Predicador del Papa: «Bienaventurados los mansos
porque poseerán la tierra»
Segunda predicación de Cuaresma al Papa y a la Curia
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 16 marzo 2007 (ZENIT.org).-
«Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra – Las bienaventuranzas
evangélicas» es el tema de la segunda predicación de Cuaresma que, ante
Benedicto XVI y la Curia, pronunció este viernes el padre Raniero Cantalamessa
O.F.M. Cap., predicador de la Casa Pontificia.
* * *
P. Raniero Cantalamessa
“BIENAVENTURADOS LOS MANSOS PORQUE POSEERÁN LA TIERRA”
Segunda Predicación de Cuaresma a la Casa Pontificia
1. Quiénes son los mansos
La bienaventuranza sobre la que deseamos meditar hoy se presta a una observación
importante. Dice: «Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra». Pues
bien; en otro pasaje del mismo evangelio de Mateo, Jesús exclama: «Aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). De ahí deducimos que las
bienaventuranzas no son sólo un buen programa ético que el maestro traza para
sus discípulos; ¡son el autorretrato de Jesús! Es Él el verdadero pobre, el
manso, el puro de corazón, el perseguido por la justicia.
Está aquí el límite de Gandhi en su aproximación al sermón de la montaña, que
igualmente admiraba mucho. Para él, aquél podría hasta prescindir del todo de la
persona histórica de Cristo. «No me importaría siquiera –dijo en una ocasión- si
alguien demostrara que el hombre Jesús en realidad no vivió jamás y cuanto se
lee en los Evangelios no es más que fruto de la imaginación del autor. Porque el
sermón de la montaña permanecería siempre verdadero ante mis ojos» [1].
Es, al contrario, la persona y la vida de Cristo lo que hace de las
bienaventuranzas y de todo el sermón de la montaña algo más que una espléndida
utopía ética; hace de ello una realización histórica, de la que cada uno puede
sacar fuerza para la comunión mística que le une a la persona del Salvador. No
pertenecen sólo al orden de los deberes, sino también al de la gracia.
Para descubrir quiénes son los mansos proclamados bienaventurados por Jesús, es
útil pasar revista brevemente a los términos con los que la palabra mansos (praeis)
se plasma en las traducciones modernas. El italiano tiene dos términos: «miti» y
«mansueti». Este último es también el término empleado en las traducciones
españolas, los mansos. En francés la palabra se traduce con doux,
literalmente «los dulces», aquellos que poseen la virtud de la dulzura (no
existe en francés un término específico para decir mansedumbre; en el «Dictionnaire
de spiritualité» esta virtud está expuesta en la voz douceur, dulzura).
En alemán se alternan diversas traducciones. Lutero traducía el término con
Sanftmŋtigen, esto es, mansos, dulces; en la traducción ecuménica de la
Biblia, la Eineits Bibel, los mansos son aquellos que no ejercen ninguna
violencia -die keine Gewalt anwenden-, por lo tanto los no-violentos;
algunos autores acentúan la dimensión objetiva y sociológica y traducen
praeis con Machtlosen, los inermes, los sin poder. El inglés vincula
habitualmente praeis con the gentle, introduciendo en la
bienaventuranza el matiz de gentileza y de cortesía.
Cada una de estas traducciones evidencia un componente verdadero, pero parcial,
de la bienaventuranza. Hay que considerarlas en conjunto y no aislar ninguna, a
fin de tener una idea de la riqueza originaria del término evangélico. Dos
asociaciones constantes, en la Biblia y en la parénesis cristiana antigua,
ayudan a captar el «sentido pleno» de mansedumbre: una es la que acerca entre sí
mansedumbre y humildad, la otra la que aproxima mansedumbre
y paciencia; la una saca a la luz las disposiciones interiores de las que
brota la mansedumbre, la otra las actitudes que impulsa a tener respecto al
prójimo: afabilidad, dulzura, gentileza. Son los mismos rasgos que el Apóstol
evidencia hablando de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial, no es
envidiosa, no se engríe...» (1 Co 13, 4-5).
