descubres en serio las implicaciones de esa fe en tu vida ante Dios, ante los demás y ante ti mismo. Y si las descubres, necesariamente estarás contento de la “respuesta” y la “solución” que la vida de fe nos da de todos los acontecimientos que puedan afectar a la vida de los hombres sobre la tierra. Estarás contento, y darás gracias a Dios, y sentirás la necesidad de comunicar esos descubrimientos a otras personas.

En el tono casi coloquial de estas reflexiones, podemos detenernos un momento a echar una mirada a nuestro alrededor, y ver el sentido de la vida que tienen algunas personas, y luego compáralo con el tuyo, con el que has de tener como creyente. ¿Cuál prefieres, cuál te parece más convincente, más interesante, más correcto?

Posiblemente, algunas de las personas que tú ves, distintas a ti en su visión de la vida, son también creyentes, pero quizás poco o nada practicantes. En todo caso, si sus preferencias son, en la práctica, opuestas a las tuyas, podemos deducir que sus creencias son poco operativas.

Señores o “esclavos”.-

Hay personas que parecen más interesadas en la “buena vida” (en la “vida padre”, como se decía en otras épocas) que en la vida buena. En ellas prevalece el “tener” sobre el “ser” -tener más bienes fungibles, en vez de ser más virtuosos-. Son personas para las que la felicidad -anhelo irrenunciable de todo ser humano, si no queremos caer en la frustración, en la depresión, en la desesperanza, en el sinsentido de la vida, etc- parece que es principalmente algo “adquirible”, algo que se consigue si se tiene dinero suficiente para comprarlo: sea un buen coche, un buen chalet, unas buenas vacaciones, etc. No se trata de negar el valor de “medios” que los bienes materiales tienen para el trabajo, el descanso, y hasta para ese mínimo de bienestar necesario para vivir dignamente. Pero ¿es correcto convertir en fines lo que son sólo medios? ¿Se puede creer sinceramente que la verdadera felicidad que todo corazón humano busca se va a colmar sólo con los productos apetecibles a los sentidos de una sociedad de consumo? ¿No hemos visto una y mil veces que hay “cosas” que no se venden en las “grandes superficies” y que son imprescindibles para que el corazón esté satisfecho?: por ejemplo, el amor verdadero, la unidad familiar, la visión esperanzada de la vida cuando surgen contrariedades, la lealtad en las relaciones humanas, la confianza en las personas con las que convivimos y trabajamos, el interés real y sincero por los que nos rodean, la confianza en Dios, etc. ¿No parece que esas personas, tal vez dueñas de muchas cosas, son más bien esclavas de ellas? Tener el corazón tan pegado a lo material, a lo que se ve y se toca, ¿no lo empequeñecerá y lo hará incapaz de dar y de darse?

Si tú tienes fe, has de tener una visión distinta de la vida. Has de alegrarte con tener el señorío de los hijos de Dios, que miran todas las cosas creadas como realidades que Dios ha puesto en sus manos para que las administremos, pero sin apegarnos a ellas, porque su valor no es permanente, ni en sí mismas nos sirven para irnos al Cielo. Es necesario experimentar que hay más alegría en dar que en recibir, que nos enriquecemos más dando -parte de nuestro tiempo, de nuestros afectos, de nuestro dinero...- que recibiendo. Ninguno de los santos que han seguido al Señor, imitándolo en su desprendimiento, han tenido envidia de los que tenían mucho, pero lo guardaban todo para sí mismos. Por el contrario, si has tenido ocasión de conocer y tratar a hombres o mujeres de Dios -que le han entregado sus vidas, renunciando a lo que tenían o podían llegar a tener- te habrás dado cuenta de que ante ellos, tú posiblemente tenías la sensación de ser un pobre, porque ellos, en su pobreza, tenían una enorme “riqueza” (espiritual) de la que tú carecías.

El señorío sobre las cosas materiales te hará más libre interiormente para dedicarte a los demás. Y te dará también una adecuada jerarquía de valores, para que pongas más tiempo, más ilusión, más interés en empresas que valgan más la pena -tareas de servicio a los demás por amor a Dios- y que indudablemente llenarán más tu corazón que todos los bienes “fungibles”.

Amar el mundo, no adorarlo.-

El señorío del cristiano del que te acabo de hablar nos lleva a otra idea interesante y atractiva que debe distinguir también al cristiano del que no lo es: la actitud ante el mundo, como lugar en el que vivimos, trabajamos, descansamos y gastamos nuestra existencia.

Algunos -por ignorancia o por mala fe- han dicho a veces que los cristianos viven pensando en el “más allá”, pero se desentienden del “más acá”: serían ciudadanos “de segunda”, que están como de paso, que no “se meten” a fondo en las cosas de este mundo, porque lo miran con desconfianza y recelo, como se mira a un enemigo al que hay que mantener lejos para que no nos ataque. Con personas así no se podría contar para tareas que supongan implicarse seriamente en el “tejemaneje” de las actividades diarias. Nada más lejos de la realidad. Eso sería una visión negativa del mundo y del cristianismo. Eso es no haber descubierto que el mundo, como realidad creada por Dios, es bueno porque todo lo que procede de Dios lo es originariamente; si el mundo, nuestro mundo, tiene cosas malas es por la ignorancia y los pecados libres y conscientes de los hombres. Es no haber descubierto que Dios ha puesto al hombre al frente de todo cuanto existe para que “lo trabaje” (Gen 2,15), y lo lleve, tras el pecado original, a su primitivo y original sentido, aquel para el que Dios lo creó: lugar de encuentro del hombre con Dios, su Creador, desarrollándolo, haciéndolo cada día más habitable, más humano, más justo, más perfecto, con la inteligencia que Dios dio al hombre, participación de su Inteligencia divina, y con la protección amorosa de la Providencia que cuida de todos y cada uno de nosotros. Es también no haber descubierto que con la Encarnación del Hijo de Dios ya no hay realidades humanas nobles que no sean santificantes y santificadoras, porque el mismo Jesucristo ha asumido esas tareas, trabajando con manos de hombre, pensando con inteligencia de hombre, amando con corazón de hombre... (Juan Pablo II, Redemptor hominis, 8).

Nadie como los cristianos pueden tener una visión tan valiosa, profunda y certera de lo que es el mundo, y por eso los cristianos podemos y debemos amarlo más apasionadamente que nadie. Y hemos de sentirnos responsables de su “marcha”, contribuyendo a orientar correctamente las decisiones que marcan el rumbo de la humanidad. Es uno de los grandes retos que el Papa ha señalado a los laicos cristianos para el tercer milenio que estamos iniciando (Tertio Milllennio Ineunte, n. 52 ): codo con codo con tantos otros hombres de buena voluntad, los cristianos, con libertad y responsabiliad, sin representar a la Iglesia pero actuando coherentemente con su fe, deben procurar estar presentes en todas las encrucijadas humanas. No hay soluciones únicas en las cuestiones opinables, y la economía, la enseñanza, la investigación, la información, la medicina, el tiempo libre..., tienen multitud de aspectos opinables. El cristiano tampoco tiene una solución única para esos grandes temas, pero sí tiene una “idea del hombre” -como ser trascendente, imagen de Dios, portador de un alma inmortal, llamado a un destino eterno...- que debe estar presente en cualquier decisión o actuación que lleve a cabo.

Amar al mundo, por tanto, pero no adorarlo, porque sólo es una “criatura” de Dios, no es Dios, y sólo a Dios debemos adorar. Y como el Cardenal Ratzinger ha recordado en más de una ocasión, los que no adoran a Dios acaban adorando a los “dioses” actuales -que no son muy diferentes a los de todos los tiempos-, el poder, el dinero, el placer: en definitiva, el mundo, pero considerado ahora de modo distinto: no como lugar de encuentro con Dios, sino como sustituto de Dios. Y así se vive para el placer, o para el dinero o para el poder, en vez de vivir para Dios. Y a esos “dioses” se les da culto, y se supedita a ellos cualquier otra cosa (la familia, la fidelidad, la honradez, la ejemplaridad, etc).

Aquí tienes otro aspecto importantísimo de tu vocación cristiana que hay que vivir en serio y gozosamente.

