III
Vivir cristianamente en
democracia
Introducción
Para poder vivir con paz en este mundo nuestro, tenemos que tratar de comprender
los elementos esenciales de nuestra propia vida. No podemos disfrutar de nuestra
condición de cristianos si no la conocemos suficientemente. Los laicistas
querrían recluir la vida cristiana, la vida de los cristianos, al ámbito
privado, como si la vida personal y la vida en familia pudiera estar inmunizada
de las influencias del ambiente y del conjunto de la sociedad. Tanto si las
aceptamos como si las rechazamos, los cristianos vivimos en este mundo,
recibimos las influencias de todo lo que hay en la sociedad y nos sentimos
también movidos y responsabilizados de influir en la vida de la sociedad,
denunciando y eliminando los males y apoyando todas las cosas buenas vengan de
donde vengan.
Para cumplir la recomendación cuaresmal tenemos que tener en cuenta la gravedad
del conflicto cultural en que vivimos. Están enfrentadas dos maneras de entender
la vida, uno de sus rasgos diferenciantes fundamentales es la valoración de la
religión, vida humana con Dios o sin Dios. Esta es una cuestión capital. Y no
solamente como una cuestión social o cultural, este conflicto se hace más agudo
porque el gobierno y grandes fuerzas sociales son claramente beligerantes en
favor de la implantación social de la concepción de la vida sin Dios.
Miembros responsables de la sociedad
No somos de este mundo pero vivimos en el mundo. Somos ciudadanos del cielo y
conciudadanos de los santos, pero esta vida celestial tenemos que ejercerla
penosamente en las condiciones terrenas de nuestra vida temporal. Esta es la
complejidad y la riqueza de la vida cristiana, vivir en comunión con el dios del
Cielo mientras peleamos en este mundo, estar bien presentes en la tierra
teniendo el corazón en el cielo, vivir intensamente en el hoy, cuando tenemos
puesta la esperanza en el mañana de la vida eterna.
Para no confundir las cosas, tenemos que afirmar desde el principio la
originalidad y las diferencias de la Iglesia respecto del resto de la sociedad.
La Iglesia es la sociedad de los hijos de Dios en el mundo. Después de una larga
preparación, comienza con la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la
Virgen María. El es el Hijo de Dios hecho hombre, principio de la nueva
humanidad, la humanidad de los hijos de Dios encabezados por El y santificados
por el Espíritu Santo. La Iglesia «tiene su origen y su fundamento permanente en
Cristo, sus miembros nos incorporamos libremente a ella por la fe y el bautismo
y recibimos el don del Espíritu Santo, principio de renovación espiritual que
nos dispone para actuar justamente en este mundo mientras caminamos en la
presencia de Dios hacia la vida eterna. Ninguna otra institución tiene en la
tierra medios ni fines semejantes.» (Orientaciones morales, n.45).
Los católicos nos sentimos hijos de Dios, llamados a la vida eterna, pero
tenemos los pies en el suelo y sabemos que tenemos que afirmar nuestra fe,
ejercitar nuestra esperanza y practicar diligentemente nuestra caridad en el
contexto real y actual de nuestra vida terrestre. Así, en la vida de los
cristianos se va haciendo poco a poco, penosamente, la reconciliación y el
encuentro entre el Creador y las criaturas, entre el Padre celestial y la
humanidad. Viviendo para Dios no nos alejamos del mundo, porque sabemos que el
mundo es de Dios y Dios se ha vinculado definitivamente a nuestro mundo en la
carne de su Hijo. Quien se acerca a Dios, se siente enviado al mundo con el
mismo amor con el cual El vino y se entregó por nosotros. El cristianismo es la
religión del hombre para Dios y porque antes Dios quiso vivir y morir para el
bien del hombre.
De este modo los cristianos nos sentimos doblemente vinculados a nuestro mundo y
a nuestros hermanos. Por nuestra condición humana y por la ley del amor nos
sentimos vinculados a nuestro mundo, al bien de la sociedad concreta en que
vivimos.
Los cristianos y la misma Iglesia, somos parte de la sociedad, estamos
profundamente arraigados en ella por vínculos naturales y sobrenaturales, por
múltiples vínculos de convivencia reforzados por el apremio del amor fraterno.
El hecho de adorar a Dios y de vivir arraigados en Cristo no nos aleja del mundo
sino que nos permite vivir más intensamente nuestras responsabilidades y ofrecer
a nuestros conciudadanos los mismos dones sobrenaturales que nosotros hemos
recibido y los abundantes bienes de orden cultural y social que se derivan de la
iluminación de la fe y de la sanación espiritual que los dones del Espíritu
Santo producen en nosotros. Si la razón humana es capaz de organizar la
convivencia y elaborar modelos morales de vida y de comportamiento, la fe
purifica y enriquece las capacidades naturales, ilumina la razón, purifica los
deseos y fortalece la voluntad para percibir y practicar el bien en la vida
personal y social.