2. Jesús, el manso
Si las bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús, lo primero que hay que
hacer al comentar una de ellas es ver cómo la vivió. Los evangelios son, de
punta a punta, la demostración de la mansedumbre de Cristo, en su doble aspecto
de humildad y de paciencia. Él mismo, hemos recordado, se propone como modelo de
mansedumbre. A Él Mateo aplica las palabras del Siervo de Dios en Isaías: «No
disputará ni gritará, la caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha
humeante» (Mt 12, 20). Su entrada en Jerusalén a lomos de un asno se ve como un
ejemplo de rey «manso» que huye de toda idea de violencia y de guerra (Mt 21,
4).
La prueba máxima de la mansedumbre de Cristo se tiene en su pasión. Ningún gesto
de ira, ninguna amenaza. «Insultado, no respondía con insultos; al padecer, no
amenazaba» (1 P 2, 23). Este rasgo de la persona de Cristo se había grabado de
tal forma en la memoria de sus discípulos que San Pablo, queriendo exhortar a
los corintios por algo querido y sagrado, les escribe: «Os suplico por la
mansedumbre (prautes) y la benignidad (epieikeia) de Cristo» (2 Co
10, 1).
Pero Jesús hizo mucho más que darnos ejemplo de mansedumbre y paciencia heroica;
hizo de la mansedumbre y de la no violencia el signo de la verdadera grandeza.
Ésta ya no consistirá en alzarse solitarios sobre los demás, sobre la masa, sino
en abajarse para servir y elevar a los demás. Sobre la cruz, dice Agustín, Él
revela que la verdadera victoria no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse
víctima, «Victor quia victima» [2].
Nietzsche, se sabe, se opuso a esta visión, definiéndola una «moral de
esclavos», sugerida por el «resentimiento» natural de los débiles hacia los
fuertes. Predicando la humildad y la mansedumbre, el hacerse pequeños, el poner
la otra mejilla, el cristianismo introdujo, en su opinión, una especie de cáncer
en la humanidad que ha apagado su empuje y ha mortificado su vida... En la
introducción al libro Así hablaba Zaratustra, la hermana del filósofo
resumía así el pensamiento de su hermano:
«Él supone que, por el resentimiento de un cristianismo débil y falseado, todo
lo que era bello, fuerte, soberbio, poderoso –como las virtudes procedentes de
la fuerza- ha sido proscrito y prohibido, y que por ello han disminuido mucho
las fuerzas que promueven y ensalzan la vida. Pero ahora una nueva tabla de
valores debe ponerse sobre la humanidad, esto es, el fuerte, el hombre magnífico
hasta su punto más excelso, el superhombre, que nos es presentado ahora con
arrolladora pasión como objetivo de nuestra vida, de nuestra voluntad y de
nuestra esperanza» [3].
Desde hace algún tiempo se asiste al intento de absolver a Nietzsche de toda
acusación, de amansarle y hasta de cristianizarle. Se dice que en el fondo él no
va contra Cristo, sino contra los cristianos que en ciertas épocas predicaron
una renuncia fin de sí misma, despreciando la vida y yendo contra el cuerpo...
Todos habrían tergiversado el verdadero pensamiento del filósofo, empezando por
Hitler... En realidad él habría sido un profeta de tiempos nuevos, el precursor
de la era postmoderna.
Ha quedado, se puede decir, una sola voz que se opone a esta tendencia, la del
pensador francés René Girard, según el cual todos estos intentos perjudican ante
todo a Nietzsche. Con una perspicacia en verdad única, para su tiempo, él captó
el verdadero núcleo del problema, la alternativa irreducible entre paganismo y
cristianismo.
El paganismo exalta el sacrificio del débil a favor del fuerte y del progreso de
la vida; el cristianismo exalta el sacrificio del fuerte a favor del débil. Es
difícil no ver un nexo objetivo entre la propuesta de Nietzsche y el programa
hitleriano de eliminación de grupos humanos enteros por el adelanto de la
civilización y la pureza de la raza.