Amores grandes, no pasiones pasajeras... y peligrosas.-

Posiblemente uno de los motivos por los que tu vida de cristiano no es gozosa, sino un tanto renqueante es porque, en la práctica, no has descubierto el verdadero valor de la pureza y tienes -consciente o inconscientemente- una cierta envidia de los que -más “audaces” que tú- se han “liberado” de “ataduras” y viven a sus anchas la sexualidad, buscando aquí y allá el placer, como algo divertido, moderno, sin compromiso, sin complejos propios de otras épocas o de mentalidades antiguas... Con esa visión de las relaciones sexuales, es lógico que la pureza te resulte un peso, algo poco atractivo, y por tanto es fácil que luches -si es que luchas- con poco empeño y caigas frecuentemente. Tienes que cambiar de óptica cuanto antes. No es el problema más grave, pero es uno de los más extendidos hoy, y es causa de repercusiones serias en la vida de mucha gente, jóvenes y mayores, que pueden marcarles para siempre si no tienen ideas claras y luchan por vivirlas. Tienes que estar convencido que las normas morales referentes al sexto y noveno Mandamientos, no sólo no son ataduras -como no lo son las normas de tráfico que previenen los accidentes-, sino las “alas” para volar alto y ser capaces de un amor “de altura”, de categoría, y no estar pegados a la tierra, con amorcillos chatos y engañosos.

No podemos entrar aquí a fondo en el amplio y complejo tema de la sexualidad humana, estupendamente tratado en tantos libros y documentos del Magisterio, en el Catecismo de la Iglesia, etc. Me limitaré a recordarte algunos puntos.

Todos necesitamos querer y ser queridos. Como escribió Juan Pablo II en su primera encíclica, “el hombre no puede vivir sin amor” (Redeptor Hominis, n. 10). Pero podríamos añadir que no vale un amor cualquiera; o dicho de otra manera, que si ese amor no es verdadero, no se le debe llamar amor, porque no lo es, sino pequeño placer (pequeño porque se acaba enseguida), pasión, excitación, etc. Pues bien, la pureza, que regula y orienta correctamente la sexualidad, es virtud imprescindible para que los sentimientos y afectos entre un hombre y una mujer crezcan firmes, fieles, duraderos, responsables, maduros, generosos... Todos deseamos tener un amor así, pero no todos están dispuestos a pagar el precio necesario para conseguirlo. ¡Y se arrepentirán, antes o después! De modo que no tengas ninguna envidia de los que se dejan llevar del simple “pasarlo bien”, porque posiblemente acabarán pasándolo mal: acaban hartándose el uno del otro, porque se han dejado llevar más del deseo que del verdadero cariño, no han ido a darse sino a recibir, a “utilizar” al otro o a la otra, y las personas no pueden ser “utilizadas”, porque acabarían despersonalizadas: esa persona ya no sería para mi algo irrepetible, sino algo cambiable, como un objeto o una cosa que ya no me atrae, no me sirve y la cambio por otra más novedosa o atractiva.

A ti te han de dar pena los amigos o amigas que parecen estar dominados por sus instintos, en vez de someterlos a la razón, a la responsabilidad, y a la fe, si la tienen. Te tiene que preocupar que esas personas tengan tan poca estima de sí mismos, y “jueguen” con aspectos muy importantes de su vida, que quiéranlo o no, van a condicionar bastante su modo de entender el amor, el matrimonio, la procreación, el compromiso para siempre... Si una persona no se esfuerza en vivir la sexualidad tal y como Dios quiere, no sólo ofende a Dios, sino que -como todo el que comete un pecado grave- se ofende a sí mismo y, en parte, en el mismo pecado lleva la penitencia, porque le será más costoso después vivir correctamente la sexualidad.

Dios nos ha creado así -varón y mujer, complementarios- para ser cooperadores suyos en la procreación, en un amor y ayuda mutuos y para siempre bajo el vínculo indisoluble del matrimonio. Así el amor humano no es sólo lícito y querido por Dios, sino santo y medio necesario para la transmisión de algo sagrado como es cada nueva vida humana. Nadie como la Iglesia tiene un valor tan alto del cuerpo humano, íntimamente unido a nuestra alma, y por tanto de la misma vida sexual, cuando se vive rectamente. Por eso no podemos hacer de la atracción sexual -que Dios ha puesto en la naturaleza para facilitar la procreación- un mero juego; sería desvirtuarla, adulterarla. Y, como decía, se corre el serio peligro de pagar, hasta en lo humano, las consecuencias. Basta mirar el panorama a que ha llevado a muchos el relativismo y la permisividad sexual; el amor pierde las cualidades que lo hacen verdadero: se hace egoista y no se abre a la procreación (la natalidad cae en picado, los hijos se ven como una carga; las prácticas anticonceptivas pasan a ser “norma común”); se separa del compromiso estable del matrimonio y proliferan como “normales” las relaciones prematrimoniales, que muchas veces habría que llamarlas, más bien, relaciones antimatrimoniales, porque de hecho acaban siendo un obstáculo para llegar al matrimonio; la misma capacidad de comprometerse para siempre se ve cada vez más como algo poco exigible, por lo que crece la mentalidad divorcista y el matrimonio “a prueba”.

De personas con esta mentalidad proceden la mayor parte de las familias rotas, con el grave daño psicológico y afectivo para los hijos, si los hay, y las graves consecuencias morales de los padres: el que se vuelve a casar se incapacita para recibir los sacramentos, y pone en serio peligro su fe.

En este panorama sombrío habría que hablar también del aborto, al que lamentablemente pueden llegar -y de hecho llegan- algunas de esas personas cuando les ha fallado el método anticonceptivo habitual. Y ahora, con la tristemente famosa “píldora del día siguiente” en cualquiera de sus modalidades, mucho más, porque el aborto queda en la penumbra de la duda. Pero no hay disculpa ninguna, porque es sabido que esas píldoras, además del efecto anovulatorio tienen siempre otro antiimplantatario, por lo que si ha habido fecundación, el aborto es seguro. Lo de menos es la fase de desarrollo embrionario en que se encuentre.

Por el contrario, el que a pesar de las debilidades humanas y la agresividad del ambiente, se esfuerza, con la gracia de Dios, en vivir la pureza -el soltero como soltero y el casado como casado, que la virtud afecta a todos, aunque de modo diverso- , tendrá el gozo de ser más capaz de amar fielmente, de comprometerse para toda la vida, y ese compromiso no se verá como un imposible, sino como algo deseable a lo que de ningún modo desea renunciar; las mismas dificultades de la convivencia -en el noviazgo o en el matrimonio- se llevarán con más fortaleza y ayuda mutua y servirán para madurar afectivamente; serán más generosos, cuando se casen, para engendrar hijos, fruto y expresión natural de un amor que desea ser fecundo. Y en fin, ese amor humano, limpio, delicado, fuerte, será un modo estupendo de crecer también en el amor a Dios, el mejor fundamento y la mejor garantía del amor entre sí.

La fe nos permite ver más claramente la grandeza del amor, ligado a la transmisión de la vida, y la dignidad de la persona, hija de Dios, a quien debo respetar, de la que no me debo aprovechar, que si ha de ser la madre (o el padre) de mis hijos, vale la pena poder mirarla siempre a los ojos con el orgullo de haberse querido noblemente, no torpemente. Y si alguna vez no ha sido así, no se busca justificar esa debilidad, sino que se reconoce y, si es preciso, se pide perdón a Dios en el sacramento de la reconciliación.

¿Cómo no ver la suerte de la vida de fe, que nos permite conocer mejor el sentido auténtico de la sexualidad, enmarcada en una antropología cristiana? Revélate contra películas, lecturas, modas, etc, que pretendan rebajarte, engañarte, empobrecerte; más aún, y perdona la claridad: prostituirte. Vive con señorío y elegancia el pudor en el modo de vestir, hablar y comportarte: respeta y haz respetar tu intimidad, no exhibiéndote por ahí, desvergonzadamente, como si fueras un objeto que se ofrece a los deseos y concupiscencias más torpes. Contribuye a llevar a cabo esa “cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia” (Camino, 121). Y saca a tus amigos de esos ambientes enrarecidos, que favorecen la irresponsabilidad en el estudio o en el trabajo, que con frecuencia lleva al alcoholismo o a la droga, y a veces a neurosis. Si Freud levantara la cabeza tendría que revisar su teoría de la líbido: no imaginó que lo que él consideraba la “medicina” para curar neurosis -la “liberación” sexual- iba a ser justamente la causa de no pocos trastornos afectivos y psicológicos, y desde luego morales.