No sólo los partidos políticos y las instituciones temporales pueden y deben
enriquecer la vida de la sociedad. También la Iglesia y los cristianos en tanto
que cristianos podemos y debemos ofrecer a la sociedad en que vivimos todos los
bienes naturales y sobrenaturales que hemos recibido. Creer en Dios y vivir
según su voluntad no es algo opcional de lo que podamos prescindir sin padecer
graves privaciones y malograr nuestra existencia. Este es precisamente el error
trágico del laicismo, pensar que el hombre encerrado en sí mismo, sin contar con
Dios, puede alcanzar la plenitud de su existencia. Si estamos hechos para
convivir con Dios, si somos algo más que el resultado de una evolución
estrictamente mundana y material, los hombres no podemos llegar nunca a serlo
totalmente sin reconocer a Dios como referencia absoluta y centro definitivo de
nuestras aspiraciones. Por eso los cristianos, al sentirnos elegidos y
enriquecidos por el conocimiento y el reconocimiento de Dios, nos sentimos
obligados a ofrecer a nuestros conciudadanos esta fe que sostiene nuestra
existencia y de la cual nacen convicciones y sentimientos que iluminan y
fortalecen nuestra existencia también en las vicisitudes y obligaciones de
nuestra vida social, cultural, económica y política. «No seríamos fieles a los
dones recibidos, ni seríamos tampoco leales con nuestros conciudadanos, si no
intentáramos enriquecer la vida social y la propia cultura con los bienes
morales y culturales que nacen de una humanidad iluminada por la fe y
enriquecida con los dones del Espíritu Santo» (ib. n.46).
«La fe no es un asunto privado» (ib. n.48). Quienes pretenden reducirla a la
vida privada cometen dos equivocaciones. En primer lugar no se dan cuenta de que
la fe en Dios es una decisión personal que afecta a la persona entera, en la
comprensión de sí mismo y del mundo, en el proyecto y realización de todas sus
acciones y realizaciones sociales. Por otra parte, esa distinción que a veces
aceptamos sin discusión entre vida privada y vida pública no responde la
realidad de nuestro ser. Nada en el hombre es del todo privado ni es únicamente
público. Nuestras convicciones personales más íntimas condicionan la manera de
manifestar y desarrollar nuestra vida en las relaciones con los demás. Lo que
hacemos en la vida pública nace de lo que somos en el foro interior de nuestra
conciencia, de nuestras convicciones, de nuestras aspiraciones más profundas y
personales.
Por eso está plenamente justificado que nos preguntemos cómo podemos y debemos
portarnos los cristianos en la vida pública, y más en concreto qué debemos hacer
para vivir adecuadamente como cristianos en una sociedad democrática? Lo que
ocurre a nuestro alrededor nos influye profundamente, influye en nuestras
familias, nos facilita o nos perjudica vivir de acuerdo con nuestra fe y
nuestras convicciones religiosas. De estas cuestiones queremos ocuparnos en esta
tercera conferencia.
El servicio de la evangelización
A la hora de pensar en los servicios que los cristianos tenemos que hacer a la
sociedad en la que vivimos, tendemos a pensar inmediatamente en servicios de
orden material, valorando únicamente lo que la Iglesia hace en el orden de la
educación de la asistencia a los enfermos o los necesitados de cualquier género.
Que esta simplificación la hagan quienes no conocen ni valoran la fe como una
riqueza de la existencia, puede ser explicable y excusable. Pero que esto mismo
lo hagamos los mismos cristianos es un error imperdonable.
La Iglesia, y los cristianos como miembros suyos, estamos en este mundo, ante
todo, para difundir el evangelio de Jesús, para ampliar y multiplicar su
testimonio sobre la bondad de Dios, para ayudar a nuestros hermanos a descubrir
la verdad y grandeza de nuestra existencia, tal como Dios nos la manifestó en
Cristo, «para que su nombre sea santificado, para que venga su Reino, para que
su voluntad se cumpla en la tierra como en el Cielo».