No es por lo tanto sólo el cristianismo el blanco del filósofo, sino también
Cristo. «Dionisio contra el Crucificado»: «he ahí la antítesis», exclama en uno
de sus fragmentos póstumos [4].
Girard demuestra que lo que forma el mayor honor de la sociedad moderna –la
preocupación por las víctimas, estar de parte del débil y del oprimido, la
defensa de la vida amenazada- es en realidad un producto directo de la
revolución evangélica que, sin embargo, por un paradójico juego de rivalidades
miméticas, es ahora reivindicado por otros movimientos, como conquista propia,
incluso en oposición al cristianismo [5].
Hablaba la vez pasada de la relevancia hasta social de las bienaventuranzas. La
de los mansos es su ejemplo tal vez más claro, pero lo que se dice de ella vale,
en conjunto, para todas las bienaventuranzas. Son la manifestación de la nueva
grandeza, el camino de Cristo a la autorrealización en la felicidad.
No es verdad que el Evangelio mortifique el deseo de hacer grandes cosas y de
sobresalir. Jesús dice. «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y
el servidor de todos» (Mc 9, 35). Es por lo tanto lícito, e incluso está
recomendado, querer ser el primero; sólo que el camino para llegar a ello ha
cambiado: no elevándose por encima de los demás, tal vez aplastándoles si son un
obstáculo, sino abajándose para elevar a los demás consigo.
3. Mansedumbre y tolerancia
La bienaventuranza de los mansos ha pasado a ser de extraordinaria relevancia en
el debate sobre religión y violencia, encendido después de hechos como el del 11
de septiembre. Ella recuerda, ante todo a nosotros, los cristianos, que el
Evangelio no da lugar a dudas. No hay en él exhortaciones a la no violencia,
mezcladas con exhortaciones contrarias. Los cristianos pueden, en ciertas
épocas, haber errado sobre ello, pero la fuente es límpida y a ella la Iglesia
puede volver para inspirarse de nuevo en toda época, segura de no encontrar ahí
más que verdad y santidad.
El Evangelio dice que «el que no crea se condenará» (Mc 16, 16), pero en el
cielo, no en la tierra, por Dios, no por los hombres. «Cuando os persigan en una
ciudad –dice Jesús-, huid a otra» (Mt 10, 23); no dice: «ponedla a hierro y
fuego». Una vez, dos de sus discípulos, Santiago y Juan, que no habían sido
recibidos en cierto pueblo samaritano, dijeron a Jesús: «Señor, ¿quieres que
digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Jesús, está escrito,
«volviéndose, les reprendió». Muchos manuscritos recogen también el tono del
reproche: «No sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha
venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas» (Lc 9, 53-56).
El famoso compelle intrare, «obligadlos a entrar», con el que San
Agustín, si bien muy a su pesar [6], justifica su aprobación de las leyes
imperiales contra los donatistas [7] y que se utilizará después para justificar
la coerción respecto a los herejes, se debe a un forzamiento del texto
evangélico, fruto de una lectura mecánicamente literal de la Biblia.
La frase la pone Jesús en boca del hombre que había preparado una gran cena y,
ante el rechazo de los invitados a acudir, dice a los siervos que vayan por las
calles y las cercas y que «hagan entrar a los pobres y lisiados, y ciegos y
cojos» (Lc 14, 15-24). Está claro que obligar no significa otra cosa, en el
contexto, que una amable insistencia. Los pobres y los lisiados, como todos los
infelices, podrían sentirse violentos al presentarse con sus trastos en el
palacio: venced su resistencia, recomienda el señor, decidles que no tengan
miedo de entrar. Cuántas veces, en circunstancias similares, nosotros mismos
hemos dicho: «Me obligó a aceptar», sabiendo bien que la insistencia en estos
casos es signo de benevolencia, no de violencia.