Si procuras vivir el amor humano en toda su grandeza, en toda su pureza, entonces entenderás bien que alguien pueda dar su corazón entero al Señor en plena juventud: ese corazón que se habría puesto noblemente en una criatura, y que el Señor puede invitar a que se lo demos a El: “si alguno quiere venir en pos de mi...”(Mt 16,23): el celibato apostólico es posible, cuando Dios llama, si se sabe amar con generosidad. Y como Dios nos ama infinitamente más que nosotros podamos amarle a El, y puede más, y es más digno de ser amado que todas las criaturas de la tierra, salimos ganando.

”Triunfar” o servir.-

Otro posible motivo que dificulte, en la práctica, el modo gozoso de vivir la fe puede ser una actitud desenfocada ante los objetivos profesionales. Vivimos en una sociedad fuertemente competitiva, que obliga a trabajar mucho si se quiere destacar, pero que también ofrece notables alicientes humanos a los que sobresalen en su profesión: buenos sueldos, influencia social, puestos relevantes en la vida pública, fama, etc.

Una persona que no tenga un especial interés en poner a Dios en el centro de su vida, y no procure dar, por tanto, un sentido cristiano a todas sus actuaciones y a sus proyectos profesionales, tiene el riesgo de sustituir ese objetivo fundamental por otros más de “tejas abajo”. Como enseguida te recordaré, la fe no es un obstáculo para el verdadero progreso humano -profesional, técnico, económico, etc- pero sí debe llevarnos a un modo de entender el trabajo que nos obliga a hacerlo siempre rectamente, justamente, solidariamente, y sin desatender otras obligaciones, para con la familia y para con Dios. Por otra parte, sin estas exigencias no puede haber verdadero progreso.

Quizás tú tienes amigos o conocidos de gran valía profesional, pero que, tal vez llevados por el deseo de una cierta gloria humana, y alagados por otros que exaltan sus cualidades -no siempre con buena intención-, parecen obsesionados por la idea de triunfar, de subir lo más alto posible. Está claro que, en principio, destacar, estar entre los primeros, es un deseo legítimo. La bondad mayor o menor de ese deseo dependerá del fin. Un cristiano tiene la obligación de trabajar en serio, para santificarse en su profesión, y para estar bien preparado y poder servir a la sociedad. Cuanto más prestigio tenga, más podrá influir entre sus amigos y en su ambiente, y contribuirá a difundir un sentido cristiano de la parcela del saber a la que se dedique. En este contexto puede decirse que “al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea”; en todo caso, “si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave” (Camino, 332 y 336).

Pero si no se tiene un sentido cristiano del trabajo como servicio y lugar de encuentro con Dios, es más fácil que se tuerza la intención y, poco a poco, vayamos poniendo nuestro yo en el centro de nuestros objetivos: lo que ahora se busca es ser más que los demás, saber más, tener más, mandar más, ser más importante, ser admirado, envidiado, deseado, ser imprescindible, tener la última palabra... En esa espiral creciente de egocentrismo, es difícil no perder la objetividad, es difícil no cegarse, es dificil no faltar a la justicia y no caer en egoísmos, es difícil no maltratar a los demás y marginar a los que puedan hacernos sombra; es difícil también no desatender otras obligaciones, por lo que todo o casi todo se supedita al afán de triunfo personal: la familia, los amigos, las prácticas religiosas...

De otra parte, este empeño desordenado de crecer se presta a caer en desánimos, en tristeza y frustración cuando las cosas no vienen como deseamos. No se acepta un fracaso, una contrariedad fuerte porque se ha buscado la propia gloria. Una persona así no tiene la grandeza y la sencillez del que busca servir, y por tanto, sin que se diluya su responsabilidad, no personaliza los éxitos o los fracasos (aparentes o reales), como si todo dependiera de él, y como si las dificultades no fueran también una manera de aprender, sacar experiencia y progresar. Y, sobre todo, el que orienta su trabajo como un servicio y un lugar de encuentro con Dios, sabe que mientras se trabaja con seriedad y con rectitud, no hay verdaderos fracasos, pues nadie puede quitarle el mérito de haber trabajado con sincero deseo de acertar y hacer el bien. Eso es siempre positivo, y da su fruto, en él y en otras personas que ven el modo noble de desempeñar esas tareas. Si, no obstante, hay que variar el rumbo y recomenzar de otro modo, lo hará sin tensiones ni agobios, con elegancia y señorío: con esperanza en la providencia de Dios, que no dejará de ayudarnos para hacer el bien.

Otra diferencia importante entre el hombre de fe y el que vive como si no la tuviera, es la distinta valoración ante unos trabajos y otros. El primero, aún contando con el deseo de mejorar su preparación y promocionarse legítimamente, sabe o debe saber -y si no se vive así se cae en la tensión dicha antes- que, en último término la importancia de un trabajo no depende, sobre todo, de la consideración social que ese trabajo tenga “en el mercado”, y de la retribución que lleve consigo, sino de la perfección con que se realice y del amor a Dios que se ponga al desempeñarlo. El que está convencido de que esto es así, no tendrá envidia de otros que tengan trabajos más vistosos, y en el fondo -al margen de la legítima ilusión profesional que todos debemos tener y de las aptitudes personales- le da lo mismo trabajar en un sitio que otro, en una tarea u otra, porque es consciente de que lo esencial en su tarea es lo que acabo de recordar -perfección humana y amor a Dios-, cualidades imprescindibles para que el trabajo sea verdaderamente servicio a los demás.

Otra consecuencia muy importante de enfocar el trabajo con sentido cristiano es que resulta mucho más fácil entender y respetar la dignidad de la persona, de toda persona, y por tanto el valor sagrado de toda vida humana, que no debe violarse nunca. Es imprescindible que desaparezca de las leyes y las costumbres el aborto, la eutanasia, y técnicas reproductivas que la manipulen, la “fabriquen”, convirtíendose el hombre en árbitro de la vida y de la muerte, suplantando la Dios. En vez de poner la técnica y la ciencia al servicio del hombre, acaba siendo al revés, y así los adelantos biocientíficos se vuelven contra el hombre (fecundación in vitro, clonación, etc). Lejos de Dios es fácil que la conciencia se oscurezca y se confunda lo que técnicamente es posible hoy hacer, con lo que moralmente se debe hacer. Es otro de los grandes retos que el Papa ha recordado en la Novo Millennio Ineunte (n. 51), para enfocarlo adecuadamente. De igual modo podría hablarse de las leyes que protejan el matrimonio y la familia, en las que un católico tanto debe influir, para evitar el grave deterioro de la institución familiar.

Me parece que aquí está, en síntesis, un amplio campo más por el que tú, hombre o mujer creyente, has de agradecer la repercusión importante de tu fe en tu vida diaria.

Manos limpias.-

Qué duda cabe que la honradez es una cualidad -una virtud- que hemos de cultivar todos los hombres. No es exclusiva de los cristianos. En este sentido no tiene por qué haber distinción entre creyentes y no creyentes. Y afortunadamente encontramos hombres no creyentes que son ejemplares en el desempeño de sus tareas profesionales, sociales, políticas, etc: hombres veraces, que huyen de la doblez y el engaño y del provecho propio: hombres que procuran no mancharse las manos “metiéndolas” en lo que no les pertenece. Quienes viven así tienen una gran credibilidad y se ganan la confianza y la estima de mucha gente, que aprecia esa cualidad, particularmente necesaria en quienes desempeñan cargos representativos en la vida pública. Quienes no viven así -y antes o después la verdad suele salir a la luz- pueden hacer mucho daño a otros, y ellos mismos acabarán mal: Dios perdona siempre, cuando nos arrepentimos, pero a los hombres nos cuesta perdonar cuando hemos sido engañados por aquellos en los que confiábamos de buena fe y la mayoría les retirarán su confianza y su afecto.

En sentido contrario, podemos encontrar creyentes que no han sido ejemplares en su comportamiento social, en el modo de vivir la justicia, que no tienen las manos limpias. Estas personas pueden escandalizar con su conducta, pero sería injusto atribuir a sus creencias esos errores. Es lo contrario: por no vivir de acuerdo con las creencias religiosas es por lo que esa persona ha incurrido en malversación de fondos, en fraude fiscal, en apropiación indebida, en amigismo, o en cualquier otro delito contra la justicia distributiva, conmutativa o legal. O ha cumplido la letra de la ley, pero ha sido tacaño con los más necesitados, o le ha faltado amplitud de miras para favorecer más allá de lo estrictamente pactado a quien razonablemente se lo pide, etc.