Con frecuencia se piensa que este anuncio del evangelio corresponde sólo a los
Obispos y sacerdotes, a los religiosos y consagrados. Es cierto que todos
tenemos nuestras responsabilidades y tareas específicas, pero tenemos que tener
muy claro que el anuncio, la presentación de la Palabra de Dios como palabra de
salvación, consiste en la presencia elocuente de Cristo en nuestro mundo, como
Palabra de salvación, que se hace presente en el testimonio, en la vida y en la
actuación de los cristianos en su conjunto. La Iglesia entera, todas las
comunidades, todos las familias cristianas, todos los cristianos en su conjunto,
arraigados en Cristo y vivificados por el Espíritu, somos la ampliación
elocuente de la gran palabra de Dios al mundo que es Cristo.
Tenemos que cambiar muchas cosas en este servicio de la evangelización superando
cualquier actitud de superioridad o de imposición. Sin condenar, sin juzgar ni
menospreciar a nadie, nuestra misión es ofrecer humilde y amablemente, y con
toda claridad, lo que hemos recibido, porque estamos seguros de que los demás
también lo necesitan para vivir su vida adecuadamente, para ser felices, y
porque además el Señor merece ser conocido y alabado por todos sus hermanos. Ese
es el primer gesto de reconocimiento y alabanza que le debemos. La primera
exigencia de nuestra gratitud. Evangelizar sin condenar, ofrecer sin humillar,
éste tiene que ser el nuevo estilo.
Los derivados culturales de la fe
Junto con el anuncio de la bondad y de las promesas de Dios en Jesucristo, la
Iglesia y los cristianos podemos ofrecer a nuestros conciudadanos muchos bienes
de orden cultural, ya no directamente religiosos, que históricamente han nacido
de la experiencia cristiana, como la valoración de la persona, el aprecio de la
vida, la igualdad entre varón y mujer, el valor del trabajo, el respeto absoluto
por la justicia, la unidad e igualdad de razas y pueblos, etc.
Aunque la vida cultural y política no es competencia directa de la Iglesia,
nuestra fe clarifica los contenidos de la justicia y purifica la voluntad para
servirla y respetarla. (Benedicto XVI en «Dios es amor»). Este servicio de la
Iglesia ha tenido una importancia decisiva en la configuración de nuestro
patrimonio cultural, social, jurídico y político. La misma democracia ha nacido
y crecido en el humus cultural del cristianismo.
Una distinción fundamental
En este punto hemos de tener presente una distinción que es fundamental para ver
con claridad en este asunto. La Iglesia en su conjunto, quienes la representan y
tienen autoridad en ella, los cristianos en cuanto miembros de la Iglesia,
tenemos que mantener una distancia en relación con los asuntos de este mundo,
con todo lo que es obra de la razón, de las ciencias y técnicas, de la política.
Los asuntos que forman parte de la vida racional y técnica del hombre y de la
sociedad son competencia del hombre y de la sociedad en sus instituciones y
actividades naturales. El mundo tiene una consistencia interior que no puede ser
alterada al margen de su propia naturaleza. Esta es la verdadera secularidad del
mundo. En este terreno la Iglesia no tiene competencia especial. Su misión es
religiosa y moral. Otra cosa es que la moral derivada de la fe en Dios, cuando
se cree desde el fondo del corazón, influya realmente en la manera de ver y
hacer todas las cosas. Anunciando el Reino de Dios la Iglesia trabaja
indirectamente en favor de la libertad, de la solidaridad, del desarrollo y de
la convivencia. La fe ilumina y humaniza todas los ámbitos de la vida personal,
familiar y social, nacional e internacional (ib. nn.48 y 49).
Responsabilidad social y política de los laicos cristianos
Los fieles cristianos, en la medida en que forman parte de la sociedad
terrestre, tienen que colaborar con todos los demás ciudadanos en la noble tarea
de construir la ciudad terrestre de la manera más justa posible, buscando
continuamente fórmulas de convivencia y de colaboración en la verdad, la
libertad y la justicia. Esta es la doctrina ampliamente enseñada en la Iglesia
por el Concilio Vaticano y por múltiples documentos de los Papas y de los
Obispos. En España la Conferencia Episcopal publico en 1986 un documento sobre
este punto «Católicos en la vida pública» que tiene hoy plena actualidad.
Los laicos, como ciudadanos de la sociedad secular, en plenitud de sus derechos
y obligaciones, tienen preferentemente la tarea de hacer valer las normas
nacidas de la recta razón, de la fe y del amor cristiano en las relaciones y
actividades de la vida secular. Los laicos cristianos tienen «el deber inmediato
de actuar en favor de un orden más justo en la sociedad». La caridad tiene que
animar toda la vida de los fieles cristianos y por tanto también sus actuaciones
políticas, en forma de lo que se llama «caridad social». Su misión es
«configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y
colaborando con los otros ciudadanos, según las respectivas competencias y baso
su propia responsabilidad (ib. n. 29).