En un libro-investigación sobre Jesús que ha suscitado mucho eco últimamente en
Italia, se atribuye a Jesús la frase: «Pero a aquellos enemigos míos, los que no
quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc
19, 27), y se deduce que «es a frases como éstas que se remiten los partidarios
de la “guerra santa”» [8]. Pues bien: hay que precisar que Lucas no atribuye
tales palabras a Jesús, sino al rey de la parábola, y se sabe que no se pueden
trasladar de la parábola a la realidad todos los detalles del relato parabólico,
y que en cualquier caso hay que trasladarlos del plano material al espiritual.
El sentido metafórico de estas parábolas es que aceptar o rechazar a Jesús no
carece de consecuencias; es una cuestión de vida o muerte, pero vida y muerte
espiritual, no física. La guerra santa no tiene nada que ver.
4. Con mansedumbre y respeto
Pero dejemos de lado estas consideraciones de orden apologético y procuremos ver
cómo hacer de la bienaventuranza de los mansos una luz para nuestra vida
cristiana. Existe una aplicación pastoral de la bienaventuranza de los mansos
que empieza ya con la Primera Carta de Pedro. Se refiere al diálogo con el mundo
externo: «Dad culto al Señor Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a
dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con
mansedumbre (prautes) y respeto» (1 P 3,15-16).
Han existido desde la antigüedad dos tipos de apologética; uno tiene su modelo
en Tertuliano, otro en Justino; uno se orienta a vencer, el otro a convencer.
Justino escribe un Diálogo con el judío Trifón, Tertuliano (o un
discípulo suyo) escribe un tratado Contra los judíos, Adversus Judeos.
Estos dos estilos han tenido una continuidad en la literatura cristiana (nuestro
Giovanni Papini era ciertamente más cercano a Tertuliano que a Justino), pero es
verdad que hoy es preferible el primero. La encíclica Deus caritas est
del actual Sumo Pontífice es un ejemplo luminoso de esta presentación respetuosa
y constructiva de los valores cristianos que da razón de la esperanza cristiana
«con mansedumbre y respeto».
El mártir San Ignacio de Antioquia sugería a los cristianos de su tiempo,
respecto al mundo externo, esta actitud, siempre actual: «Ante su ira, sed
mansos; ante su presunción, sed humildes» [9].
La promesa ligada a la bienaventuranza de los mansos -«poseerán la tierra»- se
realiza en diversos planos, hasta la tierra definitiva que es la vida eterna,
pero ciertamente uno de los planos es el humano: la tierra son los corazones de
los hombres. Los mansos conquistan la confianza, atraen las almas. El santo por
excelencia de la mansedumbre y de la dulzura, San Francisco de Sales, solía
decir: «Sed lo más dulces que podáis y recordad que se atrapan más moscas con
una gota de miel que con un barril de vinagre».
5. Aprended de mí
Se podría insistir largamente sobre estas aplicaciones pastorales de la
bienaventuranza de los mansos, pero pasemos a una aplicación más personal. Jesús
dice: «Aprended de mí que soy manso». Se podría objetar: ¡pero Jesús no se
mostró, Él mismo, siempre manso! Dice por ejemplo que no hay que oponerse al
malvado, y que «al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la
otra» (Mt 5, 39). Pero cuando uno de los guardias le golpea en la mejilla,
durante el proceso en el Sanedrín, no está escrito que ofreció la otra, sino que
con calma respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he
hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23).
Esto significa que no todo, en el sermón de la montaña, hay que tomarlo
mecánicamente a la letra; Jesús, según su estilo, utiliza hipérboles y un
lenguaje figurativo para grabar mejor en la mente de los discípulos determinada
idea. En el caso de poner la otra mejilla, por ejemplo, lo importante no es el
gesto de ofrecerla (que a veces hasta puede parecer provocador), sino el de no
responder a la violencia con otra violencia, vencer la ira con la serenidad.
En este sentido, su respuesta al guardia es el ejemplo de una mansedumbre
divina. Para medir su alcance, basta con compararla a la reacción de su apóstol
Pablo (que era un santo) en una situación análoga. Cuando, en el proceso ante el
Sanedrín, el sumo sacerdote Ananías ordena golpear a Pablo en la boca, él
responde: «Dios te golpeará a ti, pared blanqueada» (Hch 23, 2-3).
