¿En
qué hay que convertirse?
Por Jose Ignacio García Jiménez s.j.
El tiempo de cuaresma es un momento en el que se nos invita especialmente a la
conversión. La conversión es una realidad compleja, es decir, no es fácil
concretar en qué consiste.
A veces los temas complejos necesitan de definiciones sencillas, por un lado, para dejar claro que son complejos; y por otro, para poder avanzar en su comprensión; algo así, como empezar poniéndolo fácil para después ir cargando los matices. Una definición sencilla sería: la conversión consiste en girar (dar un giro) a nuestra vida.
Y ahora los matices. Para poder girar es necesario un
eje sobre el cual realizar el giro, de otro modo (lo más probable) es
iniciar una serie de movimientos deslizantes que básicamente nos dejan peor de
cómo estábamos. Es decir, no giramos, sino que nos vamos desparramando como
plastilina, como una masa que no puede recuperar su forma y que abandona el
movimiento para entrar en otro estadio cinético: la flotación; como una mancha
de chapapote, que unas veces va a la deriva, y otras la lleva la marea. Y que
cree que tiene vida propia porque se expande, pero donde no hay rumbo, ni
horizonte. Aquí no hay conversión que valga, sino una desesperante disolución en
el océano de la vida, el consumo, las neurosis y demás marejadas de nuestro
tiempo global.
Afirmado que necesitamos un eje, esperar
que éste no seamos nosotros mismos. Sin duda que es necesario un “yo” sano,
armado, capaz de llorar ante lo sublime y de gozar de los placeres de la vida.
Lo que siempre se ha entendido como una persona normal. Pero si el eje somos
nosotros mismos entonces no hay giro, sólo contorsionismo (movimiento
anómalo del cuerpo o de parte de él, que origina una actitud forzada y a veces
grotesca, dice el diccionario de la Academia). Grotesco, ridículo, eso es lo que
conseguimos cuando pretendemos cambiarnos a nosotros mismos. Actitudes forzadas,
no interiorizadas, que terminan por desaparecer, o lo que es peor todavía, por
enquistarse. Y entonces se convierten en un problema para nosotros, y para los
demás. La santidad conseguida por nosotros mismos se convierte en un martirio
para los que nos rodean.
La cuaresma nos recuerda que el eje es
el Dios de Jesús. Y así, sí es posible girar, porque está fuera de nosotros.
Y no es nuestro empeño el que nos cambia, sino su llamada la que nos conmueve, y
nos hace virar nuestro rumbo. No son nuestros méritos, sino la confianza que
genera su presencia, lo que puede hacer que nos convirtamos. En esta cuaresma
hay invitaciones imperiosas para girarnos. En primer lugar, de nuestro
narcisismo agotador. Dios nos llama a escuchar los gemidos de un mundo
sufriente para que nos volvamos y nos detengamos: a auxiliar, a compartir. Se
nos invita, también, a girarnos hacia el silencio: sobran palabras,
mensajes, correos electrónicos, voces... nos llama al desierto. Para encontrarse
con nosotros cara a cara. Se nos invita, una vez más, a girar del consumo,
no para ahorrar, sino para generar misericordia. No para gastar con prudencia,
sino para compartir, para dar, para vaciarnos.
Se nos invita, también, a girar de la
sospecha a la confianza. No podemos ver fantasmas por todas partes, sólo lo
negativo, siempre segundas intenciones. Jesús camina sobre las aguas, y no es un
fantasma, para recordarnos que la creación está preñada de su presencia. El
reino de Dios está entre nosotros, y no podemos reconocerlo si no lo miramos con
los mismos ojos de confianza y misericordia de Dios.