Contemplacion eucarística y conocimiento de Cristo
No hay labios de mensajero sin oídos de discípulo

ROMA, jueves 7 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos, con motivo de la festividad de Corpus Christi, un artículo del padre José Antonio Ubillús, de la Congregación de la Misión (Vicentinos).

*****

Por el padre José Antonio Ubillús Lamadrid CM

Una de la devociones más hermosas que la Iglesia Católica ha fomentado y que ha echado raíces en el corazón de tantos pueblos del mundo entero es la adoración del Santísimo o contemplación de Jesús Eucaristía, un acto fe que permite un conocimiento gratuito de Cristo y un adentrarse en los sentimientos de su corazón. Una adoración y contemplación que tienen su culmen en la solemnidad de Corpus Christi.

Conocer a Cristo significa encontrarnos con él. Así es como conocemos a las personas. Hay diferencia entre saber de alguien y conocerlo. Esto último sólo es posible cuando nos hemos encontrado personalmente con él.

Recuerdo la historia de aquel relojero que entró en el ejército y a quien todos le encargaban revisar su reloj. Tenía tanto trabajo que cuando llamaban al combate, no podía luchar con eficacia porque no sabía hacerlo. Así también, ¡cuántas personas consagradas se han especializado hoy en toda clase de saberes, pero apenas conocen a Cristo! No han tenido tiempo para ello por lo que difícilmente van a poder comunicar lo que no han conseguido aprender. ¡Nadie da lo que no tiene!

Ciertamente este conocimiento de Cristo no nos lo puede transmitir en último extremo ni la reflexión, ni la meditación. Es, como en el caso del Espíritu, puro don de Dios que tenemos que pedir.

Así lo entendió, por ejemplo, Gandhi. Sabido es cuánto admiraba a Jesús y cómo intentaba vivir los principios de las Bienaventuranzas. Sin embargo nunca se hizo cristiano ni pudo reconocer a Jesús como el Hijo de Dios. En una ocasión le interpeló un cristiano diciéndole: “¡Cuánto me extraña que usted, tan conocedor de la fe cristiana, se haya fijado en los principios y se haya olvidado de la persona! Si me permite le sugiero que intente llegar desde los principios a la persona, desde el Evangelio a Jesús”. Y Gandhi le respondió: “Aprecio su sugerencia; pero no puedo adoptar esa postura con la cabeza, es preciso que mi corazón sea tocado. Saulo, añadió, no se convirtió en Pablo mediante un esfuerzo intelectual, sino porque algo le tocó su corazón. Lo único que puedo decir es que mi corazón está absolutamente abierto y que deseo encontrar la verdad”.

Tenía razón Gandhi: a Cristo no se le llega a conocer realmente desde el esfuerzo de la razón, sino desde la limpieza del corazón. Pero es preciso, y esto es quizá lo que aquel gran hombre no hizo, es preciso pedirle al Padre que nos dé ese don. Que sea él quien nos atraiga a Cristo; que sea él quien nos lo revele, porque “nadie conoce al Hijo más que el Padre y aquel a quien el Padre se lo quiera revelar” (Mt 11, 27).

El conocimiento de Cristo lleva inmediatamente al amor. Y es que no es posible conocerlo y no amarlo; no es posible contemplarlo y no sentirse atraído por él… Cuanto más profundo sea nuestro conocimiento de Cristo, mayor será nuestro amor por él. Y cuanto más lo amemos, más profundamente lo conoceremos, porque para conocer realmente a una persona es imprescindible mirarla con los ojos del amor.

Así era como pretendía ser amado Jesús, de manera personal. Por lo general cualquier reformador religioso proclama un ideal exterior a él mismo. Sólo Jesús se proclama a sí mismo y hace de sí mismo el centro de su doctrina- “¡Ven y sígueme!”, dice Jesús. “Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”, añade. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, afirma solemne. “En mí se cumple esta Escritura”, advierte en Nazaret.

Labios de mensajero y oídos de discípulo

No se trata, por tanto, de adherirse a un sistema intelectual o a una filosofía. No se trata ni siquiera de aceptar un mensaje divino o de plegarse a una verdad revelada. Se trata de convertirse a Cristo y convertirse de corazón. Y convertirse de corazón significa amarlo, entregarle todo nuestro ser y nuestra vida; dejarse poseer por él; abrirle el corazón para que sea él quien lo habite hasta el punto de que sea él quien se manifieste en cada gesto que hagamos en cada palabra que digamos. ¿No hemos observado cómo el amor transforma, moldea, y asemeja a las personas que se quieren? Pues así, amar a Cristo significa asumir sus valores, hacer míos sus criterios, hacer mía su vida.

Ni dudemos, pues, de entregar todo nuestro corazón a Cristo. Esforcémonos por adquirir aquel fantástico amor que sintió Pablo, un amor tan intenso que se expresaba en las formas más atrevidas: “¿Quién nos separará, decía, del amor de Cristo”. Y confiado, respondía; “Ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni el presente ni el futuro, ni la profundidad ni la altura… nada podrá separarnos del amor de Cristo” (Rom 8, 35-39).

Amar así al Señor es poner en él toda nuestra confianza. Conscientes de que él nos ha amado primero y espera simplemente ahora la respuesta de nuestro amor. Imaginémoslo cerca, contemplemos sus rasgos y entreguémosle nuestro corazón.

Entregarle a Cristo el corazón implica disponerse a compartir con él la vida, seguirlo por el camino de las Bienaventuranzas. Lo cual conllevará sufrimiento porque supone compartir su misma suerte.

A lo primero a lo que Jesús llama, según el testimonio de Marcos 3, 13-19, es a estar con él: “Instituyó Doce, afirma el evangelista, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar”. “Estar con él”. El discípulo necesita vitalmente instalarse en Jesús, estar con Jesús, para ser con Jesús y vivir en Jesús. Estar con Jesús, conocer a Jesús, escuchar sus palabras, contemplar sus acciones, conocer lo que siente y lo que piensa, cuáles son sus fidelidades y su meta. Es, pues, la primera función de los discípulos, porque si es verdad, como añade después el texto de Marcos, que quiere después enviarlos a predicar, pero primero los tiene que conocer. Porque no hay labios de mensajero, si no ha habido antes oídos de discípulo.

No puede haber misión, si no ha habido antes seguimiento. Y esto nos tiene que hacer pensar, porque, a lo mejor, somos en más ocasiones trabajadores del Señor que amigos suyos. Y lo que él quiere, en primer lugar, son amigos, seguidores. Y sólo después apóstoles. ¿Qué mensaje van a comunicar si antes no han escuchado? ¿Qué testimonio van a manifestar si antes no han conocido?. ¿Y qué experiencia de Cristo van a transmitir si antes no han vivido con él? (cf. Apuntes de un retiro predicado por el P. Santiago Azcárate, CM).

Del “estar con Jesús”, sale después una actividad más sosegada, más pensada y con más alma. Y todo ello sin temor a evasiones espiritualistas, porque el que sube a este Dios nuestro baja también a este mundo nuestro; ya que nuestro Dios es un Dios que se encarna, que vive y que siente (Ibid).