Hay que aclarar otra duda. En el mismo sermón de la montaña, Jesús dice: «El que
llame a su hermano “imbécil”, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame
renegado, será reo de la gehenna de fuego» (Mt 5, 22). Varias veces en el
Evangelio Él se dirige a los escribas y fariseos llamándoles «hipócritas,
insensatos y ciegos» (Mt 23, 17); reprocha a los discípulos llamándoles
«insensatos y tardos de corazón» (Lc 24, 25).
También aquí la explicación es sencilla. Hay que distinguir entre la injuria y
la corrección. Jesús condena las palabras dichas con rabia y con intención de
ofender al hermano, no las que se orientan a hacer tomar conciencia del propio
error y a corregir. Un padre que dice su hijo: «eres un indisciplinado, un
desobediente», no pretende ofenderle, sino corregirle. Moisés es definido por la
Escritura como «más manso que cualquier hombre sobre la tierra» (Nm 12,3); con
todo, en el Deuteronomio le oímos exclamar, dirigido a Israel: «¿Así pagáis a
Yahveh, pueblo insensato y necio?» (Dt 32, 6).
Lo decisivo es si quien habla lo hace por amor o por odio. «Ama y haz lo que
quieras», decía San Agustín. Si amas, ya corrijas, ya lo dejes pasar, será amor.
El amor no hace ningún daño al prójimo; de la raíz del amor, como de un árbol
bueno, no pueden más que nacer frutos buenos [10]
6. Mansos de corazón
Hemos llegado así al terreno propio de la bienaventuranza de los mansos, el
corazón. Jesús dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón».
La verdadera mansedumbre se decide ahí. Es del corazón, dice, que proceden los
homicidios, maldades, calumnias (Mc 7, 21-22), como de las agitaciones internas
del volcán se expulsan lava, cenizas y material incandescente. Las mayores
explosiones de violencia, como las guerras y conflictos, empiezan, como dice
Santiago, secretamente desde las «pasiones que se agitan dentro del corazón del
hombre» (St 4, 1-2). Igual que existe un adulterio del corazón, existe un
homicidio del corazón: «El que odia a su propio hermano –escribe Juan-, es un
homicida» (1 Jn 3, 15).
No existe sólo la violencia de las manos; existe también la de los pensamientos.
Dentro de nosotros, si prestamos atención, se desarrollan casi continuamente
«procesos a puerta cerrada». Un monje anónimo tiene páginas de gran penetración
al respecto. Habla como monje, pero lo que dice no vale sólo para los
monasterios; apunta el ejemplo de los súbditos, pero es evidente que el problema
se plantea de otro modo también para los superiores.
«Observa -dice-, aunque sea por un día, el curso de tus pensamientos:
te sorprenderá la frecuencia y la vivacidad de tus críticas internas con
interlocutores imaginarios, y si no con los que te son cercanos. ¿Cuál es
habitualmente su origen? Éste: el descontento a causa de los superiores que no
nos quieren, no nos estiman, no nos entienden; son severos, injustos o demasiado
cerrados con nosotros o con otros “oprimidos”. Estamos descontentos de nuestros
hermanos, “sin comprensión, obstinados, bruscos, desordenados o injuriosos...”.
Entonces en nuestro espíritu se crea un tribunal en el que somos fiscal,
presidente, juez y jurado; raramente abogado, más que en nuestro favor. Se
exponen los agravios; se pesan las razones; se defiende, se justifica; se
condena al ausente. Tal vez se elaboran planes de revancha o trampas
vengativas... » [11].