Con frecuencia, cuando los cristianos criticamos una ley o proponemos un
proyecto, nos dice que queremos imponer a la sociedad nuestras propias
convicciones de moral, como hacíamos en los tiempos del Estado confesional y de
la Iglesia impositiva. La respuesta es clara. Primero que nosotros no queremos
imponer nada, simplemente proponemos nuestras ideas como las demás, porque las
consideramos buenas para todos. Reclamamos solamente la posibilidad de que
nuestras ideas sean conocidas y lleguen a ser aceptadas como cualquier otra si
por los procedimientos previstos alcanzan la mayoría y la aceptación requerida.
Por otra parte, la moral cristiana no es una moral ajena a la naturaleza humana,
no es algo arbitrario y añadido a la vida y a la conciencia humana normal. En su
mayor parte, la conciencia cristiana es simplemente la moral común, fundada en
la naturaleza humana, al alcance de la razón, refrendada por la tradición
humana, iluminada y fortalecida por la fe. La fe no nos trae una visión
sobreañadida, artificial, y por tanto perturbadora y prescindible. Sino que es
la misma moral humana, fundada en la misma naturaleza, conocida por la razón
común, clarificada por la fe y la tradición cristiana, fortalecida por los dones
y a las ayudas del espíritu. Otra cuestión es si la moral cristiana tiene algún
contenido específico no perceptible por la sola razón al margen de la revelación
divina. Algunos moralistas dicen que no. Pero no parece una opinión bien fundada
teológicamente. En profunda sintonía con lo natural, la gracia desborda la
naturaleza, no sólo teóricamente sino también en el orden práctico, en la
manifestación del amor a Dios y al prójimo, como p.e. la abnegación martirial y
ascética, el amor a los enemigos, el perdonar setenta veces siete, etc. La
constitución de un patrimonio moral social, dinámicamente entendido, con la
aportación cristiana, en colaboración con el ejercicio de la recta razón de
todos los conciudadanos es aceptable como base moral de la vida política, pero
no como sustitutivo de la moral eclesial tradicional y plena. La Iglesia no
puede por qué concordar su patrimonio con nadie ni someterlo a nadie.
Con una plataforma común
«La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural,
es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y
sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente
esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y
contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la
justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun
cuando esto estuviera en contraste con intereses personales» «La Iglesia no
puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de establecer la
sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco
puede desentenderse de las exigencias de la caridad en el mundo. Tampoco puede
quedarse al margen de la lucha por la justicia. Tiene el deber de ofrecer,
mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución
específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y
políticamente realizables.» (Benedicto XVI, Dios es amor, n.28).
«La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural,
es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y
sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente
esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y
contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la
justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun
cuando esto estuviera en contraste con intereses personales» «La Iglesia no
puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de establecer la
sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco
puede desentenderse de las exigencias de la caridad en el mundo. Tampoco puede
quedarse al margen de la lucha por la justicia. Tiene el deber de ofrecer,
mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución
específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y
políticamente realizables.» (Benedicto XVI, Dios es amor, n.28).
En sus juicios y actuaciones sociales, los cristianos tenemos con los demás la
plataforma común del reconocimiento de la dignidad y los derechos de la persona
en la medida en que son conocidos por la recta razón y forman parte del
patrimonio cultural y moral de la sociedad. La iluminación de la fe y del amor
cristiano no entran en conflicto con este patrimonio racional y común, pues
razón y fe son vías armoniosas y complementarias de conocer la misma realidad y
en mismo ser de la persona en todas sus dimensiones. La profunda armonía entre
fe y razón, arraigadas en la mente y en la voluntad del mismo y único Dios,
hacen posible la colaboración sincera y paciente entre cristianos y no
cristianos. Quien sigue las luces de la recta razón se acerca a la fe, quien
vive la fe sinceramente asume con facilidad las verdades adquiridas social y
históricamente por mediante el ejercicio de la razón.
Aunque a veces nos acusen de lo contrario, la intervención de los cristianos en
política no tiende a imponer a los demás la fe o las obligaciones de la moral
cristiana, sino en favorecer el bien común de todos, en libertad y justicia, tal
como es patrimonio de la sociedad con la iluminación y la purificación, la
rectitud y perseverancia que la vida cristiana aporta a quien la vive
sinceramente.
Esta intervención de los cristianos en la vida pública se puede y se debe hacer
en muchos ordenes y de diferentes maneras.