En todo caso, lo que no se puede negar es que el hombre creyente, el cristiano, junto con todos los motivos de ley natural que tiene cualquier hombre de buena voluntad para vivir íntegramente la justicia, tiene además otras fuertes razones para comportarse, de hecho, así. Hoy no faltan ciertas facilidades en el ámbito de los negocios y en los cargos públicos, en lugares donde se maneja dinero abundante, para lucrarse indebidamente por procedimientos tan variados como la competencia desleal, el chantaje (casi siempre oscuro y sin apariencias de tal, para no levantar sospechas), el desvío de fondos públicos o privados en beneficio propio, etc. Cuanto más dinero se maneje, más margen de decisiones personales haya y menos control, más fácil ceder a la tentación, que puede ser muy fuerte. Por eso cuanto mejor formación de conciencia se tenga, cuanta más virtud, cuantos más y fuertes motivos tengamos para vivir con honradez, mejor. En caso contrario, el séptimo mandamiento (no robar) se puede tambalear, como se tambalea el octavo (no mentir), el sexto, el noveno..., cuando no se tiene la suficiente fuerza interior, en todo momento y en toda circunstancia. Y nadie tiene tantas razones como un buen cristiano para vivir ése y los demás Mandamientos. Por tanto, otro gran motivo de gozo para el hombre de fe.

Inquietud o paz en la conciencia.-

Llegamos a otro punto en el que la diferencia entre tener o no tener fe es muy importante. Pocas cosas hay que necesitemos más para ser felicies que la tranquilidad de conciencia. Nuestra vida es muy diversa de unos a otros en sus circunstancias externas -abundancia o indigencia, salud o enfermedad, juventud o ancianidad..-, pero ninguna de éstas puede suplir a la necesidad de tener una conciencia en paz. El remordimiento, la conciencia de culpa, es algo dificilmente soportable. Es como una tortura interior que no deja vivir, que quita la alegría, la esperanza y la paz.

¿Qué hacen, en estos casos, los que no tienen fe? Para empezar, pasarlo mal, como acabo de decirte. Y mientras no “resuelvan” esa situación, lo harán pasar mal a los que tienen alrededor, porque si les falta la paz interior lo que tendrán será desasosiego, inquietud, rebeldía contra cosas o personas en las que de algún modo se trata de descargar toda o parte de la culpa que pesa sobre su conciencia... Ante una persona así hay que estar atentos, porque es fácil que haga daño de palabra o de obra al que se le cruce por delante: no tiene dominio de sí, no controla sus palabras y sus reacciones y puede “salir” por cualquier lado.

Después, esas personas pueden hacer varias cosas: la más probable, echar tierra encima y dejar que el paso del tiempo mitigue o borre esa conciencia de culpa. Efectivamente puede ser que con el tiempo, se olviden esos remordimientos. Pero si se ha cometido un mal -contra el prójimo, y siempre contra Dios aunque esta dimensión del mal tal vez no la capte el hombre sin fe-, ese mal requiere ser reparado, por lo que el mero olvido no arregla la injusticia originada, ni ante Dios ni ante los hombres.

Otras veces, la probable falta de formación moral en las personas sin fe es causa de cometer errores -pecados- de lo que no se tiene conciencia: casi con toda seguridad en aspectos diversos del sexto y noveno mandamiento, tanto en solteros como en casados. Tampoco es, en principio, una disculpa. Es cierto que puede haber casos de conciencia invenciblemente errónea, que disculpa de los errores cometidos por no saber que determinados comportamientos son contrarios a la ley de Dios y, por tanto, pecados. Pero lo más frecuente es el caso de personas que, si quisieran, saldrían fácilmente de esa conciencia invenciblemente errónea, porque el error de conciencia no se debe, en esos casos, a incapacidad intelectual para entender el fundamento de las normas morales, sino a unas disposiciones o hábitos de conducta que no se está dispuesto a cambiar. Estas conciencias, que han “pactado” o que se han “entregado” a modos de vida contrarios al sentido cristiano de la vida -como decía, sobre todo en el modo de vivir la sexualidad-, antes de llegar a esa situación en la que ya la conciencia “no distigue” entre el bien y el mal -porque casi todo le parece bien, le parece lícito al menos en este campo-, sí distinguían, y cuando cedían y caían la persona era consciente de que se estaba portando mal. Pero si no se cambia de conducta, llega un momento en que lo que cambia es la conciencia. Y llega a esa situación práctica de error invencible, por hábitos adquiridos, contrarios a la ley moral, y crónicos.

En otros casos, sí se tiene conciencia de culpa, y es posible que se acuda a pedir perdón a la persona a la que se ha perjudicado, y si es el caso se restituya o compense de algún modo el mal ocasionado. Esa actitud es noble y buena, y traerá al menos en parte la paz a la conciencia. Pero a un cristiano no le basta, porque hay que pedir también perdón a Dios, al que se ha desobedecido y ofendido. En último término, el fundamento de la ofensa a la persona es porque tienen una dignidad inviolable que proviene justamente de ser imagen y semejanza de Dios. Y en la ofensa a la criatura es al mismo tiempo ofendido Dios, autor y creador del ser humano, en quien se refleja una parte de su Dignidad.

Frente a las dudas, zozobras e incluso auténticas torturas de conciencia del que carece del cauce adecuado para el perdón y la paz, el cristiano tiene la gran suerte de poder encontrar siempre el perdón, si en verdad está arrepentido de las malas acciones cometidas. Dios, a través de su Hijo Jesucristo, nos ha dejado en el Sacramento de la Reconciliación o del Perdón, una de las muestras más grandes de su amor por nosotros. Ha venido a salvarnos, y no deja de darnos una y otra oportunidad, mientras manifestemos nuestro deseo de recomenzar. No se cansa de perdonarnos. No se escandaliza de nuestros errores y debilidades. No quita importancia a lo que la tienene: llama pecado a lo que lo es, como en el caso de la samaritana (Ju 4,4-19) o de la mujer adúltera (Ju 8,3-11), pero perdona, a la vez que aconseja no pecar más. La parábola del hijo pródigo (Luc 15,11-32) es uno de los mejores ejemplos del corazón misericordioso de Dios Padre; una misericordia, como ha escrito el Papa en la encíclica “Dives in misericordia”, que se inclina sobre toda miseria humana y moral y extrae el bien de todas las formas de mal; una misericordia que vence al mal con el bien, con un amor que es más fuerte que el pecado (n. 13).

Podría hacerte muchas consideraciones sobre la maravilla de poder ser perdonado y encontrar así la paz de la conciencia y, a la vez, la fuerza de la gracia para vencer en las tentaciones. Podrían citarse muchos textos del Magisterio, del Papa, de los Santos... Algunos los conocerás tú. Te invito, más bien, para no alargarnos, a que hagas personalmente la prueba. Comprobarás, si acudes contrito -con verdadero dolor de tus pecados- a la confesión, que el encuentro con Jesucristo en este tribunal de misericordia te llena de paz, de deseos de corresponder al amor de Dios -nada arrastra tanto como el cariño-, y con el perdón viene la alegría al alma, que inevitablemente desaparece o se nubla cuando nos apartamos del bien y hacemos el mal. A la vez, la confesión frecuente es uno de los mejores modos de formar bien la conciencia, de no perder sensibilidad hacia el error, de no justificarnos o de no echar la culpa a otros. La confesión es una muestra de valentía, de humildad, de sinceridad y deseos de rectificación. La gracia nos devuelve la dignidad que habíamos perdido por el pecado. Volvemos a gozar de las cualidades de un hijo de Dios que -como el hijo pródigo- no debíamos haber perdido.

Termino este apartado con un sucedido real. En una audiencia con el Santo Padre una señora, al saludar al Papa, le pidió que dijera algo a su marido, que llevaba diez años sin confesarse. El Papa le escuchó y poniendo una mano cariñosamente sobre el hombro del marido se limitó a decirle con voz cariñosa: ¡Qué mal se está lejos de Dios! Y la gracia de Dios actuó a través de ese sencillo pero certero comentario de Juan Pablo II; aquel hombre quedó removido..., y se confesó.