Los Padres del desierto, al no tener que luchar contra enemigos externos,
hicieron de esta batalla interior contra los pensamientos (los famosos
logismoi) el banco de prueba de todo progreso espiritual. También elaboraron
un método de lucha. Nuestra mente, decían, tiene la capacidad de preceder el
desarrollo de un pensamiento, de conocer, desde el principio, adónde irá a
parar: si a disculpar al hermano o a condenarle, si a la gloria propia o a la
gloria de Dios. «Tarea del monje –decía un anciano- es ver llegar de lejos los
propios pensamientos» [12], se entiende que para cerrarles camino, cuando no son
conformes a la caridad. La manera más sencilla de hacerlo es decir una breve
oración o enviar una bendición hacia la persona que tenemos tentación de juzgar.
Después, con la mente serena, se podrá valorar si y cómo actuar respecto a
aquella.
7. Revestirse de la mansedumbre de Cristo
Una observación antes de concluir. Por su naturaleza, las bienaventuranzas están
orientadas a la práctica; llaman a la imitación, acentúan la obra del hombre.
Existe el riesgo de desalentarse al constatar la incapacidad de llevarlas a cabo
en la propia vida y la distancia abismal que existe entre el ideal y la
práctica.
Se debe recordar lo que se decía al inicio: las bienaventuranzas son el
autorretrato de Jesús. Él las vivió todas en grado sumo; pero –y aquí está la
buena noticia- no las vivió sólo para sí, sino también para todos nosotros.
Respecto a las bienaventuranzas, estamos llamados no sólo a la imitación, sino
también a la apropiación. En la fe podemos beber de la mansedumbre de Cristo,
como de su pureza de corazón y de cualquier otra virtud suya. Podemos orar para
tener la mansedumbre, como Agustín oraba para tener la castidad: «Oh Dios, tú me
mandas que sea manso; dame lo que mandas y mándame lo que quieras» [13].
«Revestios, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de
misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre (prautes), paciencia »
(Col 3, 12), escribe el Apóstol a los colosenses. La mansedumbre y la bondad son
como un vestido que Cristo nos ha merecido y del que, en la fe, podemos
revestirnos, no para ser dispensados de la práctica, sino para animarnos a ella.
La mansedumbre (prautes) es situada por Pablo entre los frutos del
Espíritu (Ga 5, 23), esto es, entre las cualidades que el creyente muestra en la
propia vida, cuando acoge al Espíritu Santo y se esfuerza por corresponder.
Podemos, por lo tanto, terminar repitiendo juntos con confianza la bella
invocación de las letanías del Sagrado Corazón: «Jesús, manso y humilde de
corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo»: Jesu, mitis et humilis corde:
fac cor nostrum secundum cor tutum.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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[1] Gandhi, Buddismo, Cristianesimo, Islamismo, Roma, Tascabili Newton
Compton, 1993, p. 53.
[2] S. Agostino, Confessioni, X, 43.
[3] Introduzione all’edizione tascabile di Also sprach Zarathustra del
1919.
[4] F. Nietzsche, Opere complete, VIII, Frammenti postumi 1888-1889,
Adelphi, Milano 1974, p. 56.
[5] R. Girard, Vedo Satana cadere come folgore, Milano, Adelphi, 2001,
pp. 211-236.
[6] S. Agostino, Epistola 93, 5: “Dapprima ero del parere che nessuno
dovesse essere condotto per forza all’unità di Cristo, ma si dovesse agire solo
con la parola, combattere con la discussione, convincere con la ragione”.
[7] Cf. S. Agostino, Epistole 173, 10; 208, 7.
[8] Corrado Augias – Mauro Pesce, Inchiesta su Gesù. Mondadori, Milano
2006, p.52.
[9] S. Ignazio d’Antiochia, Agli Efesini, 10,2-3.
[10] S. Agostino, Commento alla Prima Lettera di Giovanni 7,8 (PL 35,
2023)
[11] Un monaco, Le porte del silenzio, Ancora, Milano 1986, p. 17 (Originale:
Les porte du silence, Libraire Claude Martigny, Genève).
[12] Detti e fatti dei Padri del deserto, a cura di C. Campo e P. Draghi,
Rusconi, Milano 1979, p. 66.
[13] Cf. S. Agostino, Confessioni, X, 29.
ZS07031622