Se puede hacer de forma personal o asociada. En la vida ordinaria, por el
sistema del boca a boca, familia, amigos, tertulias, si sabemos responder, si
tenemos el valor de replicar amablemente y serenamente podemos hacer valer la
opinión cristiana sobre muchos acontecimientos y prácticas en muchos asuntos.
Estamos pecando de demasiado silencio, de demasiadas condescendencias.
Diversos planos
Esta intervención e influencia de los cristianos en la vida social se puede
desarrollar en
-el plano de las actividades profesionales, médicos, abogados, jueces,
periodistas, profesores. Hay que saber en qué mundo vivimos y saber replicar
serenamente con argumentos sólidos defendiendo los puntos de vista cristianos de
acuerdo con la ley natural. Este es un elemento fundamental para la identidad de
los cristianos y el vigor espiritual de la Iglesia. Los perfiles de la Iglesia
se desdibujan si los cristianos no se diferencian por el ejercicio de la caridad
en su vida profesional. En muchos casos puede resultar obligatoria la objeción
de conciencia, médicos, farmaceúticos, abogados, constructores, políticos,
funcionarios, etc.
-especial importancia tiene lo que podamos hacer mediante actuaciones que
influyen directamente en la opinión pública, en las tendencias culturales,
estudios, investigaciones, publicaciones, declaraciones, cartas al director,
favorecer unos medios u otros, etc., etc.
El ejercicio del voto
La participación más común de los cristianos en la vida política consiste en el
ejercicio del derecho a votar. ¿Cómo votar en unas elecciones en las que ningún
partido asume enteramente las enseñanzas del evangelio ni de la moral católica?
Los católicos sabemos que en la sociedad actual es muy difícil que el programa
político de un partido coincida en todo con la moral católica, ni siquiera con
lo que se podría esperar de un gobernante católico que quisiera en todo atenerse
a las directrices de una recta conciencia. Dos cosas quiero señalar. La primera
es decir que los católicos, como todos los ciudadanos, antes de votar valoramos
las propuestas de los partidos en muchos elementos contingentes y opinables
acerca de cómo resolver los múltiples problemas temporales de la convivencia.
Pero en esta valoración es necesario que valoremos también de manera especial
los aspectos y las consecuencias morales de la ideología, los programas y las
actuaciones conocidas de los diferentes partidos en asuntos como la educación
religiosa, el apoyo al matrimonio y a la familia, el respeto a la vida desde la
concepción hasta la muerte natural, la protección de la seguridad, la paz social
y la convivencia, la atención y solidaridad con los pobres y necesitados,
emigrantes, enfermos, tercer mundo, además de todos los demás elementos que
integran el bien común actual de nuestra sociedad.
«Es preciso afrontar con determinación y claridad de propósitos el peligro de
opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y
principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano,
en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas,
desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia
fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras
formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter
peculiar y su insustituible función social» (Benedicto XVI, Discurso al IVº
Congreso Nacional de la Iglesia de Italia, Verona, 19 de octubre de 2006).
Podemos los católicos apoyar con nuestro voto a un partido que ha eliminado la
figura del matrimonio de nuestra legislación civil y está preparando el ambiente
para legalizar la eutanasia?
En el momento actual, los católicos, además de pensar en los elementos de orden
material y social que podemos esperar de la buena acción de los gobiernos, para
votar responsablemente y según nuestra conciencia y nuestras obligaciones como
católicos, tendríamos que preguntarnos cómo se sitúa cada partida y cada
político en relación con la ley natural y la ley de Dios en asuntos tan
importantes como:
-el respeto a la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural;
-la visión del matrimonio y de la familia, la protección legal de la familia,
desde las políticas de la vivienda, la compatibilidad del trabajo exterior con
las obligaciones de la familia, las ayudas para la crianza y educación de los
hijos, el reconocimiento del trabajo de la mujer en la casa como una actividad
de alto interés social, etc.
-en todo lo referente a la educación de los niños y jóvenes, desde el derecho a
la elección de centro, la formación religiosa en la escuela pública, la ayuda a
la creación y mantenimiento de centros de enseñanza no estatales en igualdad de
condiciones, el clima educativo general en materias morales, la lucha contra las
drogas, contra la promiscuidad sexual, el apoyo a una buena educación de niños y
jóvenes, etc.
-la actitud ante los temas de convivencia general y pacífica, la seguridad de
los ciudadanos, la lucha efectiva contra el terrorismo, la justicia y la
solidaridad entre todos los pueblos de España.