Sin miedo a la vida

Llegamos a uno de los aspectos en que más se ha de notar la diferencia entre vivir de fe o vivir sin ella: la actitud ante las dificultades de la vida, el dolor, la enfermedad... y la muerte. Es importantísimo que tu fe llegue a calar en estas cuestiones fundamentales, porque sería una pena quedarse a medias y no extraer la riqueza de sentido que la fe nos ofrece con respecto a los graves problemas con los que, queramos o no, nos vamos a tener que enfrentar. Aquí se ha de notar tu “superioridad” sobre los que por desgracia no vivan iluminados por la fe: vivir sin miedo a la vida, y como después comentaremos, sin miedo a la muerte.

Cuando la vida se vive demasiado pegado al terreno, con la nariz demasiado cerca del muro -el muro de la vida, la frontera que nos separa del incierto más allá, el sentido último de las cosas-, cuando no se tiene o mejor no se quiere tener tiempo para pensar en el sentido de la vida del que hablábamos antes, todo va bien..., hasta que comienza a ir mal. Entonces, ¿dónde agarrarse?, ¿qué me sostiene cuando los vientos son adversos? Cuando aparecen dificultades serias en el trabajo, cuando vienen enfermedades importantes u otro tipo de dolores físicos o morales, o simplemente cuando empiezan a faltar las fuerzas, y se pierde el atractivo físico, y los demás ya no se fijan en nosotros, ya no nos necesitan; o incluso cuando parece que ya estamos de más, que sobramos -sobramos en la empresa, sobramos en el partido político, sobramos hasta en nuestra propia casa...- entonces, ¿para qué me ha servido triunfar, qué ha quedado de los amorcillos con los que tanto me divertí, donde están los afectos de esas personas que me buscaban (¿o es que lo hacían interesadamente...?) ?. La vida, que parecía tener a mis pies con todos sus atractivos, ahora me derrota y me deprime. No me había preparado para este momento, como si no fuese a llegar nunca, como si yo fuera eterno, como si, siguiendo a Epicuro, el sentido de la vida fuera buscar el máximo placer y evitar el mínimo dolor. Tenía el presente en mis manos, y el futuro no me importaba, o lo veía muy lejano. Pero el futuro se ha hecho presente, con más rapidez de lo que imaginaba, y no sé cómo abordarlo. Me encuentro vacío y defraudado. He vivido engañado, sin querer darme cuenta. Me dejé llevar de estímulos perecederos. Mi corazón está vacío. Un montón de años malgastados. ¿A qué se reduce todo este tiempo delante de Dios, qué queda de válido y meritorio para la vida eterna?

Ideas y sentimientos parecidos es muy posible que, en un momento dado de la vida, pasen por la cabeza de los que, consciente o inconscientemente, han vivido al margen de Dios, sin un empeño serio en buscar la verdad y hacer el bien. Esto no debe pasarle nunca al cristiano responsable. Tú y yo, y todos, pasaremos también por momentos de dificultad, de posibles incomprensiones o injusticias, de dolores y enfermedades que harán mella en nuestro ánimo. Sin duda, una de las manifestaciones más importantes de la vida de fe es estar preparado para llevar con sentido sobrenatural esos momentos, es decir, con esperanza, y convencidos del verdadero valor del dolor en cualquiera de sus formas: un valor corredentor, santificador. Un valor que proviene de unirlo a los sufrimientos de Cristo, que nos redime muriendo en la Cruz. Y nosotros, para aprovecharnos de esos méritos infinitos, hemos de participar también, libremente, de la Cruz del Señor: el misterio del dolor, que se une al misterio del pecado. Tú no puedes ver el dolor, si tienes fe, como una locura, o como un escándalo, como si fueras un pagano más.

Pero el miedo a la vida puede darse en otras muchas circunstancias que podemos llamar ordinarias, si falta fe. Miedo -en el sentido amplio de la palabra- ante muchas ocasiones en las que se precisa confianza en la Providencia de Dios, o valor para enfrentarse a ciertas dificultades, o generosidad para olvidarse de sí y pensar en los demás... Por ejemplo, hay muchas personas que tienen miedo al esfuerzo que supone abordar honradamente las tareas, con perfección y hasta el final. Otros temen defender la verdad y ser coherentes con sus creencias cuando el ambiente o las opiniones mayoritarias son contrarias. Otros tienen demasiados respetos humanos y actúan condicionados por el qué dirán o qué pensarán. Otros tienen miedo a reconocer sus errores, sus fallos o su ignorancia, por orgullo, por falta de humildad y de valor. Otros desconfían de las personas con las que trabajan o conviven -les temen- porque tienen una visión negativa de los demás, y conceden poco margen a la posibilidad de mejorar que todos tenemos. Otros no se deciden a tener hijos y educarlos, para ahorrarse esfuerzos y molestias...

Tú, hombre de fe, no puedes ser derrotado por estos temores. Tienes argumentos para vencerlos. De una parte, la confianza en la Providencia de Dios, para afrontar con serenidad el presente y el futuro, convencido de que tu Padre Dios no te va a dejar solo en ningún momento, y te dará la gracia necesaria para vivir tu fe y santificarte en toda situación. Y estarás seguro de la verdad de tu fe y de la necesidad de difundirla, aunque el ambiente pueda ser adverso. Y te comportarás con seguridad, aunque prudentemente, sin miedos al que dirán, porque actúas con rectitud de intención, de cara a Dios, que es lo más importante.Y tendrás la sencillez y la valentía de reconocer tus equivocaciones, cuando incurras en ellas, porque buscas la verdad y no el quedar bien a toda costa; y así serás más humilde, y más “humano” y cercano a los demás. Y si estás casado, tendrás una visión más fecunda y responsable del matrimonio, y desearás tener los hijos que razonablemente puedas mantener y educar, con generosidad.

¿Te parecen pocos motivos para vivir gozosamente tu fe, para no tener miedo a la vida?

...Y sin miedo a la muerte

Como es lógico, suele haber relación entre el modo de enfrentarnos a la vida y el modo de aceptar la enfermedad y la muerte. Se muere como se ha vivido, aunque por la misericordia de Dios -que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 2,4)- es frecuente un cambio de actitud en esos momentos finales, cuando hay tiempo para reflexionar y ante la cercanía de “la hora de la verdad”: no es raro reconocer los errores y los pecados y pedir perdón a Dios de todo el mal que haya podido hacer, y de todo el bien que ha dejado de hacer. La muerte, “el máximo enigma de la vida humana” (Gaudium et Spes, 18), nos pone a cada uno frente a la verdad de nuestra vida. Ya no valen autoengaños o subterfugios. Es cierto que la misericordia de Dios es infinita, pero no puede suprimir la justicia, que también lo es. Si no hemos buscado a Dios durante nuestra vida, el miedo a ese juicio particular (Catecismo, nn. 1021 y 1022) -el encuentro del alma con Dios, para dar cuenta de cómo ha empleado los años de vida que El le concedió para ganarse el cielo- será inevitable. Si hemos procurado vivir de cara a El, amarle y servirle a pesar de nuestros errores y debilidades, buscando su perdón en el sacramento de la Confesión siempre que lo hemos necesitado, no tendremos miedo a ese encuentro, porque ya nos hemos acostumbrado a buscar su Rostro y a escuchar su Palabra; lo que nos dolerán serán las omisiones y la falta de amor que hayamos tenido: las faltas de correspondencia ante las muestras constantes de su amor por nosotros. Soñamos, no obstante, con poder escuchar aquellas palabras, “venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34).

A la vez, sin fe, el “más allá” se presenta oscuro e incierto. Puede ser que no se crea en él, pero eso significa que con la muerte desapareceríamos totalmente y para siempre. En ese caso, ¿qué sentido tiene el bien y el mal en esta vida, portarse bien o portarse mal? : ¿para qué, si no hay un Juez infalible y un premio o un castigo?; ¿qué sentido tiene el dolor y las injusticias que a veces hemos de soportar en esta tierra?; ¿en qué se apoya entonces la justicia de este mundo?.Y si se cree en el más allá, porque el alma es espiritual y por tanto no puede desaparecer con la muerte -no es corruptible porque no es materia-, se ha de creer en el juicio, en el premio o en el castigo. En ese caso, lo que le pueda estar reservado al que se ha apartado conscientemente de la fe, sólo Dios lo sabe; de cualquier modo, no es deseable estar en esa situación.

Nosotros ahora no nos hacermos cargo bien de ese premio o ese castigo. Imprudentemente, temerariamente, podemos no darle importancia, como si fuera una cuestión menor o para gente un tanto timorata o inmadura. No hemos visto ni el cielo ni el infierno -ni el purgatorio- y aunque posiblemente hemos leído cosas sobre estos dogmas de fe -como por ejemplo, las revelaciones de algunos santos, como Santa Teresa, o de algunos videntes, como los pastorcillos de Fátima-, por superficialidad quitamos trascendencia a lo que significan, y eso aún creyendo en lo que enseña la Iglesia, apoyada en la Sagrada Escritura y en el Magisterio. Y no es bueno minimizarlos.

Pongamos algún ejemplo a lo humano, para hacernos una idea de lo que significan esos destinos o estados del alma, de los que nos habla el Catecismo . Supongamos que tenemos la suerte de poseer, aquí en la tierra, el mayor de los amores de la persona o personas más grandes, más poderosas, más bondadosas, más bellas, más magnánimas y misericordiosas... Y que esa o esas personas nos quieren, a cada uno, como si sólo existiéramos nosotros, que somos poca cosa, pequeños, indigentes, egoístas, y que además muchas veces nos hemos portado mal con quien tanto nos quiere. Y sin embargo, esas personas, nos introducen en su casa, nos quieren como hijos, nos hacen participar de su amor; llegan incluso a dar la vida por nosotros, para salvarnos de peligros muy graves, y además nos dan a su Madre por madre nuestra, y nos alimentan con buenos y abundantes alimentos que nos permiten participar de su mismo cuerpo y su misma sangre (la Eucaristía), y nos perdonan siempre que nos dolemos de nuestros fallos (la Confesión). ¿Cómo podríamos vivir si supiéramos que, por culpa nuestra, no vamos a poder ver, estar, amar jamás a esas personas? Moriríamos de pena, de sufrimiento, de tristeza, de dolor y del remordimiento de no haber querido corresponder cuando estábamos a tiempo de hacerlo. Ahora ya no tiene remedio, nunca, nunca, jamás...

Imaginemos, además, los más grandes dolores físicos y morales que pudiéramos padecer; y que nos digan que no son nada en comparación con los sufrimientos físicos del infierno. Y que no tienen fin, son para siempre, para siempre, para siempre...

Creo que nuestra imaginación no alcanza a hacerse cargo suficientemente de lo que significará tener ese Amor infinito, o no tenerlo; padecer esos sufrimientos o, por el contrario, toda la dicha, todo el bien, todo lo que place a los sentidos, sin que nuestra felicidad termine nunca... No es posible calar en todo lo que esto significa, pero sí lo suficiente como para estar prevenidos, sí lo suficiente para poder elegir ahora: o con Dios o contra El. No pretendamos una cómoda vía intermedia, que sería muy peligrosa, porque en el mejor de los casos termina en el Purgatorio, que si bien no es para siempre, y tenemos la seguridad de llegar al Cielo una vez purificados de nuestras culpas -que aunque no maten el alma son incompatibles con la visión de Dios-, el alma es privada de Dios y sometida a sufrimientos reparadores no pequeños (Catecismo, nn. 1030 y 1031). Pero además ese camino nos haría más vulnerables a los peligros, por falta de amor y fortaleza, y nos alejaría de la intimidad de Dios, fuente de la alegria.

De otra parte, asumir que nuestro destino definitivo es el cielo, para lo que hemos sido creados, nos ayuda a tener ahora señorío sobre las cosas de la tierra: señores, y no esclavos de ellas, como antes recordábamos. Desprendidos de la vida, y a la vez amándola apasionadamente; no indiferencia, no provisionalidad, amor apasionado y a la vez desprendido. Parece difícil y lo es, pero es posible, porque si no lo fuera Dios no nos lo pediría. Es posible poner la cabeza y el corazón en tantas tareas humanas buenas y nobles, personas, proyectos, empresas culturales, científicas, artísticas, políticas, etc., con deseos de servir y hacer bien a la humanidad -a muchas personas, individualmente consideradas-, conscientes de que Dios nos ha dado por heredad este mundo, que es por eso nuestro, más de los cristianos que de nadie -decíamos antes- porque somos más conscientes del origen, el sentido y la responsabilidad de esta herencia. Amor apasionado al mundo -así titulaba el Beato Josemaría Escrivá una homilía paradigmática sobre la tarea y la misión de los cristianos- y a la vez, el corazón libre de ataduras -incluso de ataduras buenas, como son todas stas, y otras semejantes-, porque sabe que su destino definitivo está en Dios, que este mundo es el paso necesario y obligado para ganarse el cielo; que aquí abajo todo tiene un valor relativo, aunque sea grande; el valor de ser “medio” para llegar al “fin” al cual hemos sido destinados desde la eternidad, antes de la creación del mundo: la santidad (Efe 1,4), la visión y posesión gozosa de Dios para siempre.

En resumen, el cristiano tiene la gran posibilidad de vivir “sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte”, como solía decir el Beato Josemaría. Si procuramos vivir así, muchos sentirán una envidia buena de nosotros, y les acercaremos a Dios.

Convivencia fraternal o “lobos rapaces”.-

La historia está llena de casos recientes y antiguos: cuando los hombres se alejan de Dios pueden convertirse en lobos rapaces para sus iguales, a los que ya no consideran ni iguales ni menos aún hermanos, sino obstáculos o enemigos para los propios intereses, sean económicos, ideológicos, políticos, etc. A la vista de tantos problemas Hobbes podría ver reforzada su teoría acerca de “el hombre es un lobo para el hombre” (aunque se equivoca al absolutizarla, así como al atribuir a la convivencia social las causas de los males del hombre y también en pensar que la solución es un Estado totalitario con un poder suficientemente fuerte para poner orden). La causa de los males está, sobre todo en el corazón del hombre, que, como decía, se puede endurecer hasta esos extremos al alejarse de Dios.

Es lamentable ver en qué poco puede llegar a valorarse la vida humana del prójimo: la mentira, la extorsión, los desprecios, las violencias y hasta los homicidios están a diario en las páginas de los periódicos, los telediarios, las crónicas de actualidad. Y las bibliotecas no guardan menor número de casos, desde que el mundo es mundo: desde que Caín, por envidia y odio a su hermano Abel (Gen 4,8), cometió el primer crimen de la humanidad. Y en “nuestros días” -en los últimos veinte siglos-, desde las persecuciones de los primeros siglos contra los cristianos, hasta las del siglo pasado por los regímenes totalitarios ateos, comunismo y nazismo en particular. Y las violencia y odios de unos pueblos y razas contra otros, sea en el corazón de Africa, o en el corazón de la “civilizada” Europa. Salvo los casos de legítima defensa -entre los que pueden darse casos inevitables de “guerras justas”, con unos requisitos imprescincibles para que así puedan considerarse, como recuerda el Catecismo (nn. 2308-2309)-, la mayor parte de las veces las guerras podrían y deberían haberse evitado, tanto más cuanto más devastadoras han sido.

Pero además de los grandes conflictos entre pueblos y naciones, que son señal clara de que Dios no es punto de referencia necesario en las relaciones humanas-, están los problemas menores en extensión pero a veces nos menores en intensidad que se dan en la convivencia diaria, en las relaciones labores, o en la vida política, o incluso en el ámbito de la propia familia, o en el deporte. ¿Por qué la desconfianza de unos hacia otros, por qué ver en el otro a un “competidor” o a un enemigo actual o potencial, por qué las críticas, las murmuraciones o las calumnias?; ¿por qué la dificultad real de distinguir entre las personas y sus ideas en la vida diaria y más en la vida política?: podemos estar o no de acuerdo en las ideas, pero a las personas que las defienden hay que respetarlas, siempre que sean expuestas pacíficamente.

Un capítulo particularmente doloroso de las consecuencias del odio ha sido la “lucha de clases” del marxismo comunista: ha dejado la herencia de millones de muertos en la historia reciente del pasado siglo. Afortundamente la utopía marxista se ha desmoronado, se ha descompuesto desde dentro por insostenible: la libertad y la verdad acaban teniendo más fuerza que los cañones, los muros electrificados y la alambradas. No obstante -aunque esto no quede reflejado en los libros de historia al uso-, sin la protección especial de la Providencia a través de la Virgen, ¡quién sabe hasta cuándo habría durado y qué más podría haber pasado!. Ahí están las profecías de Fátima, ya conocidas en su totalidad, para reflexionar sobre ello. Pero la mentalidad de “clases”, que lleva a enfrentar a unos con otros -ricos y pobres, patronos y obreros- no desaparece dae golpe, y puede seguir haciendo mucho daño en las relaciones laborales, en el entendimiento empresarial, etc. Y no es cristiana, porque lleva al enfrentamiento, no al entendimiento; a la desconfianza y a los prejuicios, no a la defensa serena y prudente de los propios derechos.