Los católicos tendríamos que aprender también a hacer valer nuestro voto
mediante la presencia de nuestros puntos de vista en la opinión pública y la
cohesión de nuestros votos exigiendo garantías de los candidatos sobre aquellos
puntos que nos interesan a todos. La dispersión y la falta de unidad hace que
los políticos no nos tengan en cuenta y no acepten nuestros puntos de vista. Es
verdad que la Iglesia nos reconoce la libertad de opinar en política y la
libertad de voto, pero tiene que ser nuestra conciencia la que nos mueva a votar
teniendo en cuenta las dimensiones morales de la cuestión, apoyando a aquellos
partidos que más se acerquen a las exigencias de una conciencia católica. Aunque
la fe cristiana no se identifique con ningún partido, tampoco los cristianos
podemos ser indiferentes o neutrales. Estamos más cerca de los que más se
acercan a la concepción cristiana de la vida y menos agresivos son contra la
moral natural y cristiana.
La intervención de los cristianos en los diferentes partidos políticos
Aunque los partidos no sean confesionales ni estén del todo de acuerdo con las
exigencias morales del cristianismo, los cristianos pueden participar en ellos,
con tal de que tengan la libertad de ser críticos y confesantes en aquellos
puntos que tienen conexión clara y directa con las propuestas y normas de la
moral natural y cristiana. Los cristianos pueden militar libremente en los
partidos que mejor les parezca en función de su servicio al bien común. Pero es
evidente que a la hora de juzgar la capacidad de un partido para servir al bien
común, el cristiano tiene que mirar mucho cómo se comporta el partido que quiere
elegir en los puntos más directamente relacionados con los aspectos morales de
la vida social, tal como hemos señalado al hablar del voto.
En el caso de la participación activo en un partido, el cristiano tiene que
exigir al menos plena libertad para disentir y manifestar sus puntos de vista en
cualquier punto que se discuta y la libertad de conciencia y de actuación
necesaria para no verse obligado a apoyar ningún acuerdo que vaya en contra de
su conciencia, en contra del bien común en las materias morales tal como las
entendemos y defendemos en la Iglesia.
Con frecuencia se da el caso de que algunos cristianos valoran más su obediencia
partidista, incluso en materias morales, que la integridad de su comunión
eclesial. Para vivir cómodamente en un determinado partido esperan que la
Iglesia cambie en sus enseñanzas sobre materia sexual, p.e., sobre la
indisolubilidad del matrimonio, el aborto o la eutanasia. Se presentan como
cristianos progresistas y pretenden que la Iglesia se someta a los programas de
su partido en vez de luchar para que su partido se acerque a las posturas de la
Iglesia, o por lo menos las respete, posturas que son de ley natural y del
verdadero bien social y personal. Para poder seguir militando en un partido más
o menos laico, más o menos laicista, el cristiano debe exigir la libertad para
disentir y presentar objeción de conciencia en todo aquello que suponga una
infracción contra la ley natural y contra su conciencia cristiana. Tiene que
preguntarse si su militancia colabora o no con los proyectos de su partido en lo
que tengan de inmorales, si el bien que pueda conseguir mediante esa militancia,
dentro y fuera del partida, compensa de alguna manera los riesgos de esa posible
colaboración. Lo que no vale es pretender que la Iglesia y la conciencia
cristiana se someta a las exigencias de la identidad partidista.
Democracia y moral
Lo que venimos diciendo supone que la política no es una actividad exenta de las
normas y valoraciones morales. La tentación del laicismo en este punto consiste
en considerar la política exenta de cualquier ley moral objetiva y superior,
previa e independiente a las decisiones del parlamento y de las instituciones
públicas. Con ello que hace de la política como el techo del mundo que no puede
ser traspasado por los ciudadanos y de los políticos los dioses de la sociedad
moderna que deciden lo que es bueno y malo para el pueblo. Esta concepción de
las cosas es inaceptable para los cristianos y resulta insostenible ante la
recta razón.
La política es obra del hombre y el hombre de la política. Antes que cualquier
institución y poder político, existe el hombre, el matrimonio, la familia, la
libertad y la conciencia moral de los hombres. La actividad política, como
actividad libre y responsable, tiene que ser una actividad moral, que los
hombres tienen que realizar en conformidad con su conciencia. El valor y la
condición moral de cualquier actividad política viene siempre de su servicio a
la justicia, de su servicio al bien común de los ciudadanos. La política es
justa cuando sirve de verdad a la justicia. Esto supone que podemos conocer y
definir lo que es la justicia, lo cual requiere saber previamente qué es el
hombre, cuáles son sus responsabilidades, necesidades y derechos. Conocer todo
esto, definirlo y servirlo sinceramente es la justicia personal del político y
la permanente legitimación de la autoridad que se le concede. En esta
moralización permanente de la política y de los políticos tienen los cristianos
una campo específico de actuación siempre necesario, urgente y apremiante en la
sociedad española en estos momentos. (Cf Orientaciones Morales, nn. 52-55).