Por la actualidad que tiene en nuestro país, y también en otros de Europa u otros continentes, hay que detenerse un poco en otro gran foco de conflictos, que tampoco deben darse nunca entre cristianos: la absolutización de la raza, de la lengua, de la tierra, o de la religión. Todos estos valores son legítimos, pero no pueden absolutizarse hasta el punto de despreciar o menospreciar a los que pertenezcan a otros grupos, y menos recurrir a la violencia para defenderlos. ¿Por qué los nacionalismos que ciegan hasta el punto de despreciar al que no pertenezca a ese grupo étnico, lingüistico, ideológico o religioso?; más aún, ¿cómo no ver que ninguna idea puede pretender legitimidad si para sostenerla o difundirla se recurre a la violencia, al terrorismo, a los asesinatos?;¿cómo no entender que quien así se comporta pierde toda credibilidad?:¿cómo es posible pensar que del terror y la muerte pueda surgir la vida y la paz?: es completamente imposible, y no faltan casos históricos para demostrarlo (los regímenes que se impusieron por la violencia), y si esas personas llegan a tener el poder, seguirían empleando los mismos métodos con todo aquel que se opusiera a sus fines. ¿Cómo puede pensarse que quien se comporta así pueda buscar, sinceramente, proyectos de paz, de entendimiento, de convivencia civilizada? Mientras no desaparezca el odio de los corazones -alimentado conscientemente muchas veces- no hay cambio posible, no habrá luz y objetividad en los entendimientos, ni prudencia en las decisiones. El odio, en la medida en que se apodera del corazón, hace que los hombres se comporten de modo irracional; ya no se piensa, o peor aún se piensa sólo en cómo hacer daño al contrario. Y donde hay odio no hay verdad, ni puede estar Dios. Donde hay odio y mentira está el “padre de la mentira” (Ju 8,44, Catecismo, nn. 391-392), el diablo, que es un ser personal, que vive y actúa (Catecismo, n. 2851), en un intento inútil de eliminar a Dios de la faz de la tierra (Catecismo, n. 1086 y 1673). No lo conseguirá, aunque tenga éxitos parciales, más o menos sonoros. Dios puede más. Y por tanto nosotros también, unidos a El. Así podemos vencer en esta batalla de paz y de amor que los cristianos han de llevar a cabo hasta el fin del mundo. La paz entre pueblos y grupos no puede ser un mero equilibro de fuerzas o un simple consenso de interesadas concesiones puntuales. Mientras no haya paz en los corazones, los acuerdos serán inestables, precarios, formales, pero las relaciones humanas seguirán frias, y fácilmente deteriorables. ¡Qué importante es la fe cristiana para conseguir un modo de ser y de tratar a los demás que haga posible la paz!

Otro capítulo importante de la alteración de la paz en el ámbito familiar son los malos tratos. ¿Por qué esa violencia incluso entre familiares? Los medios de comunicación y los políticos airean alarmados y hasta escandalizados los malos tratos de mujeres por sus maridos, o sus ex-maridos o sus amantes..., pero llama la atención que casi nunca unos u otros pongan el dedo en la llaga, y analicen las causas de esos lamentables casos, para los que el remedio no es sólo mejorar los servicios sociales, o facilitar las denuncias, etc. Estas medidas están al final del proceso, pero al comienzo hay que abordar otras sin las cuales no se conseguirá casi nada. Esas medidas son complejas, pero entre ellas no pueden faltar las que ayuden a un mayor respeto mutuo, a una mayor comprensión, a una mayor fidelidad conyugal, a una mayor madurez personal antes y después del matrimonio, para la que es muy conveniente la formación doctrinal y moral, la vida de fe, la ayuda de la gracia del sacramento. Naturalmente estas medidas afectan no sólo a los legisladores; afectan también a los padres y por supuesto a la Iglesia. Parece que se tiene miedo a hablar -a reconocer, en primer lugar- estas causas, pero en realidad no es posible avanzar en la paz familiar mientras no haya paz y madurez en los corazones.

Y hay que considerar también la paz y el buen entendimiento en las relaciones humanas ordinarias en el trabajo, en el tiempo libre, en el deporte, etc. Hay que superar las calumnias, murmuraciones y descalificaciones a espaldas del interesado; hay que tener la lealtad de hablar siempre a la cara y con deseos de ayudar; hay que vivir la fraternidad cristiana, rasgo esencial de las enseñanzas evangélicas. Hasta tal punto lo son, que Nuestro Señor la señaló como cualidad distintiva de los cristianos: “en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros como yo os he amado” (Ju 13,35).

Podemos concluir este apartado con estas palabras: “un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor” (Beato Josemaría, Amigos de Dios, n. 9).

“La paz os dejo, mi paz os doy” (Ju 14,27). La paz es, sin duda, rasgo fundamental de la vida del cristiano. En el orden humano, bastaría esta gran fruto para que cualquiera deseara tener “aquello” que hace posible ser capaz de vivir en paz.

Hijos de Dios o “huérfanos”

Te he ido recordando aspectos diversos por los cuales vale la pena ser cristiano. Pero en esta relación, aunque incompleta, no puede faltar otra gran maravilla, que hay que llegar a descubrir para sentir, a fondo, el gozo de la vocación cristiana: nuestra condición de hijos de Dios. Como en los demás apartados, me limitaré a algunas consideraciones que te sirvan de estímulo para profundizar por tu cuenta.

Sabernos y sentirnos hijos de Dios es otra de las grandes diferencias entre los cristianos que procuran tomarse en serio su fe, y los que no lo son o no se esfuerzan en vivir como tales. Es cierto, como enseña la Teología, que todo cuanto existe, en cuanto ha sido creado por Dios, es, en último término, en un sentido muy amplio, hijo de Dios: por ejemplo, los animales, o la misma naturaleza. De una manera más propia, son hijos de Dios todos los hombres, por su condición de seres racionales, creados a imagen y semejanza del Creador: participamos así no ya sólo de su existencia -como los seres irracionales o el universo-, sino de su naturaleza racional, inteligente y libre: somos más semejantes a El que los seres no racionales. Pero aún podemos ser más intensa y propiamente hijos de Dios: en la medida en que participemos no ya del ser o existencia de Dios, sino de su misma vida divina, lo que es posible mediante la gracia santificante, que es, como dice San Pedro, una participación en la naturaleza divina (2 Ped 1,4). Por esta participación sobrenatural, que Cristo nos alcanza con los méritos infinitos de su Pasión, Muerte y Resurrección, podemos vivir no ya como criaturas de Dios, sino como verdaderos hijos (1 Ju 3,1). Una filiación, efectivamente, no natural, sino adoptiva, pero que puede y debe ser más fuerte y condicionante aún que la filiación de la carne; filiación divina por la que somos constituidos en un nuevo ser, como afirma Santo Tomás (S. Th, 2-2, q. 8,1,c), que nos transforma por dentro y debe impregnar nuestro modo de pensar, de obrar. y de ser. Se dice que todas las virtudes teologales y morales que vienen al alma con la gracia santificante son para ayudarnos a vivir como hijos de Dios.

La dignidad de la filiación divina es superior a la de cualquier filiación humana, por ejemplo a la filiación de un príncipe con respecto a su padre el rey. Y si los hijos de reyes procuran guardar la dignidad de la realeza delante de su padre el rey, ¿qué no habremos de hacer nosotros, si somos conscientes de estar siempre delante del Gran Rey, nuestro Padre-Dios? (Camino, 265).

Probablemente estarás pensando que aún admitiendo la importancia de la filiación divina, te queda mucho por descubrir, porque te parece que habitualmente no la sientes como algo que condicione e influye en tu vida diaria. Tal vez por eso no tienes suficientemente el gozo, y la responsabilidad, de un cristiano.

Para crecer en este rasgo definitorio de tu fe has de empezar por vivir habitualmente en gracia, como condición imprescindible: sino, careceríamos de la vida de Dios en nosotros, seríamos hijos “muertos” de Dios. Después, has de esforzarte en vivir siempre como corresponde a tu condición de hijo, y procurar imitar en todo a tu Padre, pareciéndote cada día más a Jesucristo, el Hijo unigénito, el Modelo que nos da a conocer al Padre hasta el punto de que El y el Padre son una misma cosa (Ju 10,30); y para eso, has de dejarte llevar, “moldear” por la acción santificadora del Espíritu Santo, el encargado de continuar la obra salvadora y santificadora iniciada por el Hijo (Ju 14,26). El Espíritu Santo es el “modelador”, que desea hacer en cada uno de nosotros una “obra maestra” -otro Cristo-, si le dejamos actuar siendo dóciles a su gracia. El Artista es prodigioso, pero no hará su obra si le ponemos obstáculos. Hay que querer dejarse formar, moldear, quitar lo que sobra (los defectos) y añadir lo que falta (las virtudes). No esquivemos los “golpes” del escultor: son amorosos, aunque a veces puedan doler, como puede doler la acción del médico cuando saja la herida, pero lo hace para curarnos, para quitarnos la infección y devolvernos la salud. ¡Animo, que se puede y vale la pena!

Como decía el Beato Josemaría, al que el Señor hizo sentir de modo muy especial la filiación divina, saber que somos hijos de Dios es una gran “receta” para todo. No es un decir: por ejemplo, ¿qué te puede hacer perder la paz y la alegría si sabes que nada de lo que suceda es ajeno al querer de tu Padre Dios, y que El no te enviará nada que no pueda contribuir a tu bien?; no necesariamente a un bien temporal (más salud, más dinero, más influencia, más poder...), pero sí siempre al bien espiritual (más amor a la voluntad de Dios, más amor a la Cruz, más santidad, más eficacia espiritual, más virtudes...). Tampoco la constatación de tus propias limitaciones y defectos te ha de desanimar, porque tu Padre te conoce mejor que tú, cuenta con esas deficiencias para que seas humilde y sientas más la necesidad de acudir a su ayuda, sin la que nada podrías hacer (Ju 15,5). ¿Y qué te puede dar más fuerza para las tareas que quieres llevar a cabo, al servicio de los demás?: con un Padre tan poderoso nos atrevemos a todo. Y la convivencia y el trato con tus semejantes, que no estará exento de dificultades y roces por el modo de ser propio y ajeno, ¿qué mejor modo de ver hermanos en los demás y tratarles como tales, que saber que también ellos son, como tú, hijos de Dios?; y en una familia numerosa puede haber hijos más o menos “descarriados”, aunque sus padres sean unos santos. Obligación gustosa de los hermanos “mayores” es querer y ayudar siempre a los “pequeños”, y en especial a los más necesitados.

Hijos de Dios, e hijos de la Iglesia. Decía San Cipriano que no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre. Los hijos de Dios nos sentimos también hijos de la Iglesia, fundada por Jesucristo para continuar hasta el final de los tiempos su misión salvadora. La Iglesia visible la componemos los hombres, y por tanto los pecadores. Pero no debe desanimarte, porque Jesús vino precisamente a buscar a los pecadores (Mt 9,13). Y aunque lo seamos, podemos llegar a ser santos, como han llegado los innumerables bienaventurados que están en el cielo, algunos de los cuales han sido canonizados por la Iglesia para ejemplo nuestro. Y tenemos la suerte de llamar Padre al Vicario de Cristo, el Papa, que asistido por el Espíritu Santo y en unión con los Obispos nos señala siempre la buena doctrina, distinguiendo la buena semilla de la cizaña (Mt 13,25 ) que el enemigo no dejará de sembrar. ¡No tiene precio la importancia de este Magisterio orientador! A lo largo de la historia, cuántas mentes privilegiadas han errado en sus planteamientos vitales -filosóficos y teológicos- por no seguir la doctrina clara y segura del Magisterio de la Iglesia. Y cuántas personas sencillas han alcanzado la verdadera sabiduría -don del Espíritu Santo-, por haber escuchado y seguido la voz segura y paterna del Buen Pastor.

Y, en fin, tú y yo, tenemos otra gran joya, que nos distingue también de los no cristianos: tenemos por Madre a la misma Madre de Dios, la Virgen María. Nosotros la tratamos y queremos como tratamos y queremos a nuestra madre de la tierra, adornándola de todas las perfecciones y privilegios que le corresponden por su misión singular y única de Madre del Redentor. Sabemos que la devoción a María es señal cierta de buen espíritu (Camino, 505) y el mejor atajo para ir a Jesús (Camino, 495). Quiere mucho a la Virgen y comprobarás que toda tu vida cristiana mejora y se enriquece.

Si procuramos vivir así, ¡cómo no ilusionarnos con amar cada día más la “contemplación del rostro de Cristo” que suscitará en nuestras vidas un “dinamismo nuevo” y el deseo de darle a conocer a otros muchos! (Tertio Millennio Ineunte, n. 15).

Y tu responsabilidad de cristiano.-

Vamos a terminar este repaso de temas importantes que, como cristiano, has de procurar vivir, y que da sentido y profundidad a tu vocación. Me parece que, simultáneamente, ha ido quedando claro que todo ese conjunto de grandes cualidades que deben acompañar necesariamente a tu vida de fe, supone, a la vez, la necesidad de difundirlas, por lo que no parece necesario extenderse ahora más en glosar esa responsabilidad. Si los cristianos hemos de ser sal y luz, como te recordaba al comienzo (Mt 5,13-14), no podemos vivir para nosotros sólos, desentendidos de los demás. Dar luz y sabor a este mundo nuestro nos obliga en primer lugar a ser coherentes con nuestra fe, y a la vez a pensar constantemente qué podemos hacer para que otros muchos encuentren también a Jesucristo, y le sigan. Nunca podemos estar de espaldas a la muchedumbre. El Señor nos pedirá cuentas de qué hemos hecho con los talentos que nos ha entregado (Mt 25,15), entre los que ocupan un lugar especial la fe. Hay que salir a sembrar (Mt 13,1-10), no podemos quedarnos en casa: la semilla es buena; los frutos dependerán de las disposiciones del que recibe el grano, pero a cada uno nos corresponde sembrarlo en abundancia. Siempre es tiempo de frutos, y los habrá si rezamos, damos buen ejemplo y trabajamos por el reino de Dios; aunque crezca lentamente en apariencia llegará a ser árbol frondoso (Mc 4,26-34). El Señor mismo nos promete que “mis elegidos no trabajarán en vano” (Is 65,23).

Tienes que sentirte enviado por el Señor, como los Apóstoles (Luc 9,1-2), para prepararle el camino, para darle a conocer con el ejemplo alegre y coherente de tu vida cristiana. Apóyate no en tus cualidades, sino en la gracia que El te dará abundamentemente para esparcir la semilla. Siente la urgencia de esa labor, que la mies es mucha y los obreros pocos (Luc 10,2 ), y no pases indiferente ante la gente que te rodea, tanto más si les ves necesitados, como ovejas sin pastor (Mt 9,36): has de tener compasión por esas muchedumbres, uno a uno, empezando por los más cercanos y conocidos. El Señor sigue diciendo a sus discípulos -es decir, a todos los cristianos- “Yo os he elegido para que vayáis y para que deis fruto” (Ju 15,16), y no debemos hacer oidos sordos a esa misión apostólica a la que nos convoca. Piensa en la responsabilidad que tienes con los que te rodean: que ninguno de ellos, necesitado de ayuda -como el paralítico de la piscina de Betsaida- pueda decir ante Dios “hominem non habeo” (Ju 5,7), no he tenido un amigo que me echara una mano y me sacara de la parálisis del alma durante tantos años.

El apostolado no es una simple iniciativa humana, sino un querer de Dios, y El nos ha prometido que estará con nosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20). Unamos nuestro pequeño esfuerzo al de innumerables santos, confesores de la fe, mártires..., que han corespondido con generosidad a lo que Dios les pedía. A ellos les debemos nuestra fe. De nosotros depende el que otros muchos también la reciban y “de que tú y yo nos portemos como Dios quiere -no lo olvides- dependen muchas cosas grandes” (Camino 755).

Pongamos “el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos”, contando con “la fuerza del mismo Espíritu que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza ‘que no defrauda’ (Rom 5,5)” (Tertio Millennio Ineunte, n. 58). La Santísima Virgen, “Estrella de la nueva evangelización”, como la llama el Papa, nos iluminará y nos guiará.

Termino con estas palabras, que podrían servir como un bello resumen de lo recordado en estas páginas: “grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: ‘este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama” (Es Cristo que pasa, n. 122).

Juan Moya
Madrid, 25-VII-01
Solemnidad de Santiago Apóstol

Fuente: arvo.net