Si no hubiera ninguna norma moral vinculante a la que tuvieran que atener los
gobernantes en sus decisiones, la sociedad entera quedaría sometida en
definitiva a las opiniones y deseos de unas pocas personas que se alzarían con
un poder sobre las conciencias y las vidas de los ciudadanos mucho más amplios
de lo permisible. La política y los políticos están al servicio de la
convivencia, pero no tienen capacidad ni competencia para definir lo bueno y lo
malo, para configurar y dirigir la vida de los ciudadanos. No vale decir que los
políticos interpretan y ejecutan lo que quieren las mayorías, porque los
ciudadanos en sus preferencias también tienen que someterse a las exigencias
éticas de la conciencia y de la recta razón. Ni se puede desconocer la capacidad
incalculable que en la sociedad moderna tienen los políticos de dirigir los
deseos y preparar los consensos de los ciudadanos mediante el control y la
dirección de los poderosos medios de comunicación. Sin el predominio de la ley
moral socialmente reconocida y vigente, la mejor democracia degenera en
dictadura de unas pocas personas con apariencias democráticas.
Así vemos cómo aun siendo de orden diferente, religión y política no son del
todo independientes ni aisladas entre sí. Coinciden en los agentes, pues los
cristianos, junto con los demás ciudadanos, son también agentes de la política.
Y coinciden en la realización de la justicia, conocida y ejercida por la razón y
la voluntad del hombre, dejándose iluminar y fortalecer por las revelación de
Dios y los dones del Espíritu Santo. No conviene engrandecer la política. La
vida no empieza ni termina en la política. Es un modo de organizarnos para
defendernos de los peligros y alcanzar los bienes comunes deseados, seguridad,
libertad, salud, cultura, bienestar material, condiciones para vivir libremente
en plenitud según la propia conciencia y las propias convicciones, Pero antes de
actuar políticamente el hombre ya es persona y actúa como tal. Si ha de ser
religioso o no, depende de su mismo ser de hombre, de lo que percibimos con
nuestra razón, de la magnitud de los deseos y carencias que surgen en nuestra
vida. La pregunta sobre el origen de la existencia, la pregunta sobre Dios y
sobre el bien y el mal, la pervivencia, salvación o perdición, no depende de la
democracia ni de ninguna otra forma política, nace de las entrañas del ser
humano, aunque se manifiesta de manera diferente en cada época y en cada
circunstancia.
El servicio al bien común es el fundamento del valor y de la nobleza de las
instituciones políticas. Cuanto esta finalidad se oscurece o se sustituye por la
rivalidad entre partidos o por las ventajas de un grupo determinado todo se
devalúa y se corrompe(Ibn. 57).
Proteger y favorecer la libertad religiosa
En una política democrática moderna el objetivo central de las instituciones
políticas es el de crear unas condiciones de vida en las que los ciudadanos
puedan vivir y actuar libremente en un contexto de justicia y solidaridad. Esta
defensa y protección de la vida personal implica la protección de la libertad
religiosa. Ello significa que cada ciudadanos pueda vivir según su propia
conciencia y manifestar privada y públicamente sus convicciones religiosas. Las
democracias europeas se orientan hacia unas formas de estado plenamente
respetuosas con la vida religiosa de los ciudadanos, un Estado sin ingerencias
ni beligerancias políticas, pero también sin exclusiones ni discriminaciones en
contra de las actividades e instituciones religiosas. «Un Estado laico,
verdaderamente democrático, es aquel que valora la libertad religiosa como un
elemento fundamental del bien común, digno de respeto y protección» (ib. n.62)
Al fin y al cabo la religión es una actividad profundamente humana, claramente
benéfica para las personas y para la sociedad, especialmente la religión
cristiana, cuando es vivida correctamente, que una política respetuosa con los
derechos de la persona y servidora del bien común, tiene que respetar y
favorecer. El Estado aconfesional no es un Estado que desconoce la religión y
mucho menos cargado de reticencias en contra de ella, sino un Estado que
favorece todo aquello que forma parte de la vida razonables de los ciudadanos y
está presente y operante en la sociedad. La religión es parte esencial de la
cultura de los pueblos. Gobernar en contra de ella o desconocerla en las
gestiones del gobierno es una verdadera agresión contra la historia, la cultura
y la identidad de una sociedad determinada. Ningún pueblo que quiere seguir
siendo libre puede permitir que se desarrollen leyes o políticas contrarias y
perjudiciales para sus convicciones y tradiciones religiosas. Un gobierno laico
que pretenda directa o indirectamente debilitar la vida religiosa del pueblo
para ir imponiendo e inculcando poco a poco el laicismo y la irreligión de los
ciudadanos, es necesariamente un gobierno autoritario y sectario aunque se vista
con piel de neutralidad y de respeto.
El gran principio de la subsidariedad
Una cuestión esencial en la concepción cristiana de la política es la afirmación
de que el ordenamiento y las instituciones políticas surgen de la sociedad, por
decisión de los ciudadanos, para el servicio del bien común de las personas. La
política está al servicio del bien de las personas y no al contrario. De lo cual
se sigue que la política no debe absorber la vida entera de los ciudadanos sino
solamente aquellas cosas que las personas solas no pueden hacer, o no pueden
hacer las familias, ni tampoco otras instituciones inferiores. En cada instancia
se debe llevar a cabo lo que en instancias inferiores no se puede resolver. Este
principio es fundamental contra la tendencia a reglamentar todo, a invadir todo
desde la administración, a hacer presente la actividad política en todos los
órdenes de la vida, con una reglamentación cada vez más amplia, más detallada,
más invasiva y condicionante de la vida de la sociedad, de las familias y de
todos los individuos. Vivimos unos tiempos en los que la reglamentación y el
desarrollo de la administración está invadiendo demasiado la vida y las
actividades de las personas, de las familias, de los municipios, de las
asociaciones profesionales, etc. La visión cristiana, también en la política, es
siempre personalista, partidaria de que las personas y las familias, con la
ayuda de las instituciones, puedan ser los verdaderos protagonistas de su vida,
en las mismas condiciones para todos, con paz y justicia.
Lasa circunstancias actuales requieren de los cristianos que reforcemos la
consideración de las consecuencias morales de nuestro voto en temas tan
importantes como la educación religiosa y moral de la juventud, la protección
del matrimonio y de la familia, el respeto a la vida humana desde la fase
embrionaria hasta la muerte natural, más otros aspectos de siempre como la
justicia social, la debida atención a los emigrantes, la solidaridad, la unidad
y la paz entre los pueblos y regiones de España, la solidaridad con los países
subdesarrollados, etc. ,
CONCLUSION
Con estas consideraciones en torno a la presencia y actuación de los cristianos
en la vida social y política, no quiero que nos olvidemos de que nuestra
preocupación central y la importancia social de la Iglesia consiste en la
memoria viva y amorosa de la persona de N.S. Jesucristo.
Jesús es el centro de la humanidad, todo ha sido creado por El y para El, en El
tienen su verdad y consistencia todas las cosas, El es la verdad y la
consistencia de nuestra vida personal y comunitaria.
Vamos a comenzar los ejercicios de la Santa Cuaresma. Vivámosla de tal manera
que sea para nosotros una renovación de nuestro amor a Jesucristo, una
renovación de nuestra fe en El, una renovación de nuestro amor y de nuestra
vida, arraigada en El y en las enseñanzas de su Iglesia de manera clara y
determinante, sin miedos, sin titubeos, sin inhibiciones, sin egoísmos. Podemos
ser débiles y pecadores, pero no podemos ser cobardes ni indiferentes. Jesús nos
necesita. Nuestros jóvenes nos necesitan. Nuestra sociedad nos necesita. Los que
encuentran dificultades para creer y buscan su felicidad en excursiones alocadas
lejos de Dios, lejos de la Iglesia, lejos de su propia intimidad, necesitan de
unos cristianos que les muestren con claridad la doctrina y el amor de Jesús, el
ideal universal y permanente de humanidad renovada que es Jesucristo. No lo
dudemos, esta sociedad que nos desconoce o nos desprecia, nos necesita, necesita
a Jesús, que solamente los cristianos le podemos ofrecer.
Termino con estas palabras del Papa en «Deus caritas est»: «El amor es una luz,
en el fondo la única, que ilumina constantemente un mundo oscuro y nos da la
fuerza para vivir y actuar en él. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo
en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor, y así
llevar la luz y la vida de Dios al mundo». Esto es lo que he querido deciros y
para esto he querido ayudaros con mis palabras en estas conferencias
cuaresmales. El Señor resucitado nos encuentre despiertos y disponibles, para su
gloria y el servicio de nuestros hermanos. Esa será nuestra salvación.
Pamplona, 1 de marzo de 2007
+ Fernando Sebastián Aguilar,
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela